V
Nueva desaparición

Doc Savage notó al instante un ligero olor a cloroformo en torno al violinista ciego.

Aparte de ese detalle, Víctor Vail parecía hallarse en perfecta salud. Al oír a Doc, dijo con ansiedad:

—Me alegro de que haya venido, señor Savage. Me tenía intranquilo su ausencia y no sabía dónde dirigirme.

Como muchos ciegos, era evidente que Víctor Vail identificaba a las personas por sus pisadas. El paso firme de Doc era inconfundible.

—¿Qué demonio le sucedió? —preguntó Doc—. Cuando salí a buscarle había desaparecido.

—Unos pistoleros al servicio de Keelhaul de Rosa me secuestraron.

—Ya me lo figuré —explicó Doc—. Quiero decir, ¿qué le sucedió para volver aquí, sano y salvo? Ha sido una verdadera sorpresa.

Víctor Vail se acarició su blanco cabello con manos largas y sensitivas.

Su rostro inteligente mostraba una gran perplejidad.

—Es un misterio que no alcanzo a comprender yo mismo —murmuró—. Me cloroformizaron. Debí estar privado de conocimiento un largo rato. Cuando recobre el sentido, me encontré tendido en la acera de una calle de la parte alta de la ciudad. Rogué a un transeúnte que llamara a un taxi y vine aquí, donde tuve la desagradable sorpresa de no encontrar a nadie.

—¿No conoce lo que le sucedió, aparte de eso? Me refiero a sí sospecha el motivo.

—No. Excepto que mi camiseta desapareció sin darme cuenta.

—¿Qué?

—Mi camiseta había desaparecido. No puedo imaginarme por qué motivo quisieron robarme tal cosa. Su importancia es insignificante.

Doc reflexionó y dijo:

—Es posible que sus aprehensores lo desnudasen para examinarle la espalda y olvidaron la camiseta cuando lo volvieron a vestir.

—Pero ¿por qué habrían de querer examinarme la espalda? ¿Cree que todos estos trastornos son motivados sólo por mirar mi espalda?

—Estaba pensando —replicó Doc Savage—, en el incidente que usted mencionó, ocurrido hace más de quince años.

—Ah.

—Cuando despertó, después de la supuesta destrucción del trasatlántico Oceanic, en las regiones árticas, declara usted que sintió un escozor en la espalda.

Víctor Vail se acarició sus blancos cabellos, su ademán habitual e inconsciente cuando le embargaba algún pensamiento.

—Debo confesar —declaró—, que estoy desconcertado. ¿Por qué dice usted la supuesta destrucción del Oceanic?

—Por qué no existe prueba alguna de que fuese destruido, aparte de la mera declaración de Ben O’Gard.

El violinista se enfadó ligeramente. Le molestaban aquellas continuas alusiones a la sinceridad de su salvador.

—¡Tengo confianza en Ben O’Gard! —exclamó—. Me salvó la vida y ni siquiera me ha permitido agradecérselo.

Doc replicó, en tono sincero:

—Admiro la fe que deposita en O’Gard. No hablaremos más al respecto. Pero deseo inspeccionar su espalda. Quizá en ella encontremos la solución de este misterio.

Obediente, Víctor Vail se despojó de las prendas superiores.

Doc Savage examinó entonces con atención la espalda del ciego, usando una potente lupa. No encontró nada sospechoso.

—Esto es muy misterioso —comentó dirigiéndose a Ham.

Éste inquirió:

—¿No crees que Keelhaul de Rosa secuestró al señor Vail simplemente para mirarle la espalda? Parece lo cierto; sin embargo, no tiene nada en ella que pueda servirnos de pista.

—Precisamente eso es lo que creo —replicó Doc—. Y otra cosa que me intriga sobremanera es por qué Keelhaul soltó al señor Vail, una vez que se apoderó de él. ¿Por qué no guardarlo para evitar que los otros se apoderasen del secreto si éste existe?

—También me intriga a mí —terció Víctor Vail—. El individuo es un criminal diabólico. Tengo la seguridad de que me asesinaría.

Dirigiéndose a la ventana, Doc Savage miró al exterior. La calle se extendía a tanta profundidad, que los automóviles semejaban insectos.

Los faroles parecían puntitos de luz. Sólo una persona de nervios bien templados podía contemplarlo un rato sin sentir vértigo.

Se oyó el ruido de las puertas de un ascensor al abrirse.

Monk penetró en la oficina y miró de pies a cabeza al elegante Ham, que enojado, exclamó:

—¡Uno de estos días te encerrarán en el parque zoológico, so gorila!

En respuesta, Monk imitó a la perfección el gruñido de un cerdo. Y salió tan perfecto, que Víctor Vail se volvió asombrado.

Al instante siguiente, Monk esquivó con una velocidad asombrosa para un hombre de su corpulencia, un golpe de plano del estoque de Ham.

Ham era muy sensible a cualquier referencia a dicho animal. Unos recuerdos no muy agradables iban ligados a una sabrosa parte del cerdo.

Monk habría con toda probabilidad continuado burlándose de Ham, de no haberle interrumpido Doc.

—¿Qué averiguaste de Keelhaul de Rosa, cuando fuiste a la comisaría a interrogar a sus secuaces? —inquirió el hombre de bronce.

—Nada en absoluto —rió Monk—. Son simplemente morralla. Los alquilaron para este golpe. Ni siquiera conocen la guarida de Keelhaul de Rosa.

Doc asintió con la cabeza. No esperaba solucionar nada con los detalles que pudiesen facilitar los pistoleros.

—Ham —dijo—, tu profesión de abogado te ha relacionado con los gobernantes de América e Inglaterra. Deseo que vayas inmediatamente a averiguar todo cuanto sea posible del trasatlántico Oceanic. Averigua cuanto puedas de la tripulación, del cargamento y todo lo que sea de interés.

Apenas se hubo marchado el abogado, sonó el teléfono. Llamaba Johnny.

Johnny tenía voz de conferenciante. Escogía las palabras con precisión, a estilo de catedrático. En realidad, Johnny era uno de los más eminentes arqueólogos del mundo.

Sonó una voz grave por los hilos del teléfono, diciendo:

—No pierdo vista de esa banda, Doc. Los sujetos se detuvieron delante de una pensión sospechosa. Renny y Long Tom me radiaron el lugar desde el aeroplano, donde vigilaban, y llegué a tiempo de verles entrar.

Luego dio unas señas de la parte baja de Nueva York, no muy lejos del barrio chino, lugar más que a propósito para esconderse gente de tal calaña.

—Mucho cuidado. Enseguida estaré contigo —replicó Doc, colgando el receptor.

Monk ya cruzaba el umbral, dispuesto a tener su parte en la aventura.

—¡Eh! —llamó Doc. Tú permanecerás aquí.

—¡Oh! —exclamó Monk, con cara de cachorro al que se le hubiese propinado un puntapié en las costillas—. ¡Tú no puedes hacer esto, Doc!

Estaba, en verdad, decepcionado. Le gustaban las aventuras emocionantes y ya se imaginaba haber encontrado una.

Doc señaló:

—Alguien debe guardar a Víctor Vail. Tu misión es más importante de lo que parece a simple vista. Monk debe guardar a Víctor Vail.

Monk se apaciguó y sacando un cigarrillo, lo encendió.

El roadster gris de Doc Savage estaba provisto de una sirena de reglamento de policía. Tenía permiso para usarla.

Su coche, a toda marcha, lanzaba un sonido plañidero, pidiendo vía libre.

Moderó la marcha al llegar a unos centenares de metros de su destino. La gimiente sirena enmudeció. Y, como un fantasma gris, el automóvil de Doc atravesó el mísero distrito.

Detuvo el coche a la vuelta de la esquina de las señas que Johnny le dio. No le costó mucho trabajo dar con el lugar.

Un hombre larguirucho voceaba a gritos los periódicos en la esquina. El individuo era flaco. Sus hombros semejaban un perchero bajo su traje azul.

El resto de su persona era, en proporción, increíblemente delgado.

Llevaba gafas y tenía un aire de decisión que sorprendía en un hombre de su clase.

El vendedor de periódicos, al divisar a Doc se le acercó.

Como si pretendiese venderle un periódico, le dijo:

—Están todavía en la habitación. Tercer piso, primera puerta a la derecha.

Replicó Doc:

—Magnífico, Johnny. ¿Estás armado?

Johnny abrió su paquete de periódicos, como si fuese un libro. Surgió un arma pequeña, parecida a una pistola, con un cargador de regular tamaño ajustado al puño.

Sería difícil encontrar un arma más mortífera. Se trataba de una pistola ametralladora inventada por Doc.

—Espléndido —murmuró su jefe—. Espera en la calle. Voy a subir a esa habitación. Será mejor que estés preparado para cualquier contingencia.

Los escalones gimieron bajo el peso del gigante de bronce. Para evitar el ruido, saltó con agilidad a la barandilla y ascendió por ella.

Llegó al segundo piso de la misma manera, sin molestarse por ver si aquellos escalones crujían también.

Utilizando la barandilla, evitaba cualquier timbre de alarma que pudiese haber bajo los escalones.

Un destello de luz junto al suelo señalaba el fondo de la puerta que le interesaba. Escuchando con atención, sus agudos oídos percibieron la respiración de varios hombres.

Uno de ellos gruñó pidiendo un cigarrillo.

Acechó en el exterior unos dos minutos. Sus poderosas manos bronceadas no estuvieron ociosas; se introducían con frecuencia en sus bolsillos.

Luego, volviéndose, empezó a subir a otro rellano, de la misma manera que los dos primeros.

El edificio constaba de cinco pisos. Un ático le condujo a una azotea alquitranada. Se dirigió hacia un lugar situado encima de la ventana de la habitación donde los pistoleros estaban reunidos.

Sacó una cuerda de seda, delgada pero fuerte, del bolsillo. Ató una punta entorno a una chimenea.

Luego, como una araña colgando de un hilo, descendió deslizándose por la cuerda. Sus manos poderosas se deslizaban por la trenzada seda, produciendo un ligero y casi imperceptible ruido.

Al llegar a la ventana, introdujo una mano en un bolsillo. Luego propinó un puntapié a la ventana y, por la abertura que su pie hizo, arrojó los objetos que sacó del bolsillo con sorprendente rapidez.

Sucedió un enorme tumulto en el interior de la habitación. Los hombres, cogidos por sorpresa no comprendían de dónde había surgido el ataque.

Doc ascendió acto seguido por la cuerda, que, una vez llegado arriba, volvió a guardar en el bolsillo.

No tenía, al parecer, la menor prisa. Tenía una fe absoluta en sus procedimientos y no ignoraba los efectos que produciría su ataque.

El tumulto cesó de una manera misteriosa en el cuarto del piso inferior.

Se dirigió después a la parte delantera de la azotea y se sentó en el parapeto.

Divisó en la calle a su amigo con sus periódicos.

—¡El Mundo! ¡El Día! —voceaba Johnny, a voz en cuello—. ¡La Farándula! ¡El Mundo! ¡La Prensa!

Nadie habría sospechado que Johnny gritaba con toda la fuerza de sus pulmones para ahogar los ruidos que pudiesen surgir del interior del edificio.

No sabía los métodos que usaría Doc para librarse de los gangsters.

Transcurrieron unos diez minutos antes de que Doc Savage descendiese a la habitación del tercer piso.

En la alfombra del vestíbulo yacían muchas bombillas incoloras del tamaño de granos de uva. Eso fue lo que Doc arrojó al interior.

Los pistoleros, al huir frenéticos de la habitación, pisotearon muchas de las diminutas bombillas. Hicieron exactamente lo que Doc esperó que hicieran, para llevar a cabo su plan.

Esto provocó el escape del poderoso anestésico contenido en ellas.

Cualquiera que no estuviese provisto de una careta contra los gases, al sentir los efectos, quedaría desvanecido.

El suelo del vestíbulo y la habitación misma, estaban sembrados de hombres desvanecidos, en las más grotescas posturas.

Doc penetró en el interior evitando pisar las bombillas, que quedaron intactas y las recogió rápidamente para evitar que estallase alguna sin darse cuenta.

¡Su mano bronceada hizo un movimiento de disgusto!

¡Ben O’Gard no se encontraba entre los vencidos!

Doc giró la vista en torno a la habitación, para asegurarse de que el jefe de la banda no estaba allí.

Observó que todas las bombillas de cristal conteniendo el anestésico que tiró por la ventana rota habían sido destrozadas.

No quedaba ninguno de los gases en la habitación ni en el pasillo, pues esperó en la azotea suficiente tiempo para que se disipara el aire enrarecido por las sustancias tóxicas.

No cabía duda de que Ben O’Gard no estaba presente. Los hombres a quienes siguió eran simplemente miembros de la banda.

—¿Atrapaste a alguien de importancia? —preguntó Johnny, desde el umbral.

Respondió Doc:

—No. Remitiremos a estos caballeretes a nuestro sanatorio. Creo que todos ellos están fichados por la policía. Y nos agradecerán les libremos para siempre de tales sujetos.

Johnny examinó con calma a los pistoleros desvanecidos.

—Es indudable que el tratamiento no les perjudicará lo más mínimo. Pero ¿qué me dices del jefe Ben O’Gard?

—No se encontraba entre los presentes.

—Pues es una verdadera lástima. Porque supongo que ese hombre debe poseer casi toda la clave del misterio de la desaparición del Oceanic.

—En efecto.

—Esperemos que otra vez tendremos mejor suerte.

Acto seguido cargaron a los prisioneros en los autos. El roadster de Doc cargó unos cuantos más. Era una buena redada de malhechores que desaparecían para siempre de la ciudad. Partieron en dirección a la parte alta de la ciudad. Llegaron poco después ante el gigantesco rascacielos donde Doc tenía instalado su cuartel general y donde esperaban Monk y el violinista.

Cargando a los cautivos en los ascensores, los condujeron a la oficina.

Al llegar al pasillo encontraron a Ham profiriendo sonoras carcajadas.

Doc Savage entró veloz en la oficina. Tenía la intuición de que algo anormal había sucedido durante su relativamente corta ausencia.

Encontró a Monk, el gorila, tendido en un diván, sujetándose la cabeza con ambas manos y meciéndose de un lado a otro.

Sus gemidos formaban un sombrío contraste con el sonoro regocijo de Ham.

Por los dedos de Monk corría un hilillo carmesí, que se escapaba de una profunda herida que ostentaba en la cabeza.

La primera impresión de Doc, fue que su corpulento compañero estuvo burlándose quizá demasiado encarnizadamente del abogado.

Y por vez primera no logró esquivar el golpe plano del estoque de Ham, que enfurecido por las continuas burlas debió querer castigarlo.

Pero al instante distinguió por el suelo el objeto que causó tan profunda herida en la cabeza de Monk.

Era un pisapapeles pesado y metálico que yacía sobre la alfombra.

También observó otra cosa.

¡Víctor Vail había desaparecido de nuevo!