CAPÍTULO XX

EL VALLE PRECIOSO

EL hombre era uno de los tripulantes del Tío Penguino. Todos lo habían visto a bordo del buque durante el episodio de la ensenada de la costa de Connecticut. Era un hombre delgado, huesudo y de rostro tostado por el sol.

Lo más extraordinario era que el paraguas no era ordinario. Tenía el tamaño de las sombrillas que se llevan en las playas y estaba hecho de metal brillante, sin duda el mismo de las extrañas planchas que formaban el escudo del Tío Penguino.

El hombre lo llevaba descuidadamente, sin hacer ningún esfuerzo particular por abrigarse con el mismo. Bajo el brazo izquierdo sostenía un rifle.

Encaramándose a un peñasco, el hombre buscó una grieta, clavó el mango de su extraño paraguas en la misma, y se construyó un asiento con piedras y pedazos de la roca.

Consultó el reloj y miró el cielo repetidas veces. No parecía llevar prisa alguna.

De pronto, se oyó un sonido extraño y ondulante que vibró a través del desierto ártico. Era un sonido familiar en los centros populosos de la civilización pero que nadie hubiera esperado oír allí.

—¡Sirena de policía! —exclamó Monk.

—Es alguna señal, eso es obvio —corrigió Ham.

Vieron al individuo largo y huesudo meterse rápidamente debajo de su sombrilla. No sólo se sentó debajo de la misma, sino que sacó una cuerda, se la ató al cuello y anudó el otro extremo en torno al mango.

—Teme salir de allí por accidente —gruñó Monk.

Doc Savage se hizo atrás.

—¡Es preciso salir de aquí! —dijo secamente.

—¡Eh! —exclamó Renny.

—Corred —aconsejó Doc.

Sin saber exactamente qué era lo que iba a ocurrir, pero temiendo adivinarlo, echaron a correr. Desde luego, la sirena había sido una señal, un aviso de algo que iba a pasar.

AL oírla, el vigía, pues eso seria, se había refugiado bajo su sombrilla.

Y llegó... Al principio creyeron que sentían calor porque corrían, pero no tardaron en darse cuenta que el sol brillaba de un modo increíble.

No sólo no podían mirarlo directamente, cosa que hacían fácilmente momentos antes, sino que no podían siquiera levantar la vista al cielo.

—¡Qué calor tan infernal! —dijo sombríamente Ham.

Corrían sin detenerse. El camino era malo; resbalaban y caían tan a menudo que estaban empapados del agua de nieve derretida que se hallaba en todos los hoyos y huecos del terreno.

Oyeron un tiro a sus espaldas, seguido de otro. Venían de lejos y las balas no llegaron en su dirección. El tiroteo aumentó en intensidad.

Doc se detuvo para escuchar.

—Algunos de sus prisioneros intentan escapar.

—Esto es distinto —gruñó Monk.

—Lo es.

Dejaron de correr y esperaron hasta darse cuenta, por el sonido, de la dirección de los tiros. A continuación echaron a andar en la misma.

Sudaban a mares. Sus parkas les molestaban y Monk se dispuso a quitarse la suya.

—Quédatela puesta —aconsejó Doc—. La ropa puede parar los rayos hasta cierto punto.

—¡Rayos! —exclamó Monk—. ¿Crees que tienen una especie de máquina de rayos mortales?

—No —corrigió Doc—. Los rayos que sentimos vienen del sol.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el vozarrón de Renny—. ¿No querrás decir que algo extraño le pasa al sol?

Doc no contestó, pues en aquel preciso instante descubría la causa del tiroteo. Johnny, Long Tom, Thurston H. Wardhouse y Velma Crale huían en grupo compacto por el desierto antártico.

Derek Flammen y sus hombres los perseguían. Llevaban unas extrañas sombrillas como la del vigía, mientras los fugitivos carecían de ellas.

—Vamos a reunirnos con Long Tom y los demás —dijo Doc—. No tenemos nada que perder...

Cambiaron de rumbo. Un segundo después, los fugitivos les vieron y cambiaron el suyo. A los pocos momentos, los dos grupos se reunían.

Los perseguidores disparaban, pero a tontas y a locas, sin herir a nadie.

Estaban muy atrás, pero había que contar con la mala suerte que podía hacer que una bala hiriese a alguien de un momento a otro.

EL calor era horroroso.

Long Tom meneó los brazos y lanzó gritos de alegría al verles.

Thurston H. Wardhouse miró a Renny, atónito.

—¡Le creía muerto!

—Pues que yo sepa, no lo estoy —exclamó Renny.

—Hablé con Slagg —explicó Wardhouse—. Dijo que le habían matado a usted y que el resto de los prisioneros sufrirían la misma suerte, a menos de que hiciera lo que me mandaban sin resistirme. Pero decidimos escapar porque sospechábamos que nos matarían de todos modos.

—¿Por qué le diría eso Slagg?

—Para asustarme, pero le salió el tiro por la culata.

Doc intervino diciendo: —Lo mejor será callar y echar a correr.

Velma Crale añadió: —Sí... Podemos correr tan deprisa y más que esa banda.

Echaron todos a correr.

—¿Hasta dónde se extiende esta zona de calor, Wardhouse?

—¡A diez millas de distancia, maldito sea! —dijo Wardhouse.

Monk levantó el brazo al aire:

—No conseguiremos nunca correr diez millas. Oíd...

Todos se dieron cuenta de lo que quería señalarles... ¡Un aeroplano!

No era un aeroplano sino tres los que llegaban, a juzgar por el zumbido múltiple de sus motores. Era imposible mirar arriba.

—¡No lo intentéis! —aconsejó Wardhouse—. Os dañaría la vista de un modo permanente. Cheaters Slagg tiene la vista estropeada por haber mirado el cielo. Por eso lleva lentes de color.

Doc dijo entonces: —Me parece que el calor es bastante fuerte ahora como para habernos vencido.

—Sí —contestó Thurston H. Wardhouse—. No pensaba que llegásemos tan lejos.

Mientras, los aeroplanos iban acercándose.

Doc preguntó:

—La penetración del espectro entero de los rayos cósmicos es acelerada por el uso de propulsores electromagnéticos que obran en su poder...

—Por los mismos aparatos que se hallaban a bordo del buque —asintió Thurston H. Wardhouse—. Los llevaron en avión al valle y yo los monté.

Los ojos de Monk le salían de las órbitas.

—¡Doc! ¿Tú sabes qué es este calor?

El hombre de bronce asintió con la cabeza.

—Explícate —pidió Monk—. Moriría feliz si comprendiese esto.

Doc se situó al lado del químico y le dijo: —Es del dominio público que la capa atmosférica que rodea la tierra, detiene gran parte de los rayos solares. Algunos de estos son inofensivos y otros capaces de producir la muerte o de herir gravemente el cuerpo humano.

—Lo sé —dijo Monk—. Se sabe que algunos de ellos son muy poderosos.

—Existe una teoría —siguió diciendo Doc,— según la cual esos rayos cósmicos son detenidos hasta cierto punto por la presencia de una condición electromagnética en la estratosfera. En otras palabras, un estrato de electrificación. Por ejemplo, las partículas de aire están hechas, según la teoría de Schroedinger, de átomos que a su vez consisten en esferas latentes de electricidad. Estas absorben o reflejan los rayos de luz. De todos modos, es cierto que muchos rayos de luz no pasan.

Monk parpadeó: —Entonces, esos sujetos han...

—Poseen un aparato que cambia las características de un sector limitado de la atmósfera sobre la tierra, para permitir la entrada, a través de la misma, de los rayos cósmicos —concluyó Doc—. Este calor que sentimos es, en realidad, un bombardeo de rayos cósmicos.

—No veo cómo pueden hacerlo —dijo Monk, que tenía ciertos conocimientos de electricidad aplicada a la ciencia—. ¿Cuándo descubriste eso, Doc?

—En el dirigible, mientras volábamos hacia el Sur —explicó el hombre de bronce.

—Pero ¿quién ha perfeccionado el aparato? —quiso saber Monk.

Thurston H. Wardhouse, contestó. Respiraba fatigosamente y habló con voz entrecortada: —Yo... realizaba experimentos... para permitir a la luz pasar por la niebla... adelanto para la aviación...

Calló unos minutos, recobrando el aliento.

—Un día... hice funcionar el aparato... notando que la temperatura subía... Más adelante... fui a ver a Derek Flammen... Se presentaba como explorador y hombre de ciencia... creí que podría ayudarme, prestarme dinero... Lo hizo... Pero quiso el aparato para engendrar calor... Yo ignoraba con qué fin... Desarrollé el invento... Fui a Inglaterra para comprar material... Velma Crale me comunicó la verdad por cable... Quise separarme de Flammen y Slagg. Empezaron a matar gente... Detuvieron el transatlántico para apresarme... y aquí estamos...

Los tres aeroplanos bajaron del cielo. El rugido de sus motores quedó cubierto por fuertes explosiones espasmódicas. Las balas empezaron a azotar la tierra con violencia.

—¡Ametralladoras! —grit5 Ham.

—No creí... que me matarían —exclamó Wardhouse.

—¿Y por qué no? —preguntó Monk.

—No saben reparar el aparato... si se estropea —dijo Wardhouse.

El grupo de fugitivos no se tiró de bruces, aunque la idea parecía oportuna.

Ofrecían un blanco más pequeño cuando corrían y cualquier retraso les acercaría a la banda que les perseguía.

Con un aullido triple, los aeroplanos bajaron todavía más. Las ametralladoras escupieron fuego y los trenes de aterrizaje de los aparatos por poco rozaron a los fugitivos.

—¡Estamos indefensos! —rugió Renny, iracundo.

Tenía razón, pero todos se habían fijado en que ni una sola de las balas había pasado cerca de ellos y por un motivo que no tardó en ser aparente.

Uno de los aviones aterrizó a corta distancia de ellos, un poco a la izquierda.

La portezuela del camarote se abrió y la voz de Derek Flammen les gritó:

—¡Os vengo a hacer una oferta!

—Esperad —dijo rápidamente Doc Savage.

EL grupo se detuvo.

—¡Necesitamos a Wardhouse! —gritó Flammen—. ¡Entregaos y salvaréis la vida mientras Wardhouse haga lo que se le diga!

Hubo un breve silencio.

—Lo harán así —dijo amargamente Wardhouse—. Les he ocultado adrede algunos detalles del aparato y no pueden hacer nada sin mí. Además, en otras ocasiones han hecho lo que antes dijeron que harían.

—¡No me fío de ellos! —gruñó Monk.

—Nadie se fía —dijo Doc Savage—. Pero todo se reduce a saber si podemos escapar ahora. Se echa de ver que no es posible.

Monk gimió:

—Así, pues, es preciso entregarse...

—Desde luego —asintió Doc con toda serenidad.

EL hombre de bronce se volvió hacia el aeroplano.

—¡De acuerdo! —gritó.

—¡No os mováis hasta que la banda llegue! —gritó Flammen con evidente alegría.

La banda no tardó en llegar. Estaban fuera de sí, lanzaban ternos y durante un momento pareció como si iban a sonar algunos disparos; pero Flammen les calmó.

—Es preciso que tengamos a ese sujeto Wardhouse —dijo—. Podemos maniobrar el aparato, pero no sabremos componerlo si ocurren averías que son frecuentes.

Los prisioneros fueron metidos debajo de las extrañas sombrillas de metal y experimentaron un cambio notable. Los rayos cósmicos quedaban interceptados en una gran superficie.

Anduvieron hacia la cumbre de las colinas y la traspusieron. Renny, que sentía curiosidad por ver el valle, sufrió una honda desilusión.

—¡Rayos y truenos! —rezongó—. No veo nada aquí que tenga valor alguno.