8
No. No estaba bien. Esa era, en resumen, la brutal realidad, pero Nicky no lo dijo, sino que apretó los dientes para que dejaran de castañetearle y tragó saliva para intentar recobrar la compostura. Pero el horror, una vez evocado, era difícil de eliminar.
Asintió.
—¿Seguro?
Aún demasiado alterada para hablar, asintió de nuevo y se concentró en estabilizar su respiración y en hacer desaparecer las espantosas imágenes. Notaba tanto frío que la sensación era como un dolor físico; el único punto caliente de todo su cuerpo era aquel donde sus manos tocaban las de Joe.
—Siento haber tenido que hacerla pasar por esto — dijo éste pasado un momento. El policía desagradable estaba siendo amable, y agradeció el cambio, pero no le sirvió de mucho. Lo que necesitaba era fortaleza, y para obtenerla tenía que buscarla en su interior. Le costó cierto esfuerzo físico, pero finalmente logró dejar de tiritar y relajar las mandíbulas. Inspiró hondo y trató de recobrar lo que le quedaba de compostura.
Y soltó las manos de Joe para cruzar los brazos. Él no pareció darse cuenta.
—El caso es que... Sabía mi nombre. Dijo «Nicky», y me tocó el pelo. — Su voz sonaba ronca, rasposa.
—Trabaja en la televisión. Mucha gente sabe cómo se llama.
Era eso, claro. Pero la idea no la hizo sentir nada mejor.
—¿Reconoció la voz? — preguntó Joe sin parecer demasiado esperanzado.
Negó con la cabeza. Recordar que había susurrado «Nicky» le helaba la sangre.
—¿Puede... decirme algo? — preguntó Nicky pasado un momento—. ¿Cómo murió exactamente Karen?
La miró fijamente. Seguía en cuclillas delante de ella, tan cerca que podía notar la grata sensación del calor que irradiaba su cuerpo. Había apoyado ligeramente las manos en los brazos de la butaca, de modo que, de hecho, la tenía encerrada. Dadas las circunstancias, su postura resultaba más reconfortante que claustrofóbica.
—Todavía no se le ha practicado la autopsia pero, por lo que pudimos ver, sufrió múltiples heridas de arma blanca.
Nicky asintió. Lo había sospechado, claro, pero confirmarlo volvió a marearla.
—El sonido que oí, ese ruido de corte que le comenté — logró decir tras un par de respiraciones lentas—. ¿Tiene idea de qué pudo ser?
Joe la miró un instante sin responder. Nicky tuvo la impresión de que estaba tratando de decidir si contestar o no.
—Por favor — insistió—. Necesito saberlo.
Joe hizo una mueca.
—No puedo asegurarlo, claro, pero... Parece que le cortó parte del cabello. Le quedaban unos cuantos pelos en la cara. Yo diría que lo que oyó fue el ruido que hacía al cortarle el cabello con el cuchillo.
—¡Dios mío! — Evocar esta imagen la hizo marear otra vez. La idea era demasiado horrible. Entonces recordó que el asesino le había tocado el pelo. Empezó a temblar. La habitación pareció inclinarse. Todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Cerró los ojos en defensa propia. De repente, notó que la cabeza le pesaba muchísimo, como si tuviera una piedra atada a la parte superior del cuello, y la ladeó para apoyarla de nuevo en el respaldo de la butaca.
—Lo ha pasado muy mal esta noche, ¿verdad? — dijo Joe, y dio la impresión de que se estaba maldiciendo por haberle contestado la pregunta. Le tocó la mejilla. Nicky notó cómo deslizaba sus cálidos dedos por la superficie fría de su piel y se dio cuenta de que le estaba apartando mechones de pelo de la cara—. Pero ya se acabó. Ahora está a salvo. Inspire hondo unas cuantas veces y...
Lo que comprendió de repente con la fuerza de una explosión no podía esperar; tenía que decírselo de inmediato. Abrió los ojos. Joe estaba agachado hacia ella, más cerca aún.
Sus miradas se encontraron, y Joe apartó la mano con la que le había estado colocando el pelo tras la oreja.
—Es lo mismo que le pasó a Tara Mitchell — soltó, horrorizada.
—Sí — confirmó Joe, que se apoyó sobre los talones, de modo que ya no estaba tan cerca—. Ya lo sé.
—Ha vuelto. — La garganta parecía habérsele estrechado. Apenas conseguía pronunciar las palabras—. Es el mismo hombre. Dios mío.
Entonces, Joe se levantó, se metió las manos en los bolsillos delanteros de los vaqueros y la miró con aire pensativo.
—¿Lo es?
—Tiene que serlo, ¿no lo ve? — dijo en un tono apremiante. Cambió de postura para quedarse sentada con los pies en el suelo y un poco inclinada hacia delante mientras le señalaba lo evidente—. Es la misma casa, el mismo modus operandi, el mismo todo.
—Eso parece.
—¿Qué quiere decir, «eso parece»? Lo es. El programa... Quizá vio los espacios de autopromoción o algo. Quizás estuvo todo el rato ahí fuera, en la penumbra, mirando a través de las ventanas, esperando su oportunidad... — Nicky se interrumpió con un escalofrío.
—Es una posible explicación, desde luego.
Nicky alzó la vista hacia Joe con el ceño fruncido. Era alto, de modo que ahora descollaba mucho sobre ella. Si hubiera tenido más fuerzas, se habría puesto de pie sólo para reducir la diferencia de altura. Había algo en su voz que...
—¿Qué otra explicación podría haber?
Joe se encogió de hombros.
—¿Un imitador? ¿Es eso lo que está pensando?
—Podría ser. — Pasó un instante—. He hablado con parte de su equipo y tengo entendido que están a punto de cancelar su programa.
—Tal vez — concedió, aunque detestaba admitirlo en voz alta, incluso en circunstancias tan funestas—. Pero ¿qué tiene que...? — De repente, vio dónde quería llegar con eso. Se le desorbitaron los ojos—. No estará sugiriendo que... No pensará que... Nadie mataría a Karen y me atacaría sólo para subir los niveles de audiencia.
—Puede que no — dijo a la vez que se encogía de hombros—. Es sólo algo a tener en cuenta. — Se volvió y regresó hacia el escritorio. Después de echar un vistazo al casete, según supuso Nicky para comprobar que seguía en marcha, se sentó en una esquina de la mesa con una pierna colgando, y la miró de nuevo—. Ahora le formularé una pregunta: los gritos que se oyeron al final del programa, me imagino que los generarían informáticamente o algo así, ¿no?
Nicky frunció el ceño. Todavía estaba intentado asimilar la idea de que pudiera siquiera plantearse un momento que alguien relacionado con Investigamos las veinticuatro horas pudiera haberlo hecho, y encima para aumentar un par de puntos en el Nielsens.
—No. — Bueno, había llegado el momento de ser escrupulosamente sincera—. Por lo menos, que yo sepa.
—Pero estaban en el guion, ¿verdad? ¿Formaban parte del programa?
—No.
Sus miradas se encontraron.
—¿Me está diciendo que los gritos no estaban en el guion?
—Exacto.
—Venga, vamos. — El escepticismo de su tono de voz era indudable—. Puede decírmelo, ¿sabe? Soy policía, y no tengo el menor interés en el cómo y el porqué de los preparativos de un programa de televisión. Le prometo que nada de lo que me diga saldrá de esta habitación. Pero necesito saber la verdad por el bien de la investigación, de modo que se lo preguntaré otra vez. ¿Formaban parte de la actuación esos gritos?
—¿Actuación?
Nicky se puso tensa mientras captaba lenta pero inexorablemente las implicaciones de esta palabra. Notó que recuperaba sus fuerzas, notó que la sangre volvía a circularle por las venas, sintió que la piel le entraba en calor. No lo habría sospechado nunca, pero el enfado, como estaba descubriendo, tenía efectos de lo más terapéuticos.
—El truco de su madre, ya me entiende.
—Mi madre no hace ningún truco — soltó Nicky con abundante acritud.
—Como quiera llamarlo — replicó Joe, que parecía impaciente—. Lo que le estoy preguntando es: ¿De dónde salieron esos gritos?
—¿No se le ha ocurrido pensar que pudieron ser de un fantasma? — No estaba nada convencida de ello, pero Joe era tan incrédulo que no pudo evitarlo.
—No. Nunca.
—Pues quizá debería tener una mentalidad un poco más abierta.
Joe cruzó los brazos. Sus labios esbozaban ahora una expresión irónica.
—Qué quiere, soy policía. Si esos gritos tienen que proceder de un fantasma o de cualquier otra fuente, yo siempre elegiré la otra fuente.
—Está en su derecho — sonrió Nicky. No fue una sonrisa particularmente agradable. Se había pasado gran parte de su vida soportando las burlas de la gente cuando descubría quién era su madre y qué hacía. Ya no le quedaba demasiada paciencia para aguantarlo—. Lo único que puedo decirle es que los gritos no estaban en el guion. Sé tanto como usted sobre su procedencia. El fantasma de Tara Mitchell es mi mejor opción.
—Ya.
El policía desagradable había vuelto, y Nicky sintió que volvía a caerle fatal.
—¿Algo más? — preguntó mientras se preparaba para levantarse y dar por finalizado el encuentro—. Porque estoy muy cansada.
Era cierto. Le dolía todo el cuerpo, y puede que su pobre corazón estuviera en peor forma que el resto. Y estaba tan agotada que era como si no tuviera huesos. Se moría de ganas de meterse en la cama e intentar dormir hasta que fuera la hora de levantarse para ir al aeropuerto. Aunque la pregunta era qué vería cuando cerrara los ojos. Esa idea la hizo estremecerse por dentro. Entonces recordó los somníferos que el médico le había dado. Con un poco de suerte, la dejarían totalmente dopada. De golpe, la idea de no tener conciencia durante unas horas de lo que había pasado le resultó muy tentadora.
—Sólo una cosa más — dijo Joe.
Nicky le dirigió una mirada interrogante.
—¿Recibió alguna llamada después de que acabara el programa? Me refiero al móvil.
—No lo sé — respondió Nicky con el ceño fruncido—. Lo tengo en el bolso. Lo apagué y lo guardé antes de empezar la emisión, y no he vuelto a mirarlo.
—¿Le importaría comprobarlo ahora?
—No. — Se levantó y dio un paso, pero tuvo que aferrarse al brazo de la butaca porque la cabeza le dio vueltas inesperadamente. Era evidente que tardaría un tiempo en poder levantarse deprisa.
Joe se incorporó del escritorio cuando vio cómo Nicky se tambaleaba pero se quedó de pie delante de ella mirándola indeciso.
—Ha tenido una noche difícil, ¿recuerda? Será mejor que vuelva a sentarse.
—Tengo el bolso en la cocina — indicó Nicky. En medio del caos que se había apoderado de Old Taylor Place después de que se encontrara el cadáver de Karen, alguien había conseguido localizar el bolso de Nicky y lo había llevado al hospital, junto con su importantísima tarjeta del seguro, de modo que ahora colgaba del perchero que había junto a la puerta de la cocina.
—Iré a buscarlo. Dígame dónde está.
Se lo dijo.
—Siéntese — dijo como si fuera una orden. Después, apagó el casete y se fue de la habitación.
En lugar de sentarse, lo que, dado cómo se sentía, era indudable que le convenía, Nicky inspiró hondo varias veces y esperó a que se le despejara la cabeza. Cuando lo hizo, soltó la butaca y dio unos cuantos pasos hacia el escritorio. Estaba ahí, contemplando el pequeño casete plateado, cuando él regresó con el bolso.
—Creía que le había dicho que volviera a sentarse. — Le entregó el bolso, que era grande, de piel negra, una imitación que era muchísimo menos cara de lo que parecía, y estaba atiborrado de las minucias de su vida.
Cuando sujetó las tiras de piel, sus ojos se encontraron con los de Joe.
—¿Hace la gente siempre lo que le dice? — preguntó en un tono que fingía interés.
—Normalmente sí — respondió Joe, que dio la impresión de que se esforzaba por contener una sonrisa—. Si es lista.
«Touché», pensó mientras las rodillas le temblaban a modo de advertencia, así que dejó el bolso en la mesa sin rechistar. Inclinó la cadera para apoyarla discretamente en el mueble y metió una mano en el bolsillo lateral para sacar de él el teléfono móvil y mostrárselo. Joe debía de estar a un metro de ella más o menos, observándola con una expresión indescifrable.
—¿Le importaría comprobar el registro de llamadas? — pidió con la mirada puesta en el móvil.
—¿Por qué? — Pero, mientras hacía la pregunta, ya lo abría y pulsaba una tecla: Había cuatro llamadas perdidas. Alzó la vista hacia él—. ¿Quién cree que me llamó?
—Encontramos el teléfono móvil de Karen entre unos arbustos al otro lado de la calle de Old Taylor Place. La última llamada entrante, por lo menos la última que contestó y que podemos usar para comprobar que todavía estaba viva, fue de Sid Levin, quien, según tengo entendido, es un pez gordo de la productora de su programa, a las nueve y cincuenta y dos minutos de la noche. — Hizo una pausa—. La última llamada saliente fue a usted.
—¡Oh! — exclamó Nicky. La información le dolió como una puñalada en el corazón. Recordó que Karen la llamó para advertirle de que la policía local quería impedir la emisión. La conversación parecía haber tenido lugar hacía muchísimo tiempo—. Pero eso fue antes. Antes de que empezáramos la...
La voz se le apagó al observar el registro de llamadas. Las llamadas perdidas (sintió un entusiasmo fugaz al ver que una de ellas era desde el número particular de Sid Levin) le habían llegado después de que terminara la emisión. El número de Karen figuraba en último lugar.
—Karen me llamó a las diez y cuarenta y siete minutos — comentó despacio sin apartar la mirada de los datos de la pantalla digital. La verdad la sacudió como un puñetazo en el estómago: A esa hora, Karen ya estaba muerta. Nicky estaba en el coche del subjefe de policía de camino al hospital.
Se le cortó la respiración. Alzó los ojos hacia los de Joe. No tuvo que indicarle que Karen ya estaba muerta cuando se produjo la llamada. Por su expresión, era evidente que ya lo sabía.
—Espere un momento — pidió Joe, que dio un paso hacia delante y la rodeó para poner de nuevo en marcha el casete.
—La señorita Sullivan confirma que recibió una llamada de la señorita Wise al teléfono móvil a las diez y cuarenta y siete minutos de la noche. El teléfono de la señorita Sullivan estaba apagado en ese momento. — La miró. Estaba tan cerca que Nicky podía alargar la mano para tocarlo si quería, y ahora el cuerpo de Joe parecía irradiar tensión. De repente, recordó que era policía—. ¿Tiene algún mensaje?
Nicky asintió. Acababa de descubrir que era incapaz de hablar.
—La señorita Sullivan confirma que tiene mensajes — anunció Joe al casete. Luego, se dirigió de nuevo a ella—: ¿Le importa reproducirlos?
Nicky negó con la cabeza, se acordó del casete y logró pronunciar un «no» ronco.
A continuación, pulsó la tecla para reproducir los mensajes.
El primer mensaje era de Livvy:
—Nicky, acabo de recordar que se nos ha acabado el helado. ¿Te importaría pasar por Bassin-Robbins y comprar doscientos gramos de helado de chocolate y vainilla cuando vuelvas a casa? Gracias.
El segundo era de Sarah Greenberg, supervisora de producción de Investigamos las veinticuatro horas:
—¡Madre mía! ¡Enhorabuena! ¡Lo conseguiste! Ya hemos empezado a recibir muchísimas llamadas y correos electrónicos. Por lo que vemos hasta ahora, a los telespectadores les ha encantado. Dale las gracias a tu madre de nuestra parte. Ya hablaremos después.
El tercero era de Sid Levin (Contrólate corazón mío):
—Un trabajo impresionante, señorita Sullivan. Cuando llegue mañana, venga a verme a mi oficina. Quizá pueda hacernos algo más de este estilo.
El entusiasmo que sintió al oír este último mensaje se desvaneció de inmediato al reproducirse el siguiente. Era de Karen. Su nombre y su número parpadearon en la pantalla. Nicky contuvo el aliento mientras esperaba.
Sabía, por supuesto, que era imposible que fuera la voz de Karen, y no lo era. Los tonos graves pertenecían a un hombre.
—¿Eres supersticiosa? — decía solamente.
Ese susurro ronco bastó para que Nicky volviera a marearse. Supo al instante quién era: el asesino de Karen, el hombre que la había atacado a ella, la presencia maligna bajo las araucarias. Le fallaron las rodillas, y se habría caído si Joe no la hubiera sujetado. La agarró por los codos, dijo «Hey» en un tono sorprendido, le dirigió una mirada a la cara y la estrechó entre sus brazos.
Si no hubiera podido desplomarse contra el sólido muro que suponía su cuerpo, Nicky se habría caído al suelo a sus pies. Los músculos parecían habérsele vuelto de gelatina. Las piernas amenazaban con doblarse bajo su peso. La habitación le daba vueltas. Por un instante, sólo pudo cerrar los ojos, aferrarse a lo único en lo que podía apoyarse y respirar.
—Tranquila. — La voz de Joe le sonó grave y un poco ronca, y sus brazos le resultaron cálidos y fuertes alrededor de ella—. Estese quieta un momento.
—Es él — pudo decir por fin. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado, de modo que apoyaba la mejilla en el robusto hombro de Joe. A pesar de estar delgado, era mucho más corpulento que ella, más alto y musculoso. Sentía su calor corporal, oía el susurro regular de su respiración, notaba el ligero olor a... ¿Qué? ¿Cigarrillos? Era fuerte e inequívocamente masculino, y cuando la cabeza empezó a funcionarle de nuevo, pensó que se aferraba a él como el glaseado a un pastel.
Abrió los ojos y vio que los tenía a pocos centímetros de su cuello, fuerte y moreno. La barba le oscurecía la mandíbula y el mentón, pertinazmente viriles. Cuando lo observaba, Joe bajó los ojos hacia ella, y se encontraron con los suyos.
—Me lo había imaginado. — Inspiró, más fuerte que antes, y su tórax se elevó contra los pechos de Nicky, que estaban apoyados en los contornos amplios y firmes de sus pectorales. De hecho, estaba prácticamente recostada en él y le agarraba la parte delantera de la camiseta con los dedos. Si no hubiera sido por el grosor de la bata de Livvy, habría podido sentir hasta el último centímetro de su cuerpo. Y viceversa—. ¿Le ha reconocido la voz?
Por Dios. No quería pensar en esa voz.
—No — dijo mientras procuraba recobrar la compostura. Le soltó la camiseta y le empujó el tórax con las palmas de las manos para soltarse de su abrazo. Joe no opuso resistencia. Tuvo las manos en los brazos de Nicky sólo el tiempo suficiente para asegurarse de que podía mantenerse de pie sin caerse. Después, las dejó caer a sus costados y, durante un instante algo incómodo, se quedaron allí plantados, mirándose.
—Gracias por impedir que me cayera al suelo — comentó Nicky por fin.
—Encantado. — Cruzó los brazos.
—Fue la impresión.
—Lo comprendo — contestó con una ligerísima insinuación de una sonrisa en los labios—. A propósito, la próxima vez que le diga que se siente, quizá debería hacerme caso.
Nicky se sorprendió al percatarse de que estaba coqueteando con ella. Antes de que pudiera responderle, su madre apareció en el umbral.
—Joe, ha venido un reportero que pregunta por usted.
Al final, Joe no pudo dormir nada esa noche. Cuando terminó con Nicky y su familia, volvió a Old Taylor Place para supervisar a sus hombres, voluntariosos pero inexpertos en la investigación de homicidios. En la concienzuda obtención de pruebas, supervisó la carga del cadáver de la víctima en la ambulancia que acompañaba al juez de instrucción del condado, se ocupó de la lluvia que había previsto instalando unas lonas improvisadas sobre la escena del crimen, se aseguró después de que la mencionada escena quedara precintada y de que se apostara a alguien para esperar la llegada del día, cuando esperaba que se encontraran las pruebas que pudieran habérseles escapado en la oscuridad y que hubieran sobrevivido al chaparrón. Para entonces, ya había amanecido.
Seguía esperando encontrar el arma del crimen, pero hasta entonces la cosa no tenía buena pinta.
—Quieres que paremos en el IHOP? — preguntó Dave, esperanzado, cuando por fin volvían en coche de la escena del crimen. En realidad, no tenían otra opción, porque era el único local de restauración de la zona que estaba abierto a una hora tan intempestiva.
Joe estaba tan cansado que le dolía la cabeza y tenía los ojos resecos, pero, al pensarlo y recordar que ni Dave ni él habían cenado, se dio cuenta de que él también tenía hambre. Ésta era una de las cosas que más le gustaban del Sur. Desayunaban a lo grande. En Jersey, si desayunaba, se tomaba un café y un cigarrillo a la carrera, pero aquí era una comida lo bastante consistente como para sostener a un hombre en pie el resto del día.
—Sí, claro.
El sol se elevaba sobre el océano, y la imagen era preciosa. Lo que lo hacía aún mejor era que podía disfrutarse todos los días, por muy oscura e inquietante que hubiera sido la noche anterior. Cuando llegó a la isla, Joe era incapaz de dormir más de unas horas seguidas. Como consecuencia de ello, había pasado muchos amaneceres con una taza de café en la terraza trasera de su casa, dejando que los maravillosos colores rosas, púrpuras y naranjas que anunciaban la llegada de un nuevo día hicieran lo que pudieran para aliviar su alma torturada. Ahora, mientras conducía por la estrecha carretera que conectaba la isla con tierra firme, miró automáticamente al cielo. El remolino multicolor que cruzaba el cielo azul lavanda oscuro extendía su reflejo sobre el manto azul del mar que podía ver a ambos lados y sobre las aguas negras del río bajo la carretera elevada. El río bajaba crecido, ya que su nivel ascendía unos tres metros cada noche con la marea, y la superficie estaba salpicada de una bandada de barnaclas canadienses que migraban al norte para pasar el verano. Un grupo de gaviotas, garzas y garcetas daba vueltas entre las nubes grises que habían quedado del chaparrón de la noche anterior y, después, descendía en picado hasta debajo del puente para pescar el desayuno en la relativa calma del río. Como había ido aprendiendo a hacer a lo largo de los últimos meses, se consoló lo que pudo con el esplendor de la mañana recién estrenada y pensó un momento en lo irónico que era. Que un mundo de una belleza física tan intensa pudiera albergar tanta maldad era uno de los grandes misterios del Universo. Algún día, cuando hubieran pasado los años suficientes para haber conseguido verlo con cierta perspectiva, intentaría averiguar el porqué de todo ello.
«Pero no ahora», se dijo mientras entraba en el estacionamiento del IHOP. Ahora iba a guardar los horrores de la noche en ese lugar especial de su mente que había aprendido a reservar para estas cosas, y a concentrarse en hacer el trabajo por el que le pagaban.
—¿Crees que podremos resolver el caso? — preguntó Dave, inquieto, cuando ya habían pedido la comida. Estaban sentados en una mesa situada delante de la ventana, frente a dos tazas de café humeante. Joe observaba a través del cristal cómo un camión maniobraba con cuidado para estacionar. El asfalto estaba aún mojado de la lluvia, y el petróleo se mezclaba con los charcos para formar unos arcos iris relucientes sobre el macadán. Había cuatro clientes en el restaurante, todos ellos hombres; todos, por su aspecto, camioneros o pescadores. Puede que poco después de las seis de la mañana de un lunes de mayo, media docena de clientes fuera lo máximo a lo que podía aspirarse en este local concreto del IHOP. Pawleys Island, como toda la franja costera donde estaba situada, no empezaría a tener realmente actividad hasta que no empezaran a llegar los turistas en coche a principios de junio.
Después de que los estudios de audiencia de mayo hubieran terminado. Joe sabía de una forma tan vaga como cualquier telespectador medio que, en determinados meses, las cadenas de televisión emitían sus mejores programas con la esperanza de atraer al máximo número posible de espectadores, lo que les permitiría aumentar los precios que cobraban a los anunciantes. Pero ayer por la noche había vuelto a escuchar, con mucho interés, lo de los estudios de audiencia de mayo al hablar con el equipo de Investigamos las veinticuatro horas en la escena del crimen antes de ir a interrogar a Nicky a casa de su madre. Por lo que había entendido, el personal de la televisión vivía y moría (¿podía ser literalmente en este caso?) por los índices de audiencia que generaban sus programas durante estos estudios. Subir los índices de audiencia televisivos no era el mejor móvil de asesinato que había oído, pero, bien mirado, tampoco era el peor.
—Haremos todo lo posible — aseguró Joe mientras daba vueltas a varias posibilidades en la cabeza. Los faros del camión se apagaron, y el conductor bajó del vehículo y se dirigió hacia la entrada chapoteando en los arcos iris. Dave emitió una especie de resoplido entre dientes, y Joe desvió la mirada de la ventana para observarlo. Su segundo parecía cansado; estaba pálido y tenía ojeras. Y lucía unas manchas en la camisa que Joe prefería no saber de qué serían.
—Para serte sincero, no he participado nunca en la investigación de un homicidio. No creo que lo haya hecho ninguno de los hombres — comentó Dave en voz baja, como si divulgara un secreto un poco vergonzoso.
—Lo sé. — Tampoco era exactamente la especialidad de Joe, aunque al principio de su carrera, había pasado seis meses en la brigada de homicidios antes de que lo transfirieran a la de antivicio. Por otro lado, antivicio abarcaba mucho territorio. Había visto bastantes asesinatos, más que suficientes, y los había investigado cuando era necesario. Conocía los procedimientos básicos y rudimentarios que debían adoptarse, y tenía la nariz de un policía veterano para captar las cosas que no olían demasiado bien. Como en las últimas décadas la isla sólo había tenido un asesinato confirmado, el de Tara Mitchell, la experiencia en la investigación de homicidios no había sido excesivamente prioritaria cuando el Ayuntamiento había contratado a su nuevo jefe de policía.
Quizás ahora lo estuvieran reconsiderando. Pero, era muy fácil hacerlo a toro pasado, claro.
—¿Y tú? ¿Has...? — Dave se detuvo cuando la camarera llegó con su pedido y dejó en la mesa delante de ellos con gran estruendo el plato de huevos con beicon y tostadas para Joe y el de crepes con salchichas junto con un cuenco de salsa de carne para Dave. Joe agradeció en secreto la interrupción. Era mejor que la pregunta que supuso que Dave iba a hacerle, del tipo «Has investigado alguna vez un asesinato?», se quedara sin respuesta si era posible. Seguía siendo el forastero, el chico nuevo en la ciudad, el desconocido en un lugar donde la mayoría de la gente se conocía de toda la vida. Tenía que encargarse de este trabajo y le sería más fácil hacerlo si contaba con la confianza de su departamento, por no hablar de la población, mientras lo hacía.
—¿Quieren que les traiga algo más? — preguntó la camarera. Era una mujer mayor, de alrededor de sesenta años, más bien rolliza, con el cabello castaño oscuro corto y los ojos cansados. Su uniforme se veía también apagado, como si lo hubieran lavado demasiadas veces.
—No, gracias — dijo Dave, que ya se abalanzaba sobre la comida con fruición.
Joe sacudió la cabeza, tomó el tenedor y lo clavó en el beicon. El aroma del desayuno le hizo pensar en la cocina de Twybee Cottage, y le trajo un instante a la cabeza la imagen de Nicky Sullivan. En unas pocas horas, estaría de camino al aeropuerto, y era probable que eso, bien mirado, fuera positivo. Cuando hubiera vuelto al sitio de donde había venido, ya no tendría que ocuparse de la fuerte atracción que sentía por ella, y, lo que era más importante, a no ser que el autor material viajara en avión, no tendría que preocuparse por su seguridad mientras intentaba averiguar quién la había atacado y había matado a su amiga.
El camionero pasó a su lado y se sentó en una mesa cercana, y la camarera se alejó para ofrecerle café.
—¿Qué hacemos ahora? — preguntó Dave pasados unos minutos, durante los cuales había logrado hacer desaparecer la mayor parte de la comida de su plato.
Su segundo lo miraba con una confianza total, y Joe procuró no hacer ninguna mueca.
«Más vale que te acostumbres», se dijo. Ahora era el capitán del equipo, por así decirlo, y los jugadores lo seguían. Desearía estar al cien por cien mentalmente.
Tomar un sorbo del café horroroso que les habían servido le dio un momento para pensar.
—Ir a peinar el escenario del crimen para asegurarnos de que no se nos haya escapado nada. — Mientras hablaba, iba tachando mentalmente los pasos que debían seguir—. Analizar las pruebas que ya hemos reunido y enviar al laboratorio de investigación criminal del FBI lo que sea necesario. Comprobar las declaraciones de los testigos — explicó, y como Dave parecía ansioso pero un poco desconcertado, se lo aclaró—: Asegurarse de que ayer por la noche todos estaban donde han dicho que estaban. Si encontramos inconsistencias, sabremos por dónde empezar a buscar a nuestro autor material.
—¿Más café?
La camarera había vuelto. Joe negó con la cabeza, ya que era amargo como la hiel, y Dave también lo rehusó. Joe iba a pedir la cuenta cuando la camarera frunció el ceño.
—Oiga, ¿no es usted el nuevo jefe de policía de la isla? — Lo miraba abiertamente con los ojos brillantes.
—Sí — contestó Joe, con la ligera esperanza de que le ofreciera una comida gratis. No cobraba un sueldo demasiado alto y, en su opinión, cada dólar que no tenía que gastarse hoy era un dólar más que podría gastarse mañana.
—Sale por la tele — le dijo. Debió de parecer sorprendido porque dio un paso hacia atrás y señaló un pequeño televisor instalado en la pared detrás de la barra. No lo había visto antes, tal vez porque el volumen estaba tan bajo que ni siquiera ahora, que lo estaba mirando, podía oírlo. Pero podía verlo a la perfección, y lo que vio lo consternó.
Ahí estaba, de pie en la oscuridad del camino de entrada de Old Taylor Place, hablando con Vince mientras, detrás de él, cargaban el cuerpo de Karen Wise cubierto con una sábana, en una ambulancia que esperaba en el camino con las luces naranja parpadeantes. No habían retirado el cadáver de la escena del crimen hasta cerca de la una y media, de modo que sabía más o menos a qué hora habían grabado las imágenes. Las araucarias que tenía a su izquierda y la mansión tras él le indicaban que el equipo de televisión estaba cerca de la calle. En ese momento había habido mucho caos, muchas idas y venidas. Ni siquiera se había dado cuenta de que había un equipo de las noticias locales en la finca.
Pero ahí, delante de él, tenía la prueba inequívoca de que lo había habido.
—Mira, salimos en las noticias de la mañana — soltó Dave con un placer evidente. Joe no se tomó la molestia de decirle que salir en las noticias no era siempre positivo, en especial, dadas las circunstancias. En lugar de hacer eso, se levantó y se acercó a la barra. Fue vagamente consciente de que Dave y la camarera lo seguían.
—¿Le importaría subir el volumen? — pidió al hombre gordo que estaba tras la barra. El hombre se secó las manos en el delantal que llevaba puesto y lo hizo.
De repente, la bonita rubia que había estado moviendo los labios silenciosamente tuvo voz.
—... historia fantasmagórica hecha realidad — relató—. En una coincidencia espeluznante, una mujer que formaba parte del equipo de Investigamos las veinticuatro horas que vino a Pawleys Island para que una médium revisara el asesinato de una adolescente local y la desaparición relacionada con él de dos de las amigas de la chica, ocurridos hace quince años, fue asesinada ayer por la noche. El cadáver masacrado de Karen Marie Wise fue encontrado minutos después de que terminara la emisión de una sesión de espiritismo cuyo objetivo era establecer contacto con el espíritu de la anterior víctima de asesinato, la adolescente Tara Mitchell. Lo que hace que esta tragedia sea tan escalofriante es que el asesinato de la señorita Wise parece ser casi idéntico al de la señorita Mitchell, todavía sin resolver, lo que plantea una pregunta: ¿Qué está pasando? Hoy mismo hablaremos con la policía local para intentar dar una respuesta a nuestros telespectadores. Mientras tanto...
—¡Mierda! — exclamó Dave en un tono abatido. Al parecer, se había percatado por fin de que su departamento, prácticamente carente de experiencia salvo en detenciones por altercado público y conducción temeraria, estaba ahora en el centro de la atención.
Joe habría expresado su consternación con algo más de contundencia. Ya estaba preparado para ver la historia publicada en todos los periódicos matutinos locales; el reportero que se había presentado en Twybee Cottage la noche anterior era del Morning News de Savannah. Las buenas noticias podían viajar deprisa, pero las malas lo hacían a la velocidad del rayo.
—¿De modo que hay un asesino de mujeres suelto por la zona? — preguntó el hombre gordo a Joe mientras sacudía la cabeza—. Eso va fatal para el negocio.
El ligero dolor de cabeza que el café malo casi había logrado eliminar estaba volviendo y atacaba a Joe en las sienes.
—Vigila mis mesas un momento, Frank — pidió la camarera—. Tengo que llamar a Pammy y decirle que cierre bien las puertas. Pammy es mi hija — aclaró a Joe, antes de proseguir—: El idiota de su marido siempre olvida cerrarlas con llave cuando se va a trabajar.
Se dirigió hacia la trastienda del local, pero se detuvo para poner una mano en el brazo de Joe:
—Atrápelo pronto, ¿me oye?
—La oigo — respondió Joe, con la esperanza de que su voz sonara menos acre de lo que se sentía. Y, con Dave pisándole los talones, dejó el dinero de la cuenta en la barra e inició una rápida retirada pensando que se le había acabado la tranquilidad.