XII
Trampa de hielo

Doc, encogiéndose de hombros, se sentó sobre una tubería. Tenía armas y no le preocupaban los inmediatos acontecimientos.

Es cierto que Ben O’Gard y sus secuaces podrían atacarle, pues las armas que tiraron por la borda no comprendían todo el armamento.

Eran demasiado astutos para eso.

Pero Doc poseía el explosivo que siempre llevaba en sus dos muelas postizas y con él abriría en seguida la puerta del mamparo.

Y una vez que el submarino saliese a la superficie, le sería muy fácil destornillar la válvula y tendría la banda a su merced otra vez.

Los motores eléctricos empezaron a vibrar con un ritmo musical. El Helldiver se había inclinado profundamente en su precipitada inmersión.

Entonces procuraba nivelar su posición. Al cabo de un rato se inclinó hacia arriba de manera perceptible.

Percibióse una fuerte sacudida al chocar con la parte inferior de la masa de los hielos flotantes.

Sucedieron otros fuertes crujidos, aunque de menor violencia. El submarino buscaba a ciegas otro espacio libre de hielos, pero éstos continuaban de una manera interminable.

Los espacios de mar libres parecían escasear. Encima de ello extendíanse una inmensa superficie helada.

Doc Savage se levantó y golpeó en el grueso mamparo de acero.

Oyó unas maldiciones y le advirtieron que lo matarían si no estaba quieto.

Le prometieron toda clase de suertes desastrosas.

Pero aquellas bravatas no le causaban espanto. El peligro rara vez le preocupaba, pues estaba acostumbrado a él, y también conocía la condición de aquellos cobardes y traidores.

Transcurrió más de una hora y se impacientó.

Al fin el submarino salió a la superficie; el paro de los motores eléctricos y la puesta en marcha de los motores diesel lo indicaba.

Doc Savage sacó al instante la válvula y por el mamparo de acero informó a Ben O’Gard de lo que había hecho.

Recibió una sorpresa, pues el malvado profirió una sonora carcajada.

Doc estaba intrigado. La válvula no parecía preocupar a sus enemigos.

Aquello tenía una sola explicación.

¡Habían encontrado un puerto de refugio en la costa que no existía en los mapas!

Sentóse en espera del curso de los acontecimientos. Unos veinte minutos después llegó a sus oídos un ruido parecido a seis o siete piedras golpeando con violencia el casco del submarino.

Reconoció al instante la causa de aquel ruido inconfundible a sus agudos oídos.

Balas de pistola ametralladora, disparadas a escasa distancia del casco metálico del submarino.

¿Empezaban las hostilidades sus amigos? Esperaba que no. Se acercarían demasiado a tiro y el viejo aeroplano no era ningún tanque acorazado.

Los motores diesel se pusieron en marcha como un estrépito loco. El submarino vibraba de punta a punta y empezó a moverse.

En el instante siguiente una sacudida le cogió de sorpresa, tirándole contra un mamparo.

¡El Helldiver había embarrancado!

Los hombres gritaron. Semejaban polluelos en una incubadora. Una ametralladora empezó a disparar en cubierta. Luego le acompañó otra, con hueco clamor.

Continuó esto durante un rato considerable.

«¡Juam!». El submarino casi volcó, con chirrido de planchas y ruido de herramientas sueltas e innumerables objetos saltando y rodando de un lado a otro.

Doc Savage se incorporó. No era un ejercicio muy agradable rodar como una pelota por el compartimiento.

—Será mejor que me agarre algo —murmuró, al sentir una nueva sacudida que le hizo tambalearse.

Acababa de estallar una bomba en el agua, cerca del submarino.

Meneó lentamente la cabeza. No comprendía de dónde podía surgir el ataque, pero estaba cierto que no era para auxiliarle.

¡Sus compañeros no disponían de bombas!

La voz estruendosa de Ben O’Gard penetró en el mamparo.

—¡Salga! —gritó—. ¡Tiene que ayudarnos!

—Vaya a tomar un baño helado —sugirió Doc—. Le refrescará la sangre.

Ben O’Gard escupió una retahíla de maldiciones. Parecía imposible que un solo hombre poseyese tan variada y completa colección de maldiciones.

—¡Qué se me oxide el ancla si no nos tiene usted en sus manos! —gritó al fin—. Haremos lo que usted nos diga. ¡Pero ayúdenos!

—Parece que embarrancamos —le dijo Doc—. No les ayudará de gran cosa el que yo coloque de nuevo la válvula.

—¡No me importa un pito la válvula! —rugió Ben O’Gard—. Ninguno de nosotros puede pilotar el hidroplano plegable. Tiene usted que remontarse y ahuyentar a los bandidos que nos están bombardeando.

—¿Quién les está bombardeando? —inquirió Doc.

—La banda de Keelhaul de Rosa; esa banda de piojos de cubierta.

Doc Savage reflexionó. La situación tomaba un nuevo cariz, del cual sus amigos podían aprovecharse.

Desde que el Helldiver zarpó de Nueva York, no hubo nada que indicara la presencia de Keelhaul de Rosa. Pero en aquel momento se lo explicó todo.

Keelhaul poseía uno de los mapas del tesoro y consiguiendo un aeroplano voló al lugar del desastre del Oceanic. E intentaba exterminar a sus rivales.

—Apártese de la puerta —ordenó Doc Savage—. Voy a salir.

Los cerrojos del otro lado se descorrieron.

Doc Savage abrió la puerta.

Varios de los secuaces de Ben O’Gard le salieron al encuentro, pero ninguno de ellos levantó un arma.

El pánico se retrataba en sus lívidas y desencajadas facciones.

—Cuatro de mis hombres fueron barridos por la borda y se ahogaron —rugió Ben O’Gard—. Los desgraciados pueden despedirse de este mundo.

Los pistoleros abrieron paso a Doc Savage, que subió veloz a cubierta, sin olvidar llevarse consigo la válvula.

Los hombres de la tripulación preparaban con frenesí el hidroplano plegable.

Doc Savage escudriñó el cielo. En el inmenso espacio, de un gris plomizo, no se notaba la menor señal del aparato.

—¿Dónde está el aeroplano? —preguntó.

—Me figuro que regresó a tomar otro cargamento de bombas —gritó Ben O’Gard—. Debemos obrar con rapidez, amigo, sino ese maldito abejorro volverá antes que usted se remonte.

El Helldiver embarrancó, en efecto. La proa salía por encima del agua, mientras la popa estaba sumergida bajo la superficie.

Encontraban se rodeados de unas paredes de hielo. De ordinario habría sido puerto de refugio bastante cómodo. Pero el ataque procedente del aire convirtió el lugar de una verdadera trampa.

Doc Savage escudriñó el cielo una vez más, buscando a sus compañeros.

Ben O’Gard se encogió de hombros. La suerte de aquellos hombres, posibles adversarios, no le interesaba en absoluto.

—Lo último que vi de ellos —respondió—, fue que libraban un combate contra el abejorro de Keelhaul de Rosa. —Levantó un brazo musculoso—. El estruendo desapareció por aquel lado.

Señalaba en dirección a la costa glacial de la tierra inexistente en los mapas.

Las facciones de bronce de Doc Savage permanecieron inalterables. Pero, en su interior, se sentía preocupado. El aeroplano, viejo y decrépito, de sus amigos, no era un avión de combate.

El diminuto aparato plegable estaba ya listo para remontarse.

—¡Remóntate, compañero! —gritó Ben O’Gard—. Que se me oxide…

Enmudeció de repente. Percibió el zumbido de un aeroplano.

—Ése es Keelhaul que regresa —bramó la vaca marina—. Date prisa, camarada. Nuestras vidas están en tus manos.

—Ojalá lo estuviesen —murmuró Doc. Luego, en voz alta—: Dadme vuestra mejor pistola ametralladora. Y arrojad las otras armas por la borda.

—Bah, no se preocupe, que desde ahora en adelante no le atacaremos —sonrió el capitán McCluskey—. Nos repartiremos como buenos amigos el tesoro…

—Arrojad las armas por la borda —repitió Doc—. De lo contrario, no monto el aparato. Lo dejo a vuestra elección.

Hubo protestas, pero el ruido del motor del aeroplano que se acercaba fue el argumento decisivo. Las pistolas, los rifles, los cuchillos y otras armas, fueron lanzadas al agua que les circundaba.

Doc Savage, esperó a que desapareciera la última arma.

Luego, su figura de bronce subió al aeroplano, cuyo motor runruneó como un gato enorme.

Se remontó, llevándose la válvula como medida preventiva.

No ascendió demasiado pronto. El aeroplano de Keelhaul de Rosa descendió de una manera vertiginosa, abriendo fuego con una ametralladora.

El aparato llegó a la región ártica preparado para sostener grandes luchas.

Llevaba un par de ametralladoras que escupían fuego por entre los propulsores.

Cada cuarta o quinta bala era un proyectil luminoso que dejaba un rastro de fósforo ardiendo. Salpicaron el agua bajo el diminuto aeroplano de Doc Savage. En el mar azul, antes de extinguirse, las balas luminosas resplandecían como una hilera de chispas diminutas.

Unas ígneas líneas de espeluznantes balas luminosas cruzaron centelleantes ante los ojos de Doc Savage.

El olor de los gases fosfóricos llegó hasta él.

El plomo perforó un agujero en el ala derecha. El aparato no resistiría muchas averías.

Doc inclinó el avión lateralmente. El diminuto aparato era ágil como una mosca, en las manos de su experto piloto.

El avión de Keelhaul de Rosa descendió con rapidez y furia. Sus descargas no hicieron blanco ninguna de las dos veces.

Ben O’Gard y su banda recogieron el fruto de todo el tiempo perdido protestando respecto a arrojar sus armas.

La demora podía ser fatal para todos, especialmente para Doc Savage, si no lograba remontarse a mayor altura.

El aeroplano de Keelhaul de Rosa voló sobre el Helldiver, arrojando un huevo metálico que provocó un torbellino en torno del submarino.

El agua se elevó unos setenta metros y una ola enorme ola se levantó en círculo.

El buque inclinóse presa de gigantescas sacudidas, quedando empinado como un renacuajo asomando en el agua.

Luego saltó del saliente donde estuvo unos instantes sosteniéndose.

Durante un largo minuto el Helldiver desapareció bajo el agua. Después reapareció flotando.

Doc Savage enfiló su aparato en dirección a su adversario. Si el tamaño del aeroplano hubiese sido de vital importancia, el combate habría sido ridículo.

Su aparato semejaba un gorrión al lado de un halcón, comparado con el otro.

La destreza y la serenidad son los factores más importantes en un combate aéreo.

No obstante, Doc sufría la desventaja de tener que pilotar su aparato y disparar la ametralladora al mismo tiempo.

Se remontó por encima de su enemigo. Su ametralladora disparó una descarga estruendosa.

El aparato adversario dio un salto, como si estuviese herido.

Pero no se produjo ninguna avería seria. Los dos aparatos luchaban con prudencia.

El hidroplano de Keelhaul de Rosa era metálico y moderno. Poseía dos motores nuevos y de gran potencia.

Sólo dos hombres ocupaban el aparato.

Ninguno de ellos era Keelhaul de Rosa. Tenían el aspecto de aviadores profesionales de las regiones del Norte.

Probablemente Keelhaul los seleccionó para aquella empresa.

El vuelo para colocarse en posición estratégica terminó de repente. Un movimiento rápido de la muñeca de Doc, una presión suave con un pie y el diminuto hidroplano saltó como un novillo.

Era dudoso que los dos aviadores del aeroplano grande comprendiesen cómo se efectuó la operación.

Pero Doc maniobró con tal rapidez, que se lanzó sobre ellos, mientras el piloto le contemplaba aturdido.

La pequeña ametralladora de Doc Savage descargó una lluvia de balas que arrancaron las ventanillas de las cabinas del aeroplano enemigo y los anteojos del otro piloto.

El hidroplano se inclinó sobre un costado, luego se deslizó con suavidad y habría chocado con el aparato de Doc, de no haber virado a tiempo.

El segundo hombre del aparato de Keelhaul de Rosa tomó el mando.

De nuevo los aparatos se acechaban, cautelosos. Los motores jadeaban.

Aquel combate desarrollado en las frías soledades del Ártico, tenía la grandeza de una epopeya.

Doc Savage disparó una descarga que hizo saltar unos hilillos incoloros de líquido de las alas del otro aeroplano. Las balas acababan de perforar los tanques de combustible situados en las alas.

A su vez disparó una descarga que mordió parte de la armadura de su aparato. Después de esto, el aeroplano voló de una manera extraña.

Surgió un nuevo contratiempo. Observó que el combustible se le acababa.

No hubo tiempo de cargar los tanques cuando se remontó.

Calculó unos quince minutos después de verse obligado a amarar. Sería mejor terminar la escaramuza aérea con rapidez.

Por segunda vez, su aparato hizo una maniobra desconcertante. Su ametralladora disparó y tocó las partes vitales del avión enemigo.

El aeroplano se empinó sobre su cola; luego cabeceó y se balanceó.

Finalmente se desplomó, herido de muerte, cayendo sobre una masa de hielos flotantes, con tal violencia, que hizo un agujero de metro y medio en el hielo.

Después de eso, sólo quedó un resto de metal y alambres sobresaliendo de la inmaculada planicie helada.

Doc Savage enfiló su aparato en dirección al lugar donde dejó el submarino, no tardando en encontrarle a través de la niebla gris.

Al fijarse con mayor atención para amarar, distinguió algo que le inquietó.

El Helldiver se dirigía en línea recta hacia alta mar o más bien hacia el mar cubierto de hielo. Todas las escotillas se veían cerradas.

La mano de Doc Savage se posó sobre la válvula del tanque. Si el submarino se sumergía con el tanque abierto, no saldrían jamás a la superficie.

¡El submarino se sumergió!

Doc Savage sobrevoló el lugar donde el Helldiver se sumergió bajo los hielos. El agua verde hirvió. Surgieron muchas burbujas.

Unos trozos de hielo se agitaban con viveza sobre la superficie.

Y aquello fue todo.

Las facciones broncíneas de Doc Savage permanecieron impasibles.

Apartando la vista de la escena de la tragedia, se remontó poco a poco, economizando el combustible.

Buscaba a sus amigos.

La perspectiva no era agradable. El aeroplano de sus compañeros no era contrincante para el de Keelhaul de Rosa.

La niebla lo envolvía todo como una mortaja húmeda y repulsiva. El pequeño motor gemía en son de desafío. Pero su combustible iba agotándose de manera alarmante.

Escasamente le quedaba esencia para sostenerse unos minutos. Divisó de repente una figura humana diminuta que caminaba a cuatro patas, como una hormiga blanca en sus pieles claras.

Descendió a varios metros del hielo. Las erizadas moles se acercaban hambrientas a los flotadores y no las hirieron por centímetros.

El ser humano que se arrastraba se irguió de pronto. Era Víctor Vail y llevaba un bulto de seda blanca.

Doc comprendió por qué estaba allí Víctor Vail, llevando los pliegues del paracaídas. Sus compañeros presentaron batalla al aeroplano de Keelhaul de Rosa, haciendo antes descender a Víctor Vail con un paracaídas.

Querían alejarlo del peligro; eso era prueba de que comprendían que luchaban con desventaja.

La figura de Víctor Vail era un mal presagio para los cinco compañeros de Doc Savage. Significaba que sabían que iban al encuentro de la muerte.

Siguió volando hacia el lugar donde divisó al violinista, que se dirigía no hacia tierra, sino hacia la soledad gris del desierto de hielos polares.

Ello indicaba que tenía alguna meta.

Encontró dicho objetivo en breves segundos: hallábase a unas dos millas del lugar donde Víctor Vail avanzaba con fatigas.

Contempló un espectáculo horrible, como pocas veces contemplara en su vida de aventuras.

Sobre el hielo yacía un hidroplano destrozado. Era una masa de astillas y fragmentos. Un trozo de un ala humeaba aún.

Y poco más allá veíase una especie de lago entre los hielos, un trozo de agua donde se hundieron el motor, la armadura y las partes más pesadas del aeroplano.

Se imaginó lo sucedido. Unas balas incendiarias prendieron fuego a los tanques de combustible del anticuado aeroplano y se estrelló envuelto en llamas.

Las verdes y repugnantes profundidades del mar polar eran la tumba de lo que contuviera el aparato.

Doc Savage trazó un círculo lentamente.

El motor de su aeroplano tosió y luego se paró en seco.