12
—Como pueden ver detrás de mí, el jardín sigue acordonado con cinta policial amarilla — explicó Nicky a la cámara que Gordon tenía enfocada en ella. Como toda la finca estaba, como acababa de indicar a los telespectadores, rodeada de la cinta de plástico que mantenía alejados a los curiosos y que colgaba de unas estacas verdes de metal clavadas en el suelo, no había podido acercarse a su objetivo y hablaba desde la calle situada delante de la casa, ubicación que, para ser sinceros, le iba de perlas. Delante de ella, una pared de hierbas largas de marisma y una densa maraña de cornejos, abedules, árboles de Júpiter y espireas la separaba de la orilla escarpada que bajaba hasta las aguas crecientes de Salt Marsh Creek. Tras ella, coronando su suave colina, Old Taylor Place captaba los últimos rayos dorados del sol. Con su pintura blanca desconchada, sus porches dobles y sus anticuadas molduras doradas, la mansión era la imagen misma del esplendor perdido. Ahora que el cielo tras ella lucía unos tonos añiles intensos y las encinas, con los troncos plateados por el liquen, sobresalían al fondo y las sombras alargadas del crepúsculo que estaba por llegar se proyectaban sobre el jardín abandonado, tenía el aspecto de la casa encantada por antonomasia.
Lo que era exactamente, en opinión de Nicky.
No era donde quería estar, en especial porque en una hora estaría completamente oscuro, y la idea de estar en Old Taylor Place después del anochecer le daba pánico. Pero tenía que admitir que tener de fondo la terrorífica casa encantada donde se habían cometido los crímenes era un escenario ideal para la televisión.
Además, en cinco minutos, ella y Gordon se habrían ido.
—Ahí, bajo el grupo de araucarias de la isla de Norfolk que hay en la curva del camino de entrada...
No podía verlo reflejado en la lente de la cámara, por supuesto, pero como habían hablado del sitio de antemano, sabía que Gordon estaría tomando un plano largo del camino de entrada que conducía hasta la curva y que después lo cerraría sobre las araucarias para ofrecer un primer plano de las ramas inferiores. Nicky se abstuvo de mirar para evitar que la invadieran recuerdos aterradores. Por suerte no necesitaba hacerlo. Lo único que tenía que hacer era mantener los ojos puestos en la cámara, ignorar el latido asustado de su corazón y el nudo nervioso en el estómago y abocarse al trabajo.
—... es donde Karen fue asesinada brutalmente a puñaladas, y donde yo también fui atacada. Esta noche podrán seguir el crimen segundo a segundo. Les mostraremos cómo se ve un asesinato desde dentro de una forma que ningún programa o reportero haya podido hacer antes mientras investigamos la terrible muerte de nuestra querida amiga y colega Karen Wise. A partir de mi propia experiencia como posible segunda víctima esa noche, les ofreceremos la reconstrucción del crimen y les revelaremos secretos que sólo conocen quienes participan en la investigación. Y, además, les introduciremos en el Departamento de Policía de Pawleys Island, cuyos miembros están buscando desesperadamente a quien creen que puede ser también el asesino de tres adolescentes hace quince años. No se marchen y, después de una breve pausa, les contaré cómo el hombre al que llamamos el asesino Lazarus me hizo esto — dijo a la vez que se tocaba el cardenal del ojo, puesto que sabía que la cámara la enfocaba de nuevo—. Y esto otro.
Muy en contra de su costumbre, que tendía hacia lo frugal, Nicky había viajado con uno de sus mejores atuendos para ponerse delante de la cámara, un traje de chaqueta con pantalón de St. John, pensando sólo en este momento. Para empezar, el tejido sedoso era lo bastante fino para ser fresco y no se arrugaba nunca, lo que lo convertía en ideal para trabajar delante de la cámara inmediatamente después de un largo día de viaje. Además, el corte de los pantalones facilitaba lo que tenía que hacer en esta toma. Con el aspecto de un mago que saca un conejo de la chistera, se puso la chaqueta negra de un solo botón tras la cadera, se subió unos centímetros el top blanco y se bajó la cinturilla de los pantalones negros. Dejó así al descubierto unos quince centímetros de cadera cremosa, junto con el corte enrojecido y cubierto de costra que el cuchillo del asesino le había hecho en la piel.
Al verlo, Nicky sintió una opresión en el pecho. Pero, le gustara o no, sus heridas eran parte de la historia, y no haría bien su trabajo si las omitía.
Además, como se recordó a sí misma, el factor sorpresa era fundamental. Se trataba de captar la atención de la audiencia, tanto si eso le revolvía el estómago como si no.
Dio a Gordon un par de segundos para obtener un buen plano de su cadera antes de que volviera a enfocarle la cara, se puso bien la ropa y terminó con:
—Les habla Nicole Sullivan. No se pierdan cómo Investigamos las veinticuatro horas efectúa su propia investigación de este crimen horripilante.
Gordon pulsó un botón y alzó la vista de la cámara.
—Has estado fantástica.
—Gracias — dijo Nicky a la vez que le dedicaba una sonrisa.
Gordon se había prestado a acompañarla, y lo último que deseaba era contagiarle su pésimo estado de ánimo. El caso era que no se sentía demasiado bien con lo que estaban haciendo. Le faltaba esa satisfacción que solía sentir cuando acababa de conseguir unas imágenes que sabía que tendrían un gran impacto en la audiencia, aunque era muy consciente de que nunca había trabajado en una historia que pudiera tener tantos telespectadores. Pero el entusiasmo había desaparecido, quizá porque el tema le resultaba demasiado próximo. Y, por supuesto, jamás había sido antes parte de una de sus historias, y estaba además lo de explotar la muerte de Karen. Por no hablar del hecho de que cada vez que se movía algo en su campo de visión periférica le entraban ganas de echar a correr. Por primera vez en su vida no se sentía bien en la isla. La familiar brisa cálida y perfumada parecía contaminada ahora de una nota de almizcle y de podredumbre de la marisma, el murmullo lejano del océano parecía más bien un gruñido de advertencia y los colores vivos que lucía casi todo lo que había en la isla parecían chillones, fuera de lugar, como alguien que fuera vestido de rojo a un funeral.
La sensación de volver a casa que había tenido siempre al viajar a la isla también había desaparecido.
La había sustituido una aprehensión persistente que, al enderezar los hombros y volverse para lanzar una mirada final, casi desafiante, a la casa, se convirtió en terror.
Se dijo sin autoindulgencia que lo superaría. Tenía que hacerlo.
Porque, le gustara o no, Old Taylor Place, como la propia isla, formaba parte de su vida. Sus primeros recuerdos eran de esta isla. En ella, sus padres, Livvy y ella habían sido felices tiempo atrás. Todas las fotografías que tenía de su padre habían sido tomadas en esta isla o en sus alrededores. Cuando lo recordaba a él, también veía la isla, su calidez, su olor y sus colores exóticos entrelazados inextricablemente con cada preciado momento que lograba repescar de la memoria. No iba a permitir que un crimen, por espantoso y violento que fuera, le arruinara esos recuerdos, le arruinara la isla.
Después de todo, Old Taylor Place era sólo una casa, una reliquia un poco destartalada que había tenido la desgracia de ser el lugar que un hombre malvado había elegido para cometer sus crímenes. La casa en sí era inocente. Nicky la recorrió con la mirada y captó detalles nada aterradores como las masas desordenadas de adelfas rosas y blancas descuidadas que se apiñaban junto al porche inferior, los ocho marcos idénticos de las ventanas de cada planta, el tejado negro de ripias algo combado...
Cuando los ojos de Nicky llegaron allí, supo que había algo fuera de lugar. Al observar la casa con rapidez, había captado algo con los ojos y cuando su cerebro lo hubo procesado, se le cortó la respiración. Sorprendida, bajó la vista y observó incrédula la ventana del primer piso.
La del rincón; la de la habitación de Tara Mitchell.
Había una chica en esa ventana, mirando afuera.
A pesar de que Nicky estaba en la calle y de que la luz del día era un poco vaga ya que el cielo se seguía oscureciendo, pudo verla con bastante claridad. La melena rubia que le llegaba casi hasta la cintura, la forma oval y pálida de la cara, sin rasgos a tanta distancia, las curvas delgadas de su cuerpo vestido con lo que parecía una camiseta color crema y unos vaqueros: era Tara Mitchell.
Todo comenzó a girar. El corazón el dio un vuelco incontrolado. El mundo pareció dejar de rotar sobre su eje cuando Tara Mitchell volvió la cabeza y le devolvió la mirada como si hubiera notado que la observaba.
Y, entonces, desapareció.
Así, sin más. Puf. Estaba ahí y, de repente, ya no.
Nicky se quedó petrificada una fracción de segundo con los ojos pegados a la ventana y la boca abierta. Ya no había nada que ver salvo los cristales oscuros e insondables que relucían negros y vacíos como los ojos de una mosca.
Liberada por fin del hechizo, Nicky dio un par de pasos hacia atrás con unas piernas que parecían de goma y se volvió para buscar al cámara.
—Gordon. Gordon. ¿Lo has visto? — preguntó, balbuceante—. Dime que seguías grabando.
—¿Qué? ¿De qué hablas? — Gordon la miró con una confusión evidente. Como lo había interrumpido mientras estaba guardando la cámara en la bolsa, era bastante evidente que no había grabado los segundos cruciales, lo que significaba que no había ninguna posibilidad de que hubiera captado a Tara Mitchell, ni siquiera por casualidad. Pero ¿la habría visto?
—Acabo de ver a Tara Mitchell en esa ventana — dijo Nicky, y la señaló aunque ya no había nadie en ella. Como todas las demás ventanas, sus cristales reflejaban en este momento los últimos destellos naranja de la puesta de sol, sólo eso—. Quiero decir que vi a una chica. Una chica rubia con los cabellos largos. Maldita sea; estoy segura de que era Tara Mitchell.
Gordon dirigió la vista hacia donde Nicky señalaba y, después, volvió a mirarla a ella. Incluso en medio de su agitación, Nicky no tuvo ningún problema en captar la expresión de duda de su compañero.
—¿Viste algo en la ventana? — le preguntó el cámara—. ¿Aparte de un reflejo?
—Sí. Sí. Vamos.
Ansiosa por grabar lo que había visto, Nicky avanzó deprisa hacia la casa. La cinta policial amarilla no sirvió ni para reducir su velocidad. Un salto ágil y ya estaba. Una mirada le indicó que Gordon la seguía de cerca.
—Ponte aquí — ordenó a unas tres cuartas partes del recorrido por el jardín invadido por malas hierbas, donde creyó que Gordon obtendría la mejor imagen de la ventana en cuestión—. Voy a describir lo que vi, y quiero que a continuación enfoques esa ventana. Luego, haz un plano general de la casa. Quién sabe, a lo mejor tenemos suerte y podemos grabarla.
Gordon ya estaba sacando la cámara.
—Si grabamos un fantasma, me retiro. Podría enviar a mis tres hijos a la universidad con el dinero que ganaría con eso.
—Lo mejor sería que fuera una especie de cosa entre novios — comentó Vince. Bajaba con Joe los peldaños de un edificio de oficinas de ladrillo de tres plantas, relativamente moderno, donde el Ayuntamiento acababa de celebrar una reunión de urgencia. Formaba parte del centro comercial al que se accedía por un paso elevado desde la zona turística de la isla y que estaba situado al otro lado de la Carretera 17, con varias tiendas al por menor, las consultas de un médico y de un dentista, y una pizzería. Delante de esta última había aparcados unos seis coches. El resto del estacionamiento estaba vacío. En esta época del año, no había mucha actividad. En un par de semanas, cuando empezara la temporada alta, las tiendas estarían llenas hasta las once.
A no ser que la noticia de que un asesino en serie andaba suelto asustara a los turistas y no acudieran.
—Eso sería lo mejor — Joe estuvo de acuerdo. Salían de una reunión en la que Joe había puesto al día a los concejales sobre los progresos de la investigación. Como hasta entonces no había habido demasiados, no había sido una reunión demasiado satisfactoria. Los concejales, todos ellos hombres de negocios, querían que el tema del asesinato desapareciera. Aparte de esto, lo querían resuelto «para ayer».
—¿Y bien? — dijo Vince.
Joe se detuvo en el peldaño inferior y se volvió para mirar a Vince, que estaba un peldaño detrás de él. Estaba anocheciendo, y la brisa que llegaba del océano cobraba fuerza. Joe llevaba una chaqueta de sport azul marino, unos pantalones grises, una camisa blanca y una corbata roja, y esta última y los faldones de la chaqueta le ondeaban al viento.
—El novio tiene una coartada sólida.
—Mierda — exclamó Vince, que se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones caqui y se apoyó en los talones. Él también llevaba chaqueta y corbata, de color verde y a rayas, respectivamente. Joe reflexionó que desde que los reporteros habían empezado a aparecérseles sin previo aviso, todos vestían mejor. Eso sí que era poner al mal tiempo buena cara—. ¿Estás seguro?
—Sí.
—Tal vez algún hombre con el que se liara aparte de su novio, entonces. En un bar o algo. Ya sabes, uno de esos encuentros del tipo Buscando al Sr. Goodbar. Pero no en un bar de la isla.
—Estás divagando, Vince.
—Maldita sea, Joe...
El móvil de Joe sonó y lo interrumpió. Aunque a éste no le supo mal. Vince, los concejales, casi todos los propietarios de negocios con los que se encontraba, sus vecinos, al parecer todo el mundo que vivía en la isla, tenían su propia teoría sobre el asesinato y no les daba vergüenza comentarla, y todo el mundo quería ver el caso resuelto. No era que a nadie le importara demasiado la muerte violenta de una pobre chica inocente en la flor de la vida. Pero todos coincidían en que el caso tenía que resolverse para que el resto de la isla pudiera seguir adelante con su vida y la temporada turística no se viera afectada.
—Perdona un momento — dijo Joe a Vince mientras levantaba una mano para pedirle silencio. Luego, contestó la llamada—: Joe Franconi al habla.
Escuchó, sonrió y respondió:
—Enseguida estoy ahí. — Y colgó—. Me tengo que ir — dijo a Vince.
—Tienes que entender que hay mucho en juego, Joe — insistió Vince con el ceño fruncido—. Este asunto pesa como una losa sobre nosotros. Tenemos que resolverlo. Cueste lo que cueste.
—Lo entiendo. — Joe empezó a moverse hacia su coche patrulla, que estaba estacionado a unos metros de distancia. Lo entendía muy bien. Vince y el resto de ellos querían una detención lo antes posible. Que fuera la del verdadero asesino sería lo ideal. Pero, en última instancia, serviría la de cualquier sospechoso más o menos convincente.
Cualquier solución con tal de que los veraneantes estuvieran convencidos de que la isla era un lugar seguro y siguieran dejando allí su dinero.
Nicky estaba sentada junto a Gordon, no muy contenta, en la parte trasera de un coche patrulla aparcado delante del jardín delantero de Old Taylor Place cuando, a través del espejo retrovisor, vio un par de faros que se acercaban a ellos. Pensó que el hecho de que el coche que se aproximaba llevara las luces encendidas indicaba lo mucho que había oscurecido. Una mirada rápida a su alrededor se lo confirmó: ya casi no había luz. Las sombras púrpura que los habían envuelto hacía apenas unos minutos habían adoptado ahora un tono gris marengo, y la superficie negra del río relucía al final de la maleza enmarañada. Al advertirlo, Nicky se estremeció.
Estaba atrapada delante de una casa encantada donde había visto una aparición por primera vez en su vida y donde hacía una semana la habían atacado y habían asesinado salvajemente a su colega en plena oscuridad, cerca de las crecientes aguas negras.
No creía que el miedo pudiera resultar tan penetrante.
Cuando lo pensaba, le llegó desde algún lugar lejano un sonido tan tenue que apenas pudo oírlo por encima de los ruidos más cercanos de la noche, del coche y de sus ocupantes: el aullido de un perro. Nicky escuchó el crescendo lastimero con los ojos desorbitados y el corazón acelerado al recordar de repente, como si le hubieran dado un mazazo, que un perro había aullado también la noche del asesinato de Karen.
Pues se había equivocado. El miedo había subido de nivel.
—Esto... — empezó a decir, para comentar a los dos policías atontados que estaban en la parte delantera del coche lo del perro que aullaba. Pero la idea de intentar explicar a dos hombres que la habían mirado como si estuviera loca de atar cuando les había contado que había visto un fantasma para justificar por qué Gordon y ella habían cruzado la cinta policial era, como mínimo, desalentadora.
—Ya está aquí — dijo el policía que ocupaba el asiento del conductor antes de que Nicky pudiera pronunciar otra palabra. No lo conocía, ni tampoco a su compañero, por lo que explicarles por qué se tomaba los fantasmas mucho más en serio que ellos era más difícil de lo que podría haber sido en caso contrario. Dadas las circunstancias, decidió olvidarse del asunto del perro e intentar adivinar quién estaba ya allí. Sabía quién esperaba que fuera, aunque no debiera esperar tal cosa.
El conductor había llamado a alguien por el móvil después de encerrar a Nicky y a Gordon en el coche. Como la conversación había tenido lugar fuera del vehículo, no había podido oír lo que decía. Pero era bastante evidente que les concernía a ellos por la forma en que el conductor los había estado mirando mientras hablaba. En aquel momento, Nicky había creído que estaba informando a alguien de la situación, y, por lógica, era probable que la persona a la que informaba fuera el jefe de policía. Pero también podía haber sido el supervisor del turno, o incluso su esposa, a la que podía haber llamado para preguntarle qué debía llevar a casa para cenar.
—Ya era hora — refunfuñó su compañero, y Nicky estuvo de acuerdo con él. En ese momento, la tensión en el coche podía mascarse. Nicky (con muy poca ayuda de Gordon, en algunos momentos de su pequeña aventura ilegal casi había parecido estar de parte de los policías) había discutido y hecho todo lo posible por explicarse y convencerlos mientras los obligaban a bajar por el jardín y los metían en el coche patrulla, y sólo se había callado cuando los policías los habían amenazado con ponerles las esposas y detenerlos a ambos si no cerraba la boca, y Gordon le había dado un fuerte codazo en las costillas. Desde entonces, había permanecido sentada en un silencio absoluto a la espera de... no sabía qué.
Lo mismo que esperaban los policías, al parecer, porque después de que el conductor terminara la llamada, él y su compañero se habían subido al coche patrulla y allí estaban todos sentados.
Nicky tenía la impresión de que el coche que se acercaba, que ya podía ver que también era, como había sospechado, de la policía, era lo que estaban esperando. Como el vehículo que ellos ocupaban estaba orientado en la misma dirección que el que se aproximaba, tuvo que volverse para observar cómo el recién llegado se detenía tras ellos. Una figura masculina salió y cerró la puerta de golpe. Nicky le dirigió una mirada y el pulso se le aceleró. Esta vez fueron palpitaciones agradables.
Estaba demasiado oscuro para verle la cara, y que la ventanilla trasera del coche patrulla fuera tintada no facilitaba las cosas, pero era imposible confundir ese cuerpo alto y esbelto.
El primer policía bajó la ventanilla. Nicky oyó el crujido apagado de unos pasos en la grava, vio cómo una forma pasaba junto a su ventanilla y se encontró mirando a través de la reja de metal que separaba el asiento trasero de la parte delantera. Joe se había inclinado para observar el interior desde la ventanilla del conductor.
—No me lo puedo creer — soltó Joe cuando sus miradas se encontraron. Ya casi era totalmente de noche, y tenía la cara en la penumbra, de modo que no pudo ver su expresión, pero sí el brillo sombrío de sus ojos—. ¿Qué diablos está haciendo aquí?
A Nicky le sorprendió lo contenta que estaba de verlo, incluso dadas las circunstancias.
—Mi trabajo — respondió, y levantó el mentón con orgullo.
—No me diga — replicó Joe, y sus ojos se dirigieron hacia Gordon, que lo saludó con la mano y le dijo «hola» con sequedad, y por último hacia los policías, en la parte delantera del coche.
—Habían entrado sin autorización — dijo el conductor, y señaló con el pulgar Old Taylor Place—. Ahí arriba.
Nicky se inclinó hacia delante, de modo que tenía la nariz a pocos centímetros de la reja y habló con Joe a través de ella.
—¿Podría decirles que somos inofensivos y que ya pueden soltarnos?
—Depende — respondió Joe con una mirada rápida a Nicky, y después añadió al conductor—: ¿Sólo tenemos la entrada sin autorización?
—Eso y cruzar las líneas policiales. Cuando llegamos estaban en el porche, captando imágenes por las ventanas.
Los ojos de Joe se dirigieron de nuevo hacia Nicky.
—Estábamos intentando grabar algo — explicó ésta.
—Un fantasma — aclaró el conductor en un tono cuidadosamente neutro.
Joe la miró de nuevo.
—¿De veras? — dijo.
Ahí estaba: escepticismo a puñados. Estaba empezando a hartarse.
—Sí. — Nicky entrecerró los ojos hacia él—. Vi un fantasma. ¿Le molesta?
—Nicky creyó ver una figura que se parecía a Tara Mitchell en la ventana de su habitación cuando estábamos grabando desde la calle. Queríamos captarla con la cámara — intervino Gordon con rapidez. Como ya le había dicho a Nicky, sabía cómo iban las cárceles en estas pequeñas poblaciones del Sur: te encierran el fin de semana y te quedas ahí hasta que algún viejo juez va a los tribunales el lunes. Y no quería pasarse las dos noches siguientes en una celda. Ni ella tampoco, si era sensata—. Habríamos ganado muchísimo dinero si hubiéramos podido grabarlo.
—Pero no pudieron. — Joe lo aseguró, no lo preguntó.
Nicky se enfureció porque el policía cuya cara podía ver esbozó una sonrisita.
—Sé lo que vi — aseguró—. ¿Podemos irnos ya?
—¿Os importa soltarlos con una advertencia? — preguntó Joe. Los otros dos policías negaron con la cabeza. Joe miró de nuevo a Nicky—. La próxima vez que vea una cinta policial, no la cruce — indicó, y se enderezó. Un momento después, abría la puerta trasera del coche.
Nicky salió, seguida de Gordon unos segundos después. Joe cerró la puerta.
—Buen trabajo, chicos — felicitó Joe a sus subordinados—. Esperad que lleguen los refuerzos y entrad a comprobar cómo está la casa.
—Entendido — dijo el conductor, que bajó la voz para añadir con una sonrisa—: Pero ¿qué hacemos si encontramos un fantasma? ¿Lo detenemos?
Nicky lo oyó y se puso tensa. Gordon le hizo un gesto de advertencia con la cabeza.
—Llamadme — contestó Joe con sequedad.
—Lo haremos.
—Gracias por sacarnos del apuro — comentó Gordon, que se cargó la bolsa con la cámara al hombro y empezó a caminar hacia los vehículos que conducían Nicky y él. Nicky se conformó con lanzarle una mirada fulminante y se dirigió también hacia su Maxima, que estaba a unos diez metros de distancia. La furgoneta de Gordon estaba unos tres metros más lejos. Nicky observó que Joe llevaba chaqueta y corbata, y estaba tan atractivo que casi compensaba su pésimo talante. Pero ahora que ya era de noche estaba mucho más interesada en alejarse de la aterradora casa encantada con el perro que aullaba y que, por cierto, había dejado de hacerlo, que en pelearse con Joe o en babear por él.
—De nada — respondió Joe, que se puso a andar al lado de Nicky. Gordon iba un par de pasos delante de ellos—. ¿Quiere decirme por qué no está escondida a salvo en su piso de Chicago?
—Ya se lo dije: tengo trabajo que hacer. Y, para que lo sepa, vi lo que creo que era el fantasma de Tara Mitchell mirando por la ventana de su cuarto. Y oí un perro que aullaba.
—¿Un perro que aullaba? — Joe sonó algo desconcertado.
—El domingo por la noche oí aullar a un perro. Justo antes de que me atacaran. Y hace un rato, oí a otro.
—¿Y qué se supone que significa eso?
Notaba cómo la miraba, pero se negó a volverse hacia él y siguió con los ojos fijos adelante. El olor a almizcle de la marisma era cada vez más intenso a medida que se acercaba al coche. Ya estaba totalmente oscuro, y un coro de ranas toro estaba listo para empezar en algún lugar cerca del agua. Oía zumbidos de cigarras, saltamontes y grillos, y también de mosquitos, uno o dos alrededor de su cabeza. Los apartó con la mano, distraída, sin apenas prestarles atención. Unos insectos sedientos de sangre era lo que menos le preocupaba en este momento.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Me limito a decírselo — replicó mientras sujetaba la manija de la puerta y la abría de golpe. Entonces, como tampoco era idiota, se detuvo para revisar el interior antes de subirse al coche.
—¿Va al aeropuerto? — preguntó Joe, que se detuvo junto al coche para mirarla.
—No. — Cerró la puerta y bajó el seguro. Cuando se oyó el clic, se sintió un poco más segura.
Gordon también estaba ahora junto a la puerta del Maxima. Se había parado para decir algo a Joe. Con los labios apretados y las llaves ya en la mano, Nicky bajó la ventanilla.
—Te llamaré por la mañana para programar el trabajo del día, ¿de acuerdo? — comentó a Gordon con brusquedad porque tenía prisa por marcharse. Además de estar enfadada con Joe, con los otros policías, con Gordon y, básicamente, con la mayoría del mundo por ser tan escépticos, quería alejarse de ahí. Ahora que había anochecido, este sitio le ponía los pelos de punta hasta tal punto que un escalofrío le recorría la espalda cada vez que miraba a su alrededor.
—Muy bien — contestó Gordon, y empezó a caminar otra vez.
—¿Dónde va, entonces? — le preguntó Joe—. Espero que lejos.
—A casa. A Twybee Cottage — dijo, y empezó a subir la ventanilla.
—La seguiré — comentó Joe. No era una pregunta. Era más bien una afirmación lúgubre, con la conclusión tácita... «Para asegurarme de que llegue ahí con vida.»
El dedo de Nicky se detuvo en el interruptor. La ventanilla dejó de moverse. Sus ojos se encontraron en la penumbra que los rodeaba.
Quería decirle que no era necesario que la siguiera. El orgullo le dictaba que le respondiera que no le pasaría nada. Pero le pudieron los nervios. Se dijo con tristeza que debía enfrentarse a la realidad: Ahora tenía miedo de la oscuridad. No iba a sentirse segura hasta que estuviera dentro de su casa grande, ruidosa y caótica con su familia grande, ruidosa y caótica. Que un policía la siguiera hasta llegar al hogar familiar la haría sentir mucho mejor, en especial si el policía en cuestión era Joe.
Puede que no le cayera nada bien en este instante, pero confiaba en él.
—Gracias — dijo. Él asintió.
Unos minutos después, la furgoneta de Gordon pasó junto a ellos. Nicky salió detrás de ella, y Joe detrás de Nicky.
Dejaron a Gordon con un toque de claxon y un saludo con la mano en el primer cruce, cuando él giró al oeste, hacia la South Causeway, y ella hacia el este, hacia el centro de la isla. Joe estuvo detrás de ella todo el camino hasta Twybee Cottage. Lo sabía porque lo había ido comprobando por el espejo retrovisor.
Nicky detestaba admitirlo pero estaba muy contenta de que Joe estuviera ahí. Aun así, no podía evitarlo: Mientras conducía por los campos cubiertos de matorrales, pinos virginianos y palmitos, y se cruzaba con otros coches que sólo eran un breve brillo de faros antes de desaparecer hasta que por fin pasó frente a las casas viejas y grandes que flanqueaban Atlantic Avenue, de las cuales sólo algunas brillaban con unas cuantas tenues luces interiores, estaba tan nerviosa como un saltamontes en un campo lleno de cortacéspedes.
Estaba descubriendo que regresar a la isla era mucho peor de lo que se había imaginado. Empezaba a asustarla todo.
Gruñó. ¿Acaso era extraño? En las dos últimas horas que hacía más o menos que había llegado a la isla, había visto el fantasma de Tara Mitchell y oído algo que le había recordado el aullido del perro de los Baskerville. Y casi podía notar la presencia del mal.
«Dios mío — pensó horrorizada cuando las palabras tomaron forma y consistencia en su cabeza—. Estoy empezando a sonar como mi madre.»
Era algo tan inconcebible que apenas se percató de que el Maxima hacía crujir la grava del camino de entrada de Twybee Cottage hasta que giró ante el garaje y entró en la zona de estacionamiento, donde sus faros iluminaron a su madre, vestida con unos amplios pantalones negros y una blusa floreada de manga corta y los cabellos rojizos peinados hacia atrás brillantes bajo la luz, y a su hermana, con unos pantalones rosa cortos y ajustados y un premamá a cuadros rosas y blancos con los cabellos rubios sueltos sobre la cara, inclinadas juntas hacia la puerta abierta del conductor de un gran sedán Mercedes-Benz negro que estaba aparcado junto al Jaguar gris metalizado de Livvy. Como ambas parecían mirar algo en el asiento del conductor del Mercedes, al principio sólo les había visto los traseros. Pero cuando les llegó la luz de los faros, sus cabezas salieron del Mercedes más deprisa que los tapones de una botella de champán. Casi al unísono, se volvieron para mirar al coche que llegaba con el mismo aspecto que unos cervatillos atrapados por unos faros; se les veían las bocas y los ojos tan grandes y redondos como dólares de arena.
Nicky frunció el ceño. Frenó el coche, apagó las luces y el motor y bajó del coche. Había visto a su madre y a su hermana en todos los estados de ánimo, y reconocía éste con facilidad: extrema culpa.
—Hola, ¿qué pasa? — dijo. El capó del Maxima estaba entre ellas y Nicky, de modo que ésta sólo podía verles la mitad superior del cuerpo.
—¡Oh, Nicky! ¡Gracias a Dios que eres tú! — Leonora se apoyó en la puerta abierta, situada tras ella.
—Nos has dado un susto de muerte — añadió Livvy, que dirigió a su hermana una mirada indignada antes de volverse y meter la cabeza otra vez en el coche.
—Mira lo que me hacen hacer. Mira esto. — El tono era de queja amarga. La voz era del tío John, y procedía de algún lugar situado en alto. Nicky levantó la vista y se quedó boquiabierta.
El tío John estaba a unos seis metros del suelo, rodeado de las satinadas hojas verdes del enorme magnolio que había junto al porche, y avanzaba despacio por una de las gruesas ramas con una mano aferrada a una rama más pequeña que tenía sobre la cabeza y la otra a una sierra con la hoja plateada que brillaba tenuemente bajo la luz amarilla del porche. Una escalera de mano de metal apoyada en el tronco del árbol constituía la prueba silenciosa de su método de ascensión.
—Será un milagro que no me parta el cuello — añadió.
—Aquí está el hielo — anunció el tío Ham, que salió por la puerta mosquitera. Echó un vistazo desde el porche al ver el Maxima, y al reconocer a Nicky, la saludó—: ¡Nicky, cielo! ¡Bienvenida a casa!
—No es culpa mía — aseguró Livvy. Ya no tenía la cabeza metida en el Mercedes, sino que estaba apoyada en la puerta trasera, cerrada, con una mano sobre la enorme panza. Ahora sólo sobresalía del coche el trasero de Leonora. Livvy miró con ojos de súplica a Nicky—. Me llamó orca.
«¡Por Dios! ¿Tenía alguien ganas de morir o qué?», pensó Nicky.
El tío Ham empezó a bajar corriendo los peldaños con un paño de cocina blanco envuelto en una mano, era de suponer que lleno de hielo. El tío John también se movía para avanzar un poco más por la rama y preguntar en tono lastimoso si creían que ya estaba lo bastante lejos. Leonora había salido de nuevo del Mercedes y sacudía la cabeza hacia Livvy, a quien el labio inferior le temblaba de modo inquietante.
Nicky captó todas estas cosas sólo tangencialmente porque, al rodear el capó de su coche y ver en su totalidad a su madre, a su hermana y el lado del conductor del Mercedes, otra cosa atrajo al instante su atención. Los pies de un hombre con unos zapatos negros de talla mediana estaban plantados uno al lado del otro en la grava. Unas piernas, con unos elegantes pantalones negros de raya diplomática, se elevaban de ellos para doblarse por las rodillas y desaparecer, más o menos a la altura del muslo, en el coche. Este tenía la luz interior encendida, y lo que estaba viendo no dejaba lugar a dudas, pero, aun así, Nicky se quedó atónita unos segundos. Luego, se le ocurrió que sí, que había un hombre inmóvil, tumbado boca arriba en los asientos delanteros del Mercedes. También se le ocurrió que conocía ese coche: lo había visto por última vez las últimas Navidades, cuando su hermana y el marido de su hermana habían llegado en él.
El hombre en decúbito supino sólo podía ser su futuro ex cuñado. Y había llamado orca a Livvy.
—¡Oh, Dios mío! — exclamó antes de llevarse una mano a la boca mientras aceleraba el paso para comprobar los daños. Efectivamente, era Ben. Como Livvy y su madre obstruían el acceso a la puerta del coche, no podía ver gran cosa, pero alcanzó a distinguir el contorno de un hombre de rasgos fuertes, pálido como un muerto, con el pelo rubio oscuro muy bien peinado. Tenía los ojos cerrados, la boca medio abierta y el cuerpo inerte. La mirada horrorizada de Nicky se cruzó con la de su hermana. Separó la mano de la boca—. ¿Qué has hecho, Liv?
—Lo dejó K.O. con un candelabro — explicó el tío Ham, no sin cierta cantidad de satisfacción mientras pasaba junto a Nicky para alargar la improvisada bolsa de hielo a Leonora—. Siempre supe que tenía el carácter de los James.
—No quería hacerle daño — aseguró Livvy en voz baja—. Es que estaba molesta. Fui a nuestra casa para recoger algunas cosas mías, y llegó y me dijo que no podía llevarme nada. Así que me subí al coche, que ya tenía bastante lleno, y me marché, y él me siguió hasta aquí. Entonces, empezó a gritarme que era muy inmadura y que Alison es justo lo que él necesita. — Como todos sabían, Alison era la jovencita boba que le había robado el marido—. Y me llamó orca.
Al oír el temblor de la voz de Livvy, Nicky habría dado un fuerte puntapié en la rodilla a su cuñado, si hubiera estado lo suficientemente consciente como para sentirlo.
—Y entonces le dio un porrazo en la cabeza — comentó el tío Ham con entusiasmo—. Estábamos cenando y lo vimos por la ventana.
—Llevaba los candelabros de la abuela del coche a casa — explicó Livvy a Nicky—. Ya sabes cuáles son.
Nicky lo sabía. Un par de candelabros de plata anteriores a la guerra de Secesión, que habían ocupado un lugar destacado, junto con un centro a juego, en la mesa del comedor de Livvy desde que se había casado. Medían unos setenta centímetros de altura y debían de pesar por lo menos siete kilos cada uno.
Miró a su hermana y, a continuación, echó un vistazo a las piernas inmóviles.
—¿Está...?
«Muerto» era lo que iba a decir, pero el ruido de unos neumáticos crujiendo camino arriba unidos al recorrido de unos faros por la zona de estacionamiento le hizo dar un brinco y volverse en esa dirección. Todos los que formaban el grupo, con la excepción de Ben, que estaba incapacitado, por supuesto, y del tío John, que estaba en lo alto del árbol, siguieron su ejemplo con una inspiración colectiva de espanto.
—Es Joe — anunció Nicky, que acababa de recordar que la seguía—. Joe Franconi. Me ha seguido hasta casa.
—¿El jefe de policía? — exclamó Leonora a la vez que se llevaba una mano al pecho.
—¡Cuidado ahí abajo! — Una rama de magnolio larga como una pierna de Nicky cayó justo delante de la puerta abierta del Mercedes, y les hizo dar un nuevo brinco.
—Vamos a decir a Ben que una rama del magnolio se partió y lo golpeó en la cabeza. No creo que viera que le daba el candelabro — se apresuró a contar el tío Ham a Nicky—. Si es que se recupera, claro.
Luego, alzó la vista hacia el cielo.
—Maldita sea, John — siseó—. No hagas nada. ¿No ves quién acaba de llegar?
—¡Oh, mierda!
El coche patrulla los iluminaba a todos, una vez parado al lado del Maxima de Nicky. Ésta se imaginó la escena que debían de formar ella, Livvy, Leonora y el tío Ham petrificados junto al Mercedes y, al menos en su caso, mirando con los ojos desorbitados al recién llegado. Se notaría a la legua que se sentían culpables de algo. Y eso antes de que Joe hubiera podido ver al tío John en el árbol, o las piernas de Ben sobresaliendo por la puerta del coche.
—No tendré que ir a la cárcel, ¿verdad? — Livvy sonaba aterrada Me llamó orca.
Nicky pensó entonces que lo que Livvy había hecho podría considerarse agresión, a pesar del comentario de la orca. A no ser, claro, que Ben estuviera muerto.
—¡Chitón! — siseó Leonora a su hija mayor—. No vas a ir a la cárcel.
Dio entonces un empujoncito a Nicky en medio de la espalda, justo a la vez que los faros del coche patrulla se apagaban y la puerta se abría.
—Líbrate de él — le susurró—. Enseguida.
«Muy bien — pensó Nicky, que empezó a caminar medio histérica—. De nuevo en la brecha...»
—Buenas noches — saludó Joe, ya fuera del coche, antes de cerrar la puerta de golpe y avanzar hacia ellos. Su figura alta estaba en la penumbra y Nicky se percató entonces, horrorizada, de que ellos estaban iluminados.
—Hola, Joe — dijo su familia a coro. Con una mirada hacia atrás, Nicky vio que estaban todos apiñados delante de las reveladoras piernas y formaban lo que vendría a ser una muralla humana que, por desgracia, no lograba ocultar los pies de Ben. El tío Ham sonreía, Leonora sonreía. Y Livvy, blanca como el papel, redonda como una calabaza, con los ojos saltones como los de un sapo y una sonrisa como si tuviera rigor mortis, le dirigió, apoyada en el hombro de su madre, un pequeño saludo con tres dedos de la mano.
Nicky no pudo ver al tío John en el árbol. Era de esperar que Joe tampoco lo viera.
Pero la parte de familia que sí podía ver parecía tan relajada y natural como American Gothic.
Muy consciente de que Joe pronto rodearía el capó de su coche y podría ver los pies de Ben, Nicky aceleró el paso.
—¿Están todos bien? — preguntó Joe. Nicky lo tenía lo bastante cerca como para ver que fruncía un poco el ceño. Seguramente, la actitud de su familia empezaba a picarle la curiosidad.
—Muy bien.
—Sí.
—Perfectamente.
Las respuestas llegaron casi a la vez, y a Nicky le sonaron de lo más falsas.
Joe casi había llegado al borde del capó.
Nicky se le adelantó y se detuvo delante de él, con lo que pudo impedir que siguiera caminando.
Bien.
Joe la miró, y su expresión cambió. Sus ojos adquirieron un brillo peligroso, y apretó los labios. Tenía, de hecho, el aspecto de un hombre irritado. Con ella.
Perfecto. Porque, ahora que lo pensaba, ella también estaba irritada con él. Y, además, iba a engañarlo.
—Tenemos que hablar — dijo mirándolo con toda la furia que pudo reunir.
—Ya lo creo que sí — replicó Joe en voz baja, de modo que sólo ella pudo oírlo.
—Muy bien. — Y, tras otro de sus particulares «momentos eureka», añadió—. A solas.
—Me ha leído el pensamiento, cariño.
Estaba enfadada con él, asustada de los fantasmas y los asesinos, y preocupada porque su hermana (con un brote psicótico temporal) pudiera terminar en el manicomio o en la cárcel, demasiadas preocupaciones. Pero, aun así, que la llamara «cariño» con esa voz yanqui tan sexy le provocó una extraña sensación en el estómago, o en algún sitio cercano a él.
—Vamos a dar un paseo por la playa — dijo a los demás con la cabeza vuelta, pero sin mirarlos. Y, con el falsamente alegre «Que os lo paséis bien» de su madre resonándole en los oídos, agarró la mano de Joe y se lo llevó de la escena del crimen hacia la parte delantera de la casa y la destartalada pasarela de madera que conducía por encima de las dunas y bajaba hasta la playa.