IV
La caza a ciegas

Los pistoleros reunidos, estupefactos, no podían comprender como el hombre de bronce sustituyó a su compañero.

Y les era difícil creer que alguien imitase con tal perfección una voz hasta el punto de engañarles imitando el ronco gruñido de su compinche, el chofer.

Dirigieron la mirada a sus seis secuaces tendidos inertes en el suelo. En sus rostros patibularios se dibujó un aire de terror.

Era algo superior a su comprensión y lo desconocido les llenaba de pavor.

El hombre de bronce se quitó poco a poco la gorra. Las puntas de sus dedos rebuscaron en el cabello bronceado.

—¡Sigue con las manos arriba! —ordenó el capitán de la banda.

Los brazos de Doc se alzaron obedientes. No era aquélla la mejor oportunidad de iniciar una pelea y el hombre de bronce era paciente.

—Cacheadlo —ordenó el cabecilla.

Cuatro pistoleros avanzaron cautelosos. Le cachearon minuciosamente.

Hallaron algunas monedas de plata y unos cuantos billetes pertenecientes al chofer. Pero no encontraron armas y esto aumentó, si cabe, su sorpresa.

—¡El sujeto no tiene ningún arma! —murmuraron, estupefactos.

El capitán de la banda contempló los seis cuerpos inertes sobre el suelo.

Acercóse a la puerta del dormitorio. Palideció visiblemente al distinguir a los dos tendidos en la cama, atacados de la misma forma que los demás.

—No comprendo esto —murmuró, estremeciéndose—. ¿Qué les sucedió?

De repente sus ojos se achicaron. Todas las precauciones serían pocas contra aquel hombre extraordinario.

—Registradle las mangas —ordenó a sus hombres.

Lo hicieron y encontraron una aguja hipodérmica.

El capitán de la banda cogió temeroso la aguja y la examinó. No le hacían mucha gracia aquellos instrumentos, acostumbrado a las pistolas.

—De modo que esto los privó de conocimiento —comentó.

Los otros gangsters se movieron nerviosos. Les inquietaban armas semejantes. A su juicio, una bala bien aplicada daba mejor resultado que todos aquellos instrumentos misteriosos.

—Acribillémosle —sugirieron.

Pero el cabecilla movió con violencia la cabeza. Aunque tuviese la misma intención, debía ocultarla a sus secuaces, para no perder autoridad.

—De ninguna manera —replicó con sequedad—. Precisamente este sujeto nos hace falta. Le haremos «cantar» dónde está Víctor Vail.

En las facciones de Doc Savage apareció una expresión de interés. Estaba sorprendido.

—¿Quiere decir que no se apoderaron de Víctor Vail? —preguntó.

La potencia de su voz enmudeció a los gangsters por un momento. No estaban acostumbrados a semejantes tonalidades, ellos que siempre hablaban con murmullos o gritaban.

Luego el cabecilla habló en son de mofa:

—¿Cree usted que preguntaríamos dónde está ese sujeto, si lo tuviésemos en nuestro poder? —preguntó—. Oiga ¿qué pretende al preguntarnos si lo tenemos? —añadió, ceñudo.

Doc Savage respondió:

—Víctor Vail fue secuestrado. Naturalmente, supuse que ustedes lo apresaron. Por esa razón me encuentro aquí. Ahora resulta que he perdido el tiempo y la oportunidad de rescatarlo.

—¡Esa maldita banda de Keelhaul de Rosa lo atrapó primero, después de todo! —gruñó uno.

Esta noticia era muy interesante para Doc Savage. Desconociendo la existencia de otra banda enemiga, supuso se trataba de los raptores.

Preguntó:

—¿Quiere decir que su banda y la de Keelhaul de Rosa, las dos, tenían el propósito de secuestrar a Víctor Vail?

—Entonces, ¿por qué iba a venir aquí? —terció un gangster—. No seas idiota. Ése es el misterio del tiroteo que oímos arriba. Recordarás que oímos el tableteo de una pistola ametralladora. Eso fue lo que nos asustó. Entonces los otros se apoderarían del ciego, y nos dejaron el trabajo para nosotros.

Doc Savage asintió con la cabeza. Comprendía al fin por qué los cinco pistoleros capturados por Monk y Ham salieron corriendo de los ascensores, pistola en mano. Oyeron el fuego de ametralladora de arriba y se espantaron.

El cabecilla murmuró:

—¿Será posible que Keelhaul de Rosa se nos adelantase?

—Intentó apoderarse del ciego, delante de nuestras propias narices, en el salón de concierto, ¿no es verdad? —preguntó otro pistolero—. Su taxi era bastante veloz pero no pudo haber dado la vuelta a aquel rascacielos con la misma rapidez que nosotros, ¿no es cierto?

Doc Savage escuchaba con interés todo aquello. Convencidos de la impotencia de su prisionero, no vacilaban en hablar delante de él.

Estos individuos debieron llegar a la sala de concierto, a tiempo de presenciar la refriega en la calle.

Y tuvieron la astucia de observar sin ser vistos. Al notar que Doc Savage se llevaba al ciego, intentaron otro golpe en sus oficinas. Pero también fracasaron.

El cabecilla profirió una maldición:

—¡Rayos y centellas! ¿Recordáis al sujeto del taxi que llevaba un bigote postizo? ¿El que fumaba un puro? Siguió al roadster hasta el rascacielos; luego entró detrás de nuestro prisionero y de Víctor Vail.

—Sí —declaró uno.

—Apuesto a que aquel sujeto era Keelhaul de Rosa.

—Gruñó uno:

—¿Qué haremos? ¡Es difícil saber dónde lo ha llevado!

El cabecilla se encogió de hombros.

—Ben O’Gard querrá saber todo esto. Voy a hablar con él. Quizá tenga una idea que pueda ayudarnos; en todo caso también lo sabría después.

Estas palabras revelaron a Doc Savage que aquellos hombres pertenecían a la banda de Ben O’Gard.

Y las dos bandas se disputaban la posesión del insigne músico, con fines desconocidos.

Víctor Vail mencionó un extraño feudo entre Ben O’Gard y Keelhaul de Rosa, en las regiones polacas. Era evidente que el antiguo feudo subsistía.

Pero ¿qué había tras todo ello? La pérdida de conocimiento de Víctor Vail en el momento del desastre del Oceanic y su despertar con un extraño escozor en la espalda ¿guardaban alguna relación con este misterio?

El jefe de los pistoleros avanzó, enfrentándose con Doc Savage. Tenía en la mano la aguja hipodérmica, dispuesto a obrar inmediatamente.

—¿Qué es esto? —interrogó con ironía.

—Agua —respondió Doc Savage, con sequedad.

—¿Sí? —se mofó el hombre.

Contempló las figuras inmóviles de sus compañeros tendidos en el suelo, estremeciéndose y luego, serenándose, exclamó:

—¡Embustero!

—Realmente, sólo hay agua —persistió Doc. El pistolero le miró, burlón. Su mano avanzó con rapidez y la aguja hipodérmica se clavó en el cuello de Doc, inyectando su contenido en sus venas.

Sin el menor ruido, el gigante de bronce se desplomó al suelo. Fue tan rápida la acción, que el hombre retrocedió unos pasos.

Resopló el gangster:

—¡De manera que sólo había agua en esa aguja! ¡Esa aguja es la que privó de conocimiento a nuestros compañeros!

El cabecilla dio unas órdenes. No se fiaba mucho del resultado de tan sencillo acto.

El hombre de bronce fue vuelto; le propinaron unos cuantos puntapiés y golpes. Pero no mostró ninguna señal de sentirlo.

—Este fenómeno es más duro que el hierro —murmuró un pistolero, contemplando la figura metálica, inerte.

Ordenó el cabecilla, apuntando a un teléfono situado en una mesita junto a la pared:

—Vigiladlo. Voy a hablar con Ben O’Gard en persona. Os telefonearé después lo que debe hacerse con ese sujeto o volveré personalmente a decíroslo.

El individuo partió para entrevistarse con su jefe y formar los planes para lograr la captura de Víctor Vail, burlando a sus enemigos.

Los cuatro gangsters pasaron unos minutos intentando volver en sí a sus compañeros. Pero no consiguieron nada.

Empezaron a fumar. Conversaron discutiendo con animación lo ocurrido, mientras uno de ellos se apostó en el vestíbulo vigilando la entrada.

De repente, de la habitación donde los dos pistoleros yacían privados de conocimiento en la cama, surgió una voz aguda.

Decía la voz:

—Venid pronto. Tengo algo importante que deciros.

Unos cuantos gangsters entraron, corriendo, en la habitación. Otros se agolparon junto a la puerta, intentando oír las palabras de sus compañeros.

Durante un momento nadie vigiló la figura broncínea de Doc Savage.

Declaró uno, examinando al par de la cama:

—Es extraño. Debió quedarse de nuevo dormido. Los dos están por completo inconscientes. Parece extraño que haya hablado.

Dijo otro, intrigado.

—Nunca oí a ninguno de los dos hablar con una voz tan aguda. Quizá sufrió un ataque de delirio y no se dio cuenta de sus palabras.

El grupo de pistoleros salió perplejo del cuarto.

Ninguno de ellos miró hacia el teléfono. En consecuencia, no pudieron observar que se puso una cerilla bajo el gancho del receptor, manteniéndolo en posición levantada, estableciendo de esta forma la comunicación.

Los labios de Doc Savage empezaron a moverse. Surgieron unos sonidos bajos cloqueantes, carentes de significado para los pistoleros.

Gruñó uno:

—¿Qué clase de lengua es ésa? Parece un salvaje loco.

—Eso no es ninguna lengua —resopló otro—. Está delirando. No sabe lo que se dice.

El gangster se equivocaba. Pues Doc Savage estaba hablando una de las lenguas menos conocidas: la lengua de la antigua civilización maya que floreció hace siglos en Centro América.

Y sus palabras penetraban en el teléfono, llegando a los oídos de quienes estaban destinadas.

Cuando todos los gangsters miraron en el interior del dormitorio, dieron a Doc suficiente tiempo para llamar a Monk en su oficina del rascacielos.

Los pistoleros estaban demasiado excitados para oírle cuchichear el número del teléfono.

Doc era un ventrílocuo de rara habilidad. Proyectó su voz en el dormitorio para llamar la atención de sus aprehensores.

El ausente jefe de los pistoleros se habría sorprendido de una manera extraordinaria de haber sabido que la aguja hipodérmica que utilizó sobre Doc Savage no contenía en realidad más que agua inofensiva.

Doc llevaba por casualidad la aguja hipodérmica. Y se la introdujo en la manga con el deliberado propósito de engañar a los pistoleros.

El hombre de bronce no utilizó la aguja para privar de conocimiento, de una manera tan misteriosa, a sus enemigos.

Doc Savage continuó hablando en lenguaje maya. Las palabras sonaban como una jerigonza incomprensible en los oídos de los oyentes.

No obstante, transmitieron un mensaje de importancia a Monk. Todos sus hombres hablaban la lengua maya y la empleaban cuando deseaban conversar sin ser comprendidos. Tal precaución les había salvado más de una vez.

—Renny, Long Tom y Johnny deben de estar ahí ahora —dijo a Monk, en la extraña lengua.

Los tres hombres que acababa de nombrar eran los otros miembros de su grupo de cinco aventureros, hombres de reconocida solvencia intelectual y gran inteligencia, dignos auxiliares de su extraordinario jefe.

Continuó hablando:

—Dile a Johnny que recoja el contenido del cajón número 13, del laboratorio. Se trata de una botella de pintura, un pincel y un instrumento parecido a unos anteojos.

Dio las señas del antro donde estaba prisionero, mientras los pistoleros agrupados a su alrededor se creían seguros de todo ataque.

—Hay dos automóviles estacionados fuera —continuó—. Dile a Johnny que pinte una cruz encima de ambos coches. Que se traiga el auto provisto de radio. Que espere en una calle cercana, una vez terminada la pintura de la cruz. Y que no se aleje por ningún motivo. Le necesitaremos.

»Long Tom y Renny deben coger los anteojos y dirigirse con rapidez hacia el aeropuerto. Volarán en círculo entorno a la ciudad. Renny lo conducirá mientras Long Tom servirá de observador. Los anteojos harán que las cruces pintadas sobre los automóviles brillen a distancia de una manera luminosa. Long Tom radiará el recorrido de los coches a Johnny, quien los seguirá sin perder la pista.

Los gangsters seguían escuchando las palabras cloqueantes. Sus rostros aviesos mostraban una sonrisa maligna. No tenían ni la menor sospecha de que el cloqueo pudiese tener un significado.

—Tú, Monk, visitarás la comisaría adonde fueron conducidos los pistoleros que nos atacaron a Víctor Vail y a mí delante de la sala del concierto —continuó—. Interrógalos procurando averiguar el lugar probable donde un marinero llamado Keelhaul de Rosa pudo llevar al violinista.

»»Ham debe permanecer en la oficina e interrogar el rata que encontraste inconsciente en el laboratorio. También procurará averiguar el paradero de Keelhaul de Rosa y de Víctor Vail.

Si comprendes estas instrucciones, golpea dos veces suavemente en el transmisor telefónico. Si lo haces una sola vez, repetiré el mensaje.

Se oyeron al instante dos golpecitos tan suaves, que ninguno de los pistoleros los percibió.

Doc Savage enmudeció, permaneciendo inmóvil cual si fuera un muerto.

Tenía la completa seguridad de que sus órdenes serían cumplidas al pie de la letra y que los gangsters recibirían su merecido.

Un malhechor murmuró: —Me parece que se despidió del mundo.

El centinela apostado a la entrada encendió una cerilla y tosió dos veces.

Un gangster sacó dos dados rojos. Los hombros intentaron jugar una partida, pero sentíanse tan nerviosos, que poco después desistieron.

Sentados en las pocas sillas de la habitación o en el suelo, esperaron.

Doc Savage dio tiempo de que sus hombres cumplieran sus instrucciones.

Johnny debería pintar la cruz luminosa sobre los automóviles, Renny y Long Tom volarían sobre la ciudad. Veinte minutos serían suficientes para llevar a cabo su cometido.

Pero les dio media hora de tiempo. Al fin percibió una serie de zumbidos anunciando que el aeroplano volaba por encima de la casa.

Renny ponía sordina a los zumbidos de vez en cuando el objeto de avisar su presencia a sus compañeros.

Doc Savage volvió poco a poco entonces, de cara a la puerta del vestíbulo, simulando estar medio dormido.

Los pistoleros se pusieron se pusieron tensos y empuñaron sus pistolas.

De aquel hombre extraordinario esperaban toda clase de sorpresas.

Doc imitó entonces la voz ronca del centinela apostado junto a la puerta de entrada, proyectándola allí, utilizando su fácil habilidad de ventrílocuo.

No era de temer que los malhechores se creyesen de nuevo engañados por tal superchería.

La voz gritó:

—¡Socorro! ¡Maldición! ¡Socorro!

El centinela lo oyó y tal vez creyó que era su propia voz. Abrió la puerta de un tirón. No comprendía por qué había gritado si nada malo ocurría.

En el momento en que su rostro avieso asomó por la puerta. Doc proyectó unas palabras que parecían brotar de la boca del mismo centinela, quien recibió tal sorpresa que no pudo articular ni una sílaba.

—¡La policía! —fueron las palabras—. ¡La policía sube por la escalera! ¡Huyamos, muchachos!

Reinó al instante un tumulto entre los gangsters. Gritaban unos; daban órdenes presa de profunda alarma, otros; y algunos chillaron como si ya los hubiesen atrapado. El mismo centinela hizo desesperados esfuerzos para huir.

Uno de los gangsters vio levantarse la figura broncínea de Doc y disparó su pistola. Pero tiró demasiado tarde.

Doc esquivó las balas y acercándose al interruptor apagó las luces.

Sucedió una profunda oscuridad en la habitación, la que aumentó, si cabe, la confusión y el pánico de los malhechores.

—¡La policía está dentro! —gritó, imitando la voz del centinela—. ¡Larguémonos, muchachos, antes que nos echen el guante!

Con el objeto de asegurarse de que huían por la dirección que le convenía, rompió el cristal de la ventana de un puntapié.

—¡Por aquí! —tronó—. ¡Vamos, pronto! ¡Antes que sea demasiado tarde!

Un pistolero saltó por la ventana; luego otro, seguido de varios. Todos siguieron el ejemplo del primero, secundando los planes de Savage.

Situado junto a la ventana, Doc aplicó sus manos a los rostros que pudo encontrar en aquélla densa oscuridad.

Tocó a tres hombres y los tres se desplomaron al instante, privados de conocimiento.

Los otros escaparon de la habitación en un tiempo brevísimo.

Doc oyó que los motores de los automóviles se ponían en marcha y luego vio que salían disparados como cometas estruendosos.

En la habitación donde Doc Savage se hallaba, penetró un sonido extraordinario.

Era un gorjeo bajo y suave, melodioso aunque carecía de tonalidad, parecía el canto de algún pájaro exótico de la selva virgen o la nota alada del viento filtrándose por un bosque.

El sonido poseía la peculiar cualidad de surgir de todas partes de la pequeña habitación, más bien que de un punto concreto.

Esta nota de gorjeo formaba parte de Doc Savage; se trataba de una cosa inconsciente que hacía en momentos de emoción.

Solía brotar de sus labios cuando trazaba algún plan de acción; en ocasiones sonaba para infundir esperanza a algún miembro en apuro, de su grupo de aventureros.

Aquellas notas melódicas eran suficientes para reanimar al más abatido de los hombres.

De vez en cuando producíase cuando Doc estaba satisfecho de sí mismo. Y por esta razón resonaba en aquella ocasión.

Encendió las luces y luego alineó a los pistoleros privados de conocimiento. Eran once. La caza no fue del todo mala.

Además, tenía la satisfacción de haberla realizado sin la menor efusión de sangre.

Telefoneó a Ham al rascacielos gigantesco de la parte alta de la ciudad.

—Trae tu coche —le ordenó—. Tengo un trabajo para ti.

Diez minutos más tarde, Ham ascendía las desvencijadas escaleras, remolineando su bastón de estoque, dispuesto a entrar en acción al instante.

Al observar a los pistoleros, soltó una risita:

—Veo que ha estado recogiendo algunos ejemplares de la fauna del hampa —comentó—. ¡Bonita colección para engrosar el sanatorio!

Preguntó Doc:

—¿Averiguaste algo del hombre de Keelhaul de Rosa? ¿Sabes dónde se esconde?

—Le apreté los tornillos y «cantó» —declaró Ham—. Pero el desgraciado es sólo un pistolero alquilado para un golpe determinado. Él y su banda fueron contratados sólo para secuestrar a Víctor Vail. Debían entregar al violinista en la calle. El sujeto no tenía idea de la guarida de Keelhaul de Rosa, y también ignora todo lo concerniente a ese golpe. Se limitó a seguir paso a paso las órdenes recibidas.

—¡Qué lástima! —comentó Doc—. Es probable que alguno de la banda que atacó a Víctor Vail fuera de la sala de concierto, sepa dónde está situada esa guarida. En tal caso, Monk los hará «cantar».

Los pistoleros desvanecidos fueron trasladados al coche de Ham.

Éste no preguntó a donde llevarían a los prisioneros. Ya lo sabía. Los criminales serían transportados a las oficinas del rascacielos.

Un día o dos después, se presentarían unos hombres que los conducirían a una institución misteriosa escondida entre la montaña del Estado de Nueva York.

Allí se les practicaría una delicada operación cerebral que les borraría el conocimiento pasado. Luego se les educaría como si fuesen niños y se les enseñaría un oficio que les permitiese ganarse honradamente la vida.

Al ser devueltos de nuevo al mundo, probablemente serían buenos ciudadanos, pues no conocerían nada de su pasado y se les había enseñado a odiar el crimen.

El misterioso sanatorio donde se practicaba esta obra humanitaria era costeado por Doc Savage. El personal, compuesto de eminentes cirujanos y psicólogos, había sido entrenado por el mismo Doc.

Ham condujo su coche hacia el rascacielos donde tenían instalado su cuartel general.

Los pistoleros fueron cargados en el ascensor particular, usado para casos especiales y reservado exclusivamente para su servicio.

Llevando a rastras a varios de los gangsters, seguido de Ham, entró en su oficina.

Y, estupefacto, se detuvo en seco.

¡Víctor Vail, el violinista ciego, estaba sentado en la oficina!