CAPÍTULO I

MUERTE A BORDO DE LA CHALUPA

DOC Savage fue una de las numerosísimas personas que oyeron hablar del misterio de la chalupa de plata, tan pronto como el suceso ocurrió y, al principio, es probable que el misterio le intrigó tanto como a ellos.

Un guardacostas de patrulla encontró la chalupa de plata en el estuario de Long Island. Era de noche y los tripulantes del guardacostas llamaron a los de la chalupa porque ésta no llevaba luces.

Llamaron sin obtener respuesta. La chalupa de plata era un fantasma silencioso con las velas caídas... Los tripulantes del guardacostas subieron a bordo.

Al día siguiente, la historia salió en todos los periódicos. En Londres publicaron ediciones extraordinarias y en París y Berlín le dedicaron la primera página.

En el lejano Japón, la pintaron en extraños caracteres sobre carteles anunciadores.

Desde luego, Doc Savage leía los diarios. Hacía tiempo que se diera cuenta de la necesidad de estar al corriente de los acontecimientos mundiales.

En varias ocasiones, esta precaución le había salvado la vida y esto era, desde luego, debido a la profesión en extremo particular de Doc Savage.

La chalupa de plata tenía aproximadamente cincuenta pies de largo. Sus líneas eran elegantes, tenía una hermosa cubierta de madera de teca, velas en excelente estado y estaba provista de toda clase de accesorios, casi todos nuevos.

En el interior de la embarcación, todo era caoba y metal brillante. En suma, era una joya y los marineros que subían a bordo dejaban oír murmullos de admiración.

Los tripulantes del guardacostas eran marineros, pero cuando subieron a bordo de la chalupa de plata, palidecieron de horror y algunos doblándose sobre la borda, se marearon completamente.

Lo que descubrieron a bordo de la chalupa de plata, era algo increíble, algo tan horrible que les prohibieron subir a bordo a los fotógrafos de la prensa, cuando hubieron remolcado la embarcación hasta el puerto de New London.

AL público americano, lo sepa o no, se le ahorra a menudo espectáculos que son susceptibles de marearle el estómago o privarle de sueño.

Lo que los tripulantes del guardacostas encontraron a bordo de la chalupa plateada, era capaz de darles insomnio a muchas personas y eso mismo les ocurrió a los infelices.

En la recámara del timón encontraron un muerto, banquero conocido, filántropo, hombre famoso por su bondad y su cordialidad.

La mano del simpático muerto tenía agarrado el cabello de una mujer a la que había cortado el cuello de una oreja a la otra y que según se supo más tarde en el transcurso de la investigación, hizo víctima de un chantaje durante años al filántropo, como consecuencia de un episodio de su juventud.

Los hombres del guardacostas prosiguieron su registro y descubrieron nuevos horrores.

Había habido quince personas a bordo del balandro de plata, según se supo después. Encontraron a catorce de ellas, todas muertas, aunque no hubo más que un crimen.

Un examen detenido no reveló herida alguna en los cadáveres, excepto el corte en la garganta de la mujer asesinada por el hombre a quien había atormentado.

AL principio, los guardias creyeron que su muerte era debida a los efectos de un gas asfixiante, pero no encontraron nada que confirmase sus sospechas.

Las quince personas que se hallaban en la chalupa de plata cuando se hizo a la vela, fueron identificadas y todas resultaron ser personas famosas, de excelente reputación y en su mayoría, acaudaladas.

La tripulación se componía de hombres decentes. Además, mientras una persona había muerto de una manera fácil de diagnosticar, existían dudas respecto a lo que mató a las demás.

Como es de suponer, varios médicos fueron llamados a bordo para un examen de las víctimas. También acudieron detectives que se enteraron de algunas cosas.

Todas las víctimas estaban fuertemente quemadas del sol, pero aunque se estaba en otoño, el día anterior había sido tórrido y las quemaduras del sol escaparon a la atención.

El reloj de la embarcación había sido tirado al suelo por alguien a las tres, pues estaba parado en dicha hora. Era de suponer que se trataría de las tres de la tarde anterior.

La mezcla de alquitrán había sido arrancada de algunas de las costuras de los tablones de la cubierta y un periodista escribió una historia fantástica que hablaba de una mano gigantesca que se hubiera apoderado de la embarcación.

El otro punto era el más interesante.

Faltaba alguien a bordo. Esto se comprobó inmediatamente cuando se supo que quince personas habían embarcado a bordo de la balandra de plata para pasar el día en el estuario.

Se consultó la lista de los nombres de esas personas y se vió que el nombre de la que había desaparecido era Velma Crale.

El nombre de Velma Crale fue impreso en todos los periódicos en letras de gran tamaño. Velma Crale era ya famosa, era la mujer del día.

Había volado sobre el Atlántico y el Pacífico, descubriendo indios blancos legendarios en las desiertas regiones del río Amazonas.

Había recibido las llaves de la ciudad de Nueva York y comió una vez con el presidente.

La última hazaña de Velma Crale fue una exploración desde el aire de las regiones del Polo Sur. Esta vez no se hizo la publicidad usual al regreso de la aviadora, unos quince días antes.

Velma Crale se limitó a anunciar que no había descubierto nada de valor.

Aquello era extraño. Velma Crale estaba, se sabia, sedienta de publicidad y aún cuando no había hecho gran cosa, nada le gustaba tanto como hacer hablar de ella.

Argüía que podía acometer cualquier empresa mejor que un hombre y no se recataba para pregonarlo al mundo entero.

El hecho de que Velma Crale regresara de las regiones del Polo Sur, diciendo que no había realizado nada de importancia, desconcertó sumamente a los chicos de la prensa que la conocían y le habían dado el apodo de "Thunderbird" Crale en cierta ocasión, aunque en la actualidad se preguntaran por qué.

Velma Crale pareció, incluso, dejarse retratar contra su voluntad.

¡Y ahora había desaparecido... se habla ido dejando a catorce locos y locas muertos, detrás de ella!

El mundo empezó a buscar a Velma Crale sin que se la acusara de nada. En realidad, se creyó que algunos de los locos debieron tirarla por la borda de la chalupa de plata durante el holocausto.

Esta teoría adquirió peso a medida que el tiempo transcurría y no se descubrió rastro alguno de Velma Crale.

Entonces fue cuando Doc Savage oyó hablar de ella. Doc Savage era conocido en muchos rincones apartados del mundo y su nombre era de los que hacen temblar a cierta clase de gente dudosa cuando lo oyen pronunciar.

Casi todos los que habían oído hablar de Doc Savage sabían que practicaba una de las profesiones más extraordinarias que existían. Doc Savage era un moderno Galahad que iba de un lado a otro ayudando a los oprimidos, enderezando entuertos y descargando el peso de su justicia especial sobre la cabeza de los criminales.

Esta profesión no era especialmente lucrativa. Doc Savage no les cobraba nunca nada a sus protegidos, pero había reunido una fortuna tan cuantiosa que nadie sospechaba su importancia.

Muy pocos eran los que sabían que Doc Savage podía, si lo quería, comprar algunas naciones del mundo.

Se le conocía ante todo por su fabulosa habilidad mental, su extraordinario dominio de la electricidad, de la química, de la cirugía y otras profesiones.

El desarrollo físico de Doc era también merecedor de atención.

Doc Savage tenía instalado su cuartel generad en el piso ochenta y seis de uno de los más altos rascacielos de Nueva York. Allí tenía su biblioteca, su laboratorio y su salón de recepción.

Tanto el laboratorio como la biblioteca eran tan completos que se daba frecuentemente el caso de que hombres de ciencia del extranjero vinieran a visitarlos. Contenían un sinnúmero de instrumentos y aparatos científicos.

El autómata telefonista era uno de tales instrumentos. Se le enchufaba al teléfono cuando Doc Savage estaba ausente.

Cuando alguien llamaba, una voz mecánica contestaba que el hombre de bronce no estaba y que se apuntaría cualquier recado que se quisiese dar, para entregárselo a su regreso.

El aparato no era otra cosa que una adaptación del dictáfono, del fonógrafo y de un amplificador, reunidos en un solo instrumento.

Aquel día, Doc Savage pasó la tarde dando una conferencia a un grupo de eminentes paleontólogos, dejándoles asombrados ante sus conocimientos sobre el asunto.

Al regresar a su cuartel general, Doc encontró la siguiente conversación anotada por el telefonista automático.

—Yo soy Velma Crale —dijo una voz agradable:— Algo terrible está ocurriendo y se necesita su ayuda. Dentro de unos momentos recibirá usted un paquete. Sírvase examinar su contenido y haga lo que le parezca oportuno.

Al final del breve aviso, el autómata había registrado las palabras siguientes, pronunciadas por un reloj mecánico que marcaba la hora de este modo: "Este mensaje ha sido recibido a las tres y diez de esta tarde".

Eran las seis menos cuarto cuando Doc Savage se enteró del mensaje y llamó inmediatamente al cuarto de recepción de paquetes del rascacielos.

En efecto, tenían allí un paquete dirigido a Doc y se lo mandaron arriba.

El paquete no tenía un pie cuadrado y estaba envuelto en papel de embalaje, atado con alambre. Era muy pesado. Doc Savage era prudente. De no haberlo sido, habría muerto mucho antes. Puso el paquete debajo de un aparato de rayos X, para ver si contenía una bomba. Enchufó la máquina y se oyó una explosión terrible, como si la parte superior del rascacielos saltara hecha pedazos.