Capítulo 3

Julie dobló otra esquina, miró a su alrededor y, por tercera vez en quince minutos, apretó el botón que bloqueaba las cuatro puertas del coche para asegurarse de que las puertas estaban cerradas. De acuerdo, conducir un flamante Jaguar plateado por el mismo centro del barrio chino un viernes por la noche seguramente no era lo más inteligente que había hecho en su vida. Pero, por otra parte, cuando había salido de casa no sabía adonde se dirigía, así que nadie podía acusarla de ser imbécil por completo. Estando en la cama, al oír el ruido amortiguado de la puerta del garaje, había tomado una decisión y había salido tras Sid. Lo había seguido a ciegas, desesperada por averiguar a qué lugar acudía siempre que se marchaba a hurtadillas, convencido de que ella ya estaba dormida, y había terminado justo en ese lugar. Lo cual no dejaba a su matrimonio en muy buen lugar, ¿verdad?

A lo largo de la calle había carteles de neón que anunciaban ¡CHICAS! ¡EN VIVO! ¡EN DIRECTO! y PELÍCULAS PARA ADULTOS y XXX. Sabiendo lo que eso significaba, a Julie le pareció que el nudo que se había formado en la boca de su estómago la oprimía siete veces más.

Sid tenía cuarenta años y, por lo que ella sabía, estaba sano como un caballo. Ella tenía veintinueve y una figura esbelta y cimbreada que se esforzaba por conservar: piernas impresionantes, si no estaba feo decirlo, larga cabellera negra que se ondulaba de forma natural con aquel calor sofocante, y un rostro que la había salvado de seguir viviendo en la miseria. Era limpia, olía bien, usaba lencería de la mejor calidad… En otras palabras, no había absolutamente nada en ella que pudiera apagar el deseo de su esposo.

Hacía ocho meses que ella y Sid no hacían el amor. Y, desde luego, no era porque Julie no se interesara ni se esforzase. Pero intentar llevarte a la cama a tu propio esposo sin éxito es, cuando menos, un duro golpe para el ego.

En particular para alguien que en un tiempo había estado considerada la muchacha más guapa de Carolina del Sur.

La excusa de Sid, cuando ella abordaba el tema de su desastrosa vida sexual, era que el trabajo le estresaba en exceso, y, acto seguido, le rogaba que hiciese el favor de dejarlo en paz. Sid era contratista y, junto con su padre, recientemente jubilado, dirigía All American Builders, una próspera empresa que amasaba fortunas construyendo urbanizaciones y casas de lujo por todo el estado. A Julie no le extrañaba que estuviese estresado.

Pero ¿lo estaba tanto como para no poder hacer el amor? Imposible.

Julie tardó un tiempo en sacar algo en claro, pero el lunes anterior había encontrado en su botiquín pastillas romboidales azules de Viagra mezcladas con vitaminas. En un principio, recobró la esperanza y esperó resultados, llena de optimismo. Estaba segura de que Sid había decidido visitar a un médico para solucionar su pequeño problema. Pero todo siguió igual. El lunes había contado ocho pastillas. Aquella noche, la del viernes, volvió a contarlas y comprobó que sólo quedaban seis.

Por ese motivo se había puesto su salto de cama más provocativo, y hasta había bajado al estudio para asegurarse de que Sid la veía. Luego se había metido en la cama, aguardando su visita.

El resto, como suele decirse, era historia. De repente, el enigma se había resuelto.

Sid mantenía relaciones sexuales, de acuerdo, pero no con ella.

Como mínimo, al parecer no le había mentido al decirle que el estrés le causaba problemas en el terreno sexual.

Julie tenía ganas de vomitar desde que el ruido de la puerta del garaje la había despertado. Era duro admitir que su matrimonio de cuento de hadas, donde Sid la había rescatado de la pobreza como a Cenicienta, tenía tanto futuro como los mortales accidentes de tráfico del día anterior. Para empeorar las cosas, toda su familia dependía de Sid: su madre y su padrastro vivían en una de sus casas; el marido de su hermana era el vicepresidente de su empresa, un empleo con el que obtenía al menos el triple de lo que merecía, lo suficiente para que Becky pudiese quedarse en casa con sus dos hijas.

Divorcio era una palabra muy fea. Pero a Julie le dio la impresión de que era algo inminente.

Hasta hacía tan sólo unos minutos, cuando al fin había tenido el suficiente sentido común para sumar dos y dos y obtener cuatro, no se había permitido plantearse seriamente el poner fin a su matrimonio. «Quizá —se decía una y otra vez—, las cosas mejoren. Quizás el estrés laboral sea la verdadera razón de que Sid haya dejado de interesarse sexualmente por mí.» Quizás incluso existiese también otra explicación del todo razonable para justificar la frialdad y la brusquedad con que la trataba la mayor parte del tiempo, así como para las noches que dormía en la habitación de invitados, y para sus salidas nocturnas cuando ella se iba a la cama…

Sí, y quizá los cerdos tuviesen alas.

Julie le había preguntado a Sid sobre todas aquellas cosas, con buenos modales y a gritos, y de todas las formas posibles entre ambos polos. Él respondía que la presión para mantener un nivel de vida al que ella no estaba acostumbrada lo había despojado de su virilidad y le producía insomnio. Dormía en la habitación de invitados porque no quería que su insomnio la afectara a ella, y cuando no lograba conciliar el sueño, se montaba a veces en el coche y salía a dar una vuelta por sus urbanizaciones. Mirar las casas que había construido le relajaba.

La respuesta de Julie era «no cuela».

Pero aun así, por cobardía, se había esforzado en creerlo. Un hogar estable y un matrimonio estable tenían mucho valor para ella. Siendo niña, su madre, su hermana Becky y ella habían sufrido tal precariedad económica que en más de una ocasión tuvieron que alojarse en albergues para indigentes. El hambre no era un concepto abstracto que afectase sólo a los niños de África; por experiencia, ella sabía exactamente de qué se trataba. Su belleza las había sacado a ella y a su familia de aquel infierno y la había llevado a encontrar a Sid, el apuesto millonario con quien ella había soñado toda su vida. Se había enamorado perdidamente de él cuando apenas tenía veinte años, y Sid, por su parte, parecía adorarla. Pero, sin saber cómo, en el transcurso de sus ocho años de matrimonio todo se había ido al traste.

Su amor se había esfumado como el aire de un neumático cuando se fruta de un diminuto pinchazo: fue tan gradual que no se dieron cuenta hasta que el neumático ya estaba desinflado.

Y ahora, a la una menos cuarto de la madrugada, estaba detenida en un atasco en aquella calle clasificada X, justo a una manzana de Ciudadela, espiando a su esposo. Y, por lo que ella sabía, sin duda no había en la vecindad casa alguna que él hubiese construido.

Debería dar media vuelta y regresar a casa, se dijo Julie. Sid la mataría si la sorprendía siguiéndolo; además, ya lo había perdido. Lo único que había visto era cómo su gran Mercedes negro enfilaba aquella calle.

Cuando ella hizo lo mismo minutos después, nada: ni rastro de Sid.

Pero sí había muchas otras personas que le recordaron que traer el Jaguar no había sido buena idea. Las chicas que hacían la calle, sin ir más lejos, que observaban el coche con el signo del dólar dibujado en los ojos. O IOR sórdidos personajillos que le echaban miradas furtivas antes de meterle en un cine porno. O el calvo tatuado y sin camisa que cruzó la calle justo delante de ella, golpeando el capó con un puño y sacándole lascivamente U lengua al pasar.

Se acabó. Misión fallida. Volvía a casa. Quien da media vuelta y huye vive para seguir a su esposo otro día.

Julie entró en el aparcamiento más próximo, dio la vuelta y frunció el entrecejo al ver que una abollada camioneta azul que había entrado tras ella obstruía la salida.

Su preocupación aumentó cuando las puertas de la camioneta se abrieron y bajaron un par de cabezas rapadas vestidos con vaqueros muy desgastados y camisetas ceñidas. Cuando se acercaron al Jaguar, Julie se alarmó. Miró a su alrededor y supo que no tenía escapatoria. Los coches estacionados cercaban el aparcamiento por todos los flancos. Sólo había una salida, y la camioneta la obstruía.

De forma instintiva, volvió a apretar el botón para bloquear las puertas del coche. Una precaución absurda, porque ya lo estaban. Y también las ventanillas. Los gamberros seguían acercándose. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía el teléfono móvil en el bolso. Abrió la cremallera con brusquedad y se puso a revolverlo frenéticamente. Un cepillo de pelo, maquillaje; un montón de potingues inútiles. ¿Dónde diablos estaba el teléfono?

Justo cuando lo encontró, oyó unos golpecitos en su ventanilla. Julie alzó la vista y vio a un energúmeno sonriéndole a través del cristal.

—Eh, abre el coche.

Su tono era casi amable, pero la pistola que llevaba no lo era.

Julie sintió pánico. Dios del cielo. Estaban a punto de robarle, o de quitarle el coche, o de algo peor. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? El tenía un arma. Y ella únicamente un teléfono móvil.

En caso de producirse un duelo, Julie estaba segura de que el gamberro le dispararía antes de que ella hubiera terminado de marcar el número de la policía.

Ocurriera lo que ocurriese, sería imposible mantenerlo en secreto. Sid se enteraría. Y si su esposo descubría que lo había seguido hasta allí, la mataría; partiendo de que siguiera viva, naturalmente. Pensar en que Sid iba a enterarse de lo que había hecho la asustaba, pero el delincuente de la ventanilla suponía una amenaza más inmediata.

—He dicho que abras la puerta, zorra.

Sus palabras no sonaron tan amables esta vez. Había estado sosteniendo el arma a la altura de la cintura, ahora la apuntaba hacia ella.

Julie se imaginó una bala destrozando el cristal y penetrando en su carne.

El corazón le latía tan aprisa que podría haber corrido un kilómetro en cuatro minutos. Tenía la boca seca. Sabía que debía atacar o salir huyendo y se decantó por lo segundo. Puso la marcha atrás y apretó a fondo el acelerador tocando la bocina al mismo tiempo. El Jaguar salió disparado. La bocina hizo un ruido atronador. Los gamberros renegaron y fueron tras ella.

El Jaguar se empotró en el lateral de un Chevy Blazer negro que en aquel preciso momento estaba dando marcha atrás.

El impacto empujó a Julie hacia delante y detuvo bruscamente el movimiento del Jaguar. Casi al mismo tiempo, alguien rompió la ventanilla, llenando de cristales el interior del coche. Cuando Julie volvió la cabeza, vio que el mismo gamberro de antes introducía el brazo y levantaba el seguro. Después, si el más mínimo reparo, abrió la puerta, desabrochó su cinturón de seguridad y la sacó del coche de un tirón.

Julie cayó al suelo, golpeándose en el trasero y en los codos, y se puso a gritar. Los gamberros se metieron en el coche. Julie apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que su Jaguar y la camioneta que obstruía la salida salieran a toda velocidad del aparcamiento.

La mala noticia era que le habían robado el Jaguar. La buena, que estaba relativamente ilesa.

El quejumbroso lamento de una guitarra y el rumor de voces, a cierta distancia, la sacaron de su estado de shock. Realizó un rápido inventario y descubrió que aún tenía el teléfono en la mano. Había perdido el coche, pero conservaba el teléfono. Marcó nerviosamente el primer dígito y luego se detuvo; había recobrado la suficiente claridad mental como para analizar la situación. Estaba tirada en el aparcamiento de algún local de destape en el barrio chino de Charleston, tendida en un suelo que irradiaba suficiente calor para tostar pan incluso a aquellas horas de la noche, vestida únicamente con su provocativo salto de cama y unas zapatillas deportivas. Tenía el trasero magullado, le dolían los codos… y se habían llevado su Coche. ¿Cómo iba a explicárselo a Sid?

Oh, Cielo Santo, ¿y si salía en la prensa?

Llamar a la policía tal vez no fuera buena idea, pensó con el dedo todavía sobre el botón. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿Se ha peleado con su novio?

Era una voz masculina, pero lo que vio al alzar la vista parecía cualquier cosa excepto un hombre. Zapatos acharolados de tacón de aguja color negro tan grandes como barcas. Musculosas pantorrillas enfundadas en tupidas medias negras. Falda roja de lentejuelas que sólo alcanzaba hasta muy por encima de un par de atléticas rodillas. Blusa negra muy escotada adornada con un pañuelo de topos rojos y negros. Pechos del tamaño de Conos de tráfico. Cabellera rubia platino. Barbilla firme y enjuta y facciones viriles que la gruesa capa de maquillaje apenas lograba disimular. Todo ello incluido en un físico de hombros anchos y caderas estrechas de más de metro noventa. El aspecto, en líneas generales, era un cruce entre Dolly Parton yTerminator.

Julie debió de quedarse con la boca abierta, porque aquel individuo le repitió la pregunta con una nota de impaciencia en la voz. Al recordar el embrollo en el que se encontraba, Julie casi olvidó con quién estaba hablando.

—¡Me han robado el coche! Dos delincuentes… me han robado el coche.

Julie se puso en pie. Ignoró las punzadas de dolor en las nalgas y en los codos y miró inútilmente hacia donde había desaparecido su coche. La calzada y las aceras seguían colapsadas, con coches como de peatones, pero su Jaguar se había volatilizado. Tampoco vio la camioneta. Había un cruce a media manzana de allí. Podrían haber girado a la izquierda… o a la derecha.

Julie sintió que le flaqueaban las piernas y se tambaleó un poco antes de recobrar fuerza en las rodillas. Una mano que le resultó extrañamente masculina la sostuvo por el brazo.

—¿Está borracha? —También la voz le resultó sorprendentemente masculina, dado el aspecto de su dueño, y percibió en ella una nota de censura. Julie alzó la vista y se encontró con unos ojos azules enmarcados por dos arcos simétricos de sombra de ojos azul celeste, unos labios escarlata y un mentón firme sin apenas sombra de barba; supo entonces lo que era estar desesperada. No iba a encontrar ayuda en aquel lugar.

—¡No! —Impaciente, se soltó de un tirón, alzó el teléfono y marcó el segundo dígito. Luego se detuvo. Sid…

—Le ha dado un buen golpe a mi todoterreno, ¿sabe usted? ¿Tiene permiso de conducir? ¿Y seguro?

—¿Qué? Julie estaba tan ocupada sopesando los pros y los contras de todas sus opciones que había apartado de su mente prácticamente todo lo demás.

—¿Permiso de conducir? ¿Seguro? Ya sabe… La clase de información que intercambian las personas cuando tienen un accidente.

Julie respiró hondo e intentó concentrarse en lo que le estaban diciendo. Había que abordar los problemas de uno en uno. Era evidente que aquel híbrido de Arnold y Dolly temía tener que solucionar aquel fregado solo. Echó un vistazo al coche y vio que los daños eran sustanciales. La abolladura se extendía desde el centro de la puerta trasera derecha hasta el tapacubos de la rueda.

—Sí, sí, por descontado. Tengo permiso de conducir y seguro. Oh, pero mi bolso está en el coche. Me han robado el coche. Tengo que recuperarlo. —Julie fue a marcar el último dígito y volvió a detenerse, mirando hacia el cruce con desesperación. No había duda: el Jaguar había desaparecido hacía ya rato. Era imposible que Sid no se enterara. Lo mejor sería llamar a la policía y terminar con aquello cuanto antes.

Pero Julie seguía sin tenerlo claro, se devanaba los sesos para hallar una alternativa; si es que la había. Miró suplicante a su interlocutor y comprobó que él se la estaba comiendo con los ojos. Casi pondría la mano en el fuego. La habían mirado así tantas veces que no creía poder equivocarse.

Se echó a reír, al borde de la histeria. ¿Qué más podía ocurrir aquella noche? Su esposo, que a todas luces la engañaba, había salido a hurtadillas de casa cuando ella se había ido a dormir. Julie lo había seguido hasta una zona de la ciudad que debería estar tomada por la policía antivicio. Había tenido un accidente, la habían agredido y le habían robado el Jaguar. Y ahora estaba en el aparcamiento de algún antro nocturno, vestida únicamente con el cebo de satén rosa con el que pensaba atraer a su esposo, junto a una drag queen que la miraba con lujuria.

Era para llamar a la policía.

No le quedaban muchas más opciones.

El individuo terminó su repaso, alzó la vista y sus miradas se encontraron. La mirada de Julie era de indignación y desafío. No estaba de humor para que la acosara sexualmente una drag queen gigantesca, aunque Julie creyó reconocer algo muy viril en aquella mirada. Tras unos incómodos segundos, él volvió a darle otro repaso; esta vez con descaro.

A Julie se le erizó el vello y abrió la boca para soltarle toda una sarta de improperios.

Él se lo impidió.

—Querida, debería usted ponerse zapatos de tacón con la ropa que lleva —dijo en un tono de ligera desaprobación.

¿Le había estado mirando los zapatos? Julie estuvo a punto de echarse a reír como una loca. Se contuvo y optó por ahorrarse la retahíla de insultos con que pensaba dejarlo planchado. Respiró hondo para serenarse y miró a su alrededor.

Habían aparecido algunas personas en el aparcamiento desde que ella se había levantado del suelo: una pareja y una mujer muy arreglada se dirigían por separado a sus respectivos coches. Que ninguno de ellos se extrañara de ver a Julie de semejante guisa junto a aquella amazona babeando por sus zapatos, decía mucho sobre los códigos que imperaban en la zona.

No es que le importara. Lo único que deseaba era recuperar el coche y regresar a casa antes de que lo hiciera Sid. Pero ¿cómo se suponía que iba a hacerlo?

—Maldito Sid —musitó Julie en voz alta. Aquella catástrofe era por completo culpa suya.

—¿Señora Carlson? —le preguntó entonces la amazona con una ligera nota de incredulidad en la voz. Julie se sorprendió y alzó la vista. Aunque estaba convencida de que era imposible, las cosas se estaban poniendo todavía más feas; mucho más feas. Fuera quien fuese aquel individuo, conocía su nombre.

Julie creyó que el corazón iba a estallarle. Lo miró con los ojos muy abiertos. Despegó los labios para negarlo, pero se dio cuenta casi al instante de que haciéndolo sólo lograría ponerse en ridículo y enredar aún más las cosas. Ahora ya no había esperanzas de mantener el secreto. ¿Y si llamaba a la policía y terminaba con todo de una vez por todas?

—S…sí.

El desconocido entornó los ojos y esbozó una sonrisa.

—Vaya —dijo mientras volvía a mirarla de arriba abajo, esta vez con una expresión completamente distinta—. Esto sí que es una sorpresa. Julie no estaba segura de lo que había querido decir, pero sí de que no le daba buena espina.

—Hola, Debbie —los interrumpió una voz pastosa. Julie se dio la vuelta. La pareja, un hombre gordo y visiblemente ebrio con un traje muy arrugado y una hermosa rubia vestida con un elegante vestido de cóctel negro agarrada con fuerza de su brazo, se acercaron hasta ellos por detrás y se detuvieron. Era evidente que era la mujer la que sostenía al hombre, pues a duras penas se mantenía en pie. El desagradable olor a alcohol que desprendía era muy intenso. Arrugando la nariz de forma automática, Julie se dio cuenta que el saludo iba dirigido a la amazona. ¿Debbie? Julie lo miró. Era un nombre demasiado vulgar para un individuo tan extraordinario como aquél.

—¿Aún tienes la dirección? Vamos a pasárnoslo en grande. —El hombre apartó la mirada de Debbie para posarla en Julie, haciéndola estremecer—. Tu amiguita también está invitada.

—Oh, Clint, sabes que no me lo perdería por nada del mundo. —Debbie sonrió y habló en falsete, un tono del todo distinto al timbre masculino que había empleado con ella—. Tú y Lana podéis adelantaros. Yo iré enseguida.

—Acuérdate de que hay coca a mansalva. Lo único que tienes que traer, si quieres, es a tu amiguita, y estaremos de juerga toda la noche. Vamos a pasárnoslo en grande. —Clint sonrió a Julie con lascivia y ella se encogió. Llevándoselo a rastras, Lana se volvió para mirarla.

—Ni se te ocurra acercarte, zorra —le dijo en voz muy baja. Luego, señalando a Debbie con el dedo, añadió en voz alta—: Hasta luego, locas.

¿Locas? ¿Debbie? Para Julie fue como un puñetazo: Lana era un hombre. Se quedó con la boca abierta, mirando a la pareja mientras se alejaba dando tumbos hacia un extremo del aparcamiento. Aquella hermosa rubia que se contoneaba de forma tan sensual era un hombre.

—¡Se ha creído que soy un hombre! —exclamó Julie al caer en la cuenta.

Justo entonces se encontró con los ojos de Debbie. Sonreía, la situación parecía divertirle.

—Señora Carlson, en boca cerrada no entran moscas —bromeó, adoptando de nuevo su timbre viril. Después le dio unos suaves golpecitos en la floja mandíbula. Julie cerró la boca con un chasquido audible—. Debería sentirse halagada. Ha puesto celosa a Lana. Ya ha visto que de mí no tenía celos.

Durante unos instantes, Julie se sintió como Alicia tras caer en la madriguera del conejo. No cabía duda de que se encontraba en un universo paralelo. Pero recordó de pronto el lío en el que estaba metida y aquel pensamiento alejó todos los demás.

—Mi coche —se lamentó, y se dispuso a marcar el último dígito.

—¿Va a llamar a la policía o no? Tengo cosas que hacer. Y vamos a necesitar un atestado para el seguro.

Julie descubrió que cuando un travestido de metro noventa y pechuga descomunal se cruza de brazos, te mira con impaciencia y empieza a tamborilear en el suelo con su zapato de charol, el efecto resulta galvanizarte. Agarró el teléfono con más fuerza, pero no acababa de decidirse a marcar el último dígito.

Si lo hacía, el infierno se desataría en cuanto regresara a casa.

—Verá, tengo un problema, ¿de acuerdo? No quiero que mi esposo sepa que he salido esta noche —confesó Julie, dándose al fin por vencida. Debbie sabía quién era y, por lo tanto, era casi inevitable que conociera a Sid de una u otra forma, aunque le parecía alucinante que un macho como Sid pudiese conocer a una drag queen. Pero Debbie era una figura tan estrafalaria que incluso parecía factible confiar, siquiera un poco, en ella. También él debía de tener sus secretos. Además, Julie le había destrozado el coche, él quería llamar a la policía, y ahora Julie empezaba a tomar plena conciencia de lo poco apropiado que sería hacerlo. Seguro que todos los policías de Carolina del Sur conocían a su esposo o sabían quién era, y en cuanto ella los llamase, sería casi como si hubiera puesto un anuncio en el periódico explicando los pormenores de la catástrofe de esa noche. Si contándole a Debbie una mínima parte de la verdad él se solidarizaba con ella, y eso le daba tiempo para pensar, Julie estaba dispuesta a hacerlo.

—¿Ah, sí? —Debbie parecía más curiosa que solidaria, pero la curiosidad también valía. Había ahora más movimiento en el aparcamiento y junto a ellos pasó un Corvette rojo en dirección a la salida. Tocó el claxon y una mano perfecta, con las uñas pintadas de rojo, los saludó alegremente desde la ventanilla del conductor. Lana y Clint.

—Si sabe quién soy, debe de saber que responderé por los daños que he causado en su coche —dijo Julie—. Pero preferiría no tener que llamar a la policía.

—¿Eso es todo? —Debbie la miraba con curiosidad—. Suponga que nos metemos en mi coche, donde tendremos un poco más de intimidad, y usted me lo cuenta todo. Tal vez pueda ayudarla a salir de ésta.

Debbie volvió a sujetarla por el brazo antes de que Julie pudiese responder, instándola a que se dirigiera hacia su abollado vehículo. Julie lo miró, volvió a constatar el desconcertante contraste entre aquellos descomunales pechos cubiertos por una cascada de rizos rubios y los hombros de jugador de rugby, y tras ello cedió a la persuasión. Pedir ayuda a un estrafalario desconocido de identidad sexual cuestionable era casi tan absurdo como haber decidido seguir a Sid pero, dadas las circunstancias, no había otra opción que le atrajese más que aquélla.