22
Hacia las cinco de la mañana, Nicky estaba tan cansada que se durmió profunda y plácidamente, después de las cabezaditas de veinte minutos que había dado entre una sesión amorosa y la siguiente a lo largo de toda la noche. Para cuando se quedó como un tronco, hacía rato que la segunda vez de Joe había quedado atrás. Si la medida que éste utilizaba servía de alguna indicación, no había la menor duda de que habían iniciado una relación.
Y todavía no le había dicho que estaba enamorada de él. Ese era un secreto que tenía intención de guardar hasta que estuviera segura de que, al oírlo, no iba a huir corriendo. De momento, presentía que comprometerse a una «relación» ambiguamente definida era lo máximo para lo que estaba preparado.
Aunque eso no la contrariaba demasiado. Comprendía que a Joe le pareciera muy arriesgado dejar que alguien le llegara al corazón. Estaba dispuesta a darle tiempo y, además, ella también lo necesitaba para asegurarse de que no se tratara de un arrebato provocado por el estrés y el deseo.
Pero no creía que lo fuera. Le daba la impresión de que era un amor verdadero.
Lo que resultaba bastante aterrador en sí. Y, para empeorar las cosas, la última emisión de Investigarnos las veinticuatro horas se produciría pronto, lo que significaba que pronto, no de inmediato porque quería quedarse hasta que Livvy saliera del hospital por lo menos, pero dentro de poco se iría de Pawleys Island. Pasara lo que pasara con el programa, o con En directo por la mañana o con cualquier otro programa que pudieran ofrecerle, su trabajo estaba en otra parte. No podía quedarse.
Aunque podría ir de visita, y lo haría con frecuencia porque quería seguir buscando al miserable que había atacado a Livvy hasta que lo atraparan o ella muriera, así de sencillo. Y también iría a ver a Joe.
No sabía qué le parecían a Joe las relaciones a distancia. Pero estaba segura de que lo iba a averiguar en cuanto se diera cuenta de que iba a irse.
Cuando se despertó, eran las nueve de la mañana y estaba sola. Echó un vistazo alrededor de la habitación con cierta cautela porque acababa de acordarse de Brian, pero no había ningún fantasma a la vista. Ni tampoco estaba Joe. Dadas las circunstancias, y como le esperaba un día lleno de cosas que tenía que hacer de forma ineludible, salió de la cama.
En el cuarto de baño, se miró al espejo y casi gritó. ¿Quién había dicho que el amor te da un aspecto saludable? Tenía bolsas bajo los ojos debido a la falta de sueño y una escocedura en la mejilla por el roce de la barba de Joe. Sí, no había duda de que era una escocedura. ¿Y era un chupetón eso que tenía en el cuello? Por Dios, sí que lo era. Y tenía que salir por televisión en directo esa noche.
Mientras se daba unos toquecitos en las bolsas de los ojos con los meñiques, pensó que Mario, Cassandra y Tina iban a tener mucho trabajo. Quizá las cosas mejoraran en el transcurso del día, pero en aquel momento tenía el aspecto de la chica del póster de la mañana después.
Una ducha fría le fue bien para las bolsas de los ojos, por lo menos. Se puso un poco de loción en la escocedura y eligió una camiseta color melocotón con el cuello bastante cerrado con la esperanza de que le favoreciera la cara a la vez que le tapaba el chupetón, de modo que había hecho todo lo posible sin la ayuda de un profesional.
Tomaría una taza de café y se iría. La siguiente parada sería el hospital, donde vería a Livvy. Luego, tenía que investigar un poco más sobre el padre de Tara Mitchell...
Al cruzar el salón y dirigir una mirada por la ventana para comprobar que el coche patrulla de Joe ya no estaba estacionado frente a la casa, reflexionó que lo curioso del caso era que había sabido que ya se había ido casi desde el momento en que se había despertado. La casa estaba vacía de una forma extraña, como si su energía hubiera desaparecido. Pensó que si estaba así de unida a él, lo tenía mal, y entró en la cocina. Dave estaba sentado en la mesa comprobando con un lápiz en la mano los datos de una impresión informática apoyada sobre un montón de papeles esparcidos sobre una carpeta abierta. Tenía una taza de café a su lado. Nicky vio que Cleo, como era de esperar, miraba hacia el interior a través de la puerta trasera, ávida de manjares. También vio que hacía un día gris y nublado; no había un rayo de sol a la vista.
Pues qué bien.
—Hola — la saludó Dave cuando ella le dedicó un alegre «buenos días» y empezó a servirse una taza de café—. Joe tuvo que irse. Me pidió que te dijera que te llamará después.
Aunque Nicky había pensado que tenía mal aspecto, no era nada comparado con lo horroroso que se veía Dave. Tenía los ojos inyectados de sangre, las mejillas, por lo general rubicundas, estaban pálidas, y todos los músculos de la cara caídos y flácidos.
Sintió cierta alarma.
—¿Ocurre algo? — preguntó Nicky con la taza de café suspendida en el aire, a medio camino de la boca. Lo primero que pensó fue que el asesino Lazarus había vuelto a las andadas.
—Amy se marchó de casa ayer por la noche — explicó Dave con una mueca—. Tomó a los niños y volvió con su ex marido.
—¡Oh! — exclamó Nicky en voz baja, ya que se había enterado de todo sobre la novia de Dave durante las largas horas que el policía había pasado haciéndole de canguro. Se sentó en la mesa y lo miró con compasión—. Lo siento. ¿Estás bien?
—Sí, claro. Como Joe dijo, no estábamos hechos el uno para el otro.
—¿Joe dijo eso?
—Supongo que la vio venir desde un principio — asintió Dave—. Cleo también. A ninguno de los dos les gustaba Amy. Me imagino que debería haberles hecho caso.
Nicky alargó la mano hacia el otro lado de la mesa para tomar la de Dave.
—En alguna parte está tu media naranja, Dave. Y la encontrarás. Ya lo verás.
—Supongo — aceptó el policía con una mueca antes de tomar un sorbo de café—. Por lo menos puedo volver a llevarme a Cleo a casa. Sé que Joe tiene ganas de que se vaya. La recogeré después. — Se terminó el café y empezó a meter en la carpeta los papeles en los que había estado trabajando—. ¿Estás preparada para irte?
Nicky asintió, se terminó el café y se levantó.
—Este sitio se ha convertido en un hormiguero de bichos raros — gruñó Vince mientras observaba por la ventana de la comisaría a los aproximadamente doce hombres con uniforme de la guerra de Secesión que desfilaban por la plaza de los juzgados. Un equipo de la televisión avanzaba a su lado con una unidad móvil para grabarlo todo. A las tiendas blancas y las sombrillas azules típicas de la ocupación periodística se les había unido un contingente de vendedores ambulantes que voceaban de todo, desde limonada hasta camisetas que ponían «Yo sobreviví al asesino Lazarus»—. ¿Qué carajo están haciendo?
—Supongo que es algo referente a la historia de la isla — respondió Joe, que miró por la ventana sin demasiado interés y se volvió después otra vez hacia la pizarra en cuyo extremo superior derecho habían pegado las fotografías de Karen Wise, Marsha Browning y Livvy Hollis, que también era considerada una víctima a pesar de haber sobrevivido, y en cuyo extremo superior izquierdo estaban las de las tres víctimas anteriores. Todo lo que las víctimas más recientes tenían en común estaba relacionado debajo de sus fotografías, mientras que todo lo que estas tres mujeres tenían en común con Tara Mitchell, Lauren Schultz y Becky Iverson estaba relacionado debajo de las fotografías de las tres muchachas. Conocidos, lugares que habían frecuentado, aficiones, cosas así. Al repasar la lista, Joe pensó que había una cantidad sorprendente de cosas que se solapaban, salvo en el caso de Karen Wise. Claro que las otras cinco habían residido en Pawleys Island, que era pequeña, lo que implicaba, por fuerza, que sus vidas se solaparan. Incluso con quince años de diferencia. Hasta entonces, la relación de Karen Wise con las demás era que había pasado unas dos horas en la isla antes de morir asesinada.
Un par de horas no era demasiado tiempo para conocer a un asesino.
—¿Vas a resolver algún día este caso? — Vince se volvió para mirarlo—. Me imagino que no. ¿Sabes qué? Todo esto es culpa del puñetero programa de televisión de tu novia.
Su novia. Joe pensó al instante en Nicky y sintió algo que era ridículamente parecido a un calorcito indefinido en la región del corazón. Vince la había llamado así antes, y entonces le había molestado muchísimo. Ahora la descripción resultaba adecuada.
No había querido que ocurriera pero, de alguna forma, Nicky había logrado atravesar el chaleco antibalas que se había puesto alrededor del corazón. Lo que pasaba en este caso era que el asesino parecía haberse fijado en ella. Eso no sólo lo aterraba, sino que también hacía que quisiera atraparlo y dejarlo fuera de combate antes de que pudiera intentar atacar de nuevo a Nicky. Tenía el mal presentimiento de que iba a hacerlo antes de que se acabara todo.
—Estamos trabajando en ello — soltó Joe con cierta ironía a Vince antes de volver a examinar las listas.
Cuando Nicky entró en la habitación de Livvy en el hospital, Ben Hollis estaba con ella. Leonora también acababa de llegar, y el tío Ham, que había pasado la noche allí, se iba. El tío John, que había ido a buscar al tío Ham, estaba de pie muy cerca de la puerta, con los brazos cruzados, y fulminaba a Ben con la mirada. Y también estaba Hayley, berreando en brazos de una enfermera uniformada que se la llevaba de la habitación.
La tensión en el ambiente era tan densa que Nicky, que llevaba un jarrón con las margaritas favoritas de Livvy, casi lo volcó en el umbral.
Después, suspiró, arrulló a Hayley cuando pasó a su lado y siguió avanzando para dejar las margaritas en la mesilla de noche, junto a la cama de Livvy.
«Míralo de la siguiente manera — se dijo a sí misma—: la buena noticia es que Livvy está lo bastante recuperada como para sumir a la familia en el caos habitual.»
Ben saludó a Nicky con la cabeza y ella hizo lo mismo con desinterés. Si esto era una guerra, y parecía que lo era, ella estaba en el bando de Livvy.
—Piénsatelo — dijo Ben a Livvy, y para sorpresa de Nicky, y frente a las miradas hostiles de todos, se agachó para rozarle la mejilla con los labios.
Livvy lo esquivó.
Y Ben se marchó de la habitación mientras todo el mundo prácticamente lo abucheaba.
—¿A qué venía esto? — preguntó Nicky a su hermana con los ojos muy abiertos.
—Quiere volver conmigo — explicó Livvy, que no parecía tan contenta por ello como era de esperar que estuviera.
—Esa jovencita bobalicona lo ha dejado. — La voz del tío Ham destilaba una satisfacción despiadada.
—Y me imagino que ha calculado lo mucho que perderá en un divorcio — añadió el siempre práctico tío John con sequedad.
—Es posible que por fin se haya dado cuenta de lo que está tirando por la borda — dijo Leonora a Livvy—. A veces es necesaria una crisis para que los hombres se enteren de estas cosas.
—¿Y qué vas a hacer? — quiso saber Nicky, turbada por este último giro de ciento ochenta grados en la vida otrora perfecta de su hermana.
Livvy la miró a los ojos. Parecía preocupada.
—No lo sé — respondió—. Me lo estoy pensando. — Y desvió la mirada para fijarla como un láser en algo situado unos centímetros por debajo de los ojos de Nicky—. ¿Tienes un chupetón en el cuello?
—Según cómo lo mires, la lista de posibles sospechosos oscila entre prácticamente ilimitada y cero — dijo Joe. Estaba hablando con los miembros selectos de lo que Vince, desde los peldaños de la comisaría de policía, que había abandonado una hora antes, había descrito a los medios de comunicación como el Grupo de Trabajo del asesino Lazarus, que, también según Vince, trabajaba bajo la supervisión directa del alcalde las veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, y tenía muy bien encaminada la resolución del caso. En realidad, el Grupo de Trabajo para el caso del asesino Lazarus era el Departamento de Policía al completo, que trabajaba lo más cerca de las veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, que era humanamente posible, pero que no estaba demasiado más cerca de resolver el caso que la noche del asesinato de Karen Wise. Se encontraban en una escarpada curva de adquisición de conocimientos, y había una montaña de información que analizar, pero Joe esperaba que, en algún momento, alguien encontrara la prueba fundamental que les conduciría hasta la verdad.
Aunque si no tenía suerte, cuando eso ocurriera, ya sería viejo.
—Tenemos a estos hombres — anunció mientras daba unos golpecitos a una lista de quince ex reclusos que vivían en un radio de trescientos veinte kilómetros de la isla y que habían sido condenados por un crimen violento, por lo que habían pasado entre doce y quince años en la cárcel hasta hacía poco. Estaba sentado en la mesa larga de la sala de reuniones beis de la comisaría de policía, rodeado de Bill Milton, George Locke, Randy Brown y Laura Cramer, dicho de otro modo, la edición del domingo por la mañana del Grupo de Trabajo del asesino Lazarus—. Quiero su fotografía y su descripción física (altura, peso), y lo quiero mañana.
—Ya lo he comprobado — objetó Milton—. Todos ellos tienen coartada para uno de los ataques por lo menos.
—Sí, y yo he comprobado este grupo — indicó Brown, en referencia a otra lista realizada por ordenador con las personas que habían llamado al móvil de Karen Wise la última media hora de su vida. La intuición de Joe sobre la llamada con interferencias no había dado frutos, pero la idea le seguía preocupando—. Nadie en ella es siquiera una posibilidad. La mayoría de las llamadas procedió de Chicago. Una fue de Kansas City. Ninguna de estas personas pudo hacerlo porque estaban a cientos de kilómetros de Pawleys Island en aquel momento.
Por eso, el supuesto de que una llamada telefónica con falsas interferencias llevara a Karen Wise hacia la muerte en el exterior de la casa presentaba problemas.
—Aun así quiero fotografías y descripciones físicas — insistió Joe—. Mañana.
Mañana era cuando esperaba que su anterior compañero de la DEA le proporcionara las imágenes mejoradas de ciertos clientes interesantes de la biblioteca. Con ellas en la mano, iba a empezar a hacer comparaciones.
—Supongo que no servirá de nada decirte que repasé este grupo con mucha atención — intervino Locke, que había levantado una tercera hoja que contenía los nombres de todos los que habían estado en Old Taylor Place la noche del asesinato de Karen Wise—. No sólo los investigué, sino que también comprobé qué hacían cuando mataron a Marsha Browning y cuando atacaron a Olivia Hollis. No hay nadie que no tenga una coartada sólida una de esas dos veces por lo menos.
—Sí — asintió Joe—. Lo sé. Quiero sus fotografías y sus descripciones de todos modos.
Cuando Nicky subió el camino de entrada de Twybee Cottage para grabar en directo la sesión de canalización de Leonora, el inicio del día con el cielo encapotado había empezado a degenerar en una auténtica tormenta. Había relámpagos. Resonaban truenos. Caía una lluvia torrencial que abría riachuelos en la grava. El rugido apagado del aguacero tapaba incluso el sonido omnipresente del mar. Nicky salió del coche y corrió hacia los peldaños traseros con un paraguas mientras Andy Cohen, quien le hacía de canguro esa tarde, aparcaba en la zona de estacionamiento detrás de ella. Gordon estaba en el porche trasero con la cámara enfocada al cielo.
—Es fantástico — dijo mientras Nicky sacudía el paraguas y lo cerraba antes de entrar en la cocina. Su cara reflejaba alegría—. ¡Qué fondo! Como los planos clásicos de una casa encantada.
Contenta de que Gordon estuviera tan entretenido, entró en casa y de inmediato recibió un abrazo de Tina, de Cassandra y de Mario, que estaban en la cocina con los útiles de su oficio extendidos en la mesa y los tableros.
—Me alegro mucho de que te vaya bien — dijo Tina cuando el festival de abrazos terminó—. Estás fantástica.
—No es verdad — la contradijo Cassandra, que la había estado observando con la cabeza ladeada—. Tienes bolsas bajo los ojos. Voy a tener mucho trabajo contigo. ¿Qué es eso que tienes en el cuello?
—Un chupetón — gimió Tina tras observarlo de más cerca. Sus ojos se dirigieron hacia los de Nicky—. ¡Oh, Dios mío! ¿Quién es?
Por mucho que quisiera no hacerlo, Nicky se ruborizó. Como había sabido toda su vida, era la maldición de las personas de tez blanca.
—No entiendo — dijo Mario, pensativo—. ¿Qué es un chupetón?
—Un mordisco amoroso, hombre — le explicó Cassandra y, tras fruncir la boca, añadió—: Muá, muá.
—¿Podríamos empezar, por favor? — Nicky sujetó un perfilador de labios y se lo pasó a Tina—. O voy a hacerlo yo misma.
Joe cruzaba el South Causeway Bridge hacia tierra firme más despacio que de costumbre debido al chaparrón. Llovía con tanta fuerza que tanto él como los demás conductores llevaban los faros encendidos. Los limpiaparabrisas del coche patrulla efectuaban un movimiento continuado con un sonido rítmico que, combinado con el rugido sordo de la lluvia, tenía un efecto casi soporífero, sobre todo porque había dormido unas dos horas la noche anterior. Aunque no se quejaba. Por lo menos, la forma en que se había pasado la noche era una buena forma de no dormir. La mejor, de hecho. Como cura para todo, el sexo apasionado superaba cualquier otro de los tratamientos que había probado, con mucho. Hoy volvía a sentirse él mismo. El Joe Franconi que había sido antes. Puede que una versión más amable y dulce, pero el mismo hombre por lo menos. Saber que no estaba como un cencerro ayudaba, claro. El hecho de que Nicky también hubiera visto a Brian lo tenía casi tan alucinado como saber que lo rondaba su propio fantasma particular. Pero la mayor parte del mérito era de Nicky.
Había curado algo en su interior. Había tomado algo que estaba roto y lo había recompuesto.
Su corazón.
Ésta era la buena noticia. La mala era que tenía la terrible sospecha de que ahora le pertenecía, pero esto era algo de lo que se preocuparía otro día. Por el momento, tenía la intención de saborear todo el tiempo que pudiera el hecho de que Nicky formaba parte de su mundo.
Un rayo cruzó el cielo e iluminó las nubes grises que se agitaban sobre las aguas negras de Salt Marsh Creek bajo el puente. Se dirigía al Georgetown Country Hospital para hacer un par de preguntas más a Livvy. Se había enterado de que su marido y ella podrían haber contratado como jardinero a uno de los hombres que figuraba en la lista de delincuentes violentos que habían salido de la cárcel hacía poco.
¿No sería una solución fácil y estupenda? Vince prácticamente le besaría los pies.
Pero había algo que no encajaba.
En realidad, mientras dejaba atrás el puente y tomaba la Carretera 17 hacia el hospital, se percató de que todo el día había tenido el equivalente a una espina clavada en el cerebro. Lo había estado pinchando, irritando, impidiéndole olvidarse de ella. Ahora sabía de qué se trataba; era algo que Vince había dicho: «Todo esto es culpa del puñetero programa de televisión de tu novia.»
Vince tenía razón. Lo era.
Tara Mitchell, Lauren Schultz y Becky Iverson se habían enfrentado con su destino hacía quince años. Desde entonces, no había pasado nada. El caso se había quedado estancado. La mayoría de la gente lo había olvidado hasta que el programa de Nicky había llegado a la isla para volver a remover las cosas y avivar los recuerdos.
Esta serie de homicidios, todo el asunto del asesino Lazarus, había empezado con aquel programa de televisión.
Joe pensó en ello un momento más y tomó el móvil.
El salón de Twybee Cottage estaba básicamente reservado para las visitas, es decir, los clientes particulares de Leonora. La familia apenas lo usaba. Tenía las paredes pintadas de color dorado y el suelo recubierto con una antigua (en el sentido de «vieja y raída» más que de antigüedad) alfombra oriental, y el mobiliario consistía en sofás y sillones de la época victoriana, algunos de ellos con el relleno original de crin. Había una chimenea con una bonita repisa de caoba y dos ventanas, una que daba al jardín lateral, donde habían atacado a Livvy, y otra, más grande, orientada al mar. Las cortinas de ambas, del mismo brocado dorado que las del estudio, estaban corridas en ese momento para intentar mejorar la iluminación. En un día tan oscuro, Gordon y Bob tenían más trabajo del habitual para que la toma tuviera la luz adecuada.
Leonora, con su atuendo completo de médium, incluido el caftán púrpura y mucho maquillaje, estaba sentada en el sofá de terciopelo, con el blazer negro de Karen en la mano. Tenía los ojos muy abiertos y los labios tensos, y cada vez que Nicky la observaba, la fulminaba con la mirada.
—No estoy recibiendo nada — siseó a Nicky después de pedir una pausa.
La cámara ya la había grabado cinco minutos seguidos sin que pasara nada.
Nicky contuvo un suspiro. Había vuelto la diva, el bloqueo no había desaparecido y el horario apretaba. Bienvenida a la vida.
—Tómate tu tiempo — dijo—. Seguiremos grabando con las cámaras. Tú siéntate y haz lo que haces siempre.
Leonora le dirigió una mirada terrible.
—¿Cómo quieres que haga lo que hago siempre si estoy bloqueada?
Nicky asumió un riesgo calculado.
—Casi mató a Livvy, madre. Y si tú no puedes ayudarnos, puede volver a intentarlo. O a intentarlo conmigo en su lugar.
Leonora se la quedó mirando. Luego, cerró los ojos y pasó las manos por el blazer otra vez.
Nicky hizo un gesto con urgencia a Gordon y a Bob, que estaban grabando desde dos ángulos distintos porque el tamaño de la habitación no permitía demasiado movimiento con las cámaras. Éstas empezaron a grabar de nuevo.
Leonora se sentó en silencio en el sofá para tocar el reloj de Marsha Browning. Hizo lo mismo con los demás objetos, aún con los ojos cerrados, y volvió al blazer de Karen.
—Noto... Noto...
Nicky contuvo el aliento.
El grupo allí reunido guardaba un silencio sepulcral. Isabelle Copeland, una ayudante de producción rubia y esbelta de poco más de veinte años que había volado con el equipo para llevar a cabo las tareas de Karen en este reportaje final, había estado hablando por teléfono con Chicago casi continuamente para informar sobre los progresos de la grabación desde que Nicky había llegado. Llevaba el móvil, era de esperar que en modo de vibración, sujeto contra el pecho con ambas manos mientras observaba la escena totalmente absorta. Mario, Tina y Cassandra, que ya habían visto antes a Leonora en plan diva, tenían los ojos muy abiertos y estaban callados como tumbas. Marisa se mantenía fuera de plano para grabarlo todo con el casete. El tío Ham (el tío John estaba en el hospital con Livvy) estaba apoyado en una pared con los brazos cruzados. Harry se mantenía oculto en el fondo con aspecto resignado. Cerca de él estaba Andy Cohen, que había dejado el coche patrulla guiado por la curiosidad o por la tormenta.
«Vamos, madre», la animó Nicky en silencio. Su madre se pasó el blazer entre las manos como si fuera un fular.
—Noto... que hay algo en el bolsillo — aseguró Leonora en tono grave a la vez que abría los ojos.
Nicky apenas pudo evitar gemir. Tras ella, oyó el siseo de una exhalación colectiva.
Menuda decepción.
—No, está bajo el forro — añadió Leonora.
Metió la mano en el bolsillo del blazer y hurgó en su interior. Un momento después, sacó una cinta pequeña, de las que se usan en un minicasete. Se la quedó mirando un instante sin comprender nada.
—La notaba... La notaba... Y entonces noté esto — explicó Leonora que cerró el puño alrededor del objeto—. Me expulsó.
Por su expresión, Nicky sabía que si no hubiera habido desconocidos y cámaras presentes, su madre habría soltado unas cuantas palabrotas.
—Dámela. — Nicky avanzó enseguida y retiró el objeto perturbador de la mano de su madre. Leonora dirigió una mirada feroz a la cinta y cuando Nicky retrocedió y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, inspiró hondo y cerró de nuevo los ojos. Pasó las manos por el blazer...
—La sorprendió. La cogió por sorpresa. El hombre salió de la penumbra y la cogió por sorpresa — dijo Leonora con los dedos apoyados en el lado izquierdo de la cabeza, cerca de la sien—. Siento dolor en un lado de la cabeza. La golpeó en la cabeza. Y después... Después...
De golpe, se quedó inmóvil. Abrió los ojos y miró fijamente hacia delante.
La habitación estaba fría de repente.
Nicky, que conocía los signos, también se quedó inmóvil, salvo por una mirada frenética de reojo para asegurarse de que las cámaras estaban grabando. Lo estaban haciendo.
—No pasa nada. Estamos aquí para ayudarte. — Parecía que Leonora estaba hablando con alguien a quien los demás no podían ver.
—Es Karen — indicó en un aparte a Nicky. Su voz contenía un entusiasmo reprimido. A Nicky le dio un vuelco el corazón. Dirigió la vista hacia el punto que parecía estar observando su madre, pero no vio nada. La idea de que su madre viera a Karen le aceleró la respiración. Hacía sólo tres semanas, Karen habría estado en esta habitación con ellos, viva—. Está aquí. Puedo verla.
Y, tras dirigir de nuevo la atención hacia la visitante invisible, asintió con compasión y prosiguió:
—Sí, lo sé. Tienes todo el derecho del mundo a estar muy enfadada. — Guardó silencio y ladeó un poco la cabeza como si estuviera escuchando—. ¿Puedes decirnos quién te mató? — preguntó, y volvió a ladear la cabeza—. Dice que la oigamos. ¿Es malvado? Está diciendo que es malvado. ¿Quién es malvado, Karen? ¿Quién? Sólo dice: «Es malvado» una y otra vez. Espera, Karen. Espera. Oh, se desvanece. Vuelve, Karen. Vuelve, por favor. Se ha ido.
Leonora pareció abatirse un poco. Nicky exhaló. Detrás de ella, oyó otro siseo colectivo que significaba que todos los demás hacían lo mismo.
Nicky avanzó con el micrófono en la mano y habló para los telespectadores.
—¿Puede explicarnos qué ha pasado, Leonora?
Leonora la miró. Tenía los ojos un poco empañados, como solía ocurrir cuando estaba saliendo de un encuentro con el Más Allá. Tardaron un minuto en enfocarse y concentrarse.
—Karen estuvo aquí — dijo—. Está muy enojada por estar muerta. Dijo que quiere volver a la vida, que sólo tenía veintidós años y que no estaba preparada para morir. Dijo que la oyéramos, que el hombre que la mató es malvado. No dejó de repetirlo: malvado, malvado, malvado. Y, después, se desvaneció. — Leonora hizo una pausa antes de añadir para disculparla—. No lleva demasiado tiempo muerta. Les cuesta cierto tiempo aprender a concentrar su energía. En realidad, lo está haciendo muy bien para ser un espíritu tan reciente.
Después de esto, se acabó. Todo el mundo lo notó: la energía había desaparecido por completo de la habitación. Tras unos cuantos intentos infructuosos de establecer contacto, lo dejaron y se dirigieron a la cocina para tomar un café reconstituyente. Bueno, todos excepto Isabelle, que salió al porche para contestar una llamada al móvil.
—Confío en que no esperes demasiado de mí esta noche — murmuró Leonora a Nicky en un aparte que sólo las dos pudieron oír.
—Cualquier cosa estará bien. Da igual lo que pase, ya tengo material suficiente para emitir una hora — la tranquilizó Nicky—. Además, lo que hiciste ahora con Karen fue fantástico. La viste. Estás superando el bloqueo, mamá.
—Pues sí que la vi, ¿verdad? — Leonora pareció animarse un poco—. Quizás esté mejorando. Espero que sí.
—Perdona, Nicky, pero el señor Levin quiere hablar contigo — dijo Isabelle, que había asomado la cabeza por la puerta trasera y hacía señas a Nicky. Ésta estaba en el tablero junto a Leonora, que acababa de servirse la taza por segunda vez. Todos los demás estaban sentados alrededor de la mesa. Nicky salió para ponerse al aparato. Mientras saludaba, pensó que tan sólo hacía tres semanas una llamada del Gran Jefe de Investigamos las veinticuatro horas le habría acelerado el corazón y puesto muy nerviosa. Hoy, el hecho de que la llamara no le importaba. Había llovido demasiado (había habido demasiadas vidas, demasiadas muertes, demasiadas confrontaciones con las cosas que eran verdaderamente importantes) para que un simple programa de televisión le pareciera tan importante como antes.
—Sólo quería decirte que la semana que viene saldrá un artículo sobre el programa en Entertainment Weekly. En él se dice que Investigamos las veinticuatro horas es la mejor sorpresa de la temporada. Y se afirma que tus reportajes sobre el asesino Lazarus son de visión obligada. — Hizo una pausa, como si quisiera que subiera la tensión (y había que admitir que lo había logrado)—. Y que tú eres una de las mejores nuevas figuras televisivas del año.
Muy bien, eso de que un simple programa de televisión no fuera importante quedaba descartado. Era probable que no lo fuera en lo que a la vida en general se refería. Pero para ella, a nivel personal, era todo un éxito. Sintió una oleada de calor en las venas tan potente como cualquier colocón. Puede que no sonriera como una imbécil por fuera (después de todo, tenía algo de dignidad), pero sí lo hacía para sus adentros.
—Es una buena noticia — afirmó intentando dar la impresión de estar calmada, como si recibiera noticias así todos los días—. Gracias por llamarme para decírmelo.
—Sí, bueno, tengo muchas ganas de ver el programa final esta noche. Faltan cuatro horas para la emisión en directo. ¿Vas a estar en casa de tu madre hasta entonces?
—No, estoy alojada en casa de otra persona. Seguramente iré allí para repasar algunas de las cosas que espero usar en el programa de esta noche.
—Ahí lo tienes — rió Sid entre dientes—. Por eso tienes tanto éxito: estás entregada a tu trabajo. No me equivoqué al enviarte a la isla. Quiero que sepas que aquí todo el mundo está muy orgulloso de ti.
Cuando se fue de Twybee Cottage quince minutos después, Nicky seguía flotando, aunque esperaba que no fuera de una forma visible exteriormente. Ni siquiera la lluvia había conseguido desanimarla. Caían cortinas de agua con tanta fuerza que ésta rebotaba en el suelo y le dificultaba la visión. Por fortuna, para entonces podía efectuar este recorrido con los ojos vendados. Los faros del coche patrulla en el espejo retrovisor le indicaban que Andy Cohen la seguía de cerca.
Después de estacionar delante de la casa de Joe, bajó del coche con el paraguas delante y corrió hacia la puerta principal. Cuando entró en la casa, tenía la parte superior del cuerpo, excepto la cabeza, mojada, y sus zapatos dejaban charquitos fangosos en el suelo.
Si hubiera podido elegir, no habría escogido esta clase de tiempo para su último programa. La casa estaba tan oscura como si fuera de noche.
«Una de las mejores nuevas figuras televisivas.» Daba igual que llevara saliendo por pantalla desde la universidad; sonaba bien, pero que muy bien.
—Si sigue lloviendo así, vamos a tener inundaciones — gruñó Cohen mientras entraba corriendo en la casa tras ella. Como llevaba un sólido chubasquero de la policía, en cuanto se lo quitó, se quedó completamente seco. El suelo de Joe, sin embargo, sufrió una dura embestida de agua. Nicky fue a buscar una toalla para secarlo mientras Cohen registraba con rapidez la casa.
—¿Cuál es el plan? — preguntó mientras se dejaba caer en el sofá y alargaba la mano hacia el mando a distancia.
—Tengo que estar en Old Taylor Place a las ocho. — Era cuando habían acordado reunirse todos; en la hora que faltaría hasta el inicio de la emisión, tendrían el tiempo suficiente para hacer todo lo que necesitaban hacer—. Hasta entonces, voy a darme una ducha y a trabajar un poco — Nicky sonrió—. Usted mire la tele.
—¡Qué trabajo tan bueno! — exclamó Cohen, y se instaló cómodamente.
Nicky se duchó y se puso unos vaqueros y una camiseta. Luego, se dirigió a la cocina. Antes de hacer nada, necesitaba comer algo.
Absorta como estaba repasando mentalmente el contenido de la nevera de Joe, no notó nada hasta que hubo dado unos seis pasos por el salón, iluminado sólo por el televisor.
Cohen estaba tumbado de una forma muy poco natural en un rincón del sofá, que parecía volverse negro a su alrededor. Su mano izquierda, la única que Nicky podía ver, se agitaba contra un cojín como un pajarillo herido. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta.
Tenía un enorme hueco negro, como una grotesca segunda sonrisa, en el cuello. De ella manaba un líquido reluciente.
Un olor fuerte a carne, como el de un matadero, cargaba el ambiente.
El olor fue lo que le permitió atar cabos.
Acababan de degollar a Cohen.