Capítulo 12

—Esto no formaba parte del plan —dijo Mac al llegar al cruce.

—A la mierda el plan. Julie estaba casi sin aliento—. Es mi marido. Te pago para seguirlo y eso significa que yo también puedo ir si me apetece.

El Mercedes se encontraba a unas tres manzanas de distancia, recorriendo tranquilamente las callejuelas de Summersville camino a la autopista. Mac no lo perdía de vista, pero tenía cuidado de mantenerse a una distancia que no alertara a Sid.

—¿Ah, sí? ¿Y puede saberse qué manual de vigilancia has leído tú?

—La última vez no me vio. Y yo iba en el Jaguar.

—Tuviste suerte. —Mac habló con severidad. Julie llevaba alguna clase de perfume: olía su fragancia cada vez que respiraba, suave y tentadora. El cabello ondulado, negro como la noche, enmarcaba su rostro. Sus ojos, inmensos y muy abiertos, resplandecían gracias a la tenue luz del salpicadero. Sus labios, aquellos labios bellos y carnosos que él había cometido la estupidez de tocar hacía unas horas, aquellos labios cálidos y suaves que lo habían besado en la mejilla… estaban entreabiertos para respirar mejor. El vestidito que llevaba le llegaba hasta la mitad del muslo y se ceñía a todas sus adorables curvas. Mac habría apostado cualquier cosa a que tampoco ahora llevaba medias.

Él no necesitaba pasar por esto. Lo distraía, cuando menos. Ella lo distraía.

—No seré un estorbo, te lo prometo. Ni siquiera sabrás que estoy aquí.

Mac estuvo a punto de echarse a reír. Frente a ellos, Sid salió a la carretera principal de Summerseville y, como era de esperar, giró en dirección a la autopista.

—Esto es absurdo. —Mac siguió a Sid por la larga rampa que llevaba a la autopista y miró a Julie de soslayo—. Que sea la última vez. Yo sigo a tu marido. Tú te quedas en casa. Yo te traigo un informe completo y fotos, si es pertinente. Tú me pagas. ¿Lo entiendes?

—Si yo pago, puedo hacer lo que me dé la gana.

—Si es a mí a quien pagas, no.

—Si no te gusta, puedes dejarlo. Da media vuelta, llévame a casa. Puedo seguir a Sid sola.

Lo tenía bien agarrado. Mac no iba a dejarlo por nada del mundo. Hacía demasiado tiempo que quería echarle el guante a Sid. Además, ahora también había que tener en cuenta el bienestar de Julie.

Aunque pensar en Julie pasando por encima del hecho de que estaba casada con Sid era una verdadera estupidez.

—Si vuelves a hacer algo así, lo dejaré —dijo Mac, aunque sabía que, no habiendo dado la vuelta de inmediato, su amenaza caía en saco roto. Julie sonrió al darse cuenta de que había ganado.

—No seré un estorbo, ya lo verás —dijo.

Mac tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco.

—¿Dónde está Josephine? —Julie miró en el asiento de atrás.

—La única criatura en el mundo que podría estorbar más que tú en un trabajo como éste es Josephine. La he dejado en casa. —En el cuarto de baño, de hecho. Esta vez, Mac se había preocupado de poner la cortina, nueva, de la ducha fuera de su alcance. Con la alfombrilla y el papel higiénico metidos en el armario debajo de la pila y todos los artículos de baño, incluida su cuchilla de afeitar, ocultos en el botiquín. Era imposible que pudiese provocar un desastre. O eso creía.

Julie se incorporó de repente.

—Está cambiando de carril. Debe de estar a punto de salir. Allí, ¿lo ves?

Habían llegado a Charlestón y el Mercedes estaba, tal y como había dicho Julie, cambiando al carril de la derecha. Había bastante tráfico —después de todo, era sábado noche, estaban en julio, y los turistas parecían haber invadido la ciudad— y no sería fácil que Sid los viera. Todavía. Pero cuando Mac tuviese que salir del Blazer y seguirlo por la ciudad junto a su llamativa esposa, la situación iba a ser casi cómica.

—Ya veo —dijo Mac, y se colocó en el mismo carril. Cuando pasaron por una zona de rampas en forma de ocho, tan iluminada como a plena luz del día, Mac pudo ver de qué color era el vestido de Julie—. ¿Tenías que ponerte un vestido rojo? ¿Y por qué no te colocaste una linterna en la cabeza y terminábamos con esto?

Julie se miró.

—Lo he hecho sin querer. Me he puesto lo primero que he encontrado.

—Supongo que debería agradecerle a mi buena estrella que al menos esta noche te hayas molestado en vestirte.

—No tengas mala baba, Mac. —Julie le sonrió, una sonrisa dulce y halagadora que le hizo hervir por dentro. Que Dios lo ayudara, pero su sonrisa lo volvía loco, su cuerpo bronceado y provocativo lo volvía loco… Debía admitirlo, ella lo volvía loco.

Y también debía de estar loco en términos generales, se dijo con amargura, por permitir que algo que podría haber sido bastante sencillo —obtener más información sobre Sid, comprobarla y ver si le llevaba a alguna parte interesante— se embrollara tanto. Si tuviera dos dedos de frente, daría media vuelta en aquel mismo instante, la llevaría a casa, le daría el nombre de otro par de investigadores privados con quienes contactar y se lavaría las manos.

Pero incluso mientras lo pensaba, Mac supo que no lo haría, así que prefirió dejar de pensar y concentrarse en no perder de vista el Mercedes cuando salieron de la autopista y se internaron en las concurridas calles de Charlestón.

—Va al mismo sitio. Lo sabía. —Julie volvió a incorporarse.

—Si se ve con alguien, es probable que tengan un lugar fijo en el que estar juntos. —Mac la miró de soslayo y suspiró—. ¿Por qué no me dejas llevarte a casa? Lo seguiré, solo, la próxima vez que salga. Lo que no necesito, ni tú tampoco si tuvieras un poco de sentido común, es que montes un espectáculo cuando sorprendamos a Sid con su amante.

Julie lo miró y le sorprendió el brillo que detectó en sus ojos.

—No voy a dar ningún espectáculo —dijo—. Sólo quiero saberlo. Sid y yo llevamos ocho años casados. Para mí es importante. Ni siquiera sé si sigo amándolo, pero el hecho de que estemos casados es importante para mí. No puedo irme sin ver primero con mis propios ojos que me engaña. ¿Puedes entenderlo?

Mirándola a los ojos, Mac halló otro motivo para echarle el guante a Sid. Un hombre que podía engañar a una mujer como aquélla no merecía conservarla; pero así era Sid. Siempre había estado seguro de que podía nadar y guardar la ropa.

—Lo único que sé es que debo de estar como una cabra por no dar media vuelta ahora mismo y llevarte a casa —dijo él lacónicamente, y Julie hizo un mohín.

Mac dobló una esquina y se encontró en la calle donde había conocido a Julie la noche anterior. El Pink Pussicat estaba a tres manzanas de allí. ¿Habría acudido hoy también Clinton Edwards, sin tener ni idea de que su esposa le había sorprendido con las manos en la masa? Era probable. Su experiencia le había enseñado que el hombre es un animal de costumbres. Había unas cuatro docenas de bares, locales de destape, salones de masaje y tiendas de pornografía apiñadas en un cuadrado de seis manzanas. Cuando era policía, aquella zona se conocía como la tierra de nadie. Cuando hacía buen tiempo se producían multitud de robos, violaciones, tiroteos, asaltos y otros delitos todos los fines de semana por la noche. Y en Charlestón casi siempre hacía buen tiempo.

—No lo veo. Julie estaba sentada sobre una pierna y observaba la hilera de coches a través del parabrisas. La calzada estaba congestionada por el tráfico, las aceras repletas de turistas en busca de sensaciones fuertes.

—Yo, sí. —Mac no necesitaba añadir que, en caso de haberlo perdido de vista, siempre podría haber recurrido al práctico mecanismo que, por ahora, estaba guardado entre los dos asientos. Combinado con el diminuto transmisor que había tenido la previsión de colocar en el parachoques del Mercedes poco después de dejar a Julie en la tienda hacía unas horas, solucionaba esa parte de su trabajo aquella noche.

—¿Qué está haciendo? Julie habló con apremio.

—Aparcar. Quédate quieta. Yo giraría por donde lo ha hecho él, pero no tiene sentido que nos vea nada más hacerlo.

El leve tono sarcástico que empleó le valió una mirada de reprobación. Mac se permitió al fin sonreír cuando pasó de largo junto al aparcamiento por el que había girado el Mercedes.

Lo cierto era que ya lo tenía claro: en lo que a Sid respectaba, Mac iba a tener que dar la noche por perdida. La situación, si tomaba el cariz que perfectamente podría tomar, tenía un potencial explosivo, y eso no era bueno para nadie, en especial para su terca clienta. Lo que se imponía era llevar a Julie de gira por algunos de los establecimientos de la zona —no los antros donde se consumaban todo de tipo de inimaginables perversiones, sino los bares más normales—, proclamar que había perdido de vista a Sid y llevarla a casa sana y salva, dejándole bien claro que el día siguiente trabajaría solo.

No había más que hablar.

Un callejón llevaba a un aparcamiento más apartado, frecuentado por los clientes de las prostitutas que trabajaban encima de la librería para adultos situada en la planta baja del edificio. El aparcamiento estaba oscuro, sus dueños querían tanta discreción como Mac necesitaba ahora, y las probabilidades de cruzarse con Sid eran, según sus cálculos, casi nulas.

—Hará un buen rato que se habrá ido cuando lleguemos a su aparcamiento —se lamentó Julie, clavando en él una impaciente mirada que decía «menudo investigador privado estás hecho».

—Creo que sé adónde va. —En realidad, Mac no tenía ni idea; aquella zona parecía del todo impropia para Sid, pero sí sabía adónde no habría ido, y, dadas las circunstancias, eso era lo que contaba.

—¿Ah, sí? Julie parecía impresionada, pensó Mac mientras aparcaba.

—Señora, eso es lo que hacemos los investigadores privados. —Adoptó un tono de modestia que venía muy bien al momento.

Desde luego, Julie no estaba de humor para apreciar sus bromas. Ya tenía la mano en el tirador de la puerta cuando él apagó el motor. Mac la sujetó por el brazo, comprobando su firmeza y suavidad, antes de que ella pudiera salir corriendo en busca de Sid.

—Caramba. Frena un poco.

—¿Qué? Julie se volvió para mirarlo. Su impaciencia era palpable.

—Vamos a tener que hacer algunos cambios. A menos que tu esposo sea ciego. —Siempre cabía la posibilidad, aunque fuera remota, de que se encontraran con Sid en la calle.

—¿Qué clase de cambios?

Mac metió la mano bajo el asiento de Julie y sacó lo que buscaba: la peluca de Debbie, justo donde la había dejado la noche anterior. Se la dio.

—¿Qué? Julie observó el montón de pelo rubio que tenía en la mano como si fuera a morderle.

—¿No quieres averiguar por ti misma si las rubias se divierten más que las morenas?

Julie no quería. Lo miró a los ojos.

—Estás de broma, ¿verdad?

—No. Póntela.

Julie puso cara de asco, pero después de echar otro vistazo a la peluca, bajó su parasol y obedeció, haciéndose un moño y colocándose la larga cabellera rubio platino.

—Parezco Jennifer López disfrazada de Britney Spears. —Parecía horrorizada.

—Mientras no parezcas Julie Carlson, todo irá bien. —Mac alzó el parasol y le abrió la puerta—. Andando.

Había refrescado considerablemente desde el asfixiante mediodía, pero seguía haciendo calor. Oyó a Julie cerrar la puerta y rodear el Blazer en su dirección y, a lo lejos, los ruidos de coches, voces indistinguibles y vibrantes compases musicales. De hecho, pensó, valorándola casi sin querer mientras venía hacia él, el pelo rubio no le sentaba nada mal. Se permitió una sonrisa irónica. Tenía que asumirlo: con aquel pedazo de cuerpo y aquellas piernas kilométricas, Julie podría teñirse el pelo de verde fosforescente y seguir arrasando.

—Oiga, señor, aparcar aquí cuesta veinte pavos. —Un muchacho corpulento vestido con camiseta y vaqueros salió de entre las sombras, pavoneándose de forma insolente mientras se acercaba a ellos con la mano extendida.

Mac supuso que debía de haber timado ya a unos cuantos.

—¿Estás recogiendo la pasta para Fitch? —Mac se volvió para hablar con el muchacho, manteniendo una postura relajada; no esperaba tener problemas, pero nunca se sabía. Julie se puso a su lado. Lo asió por el brazo con una mano y se apretó contra él, como si buscara protección. Mac olió su perfume. Sería absurdo fingir que no lo había olido. Lo encontraba irresistible, y su aroma, sumado a los suaves dedos que notaba en la piel, lo puso a cien. Apretó los dientes a modo de autodefensa.

—¿Conoce a Fitch? —Afortunadamente, aquello puso al muchacho en su sitio. Con el caos de sensaciones que Julie le había provocado, Mac no estaba en condiciones de reaccionar si la cosa se ponía violenta.

—Sí.

—Oh, lo siento, amigo. —Así de fácil. El muchacho se marchó por donde había venido. Junto a él, Mac oyó que Julie respiraba aliviada. Ella deslizó la mano por su brazo hasta llegar a la muñeca, dejando una estela de fuego en cada milímetro de su piel, y después le tomó la mano. Mac cerró los dedos sobre la suya casi de forma automática. Sin soltarla, porque comprobó que era incapaz de hacerlo ahora que había sucumbido a la tentación, salió al callejón que conducía a la vía principal, escuchando el taconeo de sus provocativos zapatitos junto a él.

—Los tipos que me robaron el coche eran idénticos a ése. —Julie se mantenía muy cerca de Mac. Él notaba su brazo rozando el suyo, generando un calor que irradiaba por todo su cuerpo.

—Todos tienen la misma pinta.

Mac se notaba tenso, y eso no tenía en absoluto nada que ver con pensar que aquel muchacho u otros incluso peores que él podían estar acechando entre las sombras para abalanzarse sobre ellos.

—¿Fitch es el dueño del aparcamiento? ¿Lo conoces de verdad?

—Sí. A las dos preguntas. —Su respuesta había sido lacónica. Lo sabía, pero ahora mismo no estaba en situación de ser más elocuente. El control de la mente sobre el cuerpo del que él tanto se jactaba estaba tardando un par de minutos en surtir efecto.

—Conoces a gente muy interesante.

Llegaron a la calle antes de que él hubiese preparado una respuesta. En la acera, el torrente de gente que atestaba la calle casi los arrolló. Que Julie se pusiera de puntillas y mirara a izquierda y derecha, alargando el cuello, obligando a la gente a esquivarlos para seguir su camino, no los ayudó a pasar desapercibidos.

—No veo a Sid por ninguna parte. Julie mantenía el equilibrio apoyándose en el pecho de Mac con la mano que tenía libre. A través de la camisa, él casi podía notar la forma de sus dedos, como una marca de fuego en la piel.

—Sé dónde buscar. —Recordar que Julie no era libre resultó muy oportuno. Ella no era una muchachita con la que intimar más tarde entre las sábanas. Era Julie Carlson, su clienta, la esposa de Sid.

Era una lástima que la parte de él que más necesitaba tenerlo en cuenta no tuviera, al parecer, demasiado cerebro.

—Vamos. —Mac le retiró la mano del pecho y echó a andar. Tenían los dedos entrelazados y, viendo que era incapaz de soltarle la mano, Mac decidió que ni siquiera iba a intentarlo. No se molestó en buscar a Sid, si se topaban con él sería verdadera mala suerte. Se dirigieron al Sweetwater's, uno de locales de destape más normales de la zona.

Todo el mundo terminaba allí con sus ligues más tarde o más temprano. Si Sid se estaba viendo con alguien en secreto, aquél era el único sitio al que no acudiría. Era demasiado subido de tono y demasiado público para un hombre casado, mentiroso e infiel que además era uno de los pilares de la comunidad.

—¿Crees realmente que puede estar aquí? —le preguntó Julie cuando Mac pagó y los acompañaron al interior. Con el volumen al que estaba la música, Julie, que debería haberle susurrado al oído, tuvo que gritar.

—Tal vez.

La sala principal, de dimensiones similares a las de unos grandes almacenes, estaba iluminada por una apabullante luz morada. Las paredes reflectantes eran tan plateadas como el papel de aluminio. Parejas de mujeres, desnudas a excepción de los remolinos de purpurina que decoraban sus cuerpos, ya de por sí decorativos, bailaban espalda contra espalda en jaulas de metacrilato colocadas a unos dos metros del suelo. Las parejas —en su mayoría formadas por hombres vestidos y mujeres semidesnudas, salvo las escasas turistas, que cantaban como una almeja— meneaban el cuerpo con entusiasmo. La azafata, una pelirroja de buen ver con un tanga plateado y pezoneras fosforescentes, fue a buscarlos a la puerta y los condujo a un sofá morado de piel que ocupaba una pared casi al completo. Delante había mesitas rectangulares dispuestas a intervalos de un metro y medio aproximadamente, dejando el espacio justo para que se sentara una pareja en cada mesa. Ya había cinco o seis parejas, situadas en fila como pollitos. Mac se fijó mejor en lo que estaba sucediendo detrás de las mesas y concluyó que eran pollitos con costumbres muy poco corrientes.

Cuando se acercaron más, vieron que una de las parejas estaba copulando y otra se zurraba, también había una mujer ocupada debajo de la mesa y un hombre tocándole las tetas a su pareja. La azafata les indicó su mesa —a la izquierda, la cópula, a la derecha, el magreo de tetas— y Mac se apartó para cederle el paso a Julie.

Ella lo observaba todo con los ojos como platos, y a Mac le remordió la conciencia exponer a una neófita como ella a la cara más repugnante de la vida nocturna de Charlestón.

Se disculpó diciéndose que, dada la zona, aquél era uno de los lugares más normales al que podía haberla llevado.

—¿Qué les pongo? —Cuando los dos estuvieron sentados, apareció una camarera con un tanga plateado, sonrió a Mac y no a Julie, y se inclinó deliberadamente hacia él mientras aguardaba su respuesta. La vista bien se merecía un examen minucioso, pero, considerando su compañía, Mac se contuvo. A aquella distancia de los descomunales altavoces, era posible oír y que te oyeran sin tener que pegarse a… la cara de la camarera.

—Una Heineken. —Miró a Julie.

—Vino blanco.

La camarera hizo una mueca, miró con lástima a Julie y giró sobre sus talones. Sí, llevaba zapatos altos. Plateados y de tacón de aguja. Zapatos y la minúscula correa plateada que se perdía entre sus nalgas. Nada más. Por muchos defectos que tuviera el Sweetwater's, meditó Mac mientras la seguía con la mirada, al menos el panorama era bueno.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es Sid!

«¿Qué?» Mac no lo dijo en voz alta, pero volvió la cabeza hacia donde miraba Julie con tanta rapidez que se sorprendió de no haberse dislocado el cuello.

Era Sid. Con traje oscuro, el pelo peinado hacia atrás, las gafas de montura metálica. El cabrón más elegante que Mac había visto, viniendo directamente hacia ellos junto a la azafata pelirroja, diciéndole algo al oído y con otras dos mujeres, las dos tan ligeras de ropa como la azafata, colgadas una de cada brazo.

Mac tuvo que contenerse para que no se le desencajara la mandíbula. Cristo bendito, ¿se había dado cuenta aquel hijo de puta de que lo estaban siguiendo?