XVI
El imperio del frio

EL perdido trasatlántico Oceanic yacía como una cosa muerta.

Es cierto que el viento seguía silbando su desolada canción de muerte en la selva de jarcias derrumbadas y cubiertas de hielo.

La nieve endurecida producía un modulante tintineo, una sinfonía de majestuosa grandeza, cuando el vendaval la lanzaba contra el casco del buque.

Pero desaparecieron los fantasmales cuchicheos y ruidos de pisadas que ponían los pelos de punta.

Doc Savage descendió al interior del buque, moviéndose silencioso, como era su costumbre cuando pisaba las rutas del peligro.

La luz de su lámpara de bolsillo registraba con minuciosidad todos los rincones sin descuidar lugar alguno.

Distinguió por casualidad una botellita gruesa y casi cuadrada. No la cogió, pero examinó atento la etiqueta.

Era una botella de perfume. Había otras dos, parecidas, algo más abajo.

Aquélla era la explicación del olor a flores de los esquimales, que antes le desconcertaba. Al olor característico del sudor y suciedad que les era innato, añadieron aquel perfume.

Abrió acto seguido el canasto donde dejó a la desvanecida Roxey Vail.

Con gran sorpresa por su parte, lo encontró vacío. Arrodillándose, proyectó la luz de su lámpara sobre la alfombra del suelo del pasillo.

Las huellas de la muchacha indicaban que se dirigió hacia la proa, sola.

Aquello era prueba de que los esquimales no se apoderaron de ella.

—¡Roxey! —llamó.

El grito dominó los aullidos de la tempestad de nieve de una manera sorprendente. Su voz, sin ser estridente, tenía una nota de clarín que la hacía más claramente audible.

—¡Aquí estoy! —respondió la voz de la muchacha—. ¡Estoy buscando a mi padre!

Doc corrió presuroso al lado de la joven cuyo rostro pálido llevaba una expresión de terror.

—¡Se llevaron a mi padre! —exclamó con voz quebrada—. ¡Lo tuve cerca de mí, y no pude abrazarlo!

—No lo tenían cuando huyeron hace un momento —le aseguró Doc—. Los estuve observando con atención. No se aflija de esa manera, estoy seguro de que no le retienen prisionero.

El terror de la muchacha se convirtió en asomo.

—¿Huyeron? —murmuró—. ¿Por qué?

Doc no respondió. La manera como producía aquel misterioso desvanecimiento con un simple toque, constituía un secreto conocido tan sólo por él mismo y sus amigos.

—Los esquimales debieron llevarse a su padre antes de atacarme —dijo.

Dio una media vuelta rápida. El brillo de la luz de la lámpara iluminaba los paneles del perdido trasatlántico, tornando su figura de bronce más gigantesca aún. Sus ojos de dorados reflejos chispeaban.

—¿Dónde va? —inquirió su bella compañera.

—A buscar a Víctor Vail —replicó Doc—. Se lo llevaron y eso indica que vive todavía. Sin duda lo condujeron a presencia de Keelhaul de Rosa.

Roxey Vail quiso acompañarle y se vio obligada a correr para poder seguirle.

—No me ha dicho todavía cómo está usted aquí —le recordó la muchacha.

En breves frases, mientras subían a la cubierta del perdido trasatlántico, Doc le habló del mapa trazado en la espalda de su padre y que sólo podía verse con rayos X, para apoderarse del tesoro de los cincuenta millones de dólares.

—Pero ¿dónde está el tesoro? —preguntó la muchacha.

—No tengo la menor idea de lo que hizo de él —repuso Doc—. Keelhaul de Rosa esperaba encontrarlo en la cámara acorazada, a juzgar por sus acciones, que usted me describió. Además, al parecer, sospecha que los esquimales lo trasladaron. Por ese motivo les dio bebidas. Quería emborracharlos para sonsacarles dónde lo escondieron.

—No se apoderaron de él —afirmó Roxey Vail—. Lo trasladaron antes que los amotinados abandonasen el buque, hace más de quince años.

Hallabanse en la cubierta. Doc Savage se acercó a la barandilla, buscando un cable con el cual saltar al caótico amontonamiento de hielos que rodeaba al buque como una muralla protectora.

Roxey Vail estudiaba con curiosidad a Doc. En sus facciones perfectas apareció un ligero rubor. La joven diosa del ártico sentía nacer en su pecho un dulce sentimiento hacia aquel hombre perfecto.

—¿Por qué está usted aquí? —le preguntó, con brusquedad—. No parece estar afectado de la locura del oro, que tantos males produce.

Doc se encogió de hombros. Hallaron un cable colgando, que terminaba a unos tres metros del suelo.

Llevando a la muchacha en la espalda, descendió con cautela por el único camino que le facilitaba el acceso a tierra firme.

Un instante después, sus ojos alerta les salvaron la vida.

Una descarga de balas de rifle hendió el espacio que acababan de dejar.

Los esquimales regresaron, acompañados de Keelhaul de Rosa y cuatro o cinco de sus pistoleros.

Después del movimiento relampagueante que les salvara la vida, Doc Savage continuó avanzando echó la blanca caperuza de la parka de la muchacha sobre su rostro, para ocultar el cálido color de sus mejillas.

Y él se cubrió perfectamente con su propia parka por la misma razón.

Quería dejar a la muchacha en lugar seguro. Luego celebraría un carnaval sangriento en el glaciar, con Keelhaul de Rosa y su banda de desalmados pistoleros.

Keelhaul de Rosa sería castigado por su participación en los feroces asesinatos del Oceanic; esto era seguro, mientras quedara un soplo de vida en el cuerpo bronceado de Doc Savage.

Retumbó otra descarga. Los disparos sonaban en el clamor de la furia tempestad de nieve. Pero el plomo silbaba demasiado cerca de Doc Savage y su compañera.

Los dedos de Doc se introdujeron en su holgada parka y sacaron un objeto poco mayor que un cartucho de rifle. Oprimió una palanquita en aquel objeto y luego lo lanzó sobre los atacantes.

Al instante surgió una chispa deslumbradora. El glaciar entero pareció levantarse unos dos metros de su nivel normal.

Luego se oyó una explosión que los miles de ecos fueron repercutiendo hasta perderse en lo infinito.

Después sucedió un impresionante silencio.

Surgió un coro de gritos de espanto y agonía. Algunos de los alcanzados quedaron fuera de combate. Los nativos sentían un terror vago e inexplicable.

—¡A ellos! —rugió una voz bronca—. ¡Que me ahorquen si voy a dejarlos escapar ahora! ¡Adelante!

Era la voz de Keelhaul de Rosa.

Una nueva descarga de plomo barrió la superficie del glaciar, donde Doc y su compañera se encontraban. Era imprescindible encontrar un refugio para la joven.

Doc introdujo de pronto a la muchacha bajo un montón de nieve.

—Permanezca aquí —le ordenó—. Puede usted respirar bajo la nieve y no la descubrirán.

—Haré lo que usted diga —prometió la muchacha.

El gigante de bronce sonrió para darle confianza. Breves instantes después la tormenta de nieve lo engullía.

Keelhaul de Rosa estaba furioso.

—¡Desgraciados —bramó!—. ¡Que me pasen por debajo de la quilla si no habéis estropeado la ocasión! ¡Ese maldito hombre de bronce estaba en vuestras manos y no lo acribillasteis!

—Te dije que ese pájaro era un diablo —murmuró un pistolero—. No es un ser humano. Desde la noche en que nos amarró delante de aquella sala de concierto, no hemos podido echarle la mano encima.

Otro pistolero se estremeció. Era más grueso que Keelhaul de Rosa y que los otros gangsters. Se sospechaba que llevaba sangre de esquimales en las venas.

En realidad, aquel malhechor fue reclutado en Groenlandia. Conocía el Ártico y servía de intérprete a la banda en todas las negociaciones con los esquimales.

—Por poco nos liquida a todos esa explosión —gimió el hombre—. Espero que atrapemos a ese individuo muy pronto, pues de lo contrario…

—¡Dispersaos! —rugió Keelhaul de Rosa—. Cazaremos a ese pájaro.

Los esquimales se abrieron en forma de abanico. Los blancos permanecieron agrupados para defenderse mutuamente.

Un esquimal se alejó a corta distancia de los otros y se extravió en una masa de nieve arrastrada por los vientos.

No percibió que una porción parecía levantarse tras él como una visión espectral y no sospechó ningún peligro hasta que unos dedos de bronce, duros y helados, le tocaron las grasientas mejillas como si le acariciara un fantasma.

Luego fue demasiado tarde.

El innuito se desplomó sin el menor ruido. Parecía dormir apaciblemente, sin el menor a lo desconocido.

Doc Savage se abalanzó sobre el inerte esquimal. De sus labios brotó un fuerte grito, seguido de palabras pronunciadas en aquel dialecto.

El blanco, que comprendía el lenguaje esquimal, se excitó escuchando atento la voz tejana.

—¡Aquel esquimal va a matar al hombre de bronce! —gritó—. Dice que vayamos a presenciarlo.

Tres hombres corrieron veloces hacia la voz que habían oído.

El intérprete divisó dos figuras: una tendida, inmóvil; la segunda, inclinada sobre la primera. Es lo único que pudieron distinguir a través de la furiosa tempestad de viento y nieve.

—Allí están —gritó el intérprete—. Démonos prisa a rematarlo.

Avanzaron a toda velocidad. Dos de ellos se dispusieron a descargar sus revólveres sobre la figura tendida, para asegurarse.

El hombre inclinado se irguió. Cosa sorprendente, parecía tener las proporciones de una montaña. Dos puños hercúleos lanzaron unos golpes certeros y los dos gangsters rodaron desvanecidos sobre el glaciar.

El intérprete, girando sobre sus talones, huyó despavorido. Conocía la muerte cuando la tenía delante, y Doc Savage no era otra cosa.

Doc no le persiguió, pues en aquel mismo instante llegó a sus finos oídos un grito ahogado. El viento le llevó un mensaje de pánico desgarrador.

¡Estaban apoderándose de Roxey Vail!

Mientras corría hacia el lugar donde dejara a la muchacha, comprendió lo sucedido. La joven desobedeció la orden de permanecer escondida.

Quizá oyó el grito de que Doc había sido muerto y concibió el desesperado plan de vengarle.

De buena gana le hubiera dado unos azotes. Una bala le pasó rozando. Se echó al instante al suelo, salvándose de la descarga de una ametralladora que hizo saltar pedazos de hielo a su alrededor.

Arrastróse unos quince metros con una velocidad digna de un lagarto de desierto.

—¡Conducid a la muchacha al buque! —ordenó Keelhaul de Rosa—. ¡Daos prisa, desgraciados! ¡Esa chica es nuestra única salvación! ¡Si la dejáis escapar estamos perdidos!

Doc Savage intentó acercarse al capitán de la banda, pero una descarga le hizo retroceder.

Viose obligado a batirse en retirada, esquivando la lluvia de balas, mientras conducían a Roxey Vail al casco cubierto de hielo del perdido trasatlántico.

Pronto llegaron más esquimales. Keelhaul comenzó a armar a algunos de ellos. El intérprete les instruyó sobre el manejo de las armas de fuego, a que no estaban habituados.

Los nativos no eran muy certeros tiradores. Más de uno arrojó la pistola después de estallar en su mano y huyó como si el peor «tongak» o espíritu maligno le persiguiera.

Pero las armas de fuego los hacían más peligrosos, pues las mortíferas balas, disparadas por manos inexpertas, podían tocar a la figura evasiva de Doc Savage de igual manera que los disparos bien dirigidos. En realidad, eran peores. Doc Savage no sabía hacia qué lado dirigirse.

La persecución le condujo al fin a los límites remotos del glaciar y de la cresta rocosa de la tierra.

Allí cobró nuevas fuerzas, después de comer unos trozos de carne cruda que arrancó con sus dedos de acero del oso polar que matara.

Mientras comía y descansaba se mantuvo agazapado tras una roca, escuchando.

La dureza de la roca señalaría la presencia de cualquier pisada en el glaciar circundante. Ninguno de los individuos que pasaron en medio de la tempestad de nieve le vieron.

Al parecer, formaban el grupo cuatro o cinco hombres.

Doc les siguió tan de cerca como le fue posible sin ser descubierto. Unas palabras gruñonas le indicaron que los hombres eran blancos.

—El patrón dijo que nos dirigiésemos a la popa del buque, muchachos —dijo uno—. Nuestros compañeros se reunirán con nosotros allí. Todo el mundo está ayudando, hasta el cocinero.

—Será mejor que echemos un ancla —gruñó otro—. Keelhaul y su maldita banda, junto con los esquimales, están mudándose al trasatlántico. Queremos darles tiempo a que se instalen.

Doc Savage intentó acercarse más. Hallábase a unos tres metros, cuando el grupo se detuvo al abrigo de una roca. Eran cinco hombres.

Lo que oía era una verdad muy interesante.

Uno de los cinco profirió una carcajada siniestra, cuyos ecos desagradables se confundieron con los gemidos del viento.

—El hombre de bronce tiene intranquilo a Keelhaul de Rosa —dijo—. Sin mencionar el pánico de los esquimales. Por esa razón se trasladan al trasatlántico: creen que pueden luchar mejor contra él allí.

Otro hombre masculló una maldición.

—No olvides que debemos suprimir al hombre de bronce antes de que salgamos de aquí —gruñó—. Será difícil, porque parece tener siete vidas como los gatos.

—Ya nos ocuparemos de él cuando hayamos eliminado a Keelhaul de Rosa y a su banda —le informó otro—. No te apures, una bala lo liquidará para siempre.

—¿Estás seguro de que Keelhaul y su banda no sospechan que andamos por aquí?

—Seguramente que no se lo imaginan. Me acerqué lo bastante y escuché lo que hablaban. El pájaro de bronce se figuró que perecimos y se lo dijo a la muchacha y ésta se lo contó a Keelhaul cuando logró atraparla. Y la cree.

Una vez más se oyó una carcajada maligna en medio de la tempestad.

—¡Magnífico! Keelhaul cambiará de parecer —observó el que rió—. ¡Vaya sorpresa que le estamos preparando!

—Sí. Sólo que no tendrá tiempo de cambiar de parecer cuando lo achicharremos. El ataque será por sorpresa, y resultará muy sencillo.

—¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí?

—Una hora.

Sucedió un silencio breve. Los gemidos del viento, se confundían con los aullidos de la tormenta.

—No me gusta esto —murmuró uno, nervioso—. Podríamos largarnos sin toda esta matanza.

—¡Sí, y que luego alguien de este lugar se presentase al cabo de unos años y nos denunciase a la policía! —fue la respuesta—. Tenemos que suprimir todos los rastros, hermano. Tras nosotros, sólo dejaremos unos cuantos «fiambres». No hay como jugar sobre seguro.

Volvió a reinar el silencio. Uno de la banda lo rompió, lanzando una exclamación a sobresalto.

—¿Qué es eso? —gritó.

Se miraron y escudriñaron los alrededores. Aquella espera les enervaba, y aunque no vacilarían en disparar una lluvia de balas, en realidad eran unos cobardes.

—No oí nada —murmuró uno.

—Debe de ser el viento —sugirió uno de ellos, procurando convencerse a sí mismo, para vencer un extraño temblor.

Se incorporaron examinando el lugar y sus alrededores. No vieron nada; oyeron sólo el aullido del vendaval.

Regresaron al abrigo de la roca, arrimados unos a los otros para calentarse.

No se preocuparon más del ruido que alarmó a uno de ellos, suponiendo sería el viento.

Pero en realidad lo que oyeron fue un ruido producido por Doc, que entonces se hallaba a varios centenares de metros de aquel lugar.

Los cinco hombres eran secuaces de Ben O’Gard. Y Doc Savage oyó lo suficiente para saber que el submarino no sufrió ningún daño, como pensara.

Y sin embargo, se llevó consigo la válvula del submarino en el hidroplano plegable.

No obstante, el hecho de que el Helldiver no pereciera, a pesar de faltarle una pieza tan esencial, podía explicarse. La banda de Ben O’Gard debió construir una válvula de reserva, en previsión de cualquier contingencia.

Esta creía Doc Savage era la verdadera explicación de su presencia en tierra.

Ben O’Gard estaba preparándose a asesinar a todos en aquel lugar desolado.

El teatro de sus primeros crímenes, sería escenario de otra espantosa tragedia.

La figura bronceada de Doc Savage corrió como el viento. Tenía mucho que hacer; era de suma urgencia realizar los preparativos para defraudar las siniestras intenciones de aquel desalmado criminal.

Y, corriendo, trazó un plan que auguraba un desastre para su enemigo.