CAPÍTULO XI

UNA META POLAR

TRAS estas palabras hubo un corto silencio de asombro.

—¡Hem! —resopló Monk—. Este sujeto se burla de nosotros...

—No —insistió el cautivo.

—Dadme el cuchillo —pidió Monk—. Voy a sacarle el otro ojo...

—Aquí lo tienes —dijo amablemente Ham.

El prisionero gritó de un modo horrible.

—¡Un momento! —aulló—. El Tío Penguino es un barco. Es el buque de la exploración polar de Cheaters Slagg.

Doc Savage dijo entonces: —¿Acaso Cheaters Slagg es el hombre conocido por el nombre de capitán Montmorency Federico Slagg que fleta su barco para exploradores famosos'!

—Exacto —dijo el prisionero.

—Así, pues, no mentía —dijo Monk con desaliento—. Bien, tengo el cuchillo a mano por si se presenta la ocasión de usarlo.

Doc Savage prosiguió el interrogatorio.

—¿Cuándo empezó este asunto? —preguntó.

—No lo sé de fijo —dijo el hombre—. Hace cinco o seis años, cuando los vuelos sobre los Polos y las expediciones a los mismos, eran tan populares, Cheaters Slagg tomó un aviador y su aeroplano, se fue al Polo Sur y estableció bases para él. Era mientras lo estaba haciendo, que Cheaters Slagg descubrió el valle.

El hombre respiró hondamente, gimió y prosiguió:

—Otras dos personas conocen la existencia del valle —dijo—. Es decir, que saben dónde se encuentra. Derek Flammen, el explorador es una de ellas. Era el aviador que fletó el buque de Cheaters Slagg hace cinco años, cuando Slagg descubrió el valle.

El hombre volvió a gemir más fuerte.

—La otra persona que conoce su existencia es la muchacha Velma Crale —dijo con voz quejumbrosa—. Descubrió el lugar cuando volaba en el Antártico, explorando. Aterrizó y descubrió que Cheaters Slagg había estado allí anteriormente. Regresó rápidamente a los Estados Unidos, buscó a Slagg y le propuso asociarse con él para explotar el valle. No tenía dinero, pero quería vender su silencio. Callaría si Slagg le daba la mitad. Slagg encontró la manera de hacerla callar sin que le costara tanto. Decidió matarla. Ella estaba a bordo de la chalupa de plata, pero es astuta, escapó y se dedicó a hacer una limpieza general, aunque no logró gran cosa.

Si el hombre no hubiese estado bajo el efecto de la droga, habría comprendido que se hubiese desmayado o por lo menos debilitado mucho a consecuencia de una herida tan seria como la extracción de un ojo.

—¿Qué hace Thurston H. Wardhouse en este asunto? —preguntó Doc.

—¡Que me aspen si lo sé!

—¿Qué hay en ese valle del Polo Sur? —insistió Doc.

—No lo sé.

—¿Qué causó la extraña ola de calor que azotó al transatlántico Regis?

—No lo sé.

Monk intervino, diciendo:

—Trae una piedra de afilar, Ham, para que afile la punta de este cuchillo. Voy a sacarle el otro ojo.

El prisionero pateó y dejó oír unos sonidos inarticulados.

—¡Les he dicho todo lo que sabía! —chilló—. Yo no era más que un marinero a bordo del Tío Penguino.

Cayó al suelo, dándose un fuerte golpe en la cabeza.

Doc le examinó:— El corazón se ha parado —dijo.

Ham miró a Monk con aire acusador: —Ya lo ves. ¡Asustas a la gente normal hasta matarles, eslabón que falta! ¡Piensa en lo que tengo que soportar de ti!

Monk estaba demasiado preocupado para hacerle una contestación adecuada. No se le había ocurrido que el prisionero pudiera morir de miedo.

—¡Tendría el corazón débil! —dijo con voz entrecortada.

Doc Savage trabajó rápidamente. Entró en el laboratorio, se apoderó de una larga jeringuilla, del tipo de las que Monk empleaba para inyectar mezclas químicas a sus conejillos y ratas, la llenó de adrenalina y volvió.

Aplicó al hombre una inyección en toda regla.

La víctima no tardó en respirar nuevamente.

El hecho no era sin precedente. Más de un paciente había literalmente muerto en la mesa de operaciones para ser traído a la vida por el uso de la mágica adrenalina que estimula el corazón hasta que éste reanuda su actividad. Doc telefoneó y unos minutos después una ambulancia vino a buscar al hombre. Era una ambulancia blanca y el chófer parecía conocer a Doc Savage. Monk se sorprendió.

—Pero ese sujeto debe saber más —rezongó—. No nos ha dado detalles respecto al Tío Penguino.

—No podrá hablar antes de que transcurran algunas horas —contestó Doc Savage—. Y es probable que nos ha dicho casi todo lo que sabía.

La ambulancia se alejó. Monk y Ham no dijeron nada, pero sabían que llevaría el prisionero al extraño instituto de Doc Savage para la cura de criminales, situado al Norte del Estado de Nueva York, lugar donde operaban a los pacientes, de tal modo, que todo recuerdo de su pasado quedaba borrado de su mente, después de lo cual, se les volvía a educar con el fin de transformarlos en ciudadanos honrados.

Nadie, aparte de Doc Savage y sus ayudantes conocía su existencia.

Doc lo mantenía en secreto por la sencilla razón de que este sistema inusual de tratar a los criminales, habría merecido la crítica de reformadores bien intencionados que abrigaban otras ideas respecto a la forma de hacerlo.

Doc Savage se dedicó, entonces, a encontrar al buque Tío Penguino. Para ello necesitó horas. Consultaron registros marítimos y pidieron informes a todos los buques que recorrían, a la sazón, el Atlántico cerca de los Estados Unidos y quo tenían una instalación de telegrafía sin hilos.

La necesidad de obrar con discreción resultaba un obstáculo.

A las diez de la mañana del día siguiente, el guardián de un faro comunicó haber visto el buque Tío Penguino anclado en una pequeña ensenada de la costa al Sur de Connecticut.

Doc Savage, Monk, Ham, el puerco y el extraño mico, subieron a un taxi y se hicieron llevar a su aeroplano, pero no pudieron subir al mismo, pues la policía lo había descubierto allí donde lo habían dejado.

Doc vió de lejos al policía de guardia y dio al chófer la orden de dirigirse a Long Island.

El chófer del taxi había descubierto la identidad de sus pasajeros. No dijo nada, pero pasó delante de las oficinas de un periódico de última hora.

Los títulos en grandes letras decían que la policía y los agentes del gobierno buscaban a Doc Savage y a sus ayudantes. Unas órdenes de prisión habían sido extendidas para su detención.

La acusación era de sospecha de complicidad en el asunto del Regis.

Doc, Monk y Ham tenían un aeroplano en Long Island. Era un pequeño hidroavión y Doc lo guardaba en la granja de un campesino para casos de necesidad como el presente.

El aeroplano tenía alas plegables y se podía hacerle entrar y salir de la granja con toda facilidad.

Doc emprendió el vuelo hacia la playa de Connecticut.

La costa del Sur de Connecticut es relativamente abrupta y bastante poblada, pero tiene sitios completamente desiertos. La ensenada en cuestión se hallaba en uno de estos.

Un buque estaba anclado en la ensenada. Parecía viejo y su proa estaba reforzada para romper hielos. Achatado y feo de líneas, flotaba bastante hundido en el agua.

—Sin duda es el Tío Penguino —decidió Doc.

El hombre de bronce sacó una botella de tintura para la piel y Monk y Ham se apresuraron a untarse con ella. Se introdujeron trozos de parafina en la boca, en cada mejilla y su aspecto cambió notablemente.

Monk rellenó el fondo de su casco de aviador con pañuelos y esto le alargó singularmente la cabeza.

—Sigues pareciéndote a un mico —le dijo amablemente Ham, mirándole burlonamente.

Ataron a Habeas Corpus y a Química, ocultándoles para que no se les viera.

Doc desapareció y Ham amaró el hidroavión. Lo dejó correr por la superficie del agua y llamó a los del Tío Penguino con toda la fuerza de sus pulmones.

Gritó algo en italiano, idioma que hablaba con la facilidad de un nativo del país.

—¿Dónde estamos? —preguntó en italiano.

Nadie a bordo del Tío Penguino parecía comprender el italiano, lo cual era lo que Ham esperaba. Monk se le unió, gritando en italiano también. Crearon una impresión perfecta, la de un par de aviadores extranjeros extraviados.

Aparentemente decidieron subir a bordo del buque con la esperanza de obtener la información deseada. Montaron una canoa desmontable que se hallaba a bordo del hidroavión.

Esta se abrió en el camarote y lograron sacarla por la puerta, en cuyo momento tuvieron mala suerte. Ham y el bote cayeron al agua y la canoa dio media vuelta.

Doc Savage estaba en el interior. Toda la escena había sido calculada para que pudiera salir del aeroplano y hallarse en el agua sin ser visto.

El hombre de bronce estaba casi desnudo y no llevaba más que unos cortos calzoncillos de natación, de seda, y un cinturón en cuyos numerosos bolsillos llevaba aparatos de su invención.

Entre los dientes sostenía un aparato respiratorio para zambullirse en el agua.

Monk y Ham siguieron luchando con el bote plegable. Ham hizo un llamamiento a les más famosos dioses de la antigua Roma para que se enterasen de lo que pensaba de los botes plegables en general. Monk contribuyó a la farsa lanzando gritos y exclamaciones en italiano, varios rostros curiosos asomaban por la borda del Tío Penguino. Los espectadores vestían de marineros, pero sus caras no pertenecían a hombres que creían en la necesidad de trabajar para vivir.

En el puente de mando había un hombre corpulento que llevaba lentes de gruesos cristales, algo opacos.

—¡Cheaters Slagg! —gruñó Monk, identificándole según las descripciones de Doc Savage.

—¡Calla! —mandó Ham—. ¡Maldice este bote, sube dentro y rema hacia el barco sin dejar de gritar! Es preciso entretenerles mientras Doc sube a bordo por el otro lado.

—¡Calla tú! —gruñó Monk—. No me digas lo que he de hacer.

Movidas por una brillante inspiración, ambos empezaron a insultarse en latín, a la, par que remaban hacia el Tío Penguino.

Al propio tiempo, Doc Savage subía a la superficie al otro lado del barco.

Se acercó al casco, aguzando ojos y oídos. Todo el mundo parecía hallarse en la otra borda.

El hombre de bronce abrió el cierre relámpago de uno de los bolsillos de su cinturón y extrajo un aparato que llevaba siempre consigo, una delgada y fuerte cuerda de seda provista en un extremo de un gancho plegable.

El gancho estaba forrado de goma. Doc lo tiró hacia arriba con la destreza nacida de una gran práctica, y lo enganchó en la borda.

Se encaramó, logrando la ascensión por la delgadísima cuerda por medio de pequeñas grapas resbaladizas de que estaba provista. Una vez en la borda, se detuvo. Era un instante crítico, pero no había nadie a la vista.

Franqueó la borda. Una escalera se abría delante de él. Los peldaños eran de acero forrado de goma y en el más alto se hallaba un cubo de agua jabonosa y un estropajo abandonados por alguien deseoso de ver al aeroplano y a los dos locos forasteros.

Doc vertió parte del agua sobre la cubierta y pasó el estropajo por el suelo.

Esto borró las huellas húmedas que había dejado.

En el interior del buque reinaba la oscuridad y la ventilación era deficiente.

Hacia calor... Doc volvió un ángulo en el pasadizo.

La punta fría de un arma metálica que no podía ser otra cosa que el cañón de un revólver, le tocó en las costillas.

Velma Crale dijo: —¡No he sentido tanto miedo desde hace años, de manera que ándese con cuidado!