Capítulo 16
«Vuelve.»
En el cuarto de baño, Julie oyó una voz interior y le hizo una mueca a su reflejo.
—Me encantaría —se respondió en voz alta—. Pero acostarme con él sería una estupidez.
Se le ocurrió pensar que cuando las personas empezaban a hablar con las voces interiores era cuando sabían que estaban en un verdadero apuro.
Así que Julie se propuso dejar de escuchar la suya, y desde luego no hablaría con ella. Aunque se estaba muriendo de ganas de hacer lo que le sugería.
Aquella noche con Mac había sido la primera vez en muchos meses que había estado a punto de alcanzar un orgasmo, pensó Julie cuando volvió a centrar la atención en su reflejo y se angustió al detectar una incipiente arruga en el entrecejo. En realidad, años, ahora que reparaba en ello. Sid le había hecho el amor de forma rutinaria durante algún tiempo hasta que se cansó. Tal vez no fuera una mujer fácil, pero sin duda era incapaz de correrse durante los cinco minutos que solía tardar Sid entre darle el primer beso en los labios y quedarse dormido.
Otra razón más para quitárselo de encima: en la cama era un desastre. Al menos, ella creía que lo era. No tenía mucho con que compararlo… Lo cual volvió a llevarla a Mac.
Le encantaría tener la oportunidad de comparar a Sid con Mac.
Julie miró la diminuta arruga que tenía en el entrecejo con tanta ferocidad como si fuese la causante de todos sus extraños pensamientos, y untó los dedos en un bote de mascarilla, poniéndose un poco en la arruga antes de extendérsela por la cara recién lavada.
«Él está aquí.»
No iba a permitir que su inminente divorcio la deprimiese. No iba a empezar a oír voces. No iba a sufrir una crisis nerviosa. No iba a acostarse con Mac. No iba a romperle la cabeza a Sid con un bate de béisbol. Y, desde luego, no iba a ponerse hecha una foca. ¡Dios la librara!
«Buen viaje, chocolate —pensó, no sin cierta dosis de arrepentimiento, cuando vio cómo la última de las tabletas de chocolate que guardaba entre su lencería para casos de emergencia desaparecía por la taza del váter; había reunido suficiente fuerza de voluntad como para deshacerse de ellas hacía sólo unos minutos. Luego, por si algún espíritu despistado no se había enterado bien, añadió mentalmente—: Y no vuelvas.» No estaba dispuesta a seguir acumulando calorías en sus ya voluminosas posaderas.
En cualquier caso, de ahora en adelante iba a liberar su estrés de forma menos destructiva.
Y no, no iba a ser experimentando un superorgasmo con Mac. Aunque estaba empezando a arrepentirse de no haberlo hecho cuando tuvo la oportunidad. Se consoló diciéndose que había sido lo más sensato.
La aromaterapia tal vez no fuera tan divertida, pero tenía ciertas ventajas. La más importantes de ellas era que no había hombres en juego. El olor de manzanilla que emanaban las sales de baño era sedante, tal y como prometía la etiqueta. Julie respiró hondo, inhalando el aroma al tiempo que el cuarto de baño se llenaba de vapor. En cuanto la bañera estuviera lista, se metería en el agua caliente, se sumergiría en aquella relajante fragancia y pondría el jacuzzi en marcha.
El éxtasis. O al menos, lo más cerca del éxtasis que podía estar, dadas las circunstancias.
«Sal de la casa.»
«Ahora vas a ver lo que es bueno, estrés», pensó, fingiendo que no había oído la voz mientras se concentraba en oler el agua con terca determinación. El vapor olía muy bien, pero… no surtía efecto. Hasta ahora, al menos. Julie se negó a barajar siquiera la posibilidad de buscar entre su lencería para asegurarse de que no se había dejado ninguna tableta de chocolate. En lugar de ello, volvió a centrarse en la tarea que la ocupaba. Aquello no menoscabaría su aspecto físico, y para seguir guapa tenía que cuidarse la piel. Terminó con la mascarilla extendiéndosela por la nariz, como si estuviera untando una tostada de mantequilla.
Aclarándose los dedos, volvió a mirarse en el espejo. Con el pelo recogido en una cola de caballo y la cara embadurnada de mascarilla, salvo los círculos blancos que rodeaban los ojos y la boca, parecía un engendro de la naturaleza.
Había que ponerse muy fea para estar guapa. Era una suerte que los demás sólo vieran el resultado final.
¿Fue Cindy Crawford quien dijo que estar guapa era la peor venganza?
Daba igual. Ahora sería corno un mantra. Cada vez que empezara a pensar en Sid y en sus actividades extracurriculares, haría algo bueno por ella.
Como ponerse una mascarilla. O lavarse los dientes con pasta súper blanqueadora. O depilarse las piernas.
O darse un baño caliente de espuma relajante con esencias sedantes antes de meterse en la cama. Donde se dormiría enseguida y no, de ninguna manera soñaría con hombres.
No con el imbécil de Sid. Ni con el cachas de Mac. Ni con nadie remotamente masculino.
Que le dieran una ciudad sin hombres y sería feliz.
«Ve. Aún estás a tiempo.»
Ni siquiera lo había oído, se dijo Julie mirándose por última vez en el espejo. La mascarilla estaba empezando a endurecerse. Los bordes ya estaban secos y comenzaba a agrietarse en las mejillas. Unos cuantos minutos más y se la aclararía, se pondría crema hidratante, se depilaría las piernas y se metería en la bañera. Después se acostaría y se dormiría.
No iba a terminar como una mujer ajada y amargada con arrugas, caries, pelos en las piernas y un trasero tan grande como un autobús escolar sólo porque había cometido la estupidez de casarse con un cabrón inservible que la engañaba.
Que quedase claro.
Cuando había entrado en su dormitorio, unos diez minutos antes, había encendido la luz, se había desvestido y había sacado un camisón de la cómoda. Era bastante provocativo: una prenda corta de seda con estampado de leopardo, un ribete de encaje negro y tirantes muy finos; pero todos sus camisones eran provocativos. Así pues, aparte de imponerse una visita al centro comercial para comprar camisetas de talla gigante y medias de algodón, decidió no obsesionarse. Tras ponerse el camisón, que a esas alturas detestaba, apagó la luz y se acercó a la ventana, corriendo las cortinas para intentar ver el coche de Mac.
Demasiado oscuro.
«Mejor así», se dijo cuando la invadieron los recuerdos de su fogoso interludio en el Sweetwater's, encendiéndola por dentro sin que ella pudiera hacer nada para remediarlo. En el cristal de la ventana, Julie vio que su borroso reflejo cerraba los párpados y despegaba los labios, reconoció los signos de su deseo sexual y suspiró. Era evidente que estaba condenada a seguir insatisfecha para siempre en todos los sentidos.
Un instante después, Julie cerró las cortinas, le dio la espalda a la ventana y regresó al cuarto de baño, cargada con las tabletas de chocolate. El sexo, como venía siendo habitual, seguía fuera de su alcance. Pero aquella noche el chocolate estaba muy a mano.
Una vez en el cuarto del baño, ayudada por su triple reflejo, una mirada crítica a su maligno trasero y un poco de autocontrol ganado a pulso, había reunido suficiente fuerza de voluntad como para tirar de la cadena antes de que el chocolate pasara a formar parte de la masa de carne que parecía seguirla a todas partes. Había decidido que, aunque su vida se fuera al infierno, su aspecto no iba seguir el mismo camino.
«Ve ahora mismo.»
«No grites», dijo casi en voz alta, pero recordó que hablar con su voz interior no era bueno. Echó un vistazo a la bañera y comprobó que estaba casi llena. Ataviada con su selvático atuendo, Julie pisó descalza las frescas baldosas blancas, cerró los grifos, rescató el bote de cera depilatoria que flotaba en el agua, inhaló el vapor aromático, aunque no estaba haciendo nada en absoluto para aliviarle el estrés, se incorporó y se colocó ante del espejo, bote en mano. Se quitaría la mascarilla, se depilaría las piernas y se metería en la bañera, donde los efectos sedantes de la manzanilla seguro que la calmaban.
Dio un paso y se quedó paralizada.
Un hombre la estaba mirando desde dentro del espejo del cuarto de baño.
Un hombre apoyado en la pared del dormitorio. Un hombre con un pasamontañas en la cara, del cual sólo podía ver el tenebroso brillo de sus ojos a través de los agujeros redondos. Un hombre que en aquel preciso instante la miraba directamente a los ojos.
Al ser del todo consciente de su presencia, se le erizó el vello de todo el cuerpo.
Su voz interior chilló. Julie estaba demasiado aturdida para unirse a ella. Entonces, el hombre se colocó en la puerta del cuarto de baño, cerrando le el paso, eliminando cualquier esperanza de huida. Julie dejó escapar un suspiro.
—Hola, Julie —dijo el hombre sin moverse un solo milímetro. El tono acariciador de su voz y la avidez con que la miraba la hizo temblar de pies a cabeza. En aquella milésima de segundo, entendió que se hallaba ante la peor pesadilla de cualquier mujer hecha realidad: un violador, tal vez incluso un asesino. Al mismo tiempo registró, con la diminuta parte de su cerebro que el horror no había conseguido aturdir, que era corpulento, no muy alto pero sí ancho, que iba vestido de negro y que sostenía un arma laxamente en una de sus manos enguantadas. Un arma para matarla.
El hombre alzó la mano dispuesto a apuntar a Julie. Ella logró superar su estado de parálisis inducida por el terror y reaccionó. Cogió aire, recuperó la voz y gritó como una sirena, todo en un solo instante. Luego, de forma instintiva, le tiró a la cabeza el bote de cera depilatoria.
Era un bote muy pesado de cristal azul oscuro lleno de cera caliente y lo alcanzó en el mismo centro de la frente, haciendo el mismo ruido que el corcho de una botella de champán.
—¡Hija de puta! —gritó él, retirándose y apretándose la frente con una mano mientras el bote rebotaba en la pared y caía con estrépito al suelo.
Julie dejó de verlo. Durante la milésima de segundo que lo perdió de vista, se quedó paralizada. Sabía que seguía allí, podía escuchar su respiración, sus reniegos y movimientos justo al lado de la puerta.
«Corre.»
«Ni lo dudes», fue la respuesta a su voz interior. Impulsada por el horror, Julie echó a correr hacia la puerta, sabiendo que aquélla era, con toda probabilidad, su última oportunidad de escapar.
Salió del cuarto de baño como un corredor de velocidad, y vio por el rabillo del ojo que el hombre sólo estaba a medio metro de distancia, una inmensa sombra oscura que seguía apretándose la frente con una mano al tiempo que se agachaba para recoger el arma que, al parecer, había caído al suelo. Julie pasó como una bala junto a él.
—¡Hija de puta! —Olvidándose del arma, el hombre se abalanzó sobre ella, intentando agarrarla.
—¡No! —Julie consiguió eludirlo y, jadeando, con el corazón palpitándole tan fuerte que sólo oía el tamborileo de su propia sangre en los oídos, corrió hacia la puerta del dormitorio y salió al pasillo en dirección a las escaleras, sin dejar de gritar como una posesa.
«Oh, Dios, Dios, Dios, Dios.» La estaba persiguiendo, con una agilidad sorprendente para su talla. Iba a alcanzarla. Sabía que lo haría. Era cuestión de segundos…
Julie intentó recordar a toda prisa algunas reglas básicas del curso de defensa personal al que había asistido en una ocasión. El mantra era, si te atacan, CANTA. C—A—N—T A. El único problema era que, en aquel momento crítico, Julie no recordaba qué significaba la letra C.
La única palabra que empezaba por C que ahora se le ocurría y le parecía adecuada era chilla.
Ya estaba chillando como la sirena de un barco y aquello no parecía estar sirviéndole de mucho, a menos que dejar sordo a su agresor, aparte de estar quedándose ella también, fuera parte del plan.
—¡Socorro! ¡Socorro!
El hombre ya estaba justo a su espalda cuando Julie llegó a las escaleras, e intentó agarrarla por el pelo hasta que al fin lo consiguió.
Julie chilló con tanta fuerza como para reventar el cristal de las ventanas y se sorprendió de que el tirón no le hubiese roto el cuello. El hombre la agarró por la cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí, y con la otra mano le tapó la boca y la nariz, acallándola, asfixiándola. La envolvió el calor de aquel hombre, el olor a talco del guante y a sudor de su cuerpo.
—No deberías haberme golpeado —le gruñó al oído. El aliento le olía a cebolla.
A Julie se le revolvió el estómago. La falta de oxígeno la impulsó a retirar la cabeza. Su corazón palpitaba. Sintió un cosquilleo en todas las partes de la piel que estuvieron en contacto con el guante de goma, como si decenas de hormigas correteasen por su cara. Siguió forcejeando mientras él la arrastraba al dormitorio, rasgándole el guante de goma con las uñas, dándole patadas en las espinillas con los pies descalzos, retorciéndose, revolviéndose y resistiéndose con todos los átomos de fuerza que poseía, con todo lo que había aprendido de pequeña para sobrevivir en las calles, a pesar de saber que sería inútil, que no iba a poder salvarse, que, con sus escasos cincuenta y cuatro kilos, no podía vencer a un energúmeno que le doblaba el peso.
El hombre la arrastró hasta el dormitorio. Era una habitación de ensueño con una alfombra blanca en el suelo, las paredes pintadas de color gris claro y una inmensa cama negra. Hasta las mismas sábanas blancas eran de un gusto exquisito. Invitaba a la contemplación y al sueño, no a nefandos actos de violencia y muerte.
«Oh, por favor, Dios, no dejes que me mate.»
Julie elevó aquella plegaria a los cielos mientras intentaba sacarle el pasamontañas. Pero el hombre la alzó por los aires y la lanzó a la cama.
Julie aterrizó boca arriba. Lo tenía encima antes de que pudiera moverse, aplastándola con el peso de su cuerpo, hundiéndola cada vez más en el colchón mientras ella intentaba en vano darle un rodillazo en la entrepierna, forcejeando para liberarse. El camisón se le había subido hasta la cintura. Notaba el duro roce de la ropa en su suave piel, notaba su peso y su calor con una repugnancia que no había experimentado en su vida. Sabía cuáles eran sus intenciones, lo sabía y gritó aterrorizada en su cara, movió brazos y piernas, pero todo fue en vano.
—Cállate, puta. —El hombre le puso una mano en el cuello, interrumpiendo su grito, apretando con brutalidad y obligándola a boquear y a gimotear como un animalillo atrapado en una trampa. Julie vio su osito de peluche, sentado como un Buda sobre la mesilla de noche, y pensó, con horror e incredulidad, que tal vez fuera lo último que viera en su vida. El hombre le apretaba la garganta, dejándola sin voz, sin aire. Tuvo la sensación de que la sangre le horadaba los oídos. Lo único que podía hacer era aferrarse a su mano e intentar respirar.
—Cállate —repitió él.
Ella asintió con brusquedad, tan agradecida de poder seguir con vida que hubiese hecho cualquier cosa. El hombre dejó de apretar para que pudiera volver a tomar aire. Luego la sujetó por las muñecas, colocándolas por encima de la cabeza al tiempo que ella llenaba los pulmones de aquel bendito aire sin ofrecer resistencia. El peso de su cuerpo le impidió moverse cuando él le sujetó las dos muñecas con la misma mano. Acto seguido, con el ruido más desgarrador que Julie había oído en su vida, empezó a atárselas con un rollo de cinta adhesiva que, sin saber cómo, había aparecido en su mano.
La cinta que le inmovilizaba las muñecas era pegajosa y dura y estaba llena de malos presagios. Julie forcejeó débilmente, intentando soltarse. No podía romperla, no podía liberarse.
Una mano volvió a agarrarla por el cuello.
—Si me das más problemas, te destrozaré la garganta —dijo el hombre. Luego cortó la cinta con los dientes. Mientras terminaba de fijarla, acercó tanto la cara que su aliento a cebolla casi la hizo vomitar. Su cuerpo, inmenso, asfixiante y sudoroso, yacía sobre el de Julie, dejándola indefensa por completo. El corazón le latía con tanta fuerza que se sorprendió de que no le estallara. Jadeó horrorizada; su garganta dolorida subía v bajaba como las agallas de un pez.
Salvo la luz que salía por la puerta abierta del cuarto de baño, el dormitorio estaba a oscuras y las facciones del hombre no se distinguían bien. Pero Julio podía apreciar el brillo de sus ojos, a sólo unos centímetros de los suyos, sus dientes blancos asomando entre sus labios semiabiertos, el bulto oscuro de la nariz…
«La nariz.»
Como un animal acorralado, Julio se incorporó y se la mordió en un impulso salvaje.
Notó el crujido, y también el sabor de la sangre en la boca, tibia y salada.
El hombre aulló de dolor, golpeándola en la sien y apartándose cuando Julie, aturdida por el golpe, dejó de morder. La habitación empezó a darle vueltas.
No importaba. Ahora, su instinto de supervivencia se había apoderado de ella y supo que debía huir. Notó que el hombre cambiaba de postura y, aunque la habitación seguía dándole vueltas y aún veía estrellitas, saltó de la cama como propulsada por un muelle de fuerza industrial, echando a correr como si la persiguiera el mismo diablo, como ella se temía. Cruzó la alfombra de una sola zancada y salió al pasillo. Corrió escaleras abajo tan deprisa que apenas rozó el resbaladizo mármol de los peldaños, jadeando hasta el punto de dolerle la garganta, con el corazón batiéndole como las alas de un pájaro atrapado, chillando como un millar de almas perdidas camino del infierno.
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!
«Oh, Dios mío, que no haya cogido el arma, por favor.»
Julie se tensó en espera de que una bala le atravesara la espalda cuando alcanzó los últimos peldaños.
—¡Vuelve aquí!
El hombre estaba reduciendo la distancia, acercándose mucho, exudando tanta furia, amenaza y maldad que a Julie le parecía tener un trío de sabuesos pegado a sus talones. Su cuerpo estaba cubierto por una capa de sudor frío, tuvo la impresión de que corría a cámara lenta y de que la puerta de la casa se alejaba cada vez más. El olor picante y rancio de aquel hombre la envolvió. Notó su aliento en la nuca. El suelo parecía vibrar bajo sus pies, como si el hombre que la perseguía fuese un monstruo enorme y mortífero.
—¡Julie!
La voz de Mac gritando su nombre le resultó el sonido más grato que había oído en su vida. Provenía de la cocina. Chillando, Julie torció en aquella dirección, unos centímetros por delante del hombre que la seguía, resbalando y deslizándose con sus pies descalzos por el fresco suelo de mármol del recibidor, con los brazos atados extendidos delante de su cuerpo, palpando la oscuridad como si fuera algo tangible a lo que aferrarse. Pasó como un rayo por la puerta del salón, luego recorrió el tramo de madera recién encerada hacia la cocina.
—¡Julie!
—¡Socorro! ¡Socorro!
En cuanto Julie puso el pie en el frío suelo de piedra de la cocina, se encendió una luz que la cegó. Incapaz de ver nada en aquella milésima de segundo, chocó con la mesa de cristal, rebotó y siguió corriendo, sin sentir dolor cuando el afilado borde se le clavó en el abdomen.
Entonces —gracias a Dios— vio a Mac, de pie en la puerta, entre la cocina y el salón, con una mano en el interruptor de la luz, como si lo hubiesen sorprendido a medio movimiento. Él también la vio y se quedó paralizado. Su figura alta y fuerte parecía haberse quedado sin aire y estar casi tan aterrorizado como ella.
—¡Mac!
Julie se abalanzó sobre él, sollozando, jadeando e intentando advertirle del monstruo que la perseguía con un grito histérico del todo incomprensible. Se percató de dos cosas al mismo tiempo: una, Mac llevaba una pistola; y dos, ya no se oía a monstruo alguno.
«Oh, Dios mío. ¿Dónde se había metido?»
—¿Qué diablos…?
Mac la sujetó con fuerza cuando cayó sobre él, rodeándola por la cintura y apretándola contra su pecho sin que ella dejase de gritar. Sosteniéndola con un solo brazo, cambió de postura para apoyar la espalda contra la pared más próxima. Tenía la pistola levantada, apuntando hacia la puerta por la que había entrado Julie.
—¡Julie! ¡Julie! Todo va bien. Conmigo estás a salvo. —Ella seguía gritando y se abandonó en sus brazos, jadeante y temblorosa. Mac estaba tenso, listo para la acción; Julie tuvo la sensación de que tenía los pies clavados al suelo. Desde luego, sabía cómo manejar un arma. Emanaba una fuerza controlada. Julie supo entonces que con él estaba a salvo. Por lo que se aferró a su cuerpo como a un salvavidas—. Quédate aquí, y yo…
—¡No! Julie le agarró por la camisa con las manos atadas, decidida a no soltarse por nada del mundo—. ¡Va armado!
Entonces, empezaron a zumbarle los oídos y el mundo se puso otra vez a dar vueltas. Le flaquearon las piernas y tuvo la sensación de que el suelo ascendía para ir a su encuentro. Si Mac no la hubiera sujetado habría ido resbalando hasta quedarse hecha un ovillo amorfo en el suelo, temblando de miedo.
—¡Julie! ¡Dios santo! ¡Julie!
Se había desmayado en sus brazos.
Mac confiaba en que sólo se tratase de un desmayo. Cualquier otra posibilidad le aterrorizaba.
Apoyó el peso muerto de Julie en un brazo, mirándola con angustia mientras seguía vigilando las dos puertas por las que se accedía a la inmensa cocina blanca y gris. Con aquella minúscula prenda de seda que vestía, era difícil que no se le resbalase. Vista de cerca, la costra marrón que cubría la mayor parte de su rostro parecía más un cosmético que otras temibles posibilidades, como sangre o quemaduras, en las que Mac había pensado al verla aparecer. Julie tenía las muñecas atadas y la garganta de un feo color rojo que prometía amoratarse dentro de un rato. Pero, por lo que él podía ver, no había sangre, ni ningún otro signo de heridas evidentes.
¿La habían violado?
El temor de que así hubiese sido despertó en él una furia atávica que le impulsó a ir en busca de quien lo hubiera hecho para descuartizarlo con sus propias manos o, como mínimo, obligarlo a tragarse entera una revista.
El agresor seguía en la casa. Se lo decía aquel sexto sentido que, en el pasado, había hecho de él un eficaz policía.
No podía dejar sola a Julie para ir tras aquel cabrón.
Hasta ahí le alcanzaba el sentido común. Si, por desgracia, él caía primero, aquel cerdo tendría el camino libre para terminar lo que había empezado con Julie.
Las imágenes mentales que acompañaron aquel pensamiento volvieron a enfurecerlo.
«Cálmate», se advirtió. Su primer objetivo era poner a Julie a salvo.
Con un gruñido de frustración, se agachó y la cargó como un saco de patatas. Los brazos y la cabeza colgaban con laxitud. Mac notó el roce del sedoso camisón de leopardo en su cara. El volante de encaje le hacía cosquillas en la mandíbula cada vez que movía la cabeza. No pesaba, pero costaba cargar con ella, pues el peso muerto de su cuerpo,. enfundado en aquel camisón tan resbaladizo, amenazaba continuamente con escurrírsele de las manos. Tuvo que sujetarla bien, asiéndola por los muslos con los dos brazos. Aquella postura no era lo que se dice decente, pero Mac estaba tan concentrado en intentar salir de allí que apenas se fijó en las dulces curvas de sus nalgas. Sí se fijó, porque era inevitable, en que sus muslos eran suaves, firmes y sedosos al tacto; además de sorprendentemente fríos. No estaba seguro de si se debía al susto o al aire acondicionado; él apostaba por el susto.
Julie había dicho que su agresor iba armado. Había muchas probabilidades de que el tipo hubiera puesto ya pies en polvorosa, pero uno no podía fiarse de los delincuentes y Mac no estaba dispuesto a correr riesgo alguno. Él sí iba a largarse.
Vio un juego de llaves colgado junto a la puerta de la casa. A toda prisa, haciendo malabarismos con Julie y con su pistola, y rogando para que no los atacaran por la espalda, las descolgó, casi convencido de que serían las llaves del Infiniti blanco que había en el garaje. Pertenecía a la compañía aseguradora de Julie, por lo que él sabía. A todos los efectos, eso lo convertía en el coche de Julie.
La llevaría directamente al hospital más próximo. Sid llegaría a casa tarde o más temprano, la policía haría su trabajo y lo que había sucedido aquella noche en casa de los Carslon estaría mañana en boca de todo Summerville. Para mantener en secreto que Julie había contratado un investigador privado, lo mejor sería que la llevara en su coche. Después de asegurarse que Julie estaba a salvo y en buenas manos, él podría desaparecer de la escena. De esa forma, cuando ella tuviera que hacer su declaración, podría decir que había escapado y llegado al hospital por sus propios medios.
Dando siempre por sentado que para entonces estuviese consciente y pudiese hablar.
Mac desterró aquel inútil pensamiento para no distraerse y salió de espaldas por la pesada puerta que comunicada con el garaje.
Salvo por la luz de la puerta abierta de la cocina, el garaje estaba a oscuras. Hacía mucho más calor que en la casa y olía ligeramente a hierba recién cortada y a aceite lubricante. Mac estaba tan alerta como un gato acorralado. Rodeó el Infiniti para abrir la puerta de atrás, sabiendo que en cualquier momento podrían disparar contra ellos. Iba a necesitar las dos manos para meter a Julie en el coche. Maldiciendo entre dientes, dejó su Glock sobre el techo del Infiniti. Desarmado y sintiéndose vulnerable, realizó una torpe maniobra con el cuerpo inerte de Julie, el cual, por gracia de Dios, terminó echado en el asiento de atrás, con las piernas flexionadas.
Perfecto. Mac le metió los pies en el coche, cerró la puerta, recogió la Glock y corrió a la puerta del garaje que había forzado en su primera visita a la casa. Aún no la habían reparado; lo sabía porque había entrado por allí. Sin quitarle ojo al brillante rectángulo de luz, subió la puerta, haciendo una mueca al oírla rechinar, luego se puso al volante, dejando la Glock a mano en el asiento del copiloto. La llave entró, el motor se puso en marcha, Mac pisó el acelerador y el coche salió del garaje.
Gracias a Dios. Hasta que giró a la izquierda al final del camino y notó que desaparecía la tensión de sus hombros, Mac no se dio cuenta de cuánto se había asustado.
Había dejado el Blazer aparcado en la acera de enfrente. Se detuvo junto a él, corrió a la puerta del conductor, la abrió, sacó su teléfono móvil y volvió a cerrarla. De nuevo en el Infiniti, vio que Julie aún no había recobrado la conciencia. Respiraba; sus senos subían y bajaban rítmicamente bajo el ligero camisón, y sus incomparables piernas se movían de un lado a otro.
Alarmado por su estado, Mac se dio prisa y pisó el acelerador más que de costumbre. Mientras salía con un chirriar de neumáticos, marcó el número de la policía e informó de que estaban atracando la casa de Julie. Al menos aquello pondría unos cuantos uniformes en la escena, aunque dudaba que sirviera de mucho.
A menos que el intruso tuviese un cerebro de mosquito, debía haberse marchado hacía rato. Mac apretó los dientes. Era frustrante haber tenido que dejar escapar a aquel hijo de puta, pero, dadas las circunstancias, no había tenido más remedio.
Pensó que el miedo y la ira que había sentido eran desproporcionados, considerando el papel que Julie Carslon desempeñaba en su vida. Debería estar preocupado de manera razonable, un poco disgustado de que la agresión hubiera sucedido justo delante de sus narices, no sentir la combinación de miedo cerval e ira asesina que en aquel momento ardía en sus entrañas.
Mac creía que nunca en lo que hasta entonces había sido su vida adulta se había quedado tan petrificado como al oír el primer grito de Julie.
Pasando la señal de stop que había al final de la manzana sin apenas detenerse a mirar, volvió a helársele la sangre mientras recordaba lo sucedido.
Cuando Julie se marchó, él se aposentó en el Blazer para esperar el regreso de Sid, concentrando su sentido del oído en la casa pero sin escuchar nada, porque no había nada que oír. Julie estaba sola. El momento de aguzar realmente el oído sería cuando Sid entrase. Si debía suceder algo, sería entonces.
Julie había dicho que Sid no era violento, pero Mac tenía razones para ponerlo en duda. Al parecer, con ella no lo era. Pero eso podía deberse a que Julie nunca le había dado motivos.
Que lo hiciera seguir para después divorciarse de él podría ser, según el código de Sid, un motivo de peso.
En cualquier caso, Mac no quería correr riesgos. Si Sid los había descubierto en el Seedwater's —él pensaba que no, pero en esos temas no había que confiarse—, Julie tal vez conocería una faceta de su esposo completamente nueva, que hasta la fecha no podía siquiera imaginar.
Si eso ocurría, Mac estaría cerca. En las últimas veinticuatro horas, cuidar de Julie parecía haberse convertido en la misión de su vida.
Además, saber a qué hora regresaba Sid a casa y qué hacía después podría resultar crucial para descubrir qué se llevaba entre manos. Tal vez haría una llamada. Tal vez saldría a dar un paseo. Tal vez se acostaría directamente.
Aunque, a Mac le alegró recordarlo, no con Julie. Mac no creía que fuera capaz de oírlos. No, sabía que no podría hacerlo y luego permanecer tranquilo.
Lo cual era un mal síntoma. Un síntoma muy malo. Julie Carlson era su clienta, por el amor de Dios, y su vinculación con Sid, nada más. No le interesaba más allá de eso.
Sí, claro, y su verdadero nombre era Debbie.
Mac torció el gesto al darse cuenta de que la situación se le estaba escapando de las manos.
Julie lo había besado como si quisiera llevárselo a la cama y, veinte minutos después, le había dicho que no pensaba acostarse con él. Perfecto, a él le parecía bien, porque tampoco tenía intención de acostarse con ella. Hacerlo sería como dar el último paso fatal que lo separaba de las arenas movedizas.
Por desgracia, Mac no pudo evitar pensar que hasta la voluntad más férrea tiene sus momentos de debilidad y supo que, en su caso, tendría que poner toda la carne en el asador para no dejarse llevar por sus impulsos.
Conservar la cabeza fría iba a costarle lo suyo. Mientras estuvo a oscuras en el Blazer, criando telarañas a la espera de ver entrar el Mercedes de Sid por el camino, respirar y pensar en Julie era prácticamente lo único que había sido capaz de hacer. Había intentado quitársela de la cabeza, pero le resultaba imposible, por lo que al final había tirado la toalla y dado rienda suelta a sus recuerdos… y a su imaginación.
Sentir la vejiga llena casi había supuesto una grata interrupción.
Mac salió, hizo lo que tenía hacer y dio un paseo por el terreno de la mansión de los Carlson, sólo para matar el tiempo. Al detenerse en el borde del patio de piedra y mirar el reflejo de la luna en la piscina, había pensado que tal vez Julie tuviera una razón de peso para aferrarse a su matrimonio.
«Ya sabes, hermanito, los tipos con pasta pueden comprar a las nenas que quieran.»
Casi pudo oír a Daniel diciéndole aquello, tantos años atrás, y el recuerdo lo hizo sonreír con ternura. Cuando Mac era un gallito de dieciséis años se había enfadado con su hermano, quien por aquel entonces no tenía empleo fijo conocido, debido a la ilegalidad de su último trabajito, exigiéndole que le explicara cómo podía haber hecho algo tan estúpido como entrar en el país un cargamento de marihuana procedente de México en una avioneta que había conseguido comprar de algún modo.
Daniel se había reído con aquella condenada sonrisa suya que volvía locas a las mujeres y alimentaba en su hermano pequeño, más serio que él, el deseo cada vez mayor de propinarle un puñetazo en la nariz. Le dijo que lo había hecho porque pagaban bien y «ya sabes, hermanito, los tipos con pasta pueden comprar a las nenas que quieran».
Julie Carlson era, desde luego, toda una nena. ¿La habría comprado Sid con su pasta? Después de haber visto dónde vivían, no era difícil pensar que sí.
—¿Mac? —La voz de Julie era poco más que un susurro, pero devolvió a Mac al momento presente con la misma eficacia de un grito. Después de saltarse otro stop, Mac miró hacia el asiento trasero del coche y vio que Julie había al fin abierto sus hermosos ojos castaños y estaba intentando incorporarse.
—Sí —dijo—. No te muevas. Vamos camino al hospital.
—Oh, Dios mío, Mac, él… yo… —La voz le tembló y no pudo terminar la frase.
Aquel temblor atravesó a Mac como un cuchillo.
—No hay de qué preocuparse —dijo. Su tono fue más brusco que de costumbre porque no estaba seguro de si sería capaz de escuchar los detalles de lo ocurrido. Pensó que lo mejor tal vez fuese no conocerlos. Y si el relato era desagradable, hablar de ello también podría traumatizarla aún más—. Ahora estás a salvo.
—De—debo de haberme desmayado. —Aún parecía algo aturdida, y seguía intentando incorporarse, aunque las muñecas atadas se lo hacían más difícil de lo que ya era. O tal vez tenía alguna herida que él no había visto y se lo impedía. Esa posibilidad le heló la sangre.
—Vaya mierda—dijo Mac. Luego, volviendo a mirarla y reaccionando justo a tiempo para no llevarse por delante un buzón que había junto a la carretera, con el duro tono policial que había usado durante años, añadió—: ¿Lo has reconocido? ¿Era alguien conocido?
—No. No lo sé. Creo que no. Dios, él—él sabía cómo me llamaba. —Julie se estremeció y luego habló entre dientes. «Tranquila. Cálmate», se dijo.
Mac suavizó el tono.
—¿Puedes describirlo? ¿Qué aspecto tenía?
Julie sacudió la cabeza y respiró hondo.
—Al principio llevaba la cara tapada. Y luego… no lo he visto muy bien.
—¿Estás herida? ¿Te duele algo?
—Me duele la cabeza —dijo después de guardar silencio durante unos segundos. Mac se dio cuenta de que las manos le sudaban—. Me dio un golpe en la cabeza. Y el cuello. Iba a estrangularme, creo. Después—después…
Se le quebró la voz. Mac apretó los dientes. Esta vez optó por una táctica menos peligrosa y la miró por el retrovisor. Julie había logrado sentarse y tenía la cabeza apoyada en el asiento de piel. El pelo, recogido en una ridícula cola de caballo, casi le llegaba a los hombros. Llevaba en la cara una capa agrietada de alguna sustancia marrón.
—Y no siento las manos —continuó Julie en tono más firme, como si empezara a recuperarse.
Mac respiró hondo para serenarse. Cuando pensaba que algún cabrón le había atado las muñecas con cinta adhesiva, le entraban ganas de matar. Por no hablar del resto de cosas que le habían hecho.
—Te desataré en cuanto lleguemos al hospital. Sólo faltan unos minutos. —Su tono era tranquilizador.
—¿El hospital?
—Es allí a donde vamos. —Era evidente que la primera vez Julie no se había quedado con el mensaje. Aquello le preocupó. ¿Con qué contundencia la habían golpeado? Pisó a fondo el acelerador, volvió a mirar por el retrovisor… y se pasó una señal de stop sin detenerse. Ni siquiera la había visto. Era una suerte que a las tres de la madrugada no hubiese ni un solo coche transitando por las calles de Summerville.
—Mac. Para el coche. —El tono de voz de Julie era apremiante.
—¿Cómo? ¿Por qué? —Mac volvió a mirar por el retrovisor.
—Creo que voy a vomitar.
Mac gruñó y se detuvo en el arcén.
Julie ya estaba buscando el tirador de la puerta cuando él le abrió.
—Estate quieta. —Mac había sacado su navaja de bolsillo. Introduciendo los dedos por debajo de la cinta adhesiva, cortó las diversas capas con relativa facilidad, luego la arrancó de un tirón, remordiéndole la conciencia cuando Julie hizo una mueca de dolor. Imaginó que la sensación debía de ser cómo quitarse una tirita gigante a la brava. En suma, nada agradable.
—Mac, ¡apártate!
La orden era expeditiva. Julie cerró la boca, como si temiera lo que venía tras sus palabras. Mientras movía los dedos y separaba las manos, sacó las piernas fuera del coche e intentó ponerse en pie. Mac miró sus pies descalzos, pálidos sobre la hierba oscura; sus piernas largas y esbeltas, deliciosas bajo el borde de aquel camisón increíblemente provocativo. De cuello para abajo, era el sueño húmedo de cualquier adolescente. De cuello para arriba, el miedo de todo hombre adulto: con qué terminaría durmiendo durante los próximos cincuenta años, en cuanto terminara la luna de miel.
Lo malo era que, incluso con aquella ridícula coleta y la cara llena de barro, seguía estando guapa. Gracias a ese pensamiento, Mac se dio cuenta para su propia desesperación, de que ya estaba hundido hasta el cuello en arenas movedizas.
Julie casi había logrado incorporarse cuando se tambaleó y volvió a sentarse. Mac, que se había hecho a un lado para dejarle el campo libre, vio que necesitaba ayuda y se puso valientemente en la línea de fuego. Asiéndola por los codos, la ayudó a levantarse. Luego la sujetó por la cintura para ayudarle a caminar.
Se quedó de pie junto a ella, sin saber qué hacer, cuando Julie cayó al suelo de rodillas.
Julie notó que se le iba la cabeza y sintió náuseas, pero consiguió no vomitar gracias a su fuerza de voluntad. Pasado el momento crítico, se sentó en el suelo y apoyó la cabeza entre las rodillas, dejando caer los brazos sobre la hierba junto a sus piernas dobladas, demasiado mareada y agotada como para mantener siquiera la cabeza erguida. El estómago se le asentó, pero las sienes le latían sin piedad, le dolía la garganta y notaba un cosquilleo y una quemazón en las manos recién liberadas. Miró las marcas que la cinta le había dejado en las muñecas y se estremeció.
—¿Julie? —Mac se agachó junto a ella, apoyando en su espalda una mano grande y cálida. Por una vez, aquel bochornoso calor resultaba agradable; Julie estaba helada hasta la médula. La olorosa hierba recién cortada, fresca y húmeda la envolvió.
Julie se volvió para mirarlo, vio su cabeza rubia perfilada a la luz de las estrellas, su poderosa silueta de hombros anchos, su viril atractivo, y se sintió reconfortada. Aunque la hubiese engañado con lo de Debbie, sabía que Mac siempre la protegería.
—Me alegro de que no seas gay—dijo.
—Y yo. —Su tono fue seco. La miraba con detenimiento. Julie le sonrió. Si no hubiese sido por Mac… Pero no iba a pensar en ello. No ahora. ¿Pensaba en lo que podría haber ocurrido, temía perder los nervios por completo, lo cual no contribuiría en nada a mejorar la situación.
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien —dijo ella.
—Ya se ve. —Su tono seguía siendo seco. Lo observó mientras él echaba un vistazo a su alrededor—. Allí hay una fuente. ¿Tienes sed?
Fue entonces cuando Julie se dio cuenta de que estaban junto al parque Sawyer, una zona recreativa que ocupaba aproximadamente media hectárea de hierba con columpios, toboganes, recintos de arena y otras atracciones infantiles. Lo conocía bien, gracias a las incontables tardes que había pasado allí jugando con Erin y Kelly.
—Buena idea. —En cuanto hizo el débil intento de incorporarse, Mac suspiró de forma casi inaudible y la tomó en brazos. La levantó como si no pesara nada y se dirigió a la fuente, un pequeño monolito plateado que relucía a la luz de la luna situado a unos cien metros de distancia.
A Julie ni siquiera se le pasó por la cabeza protestar. En lugar de hacerlo, se acurrucó contra el pecho de Mac y se abrazó a su cuello, contenta de estar justo donde estaba. No tenía fuerza en las piernas, la cabeza le daba vueltas y se sentía muy extraña, como si no estuviera en plena posesión de sus facultades mentales. No creía que pudiera haber llegado andando hasta aquella fuente por mucho que hubiese querido. Aunque tampoco quería. Le encantaba estar en brazos de Mac. Notaba sus brazos firmes y fuertes bajo las rodillas y en la espalda. Su pecho era fornido y sólido, y todo su cuerpo era cálido. Julie pensó que, sin duda, estaba experimentando una primitiva reacción femenina postraumática a su fuerza masculina superior. Deploró mentalmente aquella retrógrada forma de reaccionar y se dispuso a disfrutarla de todas formas. Apoyó la cabeza en el hombro de Mac, cerró los ojos y se aferró con más fuerza a su cuello.
—Está bien, la curiosidad me está matando —dijo Mac al cabo de unos instantes, en un tono algo gruñón. Julie abrió los ojos y vio que ya estaban muy cerca de su objetivo: sus largas zancadas se comían el terreno que pisaba—. ¿Quieres decirme qué diablos llevas en la cara?
Durante unos instantes, Julie no supo a qué se refería. Luego recordó la mascarilla y se sorprendió al sonreír. Allí estaba ella, con aquella pinta de monstruo de las cavernas, abandonándose a la fantasía romántica de ser transportada en la oscuridad por un hombre que estaba más bueno que el pan. ¿Es que en la vida nada era perfecto o qué? Al menos, en la suya no.
—Barro.
—¿Acostumbras a dormir con la cara embadurnada de barro? —Mac parecía interesado.
—Es una mascarilla. Para la piel. Iba a darme un baño antes de meterme en la cama y me había puesto una mascarilla. Entonces lo he visto el espejo, antes de meterme en la bañera.
Julie se estremeció y se aferró a Mac con más fuerza. El recuerdo del instante en que había visto a su agresor reflejado en el espejo era muy vívido, demasiado vívido para soportarlo. Intentó apartarlo de su mente; pero le fue imposible. Recordó su voz interior. Se le erizó todo el vello del cuerpo al darse cuenta de que había estado advirtiéndola. Debía de ser una especie de sexto sentido. De algún modo, había sabido que en su casa había alguien.
Eso también la asustó. No le gustaba la idea de saber cosas que no sabía que sabía.
—¿Cómo has sabido que corría peligro? —Tal vez Mac tuviera también un sexto sentido.
—Querida, te has puesto a gritar como una loca. Yo estaba junto a la piscina cuando empezaste. Por cierto, oírte me ha quitado veinte años de vida. —Respiró hondo—. Luego he comprobado que ya había entrado alguien antes que yo. No ha sido el mejor momento de mi vida, permíteme que te lo diga.
Los dos permanecieron en silencio durante un instante. Las pisadas de Mac en la hierba y el chirriante coro de insectos eran los únicos sonidos. La luna bañaba el parque con una luz espectral. Julie descubrió que los columpios adquirían un aspecto completamente distinto por la noche. Un aspecto siniestro.
Notó un escalofrío en la columna y comprobó que el horror por haber sido agredida en su propia casa seguía con ella, agazapado en las células de su cuerpo para volver a emerger a voluntad, como un virus de singular virulencia. Ya nunca, se temía Julie, volvería a sentirse del todo segura. Si podía ocurrir allí podía ocurrir en cualquier sitio, incluso en aquel inofensivo parque infantil. «Teme lo peor», parecía ser el nuevo leitmotiv de su cuerpo escaldado. Gracias a Dios, Mac estaba con ella. De lo contrario, el miedo le habría hecho perder la cabeza.
No, si Mac no hubiera estado con ella, Julie no estaría ahora en aquel parque infantil tan alegre de día y tan siniestro de noche, sintiéndose atenazada por los fantasmagóricos columpios.
Tal vez no estaría en ninguna parte. Ese pensamiento le provocó más escalofríos. Mac debió de notar que estaba temblando, porque la abrazó más fuerza, apretándola contra su pecho.
—Gracias, Mac.
—¿Por qué? —Él la miró de soslayo. Su rostro estaba muy cerca.
—Creo que me has salvado la vida.
Mac gruñó.
—No pasa nada.
—¿Y si nos persigue hasta aquí? —Julie casi susurró. El miedo estaba volviendo a apoderarse de ella, azuzado por su aislamiento, por la oscuridad, por la sensación de que podía haber cualquier cosa acechando entre las sombras. Miró con temor a su alrededor.
—Yo te protegeré pase lo que pase, te lo prometo. Pero no necesitas preocuparte: no vendrá. Ya debe de estar bien lejos, créeme.
—Llevas un arma, ¿verdad?
—Sí.
—Sabes cómo usarla, ¿no?
Sus labios se crisparon.
—He sido policía. Y antes estuve en las fuerzas especiales del ejército. ¿Hace eso que te sientas más tranquila?
—Un poco. No, mucho, en realidad. Julie se sintió mareada y volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Mac. Él la miró.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Por qué dejaste de ser policía?
Mac tensó la mandíbula. Julie notó que se ponía rígido. Durante unos instantes, creyó que no iba a responder y alzó la cabeza para mirarlo. Sus ojos se encontraron, pero Mac apartó la mirada enseguida.
—Me echaron.
—¿A ti? Julie se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que haber sido expulsado de la policía era lo último que ella pensaba que pudiese sucederle a Mac. Sin tener en cuenta lo de Debbie, era la persona más formal que ella había conocido en su vida.
Mac suspiró.
—Me pescaron en posesión de drogas incautadas como pruebas. Había una porrada de personas dispuestas a declarar que yo era traficante. Me echaron. Me habrían llevado a juicio, pero el departamento no quería publicidad.
—Eras inocente. —Para ella era incuestionable.
—Sí, lo era. El tipo que yo investigaba entonces me la jugó antes de poder echarle el guante.
Llegaron a la fuente y él la dejó en el suelo, sujetándola por la cintura con ambas manos y permaneció a su espalda, protegiéndola con su cuerpo. Julie se enjuagó la boca varias veces, luego se limpió la cara y la garganta, que le dolía por fuera pero no demasiado al tragar. Al parecer no había daños internos, concluyó, y dio gracias a Dios. El agua estaba bastante tibia, pero la ayudó a reponerse un poco. Después de limpiarse la mascarilla y refrescarse la cara unas cuantas veces más, Julie se sintió casi normal. Cuando terminó volvió la cabeza para mirar a Mac, parpadeando y secándose las mejillas con los dedos.
—Toma. —Mac le dio la vuelta, asiéndola por las caderas, y le secó la cara con el borde de la camiseta.
—Ahora tienes la camiseta mojada.
Julie se enderezó, sosteniéndose en la cintura de Mac. Cuando él se movió, notó sus músculos tensándose bajo sus dedos.
—Sobreviviré.
Mac alargó el brazo y tiró de la goma que le recogía el pelo. De todas firmas, tenía la cola muy maltrecha. Los mechones se le enroscaban alrededor de las orejas y el cuello y le hacían cosquillas en las mejillas. Cuando Mac le quitó la goma, el pelo le cayó sobre la cara. Julie sacudió la cabeza para devolver a su sitio sus ondas rebeldes e hizo una mueca al notar una punzada de dolor. Mac le dio la goma y ella se la puso en la muñeca.
—Mejor —dijo Mac, mirándola con atención—. Aunque no es que no estuvieras guapa con la cara embadurnada de barro y el pelo recogido como si fuera una fregona.
Julie sonrió.
—Mentir te va a traer problemas un día de éstos.
Durante unos instantes, él se limitó a mirarla sin decir nada. La asió por los hombros. El calor de sus manos le quemó la piel. Ahora estaba muy cerca de ella. Los senos de Julie casi rozaban su pecho; su pelvis estaba a escasos centímetros de la cremallera de sus vaqueros. Un repentino y sensual deseo cobró vida en las entrañas de Julie. Se estremeció, recordando la forma en que Mac la había besado antes, agradeciendo el recuerdo porque anulaba todos los horribles pensamientos de lo que había sucedido en casa. Él se movió ligeramente, como si estuviera inquieto, y Julie alzó la vista. Sus ojos se encontraron. Mac tenía el ceño fruncido y, de repente, el aire que los separaba se cargó de electricidad. Julie despegó los labios. Respiró más aprisa. Mac se aferró con más fuerza a sus hombros.
Julie se sintió mareada, y no creía que fuera por el golpe que había recibido en la cabeza.
—Tenemos que irnos. ¿Crees que podrás caminar? —El tono abrupto de Mac no logró ocultar el ardor de su mirada.
Julie le sonrió como si estuviera soñando. La alternativa suponía que volviese a tomarla en sus brazos y la transportara en la oscuridad de la noche. Todos los átomos de su cuerpo se derritieron ante aquella perspectiva. En alguna parte de su cerebro, Julie reconoció que la debilidad y el temor la hacían vulnerable e intentó contener su deseo. Quería estar en brazos de Mac, pero se recordó que esa clase de deseos podían ser peligrosos.
—Puedo andar. —Su tono expresaba mucho más vigor del que sentía en realidad.
Mac la soltó y Julie se alegró y se lamentó al mismo tiempo de que le hubiera tomado la palabra. En lugar de tomarla en sus brazos, Mac le pasó un brazo por la espalda con el decoro que podría haber mostrado con una tía soltera y la instó a andar. Apretando la mandíbula con determinación, Julie se puso en camino, respirando aquel aire nocturno que, descubrió, no comportaba revitalización alguna. Consiguió dar media docena de pasos. Luego las piernas le flaquearon y se dobló como un acordeón. Mac la sostuvo por la cintura justo a tiempo, evitando que cayera de bruces en la hierba.
—Al infierno —dijo Mac, enojado en apariencia, y la tomó en sus brazos. Por mucho que lo intentó, Julie no pudo lamentarlo. Estaba mareada y se sentía desfallecer; aunque tuvo fuerzas suficientes para abrazarse a su cuello. Fue entonces cuando Julie supo la horrible verdad: hubiera peligro o no, en brazos de Mac se sentía como en casa.
Durante un par de zancadas, ninguno de los dos dijo nada. Julie inhaló el suave olor a cerveza y almizcle que emanaba el cuerpo de Mac y se apretó contra él tanto como pudo. Él se limitó a andar y respirar.
Entonces Mac gruñó disgustado. Sus manos —una en el muslo desnudo de Julie y la otra justo debajo de su seno derecho— se tensaron.
—Sólo por curiosidad, ¿llevas algo debajo del camisón?
Julie lo miró, admirando sus clásicas y perfiladas facciones y comprobando, no sin cierto interés, que, en las circunstancias apropiadas, a los hombres rubios también les crecía una considerable barba a lo largo del día.
—No. Nada.
—Eso me parecía a mí.
Julie se dio cuenta de que Mac estaba sudando y observó con interés las gotas que prelavan su frente; no creía que se debieran al esfuerzo. De hecho, la había llevado desde el coche hasta la fuente sin dificultad; con caderas anchas o sin ellas, Julie no pesaba mucho.
—¿Por qué? —preguntó ella al ver que él no añadía otro comentario.
—Por nada.
Llegaron al coche. Sin soltarla de la cintura, Mac la dejó en el suelo para abrirle la puerta. Bajándose el camisón —se le había subido mientras iba en brazos de Mac—, Julie se dejó caer contra él. Ahora tenía el hombro desnudo apoyado en el pecho de Mac y la cadera pegada a su abdomen. Cambió de postura, rozándole la entrepierna con la cadera. El bulto era palpable. Julie se dio cuenta y esbozó una sonrisa muy femenina.
—¿No te gusta mi camisón? —Estaba coqueteando con él, coqueteando clara y abiertamente, aunque las sienes le latieran y le doliera la garganta. Julie se dio cuenta de que llevaba años sin hacerlo. Volver a coquetear, descubrió, era divertido.
Mac la miró, pensativo. La puerta, ahora abierta, aguardaba a su espalda como unas fauces hambrientas, pero Julie aún no estaba lista para que la engulleran.
—Eso depende. —Mac había hablado con cautela y ahora estudiaba su rostro. Parecía haber tomado una decisión. Tensó la mandíbula, apretó los labios y añadió, en tono más firme—: Ahora sé buena chica y métete en el coche.
Cuando Julie no se movió y se quedó allí, mirándolo con una beatífica sonrisa, Mac hizo una mueca y la metió en el coche sin demasiados miramientos, levantándole las piernas al ver que ella tardaba en hacerlo, tirando del cinturón e inclinándose sobre su cuerpo para abrochárselo.
—¿Depende de qué? —Enfurruñada, Julie le introdujo la mano por debajo de la camiseta, apreciando la textura de su cálida piel satinada, su estomago suave y duro, su fornido pecho. Mac se quedó paralizado al notar su mano y, cuando los dedos de Julie siguieron ascendiendo, hundiéndose en la suave alfombra de vello que descubrieron, la miró a los ojos. Sus rostros estaban tan cerca que Julie notó su cálido aliento sobre la piel.
Los ojos de Mac eran ardientes, su boca era provocativa como el infierno. Julie no podía apartar los ojos de ella. Dejó la mano posada en su pecho, abriendo la palma, hundiendo los dedos en los sedosos rizos. Sentía los rítmicos latidos de su corazón.
—De a qué te referías antes cuando dijiste que no te acostarías conmigo.
La voz ronca de Mac la hizo respirar más aprisa. Despegó los labios. Instivamente, los acercó a los de él.
Mac entornó los ojos, apretó los labios y retiró la cabeza. Luego le asió la mano y la apartó, a pesar de la protesta de Julie.
—¡Mac!
Él vaciló, apretó la mano con más fuerza, y sus ojos volvieron a encontrarse. La electricidad fluyó entre los dos con tanta fuerza que casi encendió el aire. Mac musitó algo parecido a «maldita sea», bajó la cabeza y la besó en los labios con tanta avidez y apremio que Julie sintió un mareo mayor al que ya sentía. Cerró los ojos. Despegó los labios. El beso de Mac era ardiente, intenso, con un ligero sabor a cerveza, y ella respondió con fogosidad. Sus partes íntimas se tensaron y empezaron a palpitar. Sus senos buscaron su cuerpo con avidez. Entrelazaron los dedos de sus manos. Adelantando la cabeza, siguió besándolo y le guió la mano hasta su seno, colocándola extendida sobre él. Percibió su calor a través de la fina capa de seda y vibró de deseo al notarla fuerte y pesada sobre su aquella suave turgencia. Sentir su mano era tan agradable, tan increíblemente placentero…
Durante unos instantes, mientras Mac tenía la mano sobre su seno y a ella se le erizaba el pezón, Julie pensó que él no respondería. Entonces Mac emitió un ruido gutural, la besó con un ardor que le quemó en su interior y su mano reaccionó, tensándose y estrujándole el seno con una necesidad similar al ansia. Julie notó las palpitaciones de su corazón. Sus partes íntimas vibraron. Sintió cosquillas en los dedos de los pies. Sus besos la enloquecían. Mac le acarició el seno; le estimuló el pezón con el dedo pulgar. Julie se movió muy despacio, acercándose a él tanto como se lo permitió el cinturón de seguridad abrochado. Le pasó una mano por detrás del cuello, instándolo a que se aproximara todavía más. Notó una deliciosa sensación en las entrañas que la incitó a gemir y arquear la espalda y después Mac se apartó, despegando la boca de la suya, retirándole la mano del pecho, poniendo distancia entre los dos cuando lo único que Julie quería era estar tan cerca de él como la ropa que llevaba puesta.
Julie abrió los ojos y su mirada le dijo a gritos ahora o nunca; de palabra jamás habría sido tan directa. En lugar de ello, pestañeó y le animó con un provocativo murmullo.
—Mac…
Él entornó los ojos.
—No juegues conmigo, Julie, o podría olvidar que acaban de darte un golpe en la cabeza y te han molido los sesos.
Y dicho aquello, le soltó la mano y se retiró, sin más, cerrando la puerta y rodeando el coche para montarse en él.
—A mí —dijo Julie con toda la dignidad de la que fue capaz, cruzando los brazos sobre los senos, aún excitados, y mirándolo ceñuda mientras giraba la llave de contacto— no me ha molido nadie los sesos.
—Ya me lo dirás cuando te haya examinado el médico. —El coche se puso en marcha.
—Tal vez sólo esté reconsiderando mi postura.—Julie pasó el dedo por su brazo enjuto—. Después de todo, ¿por qué no iba a acostarme contigo?
—Porque no es buena idea. —Mac retiró el brazo.
Julie desistió.
Ahora ya estaban en movimiento. El coche se internó en la oscuridad, dejando atrás el parque. En poco segundos volvían a transitar entre casas a oscuras que albergaban familias plácidamente dormidas.
—¿Por qué no es buena idea? ¿No quieres acostarte conmigo? —Julie se irguió con petulancia, mirándolo de soslayo.
Mac se echó a reír. Estaban pasando frente a la zona comercial y, a la luz de las farolas y de los establecimientos que nunca cerraban, Julie pudo ver sus facciones con bastante claridad. Estaba.., mejor que el helado de chocolate. Y también parecía remorderle un poco la conciencia.
—¿Qué significa eso?, ¿sí o no? —Mac notó cierta crispación en su voz.
—Yo diría que significa… sí.
Julie apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y lo fulminó con la mirada, exasperada.
—Entonces, ¿qué problema tienes?
Mac la miró.
—Mi problema es que tendremos que mantener esta conversación cuando tú no estés hecha unos zorros. —Julie entendía que había sonado demasiado paciente para su gusto.
—Eso es absurdo.
Mac se encogió de hombros.
—Tal vez.
Julie hizo una mueca.
—Gallina.
—Has acertado —dijo él, y cloqueó—. Ya hemos llegado.
Para enojo de Julie, parecía aliviado.
Mac dejó el coche en el aparcamiento situado a la izquierda de urgencias y apagó el motor. Luego permaneció sentado un momento con las manos en el volante, contemplando el aparcamiento casi lleno con expresión ceñuda. El amarillento resplandor de las farolas que iluminaban la zona le permitió a Julie observarlo con claridad. Tenía la boca y la mandíbula tensas; había dureza en sus ojos.
—¿Qué? —preguntó Julie cuando él no dijo nada.
—Está bien. —Su tono fue brusco. La miró de soslayo—. Necesito saberlo. ¿Te ha violado? —Mac se aferró al volante hasta que los nudillos se le quedaron blancos.
—No. ¡No! —Julie tragó saliva para combatir la repugnancia que el recuerdo de la brutal agresión le provocaba—. Él… Creo que su intención era ésa, pero no ha podido.
—¿Por qué no? —Mac la miraba ahora a los ojos y había suavizado el tono. Relajó la tensión de su cuerpo. Incluso se aferró al volante con menos fuerza.
—Le mordí la nariz. Luego eché a correr.
Un breve silencio.
—¿Le mordiste la nariz?
Julie asintió.
—Muy fuerte —añadió, recreándose en el recuerdo—. La oí crujir. Empezó a sangrarle. Gritó y se echó atrás, y yo salté de la cama y me eché a correr.
Mac se quedó mirándola como si no diera crédito a sus oídos. Relajó la expresión y sonrió levemente.
—Tiene sentido. —Parecía divertido—. Eres la monda, ¿lo sabías? La monda.
—Entonces, acuéstate conmigo. —El tono de voz de Julie no pretendía otra cosa que resultar seductor. Lo miró a los ojos.
—Más adelante —dijo Mac—. Tal vez.
Extrajo la llave de contacto y salió del coche. Julie se dio cuenta de que volvía a encontrarse mal, estaba mareada y sentía náuseas, y pensó que Mac quizá tuviese razón: tal vez estuviera hecha unos zorros. O quizá se sentía mal porque hablar de la agresión de forma tan gráfica le había llevado a revivirla. Minutos antes, mientras coqueteaba con Mac, aquella pesadilla le había parecido muy lejana en el tiempo y en el espacio, casi como si le hubiera sucedido a otra persona.
Julie cayó en la cuenta de que aquel distanciamiento era, sin lugar a dudas, un mecanismo de defensa. Fuera lo que fuese, su efecto protector había ahora desaparecido y ella se encontraba fatal.
Mac abrió la puerta y se inclinó para desabrocharle el cinturón. Esta vez, Julie no se movió; se quedó sentada con las manos sobre su regazo, intentando contenerse para no vomitar. Mac le quitó el cinturón y la observo un instante para comprobar su estado.
—Aguanta unos minutos más, chica dura —dijo en un tono que era a la vez tosco y tierno, y la rodeó con los brazos para levantarla. Julie no respondió. Estaba demasiado ocupada intentando no echar hasta la papilla. En lugar de hablar, se abrazó a él, apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos, confiando en que Mac se ocuparía de todo; se ocuparía incluso de ella.
Era asombroso cuánto había llegado a confiar en él en un lapso de tiempo tan corto.
—Cuando entremos —dijo Mac, dirigiéndose a la sala de urgencias con ella en brazos—, tienes que hacer lo siguiente…
Más tarde, cuando llegaron Sid y la policía, y diez minutos después la madre y la hermana de Julie, más frenéticas todavía que el marido de Julie, Mac se parapeto detrás del ficus y los periódicos que le habían servido para pasar desapercibido y salió del hospital. Allí dentro la función había empezado. Él no quería tomar parte en ella. Y Julie ya no lo necesitaba, al menos de momento.
El amanecer estaba empezando a perfilar el horizonte con un resplandor anaranjado. A pesar de la hora, Mac se puso manos a la obra de inmediato. Se metió en el taxi que le esperaba y realizó otra llamada en cuanto arrancó.
Cuando Madre respondió, a todas luces contrariado de que hubiesen interrumpido sus dulces sueños, Mac le cortó en seco con dos palabras muy bien escogidas.
—Necesito información.