Capítulo 10
Incluso con aquel sofocante calor, parecía tan fresca y tentadora como un helado de vainilla, enfundada en un vestido blanco que lograba, de algún modo, ser elegante y provocativo a la vez. Llevaba el pelo retirado de la cara y la reluciente cabellera negra le caía sobre la espalda como una cascada. Tenía el entrecejo fruncido y se protegía los ojos con una mano. Las piernas, largas y esbeltas, resplandecían a la luz del sol. Mac habría apostado cualquier cosa a que no llevaba medias y, muy a su pesar, se dio cuenta de que pensar en las piernas desnudas de Julie Carlson lo ponía aún más caliente que el asfalto.
Empezó a recordar sin pretenderlo escenas de la noche anterior: su olor y el dulce tacto de su piel cuando la abrazó; sus senos, firmes y redondos como naranjas, con unos pezones pequeños y enhiestos que parecían suplicar su atención, apretados contra su pecho; su incomparable culo cubierto por el satén rozándole la entrepierna; la suavidad de sus cálidos labios cuando le besó en la mejilla.
La verdad lo golpeó como un martillazo en la cabeza: su nueva clienta que, por avatares del destino, era la esposa de su peor enemigo, le ponía cachondo.
Se estaba metiendo en arenas movedizas y, si tan sólo tuviera el seso que Dios le había dado a los mosquitos, daría media vuelta y saldría antes de hundirse en ellas.
Debbie —no, Debbie no, ¿no le había dicho él que en el trabajo le llamaban Mac?— no parecía entusiasmado de verla, pensó Julie cuando se metió en el Blazer junto a él. Lo cual les dejaba en tablas, porque tampoco ella se alegraba de verlo a él. Al poco de decidir que contratar a un investigador privado era lo mejor que podía hacer, había empezado a arrepentirse. Si él no hubiese estado allí, Julie casi habría suspirado aliviada.
Pero entonces estaría sola. Pensarlo le dio escalofríos, a pesar del calor.
—Hola —dijo al cerrar la puerta. Luego sonrió con sinceridad cuando Josephine saltó a su regazo desde el asiento de atrás—. Hola, Josephine.
—Hola. —Mac estaba tan contento de verla como ella había presentido. Mientras rascaba a Josephine detrás de las orejas, llevándola al borde del éxtasis, Julie lo miró, frunciendo el entrecejo.
—Tenga cuidado. La matará a lametones.
—Me da lo mismo. —Julie siguió mirándolo, cada vez más preocupada, al tiempo que la perra le lamía la barbilla. Había algo en su expresión…—. ¿Sucede algo?
Sus miradas se encontraron y él la mantuvo un par de segundos. Luego le sonrió con ironía, torciendo la boca.
—¿Qué podría suceder? —Abrió la guantera y sacó una especie de pastelito reseco de un envoltorio de papel—. Josephine. —Cuando la perra lo miró, tiró el pastelito a la parte de atrás—. Para ti.
Ladrando de entusiasmo, la perra saltó al asiento trasero. Mac dio marcha atrás y empezó a hacer la maniobra de salida. Julie observó el juego de luces y sombras que provocaba su perfil griego y después, tras volver la cabeza, sus cinceladas facciones. Durante la noche, que había pasado en vela, la imagen de aquel hombre fue una de las muchas que se habían sucedido en su mente. Recordar la reacción que había experimentado su cuerpo al verlo encarnado en hombre había despertado sus más privadas sensaciones sexuales y, por extensión, la había deprimido todavía más de lo que ya estaba. Para su pesar, descubrió que Mac era igual de atractivo a la cegadora luz del día. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una chillona camisa hawaiana con una camiseta blanca debajo… y estaba para comérselo.
Era una suerte que ella no pudiera hincarle el diente. En aquellos momentos, su vida era ya lo bastante caótica como para añadir a la mezcla otro ingrediente explosivo.
—¿Adónde vamos? —A diferencia de la noche anterior, la respuesta no podía ponerla nerviosa. Dejando aparte cómo se sentía por haber contratado a un investigador privado, la confusión que le invadía y de la que tardaría años en librarse, ya no desconfiaba del hombre que tenía al lado. Él era, simple y llanamente, un amigo.
—Llamaremos menos la atención si hablamos en el coche. Póngase el cinturón.
Mac salió a la calle y giró a la izquierda, alejándose del barrio comercial. Había bastante tráfico y era muy fácil que entre los conductores se encontrase algún conocido de Julie. Bajó el parasol e intentó hacerse tan invisible como pudo.
—No hace falta que intente esconderse. Los cristales de las ventanillas son ahumados. —La miró—. ¿Cómo tiene el codo?
—Bien. Nadie ha visto la tirita.
—¿Qué ocurrió cuando regresó a casa anoche?
Julie torció el gesto.
—Sid volvió a la misma hora de siempre y no dijo nada sobre el coche hasta esta mañana, a las nueve.
—¿Ah sí? —Obviamente, él entendía lo que eso implicaba. Sí. Sonaba abatida.
—De hecho, lo vi entrar en casa. Decidí quedarme un rato por si… —No terminó la frase.
—¿Por si… qué?
Mac volvió a mirarla. Su expresión era inescrutable.
—Por si me necesitaba. Por si su esposo montaba en cólera al descubrir que el jaguar no estaba y empezaba a darle una paliza o algo por el estilo.
Conmovida, Julie le sonrió.
—Todo un detalle. Gracias.
Mac se quedó mirándola unos segundos y de nuevo hizo una mueca.
—No hay de qué.
Luego volvió a concentrarse en la calzada.
—Para su información, Sid no me pega. No es violento. Además, no veo cómo habría podido impedirlo usted.
Mac sonrió y el ambiente se relajó.
—Eh, soy un profesional. Tengo mis trucos. Entonces, ¿qué ha ocurrió esta mañana a las nueve, cuando se supone que Sid ha hecho el gran descubrimiento?
—Ha tenido un berrinche. Y ha llamado a la policía.
—¿Ah sí? ¿Ha tenido usted algún problema con ellos?
—Cuando llegaron estaba tan enfadada con Sid que ni siquiera me importó mentirles.
Mac se echó a reír.
—Estupendo. —Torciendo por East Doty, donde las reliquias de la guerra de Secesión se apiñaban unas junto a otras en una sucesión de pórticos con columnas dóricas, volvió a ponerse serio—. Llamarme ha sido una decisión inteligente por su parte. Seguir personalmente a su esposo sólo le habría traído problemas.
—Lo averigüé anoche.
—Hay cosas peores que quedarse sin coche. —El Blazer se detuvo en un semáforo y sus miradas se encontraron—. Mire, debo decírselo: nunca he trabajado en un solo caso de adulterio en el cual la parte contratante no estuviera en lo cierto.
Julie respiró hondo y cerró los puños sobre el regazo.
—Estoy preparada. Y no creo que me equivoque. Pero tengo que estar segura.
—Lo estará. Sea cual fuere el resultado.
Josephine volvió a saltar al asiento delantero y aterrizó en el regazo de Julie.
—Buena chica, Josephine. —Julie la abrazó.
—Creo que usted le gusta.
—¿Y qué es lo que no le gustaría? —bromeó Julie, mirándolo de soslayo mientras Josephine se enroscaba en su regazo como si fuera un gatito.
—Nada, que yo sepa. —Su respuesta había sido casi inaudible. Pero su tono estaba tan impregnado de significado heterosexual que Julie frunció el entrecejo. Mac la miró un segundo a los ojos y luego le repasó las piernas con evidente codicia. Julie no sabía qué pensar. Mac añadió—: Tiene que saberlo, querida, los zapatos que lleva son para morirse. ¿Los ha comprado en Manolo's?
Y ella que sospechaba que se estaba comportando de una forma muy viril. Debería haberlo recordado: Debbie sentía debilidad por los zapatos. Al fin y al cabo, le había recomendado que se pusiera zapatos de tacón con el salto de cama que llevaba cuando se conocieron.
—Jimmy Choo.
—Ah. —Asintió él—. Son bonitos. Lástima que no los fabriquen de mi número.
Julie sonrió.
—Dudo que en Jimmy Choo vendieran muchas sandalias de su número.
—Se sorprendería, señora Carlson. Se sorprendería.
—Julie, por favor.
—Julie entonces. Y yo soy Mac. No es nada fácil que te tomen en serio en el trabajo si siendo un hombre un buen día alguien va y te llama Debbie. —Frenó en un semáforo.
—¿Te he causado algún problema en tu trabajo? De ser así, lo siento.
—Suerte que el sesenta por ciento del negocio es mío. Con un jefe más conservador, podrías haber logrado que me despidieran.
Julie se echó a reír. Luego se puso seria para hablar de negocios.
—Tienes que explicarme cómo funciona esto, porque no tengo ni idea. ¿Cobras por días? ¿Aceptas cheques? ¿Tarjetas de crédito?
—En tu situación, será mejor que me pagues en efectivo. —De repente, él también había adoptado una actitud profesional—. Así no habrá nada que te delate si tu marido sospecha y empieza a indagar. Deberías saber que cabe esa posibilidad. Los casos domésticos a veces se ponen muy feos.
A Julie no le cabía la menor duda. En cuanto Sid se enterara de que ella estaba pensando en divorciarse, rodarían cabezas; en sentido figurado, esperaba.
—Te cobraré por horas —añadió Mac—. Es probable que el total ascienda a unos dos o tres mil dólares cuando todo esté acabado. Si creo que va a ser más, te consultaré primero.
Julie asintió.
—Muy bien. Y también me dirás cuánto te cuesta reparar el coche, ¿de acuerdo?
—Lo añadiré a la factura. Si no te andas con cuidado vas a acabar debiéndome el primer hijo que tengas.
Había dicho aquellas palabras con humor, pero Julie notó una punzada en el corazón. Si se divorciaba, los hijos que deseaba y que Sid no había querido tener nunca se harían realidad. Y, teniendo veintinueve años, su reloj biológico ya se había puesto en marcha.
—Háblame de tu matrimonio. Por ejemplo, ¿cuándo os conocisteis tú y tu marido?
—Conocí a Sid cuando me coronaron miss Carolina del Sur. Hubo una gran recepción en la mansión del gobernador la noche siguiente y él asistió. Yo estaba hablando con el gobernador, entusiasmada de encontrarme allí, como si estuviese en una nube. Sid vino a hablar conmigo y ya está. Me enamoré perdidamente de él. Estuvimos saliendo durante el año de mi reinado y nos casamos un mes después de que terminara.
En lugar de conmoverse con la historia, Mac frunció el entrecejo. Lo cual, considerando el cariz que estaban empezando a tomar las cosas, fue sin duda la reacción más apropiada.
—¿Cuántos años tenías cuando lo conociste? ¿Veinte? ¿No puso tu familia ninguna objeción a que te liaras con un hombre mucho mayor que tú?
—Once años no es tanto —dijo Julie—. Y no, mi familia no puso ninguna objeción. ¿Estás de broma? Sólo éramos tres, mi madre, mi hermana Becky y yo, y éramos tan pobres que para nosotras comer en un McDonalds era como ir a un restaurante de lujo. Sid era rico. Era guapo. Era encantador. Y yo estaba enamorada de él. Mi familia, mi madre sobre todo, no podía creerlo.
Julie apretó los labios.
—¿Qué le ocurrió a tu padre?
Julie vaciló un instante antes de responder. Hablar de su padre, el eterno ausente, continuaba resultándole, incluso después de tantos años, un poco doloroso.
—Se divorció de mi madre cuando yo era pequeña. Solía verlo un par de veces al año. Luego se marchó a no sé dónde. Volví a verlo sólo una vez más. Se ahogó al cabo de un par de semanas.
Se le hizo un nudo en la garganta, un nudo estúpido, y tragó saliva para disolverlo.
—Parece que has tenido una vida dura. Julie notó cierta compasión en su tono de voz. Mac la miró de soslayo y ella vio que parecía… ¿qué?… ¿algo enfadado? O tal vez fuera el modo en que expresaba él la compasión.
Julie alzó la barbilla. La compasión no le gustaba, al menos no cuando iba dirigida a su persona. La suya la volcaba por entero en personas que estaban en el mismo barco en que ella estuvo una vez. Hacía lo posible para echarles una mano, impartiendo cursos de maquillaje a las muchas mujeres que pasaban por el albergue de indigentes, donando ropa y complementos a mujeres pobres que no tenían qué ponerse para las entrevistas de trabajo y, en general, haciendo todo lo que estaba en su mano para ayudar a los demás a salir adelante. Ella había salido de la pobreza por sus propios medios; o, mejor dicho, gracias a sus privilegiados atributos. Y si tenía que volver a hacerlo, lo haría.
Su respuesta fue, por tanto, deliberadamente neutra.
—Ha sido interesante.
En aquel momento, Josephine se puso de pie en su regazo y ladró, atrayendo su atención.
—¿Qué pasa? —preguntó Mac exasperado. Josephine meneó la cola como una loca y volvió a ladrar—. Tiene que hacer sus necesidades —le tradujo Mac a Julie, y miró a su alrededor. Estaban llegando al parque de las azaleas y al santuario de las aves. Aquel lugar era un imán para los turistas, aunque los autóctonos, hartos ya de él, rara vez lo visitaban. Había carritos que ofrecían todo tipo de comida, vendedores de globos y un malabarista que lanzaba platos de porcelana china al aire. Había un reguero de visitantes en los senderos que llevaban al interior del parque.
Mac encontró aparcamiento cerca de la entrada. Julie miró nerviosa a su alrededor. Bajo ningún concepto quería que la vieran con él —podía oír las preguntas acerca de la identidad de su acompañante—, pero no parecía muy probable. El riesgo de encontrarse con algún conocido en aquella trampa para turistas poco después de las doce en un sofocante sábado de julio era casi nulo.
Mac sacó la correa que había en el asiento de atrás. Era de piel rosa y estaba adornada con brillantitos, como el collar de Josephine.
La perrita ladró entusiasmada en cuanto lo vio. Su expresión cuando Mac se la puso fue algo menos entusiasta.
—¿Quieres pasear unos minutos, o prefieres quedarte en el coche? —Mac la miró a los ojos.
—Prefiero pasear.
Mac apagó el motor, se metió las llaves en el bolsillo y salió del coche. Julie también salió y le esperó en la acera. El sol era cegador, el calor opresivo, y los turistas eran, en su mayor parte, ancianos con bermudas y sombreros de paja. Aun así, Julie se sentía más feliz de lo que había estado en todo el día. Josephine se alivió en cuanto pisó la hierba. Luego, Mac, con una expresión algo sufriente, y Josephine, toda sonrisas perrunas, se acercaron a ella. Mirar al uno y a la otra —al hombre atlético y ancho de espaldas con cara de sufrimiento y a la saltarina bolita blanca, delicada y femenina, unidos por una correa rosa adornada con brillantitos— la hizo sonreír. De repente, Julie se alegró de no tener que afrontar sola su situación con Sid. Tal vez Debbie y la perra fueran unos inverosímiles aliados, pero en cualquier caso estaban de su parte.
—¿Sigues con ganas de dar un paseo? —Mac le sonrió burlón. Josephine meneó la cola.
—Desde luego. —Julie se dirigió a la entrada del parque. Mac y Josephine se colocaron a su lado. La perrita era tan adorable que atraía no pocas miradas. Esas miradas pasaban inevitablemente de la diminuta bola saltarina a Mac, ubicado en el otro extremo de la correa, y tendían a terminar con una expresión de asombro. Mac sonreía en respuesta a esas miradas, pero Julie se dio cuenta de que no parecía contento de llamar tanto la atención.
Justo antes de entrar en el parque, Mac hizo una señal a uno de los vendedores de helados, quien se acercó a ellos con su carrito. Pasaron dos ancianas, con las gafas de sol en la mano, mirando con disimulo a Mac y a Josephine.
—Te invito a un helado si llevas tú la correa, ¿qué te parece? —propuso Mac.
Julie se echó a reír y sujetó la correa cuando el vendedor de helados los alcanzó. Mac pidió el suyo y luego la miró interrogante.
—Para mí nada, gracias.
—¿Estás segura?
Julie asintió, Mac se encogió de hombros y pagó. El vendedor de he lados siguio su camino y ellos se adentraron en el parque. Ahora que Julie llevaba la correa, la atención que atraía Josephine era de signo positivo.
—¿No te gustan los helados? —Mac le dio un mordisco al suyo. Julie lo observó con envidia mientras mordía la crujiente envoltura de chocolate haciendo aparecer la cremosa vainilla que había debajo.
—Me encantan. Pero no como.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que comes se pone en las caderas. —Dios del cielo, parecía su madre.
Mac la miró de arriba abajo.
—No parece que eso debiera preocuparte.
—Si no me preocupara, tendría que preocuparme. Cómete el helado y calla, ¿de acuerdo? No voy a morirme de hambre.
El estómago le rugió en aquel preciso momento, contradiciendo sus palabras. Julie abrió mucho los ojos y luego lo miró. Mac le sonrió.
—Es hora de comer y estoy casi en ayunas. —Julie se sintió obligada a justificarse por el embarazoso patinazo de su organismo.
—Pues dale un mordisco al helado. —Mac se lo ofreció. Julie miró con avidez la esquina que estaba sin morder. Le encantaban los helados de vainilla recubiertos de chocolate. Se encontraban, junto con las tabletas de chocolate, en los primeros puestos de su lista de prohibiciones—. Un mordisco no va a hacerte engordar.
Un mordisco. Un trozo de chocolate. Era jugar con fuego, como ya le había advertido su madre, y Julie lo sabía. Pero aun así, sucumbió a la tentación y le hincó el diente al helado que Mac le ofrecía.
Oh, qué placer. Un verdadero placer. Helado de vainilla envuelto en una capa de chocolate con leche. Era para morirse.
—Gracias —dijo Julie cuando el helado iba ya camino de sus caderas.
—No hay de qué. —Mac volvió a ofrecerle el helado, pero esta vez Julie sacudió la cabeza. Con firmeza. Él se encogió de hombros, le dio otro mordisco y le pasó el resto a Josephine, quien lo devoró en pocos segundos, sin dar ninguna muestra de que le importara su figura. Cuando terminó, alzó la vista, esperando que le dieran más. Tenía un círculo de chocolate alrededor de la boca y su aspecto era tan cómico que Julie no pudo evitar reírse.
—No te rías. Tú no tienes mucha mejor pinta que ella. —Mac le sonrió burlón. Se habían detenido a la sombra de un inmenso magnolio mientras Josephine devoraba su golosina y el aroma de aquellas flores blancas los envolvía. El sendero era de gravilla y los cantos de los pájaros llenaban el aire. Los únicos turistas a la vista estaban ocupados mirando un camachuelo de garganta amarilla, o alguna otra criatura similar, que al parecer se había posado en un roble a unos veinte metros de allí.
—¿Tengo chocolate en la boca? —Julie se llevó tímidamente los dedos a la boca. Tras recorrer los labios, negó con la cabeza—. No es verdad.
—Sí que lo es. Aquí. —Sin dejar de sonreír, Mac le tocó el centro del labio inferior con el dedo índice y luego le limpió las comisuras de la boca. Su reacción ante el gesto juguetón de Mac la dejó estupefacta. Separó los labios y notó una punzada de calor en los puntos donde él la había tocado que se extendió hasta los mismos dedos de los pies, despertando todas las terminaciones nerviosas que encontró a su paso. Tuvo que contenerse para no tocar con la lengua aquel dedo cálido y duro, para no metérselo en la boca y morderlo, o…
¿Cómo podía ser tan patética? Mientras apretaba los dientes y cerraba bien la boca para combatir su impulso, sus ojos se posaron en los de él. Mac tenía que haber sentido también aquella desconcertante electricidad. Era imposible que aquel sofocante calor sólo estuviera afectándola a ella.
Pero si Mac era víctima de un violento ataque de deseo sexual, no daba el menor signo de ello. Estaba mirando a Josephine, con una expresión de perfecta calma. La cruda realidad fue como un jarro de agua fría en la cara: ella hervía por dentro y él ni siquiera se había puesto tibio.
Por supuesto. Mac no la veía de esa forma. Lo cual, por otra parte, era una suerte.
Recordándose todas las razones por las cuales era una suerte que Mac no reacionase, Julie respiró hondo, esperando que él no reparara en su turbación.
—¿Quieres saber algo más? Tengo que irme. —La voz de Julie sonó normal.
—Los números donde puedo encontrarte, incluyendo el de tu teléfono móvil. Todo lo que sepas sobre los horarios de tu marido y sus socios. Qué coche lleva y su número de matrícula. Lo demás ya me lo dirás más adelante. —Mac alzó la vista y sonrió. Aquellos hermosos ojos azules, comprobó Julie con una mezcla de desazón y alivio, no la miraban como a una mujer—. Y un dólar.
—¿Un dólar? —preguntó Julie sorprendida. Acto seguido, al recordar que había dejado el bolso en el coche, sacudió la cabeza—. No llevo dinero encima.
Mac suspiró, sacó la cartera, encontró un billete de un dólar y se lo dio.
—Ahora devuélvemelo.
—¿Qué? —Julie obedeció, sonriendo ante aquella estupidez—. ¿Por qué?
—Es la paga y señal. Felicidades, señora. Acaba usted de contratar de forma oficial a un investigador privado.
«Y eso es todo», se dijo Julie mientras regresaban al Blazer, intentando alegrarse de que así fuera.
—De ahora en adelante, tienes que ser precavida. Cuando estés con tu marido, compórtate con la máxima normalidad posible. Hagas lo que hagas, no te pelees con él ni le digas que le has puesto vigilancia. Podría acabar pasándote algo —le advirtió Mac al cabo de unos diez minutos, con la libreta donde Julie había anotado la información ya guardada en la guantera. Se detuvieron en el aparcamiento del Kroger.
—Ya te lo he dicho, Sid no es violento. —Julie abrió la puerta y salió. El sofocante calor del aparcamiento casi la desorientó por el contraste con el fresco interior del Blazer. Josephine, fuera ya de su acogedor regazo, la despidió desde el asiento meneando la cola. Mac miró a Julie con escepticismo.
Julie sonrió.
—Lo haré.
Prometer algo así le resultaba sencillo. Se pusiera violento o no, ella no pensaba decirle lo que había hecho. Se pondría hecho una furia si se enterase. Julie se dispuso a cerrar la puerta, luego vaciló, y volvió a mirar a Mac.
—¿Cuándo empezarás?
—Ahora mismo. Tengo que hacer algunas gestiones preliminares y esta noche estaré aparcado frente a tu casa, esperando a que Sid salga de excursión.
—Muy gracioso. —No era un chiste muy bueno, pero la hizo sonreír, y sonreír, como había descubierto minutos antes, le levantaba el ánimo. De hecho, Mac siempre le levantaba el ánimo. Él y Josephine.
—Gracias, Mac.
Se miraron y Julie se fijó en las patas de gallo que se le formaron en los ojos cuando Mac le devolvió la sonrisa con una pizca de… ¿remordimiento?
—No hay de qué, Julie.