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—No hay nada en el vestíbulo... nada en el salón... nada en el comedor — entonó Leonora.
Como Nicky había previsto, en cuanto la cámara la enfocó, Leonora se había convertido en lo que era: una profesional consumada. Después de todo, la televisión no era ninguna novedad para ella, y había sido médium profesional desde los dieciséis años. Sólo alguien que la conociera íntimamente como, por ejemplo, su hija menor, habría captado el parpadeo nervioso de los ojos, la tensión de la mandíbula, la brusquedad de los gestos. Fuera cual fuera la razón, el famoso bloqueo parapsicológico u otra, esa noche Leonora no establecía contacto. Pero lo intentaba, recorriendo animosamente la casa con pasos cada vez más rápidos, que, como Nicky sabía, indicaban su impaciencia ante la falta de actividad paranormal que captar. La cámara enfocaba el magnetómetro (equipo habitual en la detección de fantasmas que medía el campo magnético generalmente asociado a la presencia de espíritus), que había sido instalado en cada habitación: nada. Del mismo modo, los sensores de temperatura revelaban veintidós grados constantes: no se encontraban puntos fríos. Nicky pensó con pesimismo que, como la casa carecía de aire acondicionado, ni siquiera podían esperar una bajada de temperatura debida a un conducto de ventilación cuya ubicación les favoreciera. Trabajaban al natural, tanto si les gustaba como si no.
El plan era que Leonora recorriera la casa, habitación por habitación, para encontrarse e interactuar con los espíritus que hubiera presentes, mientras las cámaras lo grababan todo. Hasta entonces, el plan había proporcionado unos veintidós minutos de la sustancia contraria de la que exigía la televisión, es decir: nada, nada, nada. Y más nada.
Podría titularse La cámara de Al Capone II: la sesión de espiritismo sin espectros.
Y la peor pesadilla de Nicky.
—Ésta es la biblioteca — anunció Nicky en voz baja a la cámara cuando su madre entraba en la pequeña habitación contigua al comedor. A pesar de la luz elevada colocada en un rincón especialmente para esta emisión, se veía sombría con sus oscuros estantes vacíos y sus ventanas cerradas con postigos. Había polvo depositado por todas partes, y una telaraña adornaba un rincón del techo encofrado. Como el resto de la casa, olía un poco a humedad, como si hubiera estado desprovista de luz y de aire durante mucho tiempo. Nicky pensó que si fuera una aparición, le gustaría andar por ahí.
Como la cámara, sus ojos siguieron a Leonora mientras se movía por la habitación para tocar la repisa de la chimenea o de la ventana, o los paneles de la pared. Nicky era consciente de que detrás de ella, fuera de cámara, Karen y el resto del equipo observaban ansiosos. Si con su mera voluntad hubieran podido invocar a un fantasma, se habría materializado uno justo ante ellos en ese preciso instante. Pero eran tan incapaces de cambiar lo que estaba pasando, o, más bien, lo que no estaba pasando, como ella.
—Nada. En esta habitación no recibo nada — anunció por fin Leonora con la voz tensa. Sus ojos se encontraron con los de Nicky un momento largo. Nicky conocía esa mirada. Si el programa resultaba un fracaso tan estrepitoso como parecía, los peces gordos de la cadena no serían los únicos que pedirían su cabeza a gritos: su madre también lo haría.
Y comprendió con amargura que, al final, cuando el programa se hubiera terminado y se produjera la reacción, toda esta increíble debacle sería culpa suya. ¿Por qué? ¿Por qué no lo había visto venir?
Porque había estado demasiado ansiosa por efectuar este programa, y el motivo de que estuviera tan ansiosa era porque había sabido que la CBS la estaba observando. Buscaban una nueva copresentadora para En directo por la mañana, la tertulia que la mayoría del país veía desde hacía muchos años durante el café matinal. Con independencia de que Investigamos las veinticuatro horas sufría una crisis, En directo por la mañana era un programa por el que todas las figuras femeninas de la televisión del país venderían sus dientes blanqueados con láser. A petición suya, les había enviado un vídeo de prueba, que había causado la impresión suficiente como para que tuviera que volar a Nueva York para una entrevista. Las cosas habían ido bien.
Mas no le habían ofrecido el puesto. Dijeron que la tenían en cuenta, pero que seguían buscando.
Una amiga bien informada le había dicho que les gustaba pero que tenían reservas: como complemento para Troy Hayden, el presentador atractivo y moderado del programa, habían pensado en una rubita bronceada y desenfadada, no en una pelirroja alta, de piel blanca y en ocasiones demasiado sobria; el grueso de su trabajo había consistido en reportajes sobre noticias, desde el Canal 32 de Charleston, donde había empezado, hasta Investigamos las veinticuatro horas para la A&E, y no tenía ninguna experiencia en efectuar programas de televisión en directo.
Bueno, gracias a sus maquinaciones, ahora la tenía. Y tenía todo el aspecto de que terminaría por estallarle en la cara.
Después de esto, no sólo no iba a conseguir el trabajo, era probable que tampoco siguiera trabajando en Investigamos las veinticuatro horas. Si no la despedían, sería porque no tenían por qué: el programa sería suprimido. Ella pasaría a los anales de la historia televisiva como la reportera que se cargó el programa.
Si la CBS volvía a hablar sobre ella alguna vez, sería porque era para Investigamos las veinticuatro horas lo que el iceberg había sido para el Titanic.
—Leonora James, que, como la mayoría de ustedes saben, también es mi madre, ostenta un historial asombroso como médium. En su programa El Más Allá, que tanto echan de menos sus admiradores, pudo poner a cientos de familias en contacto con sus seres queridos fallecidos. Ha hablado con Marilyn Monroe, con Elvis, con John Ritter...
Con la cámara de nuevo enfocada en Nicky, Leonora sintió que tenía libertad para dirigir una mirada hosca a su hija. Y ésta, que seguía hablando, hizo todo lo posible por ignorarla. Luego, con la cabeza alta, una pose majestuosa y el caftán púrpura arremolinado, Leonora pasó junto a Nicky para regresar al vestíbulo mientras la cámara, que volvía a enfocarla, la seguía en silencio.
—... ha investigado literalmente centenares de lugares hechizados — prosiguió Nicky—, incluido el Teatro de Ford, en la ciudad de Washington, donde se dice que el fantasma de John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln, sigue deambulando por las tablas...
Nicky vio cómo un grupo de mirones apiñado fuera de cámara junto a la puerta principal alargaba el cuello para seguir la actividad, que por el momento se manifestaba como inactividad. Lo formaban varios miembros del equipo de apoyo técnico, una mujer con minifalda que, si no estaba equivocada, trabajaba para el semanario local, el alcalde, grande como un bulldog y con el ceño fruncido, y el compañero del alcalde, un hombre bajo, fornido y medio calvo que tomó por policía. Barney Fife, alto, moreno e inquietante, estaba detrás, con los brazos cruzados y los hombros apoyados en la pared. La contemplaba con un gesto irónico en los labios: No era precisamente una presencia amistosa. Era probable que planeara abalanzarse sobre ella una vez que terminara la emisión para llevarla a la cárcel, lo que, en ese momento, mientras repasaba con la mirada a las personas del grupo, era lo que menos le preocupaba. Sus expresiones eran desde preocupadas o aburridas hasta escépticas. Por desgracia, no había ni un solo rostro embelesado.
El chisporroteo que oía en la cabeza era su carrera que se iba a freír espárragos.
Mientras seguía a Leonora por el vestíbulo intentando no tropezar con el montón de cables que cubrían el suelo por cortesía del equipo de Investigamos las veinticuatro horas, Nicky pensó con desaliento que nunca se había sentido cómoda en esa casa. Tiempo atrás, había estado en ella varias veces, cuando sus padres alternaban con los propietarios anteriores a los Schultz. En aquella época había creído que su malestar se debía a la inferioridad que sentía por tratarse de una mocosa insignificante con la cara llena de pecas que lo pasaba mal en las fiestas, tan vitales para Livvy y Leonora. Ahora se preguntaba si tendría algo que ver con la casa en sí. Seguía existiendo una vibración, una disonancia, en el ambiente que le hacía sentir la piel casi húmeda.
O quizá fuera porque el crimen le resultaba demasiado próximo. No había conocido a ninguna de las víctimas ni a sus familias, puesto que Leonora se había vuelto a casar, y se habían trasladado todos a Atlanta unos años antes de que los Schultz hubieran ido a vivir a Old Taylor Place. Pero como Tara Mitchell y las otras chicas tenían más o menos la edad de Livvy y la isla era el lugar que Nicky, Livvy y su madre habían considerado siempre su hogar, el asesinato había sido un tema recurrente de conversación en su familia cuando se produjo. Aunque los detalles se habían desvanecido con los años, el hecho en sí se le había quedado grabado. Cuando Investigamos las veinticuatro horas buscaba un crimen interesante para mostrarlo, le vino inmediatamente a la cabeza.
Y el resto, como solía decirse, ya era historia.
Así que ahí estaba, haciéndose cargo de su vida, persiguiendo lo que quería, intentando ascender, y la triste realidad era que se iba a dar un buen morrón. Sabía, por la expresión de Karen, por las miradas de reojo que se intercambiaba el equipo, por su propia experiencia de lo que ocurría entre bastidores, que la reacción que obtenían de los productores de la sala de control, que estaban en Chicago viendo el programa junto con los telespectadores en casa, no era buena.
—¡No sucede nada! — era probable que estuvieran gritando a Karen por el pinganillo en ese mismo instante—. ¡Haced algo! ¡Solucionadlo! ¡Necesitamos acción!
Al pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago.
«Un fantasma — pensó Nicky—. Dios mío, por favor, mándanos un fantasma. Casper, ¿dónde estás cuando te necesitan?»
Nicky no había visto nunca que su madre no consiguiera encontrar un espectro cuando salía a buscarlo. Por lo general, los espíritus se daban empujones para poder comunicarse con ella. Pero esa noche, no. Por Dios. Hay que ver cómo es la vida: La única vez que Leonora no conseguiría establecer contacto con el Más Allá sería en directo por televisión, con la vida profesional de su hija en juego.
—Ahora Leonora entra en la cocina — explicó Nicky a los telespectadores, lo bastante fuerte para que el micrófono lo recogiera. Esperaba que no captara también la desesperación que empezaba a sentir. ¿Buscaban fantasmas en la cocina? Era, en una sola palabra, patético. No había esperado nunca, ni en sus imaginaciones más descabelladas, llegar tan lejos; había estado segura de que a estas alturas ya habrían encontrado suficientes presencias del Más Allá para llenar la hora, y más. Era una suerte haber preparado toda la casa por si las andanzas a veces imprevisibles de Leonora los conducían en esa dirección.
Leonora recorrió la cocina, y sus pasos, con las zapatillas doradas y planas, sonaban como si arrastrara los pies por las baldosas del suelo. Al entrar en esa habitación tras su madre, Nicky se percató de que ahí hacía más frío, quizá porque era casi toda blanca: suelo blanco, armarios y electrodomésticos blancos, largas extensiones de tableros blancos. Lo único que no era totalmente blanco era el papel pintado del rincón para el desayuno. Era estampado y mostraba una enredadera cubierta de unas enormes rosas rojas que, por algún motivo, a primera vista le parecieron salpicaduras de sangre.
Se estremeció y miró esperanzada el sensor de temperatura. Indicaba unos poco prometedores veintidós grados.
Mierda.
Leonora estaba casi en la puerta trasera cuando se detuvo y juntó las manos delante de su cintura. Por un momento, el más largo de la vida de Nicky, permaneció inmóvil por completo, con una expresión atenta en la cara.
Nicky contuvo la respiración.
—Estoy captando un gran desasosiego — dijo Leonora por fin—. Miedo, dolor... En esta habitación pasó algo terrible.
Se calló, con la mirada perdida.
«Comunícate con los espíritus. Por favor», pensó Nicky.
—Las emociones siguen estando aquí — afirmó Leonora con los ojos vidriosos puestos en un punto situado directamente delante de ella—. Sorpresa, incredulidad, terror. Un terror absoluto. Me recorren el cuerpo oleadas de pavor. Alguien temía por su vida.
Leonora sacudió un poco la cabeza, corno si quisiera aclararla. Luego, se movió. La cámara la siguió en su desplazamiento silencioso mientras deambulaba por la cocina, al parecer al azar. Era una habitación grande, de unos cuatro metros por siete metros y medio, rectangular, con una zona de trabajo en el centro y el rincón octogonal para el desayuno a un lado. Otro par de puertas de cristal, típicas de la casa, daban a un patio en el extremo opuesto, frente a la puerta oscilante por la que habían entrado. Unas cortinas blancas, ligeramente amarillentas debido a los años, seguían colgando de las ventanas y ocultaban la noche; Nicky se preguntó fugazmente si serían vestigios de la época de los Schultz.
¿Serían, como la misma casa, testigos silenciosos de la tragedia que había tenido lugar en ella?
Aunque fuera veterana de los encuentros de tipo paranormal, la idea seguía poniendo a Nicky los pelos de punta.
—Aquí... Aquí también había alguien más. Escondido — afirmó Leonora, y su voz retumbó en las paredes mientras avanzaba hacia las puertas de cristal. Al moverse, el caftán se le ondulaba alrededor de las piernas. Las zapatillas susurraban por el suelo. Aparte de esto, la habitación estaba totalmente en silencio, como todo el mundo, incluida Nicky, que estaba concentrada en Leonora. Marisa, a suficiente distancia de ella para no salir en el plano, la seguía con la máquina en la que Leonora grababa siempre las sesiones de espiritismo para que todo lo que dijera pudiera consultarse después y, con un poco de suerte, comprobarse. No era que no se fiara de las grabaciones de otras personas, como había explicado a Nicky muchas veces, pero había quien las montaba. Quería tener una grabación propia e independiente de los hechos.
»Siento que esta persona está esperando. Siento cómo el corazón le late deprisa, pum pum, pum pum... — Leonora se puso una mano sobre el corazón y siguió el ritmo con los dedos—. La persona está nerviosa, casi agitada, y respira con dificultad. Está escuchando.
Con una mirada al rostro absorto de su madre, Nicky supo que Leonora volvía a estar por fin en buena forma. Soltó un suspiro silencioso de alivio.
—¿Quién está escondido? — preguntó en voz baja—. ¿Es un hombre o una mujer?
Leonora dudó. Luego, sacudió la cabeza.
—No lo sé — murmuró en un tono distraído—. No lo veo. Recibo sensaciones.
Nicky hizo un gesto de comprensión con la cabeza. Leonora cerró los ojos. Las luces proyectaron su sombra sobre la pared y aumentaron su palidez hasta casi conferirle el aspecto de un cadáver. Si no hubiera sido por los cabellos rojizos y el maquillaje de colores vivos, ella misma habría parecido un fantasma. El color púrpura fuerte del caftán y el dorado reluciente de las joyas le añadían un exotismo que, como Nicky sabía por experiencia, resultaría fascinante desde el punto de vista televisivo.
En la televisión, como en la vida, Leonora James era cautivadora.
—Felicidad, alegría... Las emociones de quien entra en la habitación son optimistas. Y, entonces, miedo. — Leonora abrió los ojos de golpe—. Un sobresalto y un miedo sobrecogedores.
Frunció un poco el ceño y empezó a caminar hasta detenerse delante de los armarios y abrir uno. Tendría un metro ochenta de altura y era estrecho, sin estantes, de modo que Nicky supuso que se usaría para guardar las escobas.
—Aquí — dijo Leonora en voz muy baja, casi como si llegara de muy lejos—. La persona estaba aquí. Escondida. Esperando. Recibo oleadas de ira. Odio. Esta persona vino aquí a hacer daño. La sensación que recibo es de maldad... De maldad...
Leonora volvió la cabeza para mirar hacia atrás y, después, se alejó del armario, que dejó abierto. Dio un paso vacilante hacia el centro de la cocina; luego, un segundo y, por último, un tercero.
—Mucho miedo... Mucho miedo... — murmuró Leonora con una gran tristeza. Juntó las manos otra vez delante de la cintura y se quedó mirando hacia delante, absorta. Avanzó otro paso titubeante—. Las emociones son tan fuertes que... — Se detuvo e inspiró con ímpetu—. Estaba aquí. Una chica, creo. Estaba sorprendida. Se volvió y vio a alguien. A un hombre. Recibo que era un hombre con los cabellos oscuros. Se abalanzó hacia ella y ella gritó. Entonces, el cuchillo bajó... ¡Oh! ¡Oh! — Leonora se sujetó un brazo por debajo del hombro—. ¡Auxilio! ¡Me está matando! No... No...
Esos últimos gritos aterrados, emitidos con una voz muy distinta a la suya, se detuvieron en seco. Leonora cerró los ojos. Acercó el mentón hacia el pecho. Se estremeció de la cabeza a los pies. Nicky sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Daba igual las veces que había visto a su madre en acción, de vez en cuando seguía haciendo que se le helara la sangre; como entonces, al saber que su madre accedía al pasado y revivía el horror de aquella noche como si le estuviera ocurriendo a ella misma en ese preciso instante. Sólo esperaba que los telespectadores tuvieran la misma reacción visceral que estaba teniendo ella.
—Tara. Ése es el nombre que recibo: Tara. — Leonora abrió los ojos de repente. Parpadeaba. Separó los labios y soltó el aire despacio—. Tara fue atacada primero en la cocina. Alguien que se escondía en este armario le saltó encima. Tara forcejeó, recibió una puñalada...
Leonora se puso en cuclillas con el vestido púrpura arrugado alrededor de las rodillas para tocar el suelo con las manos. La baldosa estaba blanca, inmaculada. Nicky casi podía notar debajo de sus propios dedos la superficie dura, fría y lisa.
—Aquí, aquí mismo había un charco de sangre. Sangró y sangró. Hay mucha sangre. Puedo sentirla... Es cálida, pegajosa...
La voz de Leonora empezó a sonar más baja y distante de nuevo, y Nicky supo que volvía a sumirse en el pasado.
—¿Puedes hablar con Tara? ¿Puede Tara decirte quién la atacó? — preguntó Nicky con suavidad. Todo iba bien. Ésta era por fin la Leonora James de siempre. Los telespectadores tendrían los ojos pegados a la pantalla.
—No — contestó Leonora, que se levantó, echó un vistazo alrededor de la habitación con el aspecto algo perplejo de quien acaba de darse cuenta de lo que le rodea—. Tara no está aquí. Aquí no hay nadie. Tenemos que ir arriba.
Nicky oyó un tenue movimiento y se volvió. La cámara estaba cambiando de posición para no molestar a Leonora, mientras seguía captando todo lo que hacía. La manejaba Gordon Davies, que tenía unos cuarenta años, era bajo y robusto, con unos rasgos duros y toscos, y un cabello denso y oscuro que llevaba recogido en una cola en la nuca. Llevaban trabajando juntos desde agosto, y Nicky lo consideraba un amigo además de un profesional excelente. Lucía una expresión ensimismada, absorta. Era evidente que estaba concentrado, no sólo en su trabajo sino en la propia Leonora y en la historia que estaba contando. Detrás de él, alrededor de la puerta abierta, se había reunido un grupo extraño de observadores. Nicky vio a Livvy, al tío Ham y al tío John, a los Schultz, que habían pedido permiso para estar presentes, a Mario, Tina y Cassandra, el equipo de peluquería y maquillaje, a Karen... Hasta el alcalde, el policía y Barney Fife estaban observando la escena. Todos ellos parecían absortos hasta la médula.
Sí. Mientras les pedía con un gesto que les dejaran pasar, Nicky levantó mentalmente el pulgar hacia ellos. La habitación de Al Capone ya no estaba vacía. Bienvenidos al club de los fantasmas.
Ajena al parecer a su entorno, lo que era bueno, Leonora se volvió y salió de la cocina en dirección a la hermosa escalera curvada situada al final del amplio vestíbulo mientras su improvisado público retrocedía delante de ella más o menos con la misma gracia de una manada de vacas sobre el hielo. Leonora se movía con rapidez y decisión, sin prestar ninguna atención al grupo que ahora le pisaba los talones. Nicky, que conocía a su madre, dudaba que fuera siquiera consciente de que estaban allí.
—Vamos a subir al primer piso — explicó Nicky en voz baja a los telespectadores mientras seguía a Leonora escaleras arriba. Cuando Leonora estaba en trance, solían producirse largos períodos de silencio interrumpidos por rápidas irrupciones verbales. Y como el silencio es el peor enemigo de una televisión apasionante, Nicky era la encargada de llenar los vacíos, algo peliagudo pero posible, si seguía la pelota, en este caso su madre, con los ojos—. La casa tiene tres pisos en total, con las áreas comunes en la planta baja, los dormitorios en el primer piso y las antiguas habitaciones del servicio en la planta superior.
En el primer piso, se encontraron con Bob Gaines, el segundo cámara de la emisión, preparado para tomar el relevo. Tenía unos treinta y cinco años, era de altura y complexión normal, con los cabellos castaños muy cortos y una cara franca y simpática que coincidía con su personalidad. Nicky esperó a que se encendiera la luz de su cámara para indicar que la emisión recaía entonces en él. Ahí estaba, haciendo un zoom para captar un primer plano en cuanto Leonora llegara a lo alto de la escalera.
—Leonora está ahora en el pasillo de arriba — prosiguió Nicky—. En este piso hay cinco dormitorios y dos cuartos de baño. Leonora se dirige hacia la parte delantera de la casa. Si recuerdan las imágenes del exterior, esta parte da a un jardín que, según muestran las fotografías, estaba lleno de colorido, con cornejos, árboles de Júpiter y adelfas en flor, cuando ocurrió el crimen. Al final del jardín, hay una calle privada y, al otro lado de la misma, está Salt Marsh Creek. De día, el río está muy concurrido, ya que proporciona a las embarcaciones locales una salida al océano Atlántico. De noche, sus aguas son oscuras y misteriosas, rebosantes de fauna salvaje...
Nicky se detuvo e inspiró al llegar a lo alto de la escalera. La cámara hizo un recorrido para captar lo que había a su alrededor. Como el vestíbulo de la planta baja, la falta de cuidados había deteriorado este espacio, otrora espléndido. El papel pintado adamascado de color marfil se despegaba de la pared en algunos puntos, y había varias manchas en el techo que delataban posibles goteras.
—Leonora ha llegado al final del pasillo. — Nicky, que había seguido a su madre, estaba casi en el mismo sitio—. A su izquierda, está el dormitorio principal, que en aquel entonces ocupaban Andrea y Mike Schultz, los padres de Lauren. A su derecha, se encuentra lo que había sido la habitación de Lauren. Si recuerdan nuestra emisión anterior, Elizabeth y Susan Cook hablaron sobre los encuentros fantasmagóricos que habían tenido en este cuarto... Es evidente que atrae a Leonora. En este momento está entrando en la habitación de Lauren.
Nicky dejó de hablar mientras seguía a Leonora, y Marisa y la cámara, hacia el interior. Era una habitación que hacía esquina, grande para ser un dormitorio, con tres ventanas: dos que daban a la fachada de la casa y una tercera que se abría al jardín lateral. El suelo era de madera noble, sin moqueta, y la puerta con paneles de un armario dividía una pared por la mitad. Aparte de las ventanas, la habitación carecía de características distintivas. Las paredes estaban pintadas de color azul cielo con el zócalo blanco. Unos visillos blancos colgaban hasta el suelo en las ventanas. Los dobladillos ondeaban un poco.
¿Ondeaban? Las ventanas estaban cerradas. El aire no debería circular en absoluto por la habitación. Sin embargo, Nicky notaba una corriente de aire que le circulaba por los pies. Una corriente de aire frío.
Una mirada reanimada al sensor lo confirmó: la temperatura, siempre de veintidós grados en todas las demás habitaciones de la casa que habían visitado, era ahora de veinte grados.
Mientras Nicky mencionaba este signo esperanzador en voz baja a los telespectadores en casa, Leonora se detuvo en el centro de la habitación y cerró los ojos.
—Había una cama. Aquí, contra esta pared — dijo, y abrió los ojos. Avanzó mientras con la mano señalaba la pared exterior—. Entre las ventanas. Es una cama de matrimonio, con una colcha a rayas rosas que llega hasta el suelo. Hay un asiento en el rincón, una butaca tapizada con flores rosas, con un... — Vaciló un momento antes de concluir—: Con un perro de peluche encima. El perro es largo y blanco, un perro salchicha, y está escrito: tiene firmas. Muchas firmas, hechas con tinta. Es uno de esos peluches para coleccionar autógrafos, claro. Ahí hay un tocador — indicó a la vez que se volvía para señalar la pared junto al armario—. Es blanco, de estilo... provincial francés. Tiene una lámpara blanca con una pantalla rosa con fleco a cada lado. Hay un espejo sobre el tocador. Un espejo ovalado con el marco dorado.
Se detuvo para inspirar despacio.
—Hay alguien en la habitación — prosiguió Leonora—. Una chica, creo. Puedo... Vislumbro su reflejo en el espejo.
Leonora se volvió deprisa, como para ver a alguien que estuviera a su lado.
—¿Hay alguien ahí? — preguntó en voz baja. Nicky sabía que no estaba hablando con ninguna persona viva—. ¡Tara! ¿Estás ahí, Tara?
Silencio.
—¿Lauren? ¿Becky? — La voz de Leonora había adoptado el timbre ronco, áspero, que indicaba a Nicky que estaba de nuevo en una dimensión propia, en trance. Fruncía el ceño, concentrada, mientras llamaba al mundo de los espíritus.
—Sí, te veo — dijo Leonora, como si hablara con alguien que estuviera a apenas un metro de distancia. Su voz se volvió más aguda—. ¿Quién eres?
Observaba un punto situado cerca de donde había comentado que había estado antes la cama.
Nicky se encontró mirando también en esa misma dirección, aunque, hasta donde ella sabía, sólo podía verse una habitación vacía. Pero la corriente que le circulaba por los tobillos era ahora helada.
Una mirada rápida a la temperatura le indicó que había descendido a dieciocho grados. Y el magnetómetro mostraba asimismo indicios inconfundibles de actividad. Sin hacer ruido, ya que no quería perturbar a su madre cuando era evidente que estaba en buena racha, hizo una señal al cámara para que enfocara los sensores. El reloj digital de la cámara indicaba que se les estaba acabando el tiempo: sólo quedaban seis minutos. Tal como iba la noche, las tres chicas muertas se materializarían delante de ellos exactamente treinta segundos después de que ya no estuvieran en el aire.
Bueno. No había forma de acelerarlo, de regularlo. Como el tío John había comentado al alcalde, Leonora, una vez que había arrancado, era como un tren fuera de control. Y ahora Nicky iba en él, lo que significaba que lo único que podía hacer era agarrarse bien e intentar darle forma a la experiencia para que fuera lo más apasionante posible para los telespectadores.
—¿No te gusta que estemos aquí? — La voz de Leonora apenas era audible—. Lo comprendo. Intentamos ayudarte. ¿Puedes decirme tu nombre? — Leonora frunció el ceño y, a continuación, miró a Nicky—. Tara. Es Tara. Dice que está buscando a las otras chicas, Lauren y Becky. ¿Están aquí, en la casa, contigo?
Esta última pregunta iba claramente dirigida a la invisible Tara. Leonora asintió, como si escuchara la respuesta de alguien.
Nicky se dio cuenta de que observaba la escena conteniendo la respiración. Había presenciado las interacciones de su madre con el mundo de los espíritus desde hacía tantos años que habían dejado de ser algo fuera de lo corriente. Leonora hablaba con los muertos con tanta regularidad como otras madres horneaban bizcochos. Pero esa noche, algo, acaso el vacío resonante de la habitación y la voz grave de su madre, junto con el hecho de saber la atrocidad que se había cometido en esa casa, le ponían los pelos de punta.
Gracias a Dios. Tenía que ser un buen programa si su madre estaba logrando ponerla nerviosa a ella.
—¿No las encuentras? ¿Crees que podrían estar en la cocina? — Leonora se detuvo. Al parecer, escuchaba muy concentrada—. Sí, ya sé que es el cumpleaños de Lauren. ¿Crees que se están comiendo la tarta sin ti? — preguntó con el ceño fruncido y, después de sacudir la cabeza, añadió—: Espera, Tara. No te vayas. Por favor, queremos hablar contigo. Las otras chicas no están en la cocina ahora, Tara, están...
La voz de Leonora se fue apagando. Se giró como si observara cómo alguien salía de la habitación. Nicky, que estaba entre su madre y la puerta, sintió que una ráfaga de aire gélido le rozaba la cara. Con los ojos desorbitados, retrocedió un paso de modo instintivo. Se llevó la mano a la mejilla.
¡Era espeluznante!
Tenía la piel normal: cálida, seca.
El corazón, en cambio, se le había disparado.
—Se ha ido — anunció Leonora, en tono decepcionado mientras se volvía para mirar a Nicky—. Tara. Estaba aquí, pero se ha ido. Creo... Creo que lo que está pasando es que está reconstruyendo los hechos que ocurrieron antes de que la atacaran en la cocina. Creo que esa noche se separó de las otras dos chicas por alguna razón y subió después a esta habitación, el dormitorio de Lauren, a buscarlas. Como no estaban aquí, bajó a la cocina y...
No terminó de contarlo. En lugar de eso, un grito espeluznante de mujer rasgó el aire.