CAPÍTULO XV

PISTA POR RADIO

APROXIMADAMENTE al mismo tiempo que William Harper Littlejohn lanzaba sus frases rimbombantes en la proximidad del Polo Sur, un joven telegrafista andaba por una calle de Nueva York, pues las comunicaciones por radio son rápidas.

EL mensaje para la Hidalgo Trading Company iba a ser entregado.

El telegrafista entró en un edificio destartalado de la calle Treinta y Cuatro y subió la escalera hasta una puerta mohosa que llevaba una placa con las siguientes palabras: Hidalgo Trading Company.

El telegrafista entró. Saludó a un hombre de edad que llevaba una pantalla verde sobre los ojos y estaba en mangas de camisa.

El hombre firmó el registro, se puso el sombrero, recogió el paraguas sin el cual no salía nunca y se lo colgó del brazo izquierdo de tal modo que, sin dificultad, podía alcanzar el revólver que colgaba, dentro de su funda, en el interior del paraguas. Salió de la casa, andando a buen paso.

Quince minutos después, entregaba el radiograma a Doc Savage. El hombre de bronce lo abrió y lo leyó. No cambió de expresión, pero dejó oír su extraño trino y anduvo hasta una puerta.

El hombre que había traído el radiograma se fue. Era un anciano que no hacía otra cosa que permanecer en las oficinas de la Hidalgo Trading Company y llevar a cabo tareas sencillas como la anterior.

No le extrañó el hecho de que Doc Savage estuviera vivo. El hombre de bronce no acostumbraba hablar de lo que le sucedía y su modesto ayudante ignoraba el episodio de la bahía de la costa de Connecticut.

El asunto de la bahía había sido cl objeto de considerable publicidad periodística y Doc Savage fue relacionado con él, a causa del extraño calor que, en la actualidad, se atribuía a los mágicos conocimientos científicos del hombre de bronce.

Nadie había visto a Doc o a sus ayudantes cerca de la bahía.

Nadie, pues, sabía que Doc, Monk y Ham habían escapado a los efectos del calor fantástico, permaneciendo en el fondo de la bahía, que era muy profunda.

Esto lo lograron con ayuda de los aparatitos "pulmonares" que llevaban para zambullirse.

Más tarde, se reunieron para llevar a cabo una búsqueda, que, desgraciadamente, no dio resultado, del Tío Penguino, con el fin de hundirlo o subir a bordo.

Doc Savage deseaba que el mundo, es decir sobre todo Cheaters Slagg, Derek Flammen y su banda, le creyese muerto y con este fin, no volvió a su cuartel general del rascacielos, excepto clandestinamente, en busca de aparatos y mecanismos que creía poder necesitar.

El sitio donde se hallaba, esperando encontrar las huellas de los ayudantes desaparecidos, era un aposento alquilado en un hotel de primer orden y muy concurrido, desde el cual podían ir y venir sin mucho peligro de ser descubiertos.

Sin embargo, Doc salía poco de su cuarto, dirigiendo unas pesquisas intensivas con objeto de descubrir el paradero de sus ayudantes y del buque Tío Penguino. Hacia varias semanas que no se tenía noticias de éste.

Doc puso la mano sobre el pomo de la puerta del cuarto contiguo y se paró.

Se oían voces y gritos.

Ham estaba gritando: —¡Eslabón que falta! ¡Error de la naturaleza! ¡Esperpento peludo!

—¡Déjame en paz! —chillaba Monk.

—¡Dejarte en paz! —aullaba Ham:— ¡Lo que voy a hacer es desmenuzarte, cortarte las uñas y las orejas!

Doc abrió la puerta y entró, a tiempo de ver a Monk dar una voltereta sobre la cama y correr alrededor de una mesa, perseguido de cerca por Ham.

Este tenla en la mano el bastón —espada con la hoja desnuda y lo blandía ferozmente.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Doc Savage.

—¡Se ha vuelto loco! —dijo Monk, que estaba sin aliento.

—¡Loco! —repitió Ham—. ¡Lo que la medida está ya colmada!..., ¿Conoces a mi mono Química?

Doc Savage no contestó.

—Pues bien —continuó Ham—. Monk, aquí presente, le ha enseñado a mascar tabaco. ¡Y esto no es todo! ¡No es ni la mitad...!

Monk se acercó a la puerta del cuarto de baño, la mantuvo a punto de cerrarla rápidamente y dijo con tono inocente: —No es mía la culpa si al mico le gusta mascar tabaco.

Ham aulló: —Pero no era preciso enseñarle a escupir en los bolsillos del primero que está a su alcance.

Dominado por el furor, Ham tiró su bastón —espada. Monk se apartó de un salto y la larga hoja se incrustó en la pared detrás de él.

Monk agarró una silla.

—¡Olvidemos esto de momento! —sugirió Doc Savage.

El hombre de bronce abrió el radiograma. Monk y Ham, mirándose airadamente, se acercaron con el fin de leerlo.

Su texto les interesó sobremanera.

SUMINISTREN BUENOS AIRES VEINTE INTERIORES VÁLVULAS OLSAM STOP TIO PENGUINO SLAGG.

—¡Maldición! —exclamó Monk—. Un pedido que nos mandan para el dichoso barco...

—¡Vuelve a mirar, so estúpido! —le dijo Ham—. Se trata de un mensaje en código.

Monk volvió a leer el texto.

—¡Caramba! Es cierto. Se toma la primera letra de cada palabra, se abre un poco la inteligencia y se obtiene...

Doc Savage escribía ya al pie del radiograma:

BUENOS AIRES VIVOS TIO PENGUINO SLAGG.

—La letra "S" significa, probablemente, "Sur" —dijo.

—¡Long Tom! —gritó Monk.

—¡Renny y Johnny! —exclamó Ham—. ¡Viven!

Doc Savage se encaminó al teléfono.

—¿Vamos allá? —preguntó Monk.

—Vamos —contestó el hombre de bronce, descolgando el receptor del aparato.

Nadie conocía la extensión de los intereses de Doc Savage ni de los bienes que poseía, además de sus actividades, en el sentido de enderezar entuertos y castigar a los criminales.

Estos comprendían líneas de comunicación, empresas industriales terrestres y marítimas. En ninguna de éstas aparecía Doc Savage como dueño, sino que controlaba los negocios por medio de hombres que cuidaban directa y activamente de todos sus intereses.

Doc Savage se puso en contacto por teléfono con el presidente, a quien todos creían el dueño, de una de las más importantes compañías de vapores del Atlántico y sostuvo con él una larga conversación.

A continuación, Doc Savage llamó a una entidad que fabricaba dirigibles.

Habló un buen rato y colgó el receptor.

—Vamos —dijo a Monk y Ham—. Es preciso que visitemos una pequeña población de la costa de Nueva Jersey.

EL cobertizo de la Hidalgo Trading Company, donde Doc Savage guardaba sus aeroplanos, su dirigible y sus botes, se hallaba bajo la vigilancia de la policía.

Esta estaba enterada que el gran edificio pertenecía al hombre de bronce.

Forzando la entrada, descubrieron en el interior el extenso equipo de Doc.

Esperaban que Doc acudiera y todo estaba preparado para detenerle, si se presentaba el caso. A última hora de aquella tarde, un accidente ocurrió en el puerto. Dos grandes buques que pertenecían a la misma compañía de vapores, estuvieron a punto de chocar delante del cobertizo de la Hidalgo Trading Company.

Con el fin de evitar una colisión, uno de los buques se apartó repentinamente y embistió el cobertizo que estaba edificado en un muelle.

Se oyeron gritos y numerosos silbidos. Una brecha se abrió en la proa del buque, varios barriles de gasolina rodaron fuera y se incendiaron.

El buque viró en redondo y de momento pareció que peligraban buque y cobertizo.

Algunos hombres salieron corriendo con el fin de salvar el contenido de este último.

El objeto más importante que se guardaba allí era el dirigible estratosférico especial de Doc Savage, la nave más moderna que éste poseía.

Más que nada, temía los efectos del fuego.

El techo del cobertizo se abría de un modo especial que permitía la salida del dirigible. Antes de que nadie comprendiese lo que sucedía en medio de la confusión, el pequeño dirigible subió por el techo del cobertizo.

Al principio la policía dio gracias al cielo que hubiese habido entre la muchedumbre alguien que entendiera la maniobra de los dirigibles, pero cuando éste se alejó hacia el Sur, el pánico y la confusión se apoderaron de los representantes de la ley.

Se supo después que la colisión y el incendio se habían reducido casi enteramente a ruido, confusión y humo. El cobertizo y el buque no habían corrido gran peligro.

La policía hizo preguntas, reflexionó y sometió a los oficiales de ambos buques a un severo interrogatorio, sin sacar nada en claro.

Poco después de la puesta del sol, alguien declaró haber visto el dirigible bajar a tierra en la costa de Nueva Jersey.

Nadie habló de un grupo de hombres que vestían el mono de mecánico y hablaban la jerigonza de los pilotos, que tomaban un tren en dirección a la ciudad y más tarde otro tren para la fábrica en la cual estaban empleados construyendo dirigibles.

En aquel momento, Doc Savage, Monk y Ham se hallaban a bordo del dirigible, en la estratosfera y el piloto automático había sido colocado para llevar directamente la nave a Buenos Aires.

La policía no tuvo nunca la seguridad de que había sido víctima de una estratagema hábil por medio de la cual el hombre de bronce se apoderó de su dirigible.

Se buscó a éste, pero nadie comunicó haberlo visto.

No era extraño que nadie señalara su paso. Su ligereza era formidable y el gas que llenaba los diversos compartimientos era el resultado de numerosos experimentos realizados en el laboratorio del hombre de bronce. Aquel gas tenía el mismo poder que el hidrógeno para hacer remontar la nave y las cualidades no inflamables del helio.

Además, el dirigible estaba equipado con enormes gobernalles y elevadores.

Tenía motores Diesel y hélices, pero también poseía, otra fuerza motriz no tan ordinaria: una instalación eléctrica especialísima que, a intervalos, impulsaba al dirigible a una velocidad no igualada por las naves más rápidas del mundo.

El dirigible llevaba bastante combustible para sus motores Diesel para un vuelo directo hacia cualquier punto de la tierra.

Además, la nave estaba equipada con un piloto automático que asumía el mando y dirigía el aparato hacia cualquier punto designado del globo, mientras sus ocupantes podían entregarse al sueño durante la duración del viaje.

Cualquier peligro de colisión, el único existente en la estratosfera, aunque muy remoto, desaparecía con la existencia de señales de alarma que indicaban la presencia de cualquier cuerpo extraño en la línea del vuelo.

El dirigible entero era una maravilla mecánica. Su construcción había costado más que la deuda exterior de algunas naciones europeas y en la actualidad seguía en la fase experimental.

Monk subió al barril de observación situado en la parte superior de la nave, al cabo de unas horas de viaje, y estudió la posición de los astros.

Cuando hubo concluido, dejó oír un silbido.

—¡Hermano, este cacharro se come el espacio! —murmuró.

Ham exclamó secamente: —Podrías emplear tu gran inteligencia en adivinar por qué Derek Flammen y Cheaters Slagg se han ido al Polo Sur.

—En busca de un valle misterioso —contestó rápidamente Monk.

—Claro, dispensen ustedes... Un valle... Ningún otro valle servia para el caso. Tenía que ser un valle en el Polo Sur y también era preciso para eso matar a no sé cuántas personas, detener transatlánticos, raptar a Thurston H. Wardhouse y no sé qué más.

Monk lanzó un suspiro dramático.

—Tengo que confesar que ignoro por qué ese valle en particular es tan atractivo y que tampoco sé qué es ese extraño calor.

Siguieron peleándose, como siempre que no tenían nada mejor que hacer y sin que Doc tomara parte en la discusión.

El hombre de bronce subió al barril de observación con varios y delicados instrumentos, sin dar explicaciones respecto a lo que iba a hacer, pero al cabo de unos momentos llamó a Monk.

—Sube un poco más el mando de altitud —ordenó.

Monk obedeció y al rato el dirigible volaba a sorprendente altura en la estratosfera.

—Doc, ¿qué estás haciendo? —preguntó Monk.

El hombre de bronce no pareció oírle, costumbre irritante que le era peculiar cuando se le hacían preguntas a las que no quería contestar.

Empleó repentinamente, en los experimentos que hacía, el trozo de metal parecido a un espejo que halló semanas antes en el aeroplano de Long Tom.

Sabían en la actualidad que el aeroplano debió ser hundido por el Tío Penguino, de modo que el trozo de metal reluciente era, sin duda, parte del escudo de metal que recubría el buque durante los intervalos del calor fantástico.

Volaron sobre Buenos Aires de noche y a tanta altitud, que la ciudad no era más que un vago foco luminoso en medio de la oscuridad infinita de la tierra.

Al Sur de Buenos Aires no había ciudades de importancia y después de estudiar la ruta que seguían y encontrarlo todo conforme, colocaron el piloto automático marcando el Sur.

Habían dormido bastante e hicieron bien, pues ya no debían poder dormir más.

Volaban muy alto, buscando constantemente el buque Tío Penguino.

No lo hacían al ojo desnudo ni siquiera con anteojos, sino con un gran aparato fotográfico especial que penetraba la más densa niebla.

Había señalado la presencia del Tío Penguino al Sur de Buenos Aires, pero los informes de ese género son a menudo muy vagos.

Emplearon dieciséis horas buscando al buque con mayor ahínco de lo que buscaron nada en su vida. Hicieron centenares de las maravillosas fotografías y las estudiaron detenidamente.

Alcanzaron la barrera de hielo en el linde del continente antártico.

En el interior del camarote herméticamente cerrado y adecuadamente ventilado del dirigible, no notaron mucho cambio en la temperatura pero ésta debía ser enorme.

La barrera de hielo que formaba la orilla de las desiertas tierras del Polo Sur era inmensa, centelleante y frígida.

Vieron al buque Tío Penguino por primera vez en el mapa fotografiado de la barrera, dieron media vuelta al dirigible y usaron los anteojos.

—¡Ahí lo tenemos! —declaró finalmente Monk.