CAPÍTULO XVI

BUQUE ABANDONADO

DURANTE una estación cálida y pasada, un campo de hielo consistente en algunos centenares de acres de icebergs se separó de la orilla helada del continente del Polo Sur y la fuerza de las mareas lo mantuvo alejado.

Esta entrada en el hielo presentaba la forma de una herradura de caballo de gran superficie. El agua estaba limpia de hielo, pues el verano del Polo Sur empezaba a la sazón.

El Tío Penguino estaba anclado en la bahía. El dirigible bajó hacia el buque y unos controles automáticos cuidaron de los elevadores y gobernalles, siendo únicamente necesario colocar una palanca indicadora a la altura deseada de una escala dentada para que el dirigible flotara a la misma.

Doc y sus ayudantes miraron por las ventanillas del camarote con sus anteojos. Las ventanillas tenían dos gruesos de cristal irrompible y el espacio entre ambos estaba aislado, como sucede con las paredes de una botella termos. Hacía calor en el interior del camarote.

Nada se movía en la cubierta del Tío Penguino ni en el suelo helado que lo rodeaba.

No subía humo por las chimeneas del buque.

—Se parece a un ataúd puntiagudo en ambos extremos —dijo Monk, refiriéndose al barco.

—Tienes un carácter tan alegre —le dijo Ham—, que alguien haría bien haciéndote saltar la tapa de los sesos.

Doc Savage desenchufó el piloto automático y asumió el mando. Hizo bajar el dirigible a unas cien yardas sobre el buque y lo paró. Miró con ayuda de sus poderosos anteojos.

El aspecto muerto y desolado del buque persistió.

—¡Maldición! —rezongó Monk—. ¿Dónde habrán ido todos?

Trasladaron su atención a la playa. No se veía allí más que hielo y nieve.

Esta parecía recién caída y formaba una capa de una yarda aproximadamente sobre el suelo helado.

Doc tocó la palanca del gobernalle de bajada.

—Vamos a amarar y a registrar el buque —dijo.

El dirigible bajó lentamente.

—Alguien debería permanecer a bordo —dijo Monk.

Doc intervino: —¡Que la suerte decida entre vosotros dos!

—Lo haremos a cara y cruz —dijo Monk, sacando a relucir su moneda falsificada y tirándola al aire.

—¡Cara! —dijo Ham como siempre.

Monk hizo una mueca alegre y dijo: —Espero que te diviertas.— No hacía viento y el mar estaba tranquilo, cosa poco frecuente en aquella región áspera. No fue empresa difícil amarar el dirigible que era sumamente fuerte y bien construido para resistir la presión de la velocidad tremenda que desarrollaba..

Estaba provisto en la parte inferior de flotadores y se posó sobre el agua con la ligereza de una pluma, quedando las hélices bastante fuera del agua.

Ham se puso al mando y maniobró cuidadosamente. Si hubiese habido el menor soplo de aire, no habría podido hacer lo que hizo después, es decir, rozar con la envoltura el casco del Tío Penguino.

Doc Savage y Monk se deslizaron hasta una escotilla por la cual se salía del dirigible y se dejaron caer sobre la cubierta.

Ham alejó algún tanto el dirigible.

Monk seguía riendo para sus adentros al pensar en su estratagema de la moneda y recorrió la cubierta al lado de Doc. Entraron en el castillo de proa y se pararon en seco.

Un hombre estaba allí, un hombre armado con un revólver.

Monk vio el arma e instintivamente se tiró adelante.

—¡Dame ese revólver, camarada! —chilló, agarrándolo.

El hombre perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo, como habría podido hacerlo una estatua de piedra. Monk dio un paso atrás, asombrado.

El hombre estaba muerto y helado.

Frotándose la mano con la cual había tocado al hombre helado en la manga de su parka —pues tanto él como Doc llevaban en la actualidad el traje ártico de rigor— Monk murmuró:

—¿Por qué me ocurrirán siempre a mí esas cosas?

Doc no le contestó y se limitó a señalar el cadáver. Monk comprendió que le hacia observar de qué modo había muerto el hombre... de un tiro que le alcanzó entre los ojos.

—Pues bien —dijo Monk, suspirando hondamente—. ¡No es Renny, ni Long Tom, ni tampoco Johnny!

Bajaron al interior del buque en busca de sus amigos pero no encontraron rastro de ellos.

Monk se detuvo delante de las celdas y prestó oído. Una expresión de asombro se pintó en sus facciones.

—Oye —dijo—. Me parece que este barco está abandonado.

Así era en efecto; pero no estuvieron seguros de ello sino media hora más tarde, cuando lo hubieron recorrido enteramente.

Además, hicieron otro descubrimiento interesante. La cala del barco estaba vacía.

—¿No te dijo la muchacha que había muchas cajas a bordo? —preguntó Monk.

—Sí —asintió Doc—. Me dijo además que una de las cajas contenía una larga manguera de goma.

—¡No está aquí!

Doc Savage volvió a cubierta y estudió la escotilla practicada en medio de la cubierta. Se abría por medio de poleas y cuerdas reunidas a un motor eléctrico y dejaba al descubierto una vasta estancia, a la sazón completamente vacía; pero que se conocía había contenido maquinaria y aparatos.

El interés de Monk empezó a desvanecerse.

—¡Voy a echar una mirada a tierra! —anunció.

—Je —contestó Doc—. Hay botes y sin duda podrás echar uno al agua.

Monk descolgó una lancha salvavidas, hazaña digna de su fuerza de gorila.

Se fijó en que todas las lanchas salvavidas parecían ocupar sus respectivos puestos.

¿Cómo, pues, se habrían ido los tripulantes del Tío Penguino? AL remar hacia la orilla, Monk lanzó varios gruñidos que traducían su perplejidad.

El misterio del buque abandonado empezaba a antojársele uno de los mayores que halló en el mar.

Ham estaba ocupado echando el ancla del dirigible. Tuvo una idea genial para conseguirlo. Empleando un pedazo de mezcla de termita, abrió un agujero hondo en el hielo, plantando un áncora en el mismo.

El agua empezaba ya a helarse nuevamente.

—Dime ¿cómo sacarás el áncora? —gruñó Monk.

—Con un poco más de termita, so estúpido —dijo Ham—. ¿Qué habéis descubierto a bordo?

Monk se lo explicó.

—¿No hay rastro de Renny, de Long Tom ni de Johnny? —preguntó Ham, humedeciéndose los labios.

—¡No les habrá pasado nada! —murmuró Monk, expresando un deseo más que un hecho patente.

Acabaron de sujetar el dirigible, dejando caer un áncora de popa en el mar que, según comprobaron con la sonda, tenía allí una profundidad de tres brazas escasas.

Habeas Corpus y Química fueron trasladados a tierra con una cuerda.

—¿No quedó convenido que tú guardarías el dirigible? —preguntó Monk a Ham sarcásticamente, cuando este último demostró su intención de tomar parte en las pesquisas que iba a realizar a lo largo de la costa.

—Puedo vigilarlo desde lejos —contestó secamente Ham.

Echaron a andar sobre el hielo con gran dificultad. Al cabo de un momento, regresaron al dirigible en busca de largos clavos que fijaron en sus mocasines para no resbalar. Se llevaron, además, un par de largos palos para tantear el terreno en busca de grietas ocultas y echaron a andar por la barrera de hielo.

Aunque el mar estaba tranquilo, había marejada y al entrar y salir el agua de las grietas del hielo dejaba oír un ruido parecido a un sollozo que acabó por alterarles los nervios.

Habeas Corpus, el marrano, corría y saltaba para luchar contra el frío.

Química, el mico, seguía de cerca a Ham. Química llevaba un abrigo de piel de cordero que aumentaba su semejanza con un ser humano.

Esta vez, Química no intentó sacarse aquella prenda de vestir, según su costumbre y a pesar de los esfuerzos de su amo por hacérsela perder.

Para contrarrestar la sombría impresión de aquellas masas de hielo y nieve, Monk volvió a hablar de lo que habían hallado a bordo del Tío Penguino.

Estaba explicando el episodio del hombre helado y cómo él lo había agarrado.

—No se veía claro allá, dentro —gruñía—. No distinguía más que...

Una voz desconocida les habló a corta distancia, veinte pies apenas.

—¡Espero que aquí haya bastante luz para que veáis a un hombre vivo con un revólver! —dijo la voz.