Capítulo 3

MIENTRAS paseaban a la perra, Marcus pensó que no habría podido imaginar mejor forma de pasar una tarde. Cacao se comportaba bien con la correa, aunque de vez en cuando pegaba algún tirón. Se turnaron para llevarla, y sus manos se rozaban cuando cambiaban, de modo que el paseo resultó tan excitante como frustrante para él. Deseaba acostarse con ella, pero tenía multitud de razones para no hacerlo.

Jugaron y corrieron con el animal durante un buen rato, y cuando retomaron un ritmo más pausado, Marcus dijo:

—Aunque no llevara chip, creo que pertenece a alguien. Obedece las órdenes y parece que la han entrenado. Es posible que alguien la esté echando mucho de menos, así que será mejor que avise a otros veterinarios de la zona, por si saben algo. Además, le diré a Fritz que ponga carteles con su fotografía por el barrio.

—Eres un buen hombre, Brent Carpenter — dijo Amira, mirándolo.

Marcus había hablado con Fritz y con Flora para advertirles que lo llamaran Brent Carpenter en presencia de Amira. Estaban acostumbrados a acatar sus órdenes y ni siquiera se extrañaron cuando se lo dijo. Además, no tenía intención alguna de que Amira llegara a saber la verdad. No quería tener nada que ver con una historia tan fantástica.

—¿Qué haces como miembro de la realeza? —le preguntó, sintiendo curiosidad—. ¿Te limitas a pasear por palacio? ¿Organizas actos o algo así?

—Por lo que veo, piensas que llevo una existencia bastante inocua...

—En absoluto. No pretendía insultarte. Sencillamente, no sé a qué se dedica una lady.

—En mi caso, ese título no significa gran cosa. Vivo en palacio, sí, pero llevo una vida bastante normal. Ayudo a la Reina cuando me necesita, pero estoy estudiando diseño de jardines. Necesito un trabajo, como todo el mundo. Y en cuanto a la vida real, voy a marcharme a vivir a otra parte.

—¿Y qué piensa la Reina de eso?

—No lo sé. Aún no se lo he dicho, pero tengo mi propia vida y quiero ser una persona normal, sin guardaespaldas, sin escoltas, sin palacios. Quiero ir y venir si tener que responder ante nadie.

—Entonces, ¿no te gustaría ser reina algún día?

Ella rió.

—Por Dios, no. Ni siquiera me gustaría ser princesa. Pertenecer a una casa real no es tan fácil como puedas pensar. Hay secretos, responsabilidades de Estado, y es preciso mantener una absoluta lealtad hacia Penwyck, que está por encima de cualquier otra consideración. Si me caso, por ejemplo, lo haré por amor, no por el interés de la nación.

Brent pensó que esa era la verdadera razón por la que pretendía alejarse de la vida de palacio. Pero su mención del matrimonio lo desconcertó. Nunca había conocido a ninguna pareja casada que fuera feliz. Y, por otra parte, su vida siempre había estado centrada en su trabajo, en sus ambiciones, en sus objetivos.

En aquel momento, Cacao se detuvo, caminó hacia Marcus, lo miró y puso sus patas delanteras sobre sus piernas.

—¿Quiere eso decir que pretendes que te lleve en brazos? —preguntó.

La perrita ladró dos veces.

—Yo diría que eso es un sí —comentó Amira.

Marcus rió, la tomó en brazos y Cacao le lamió en la cara. Entonces pensó que si tenía un dueño, debía localizarlo. Sabía lo que se sentía al perder algo muy querido. Lo había sentido cuando tuvo que dejar el lago para marcharse a la ciudad con su padre. Y, más tarde, cuando su madrastra se empeñó en llevarlo a un internado. Pero lo peor de todo había sido, con diferencia, la dolorosa separación de su hermano Shane.

El concepto de hogar cambiaba en función de los gustos y querencias de la gente, pero había algo de lo que estaba seguro: no quería pertenecer a la realeza. Y, al pensar en ello, se dijo que había hecho bien al no revelarle a Amira su verdadera identidad.

Cuando llegaron al edificio donde vivía el ejecutivo, el portero los saludó llevándose una mano al ala del sombrero. Marcus también le había dicho que lo llamara Brent, y Charlie se había limitado a decir:

—Como quiera, señor.

A veces, Marcus deseaba que sus empleados le llevaran la contraria. Pero, naturalmente, no lo hacían. Tener dinero significaba tener poder.

Al entrar en la casa, Flora se acercó a ellos y dio cuatro notas a su jefe. El ama de llaves era una mujer de algo más de cincuenta años, de cabello castaño claro y sonrisa encantadora.

—Barbra ha dicho que no pretendía molestarlo, pero que son asuntos importantes, señor.

De inmediato, Marcus miró a Amira para intentar adivinar si había reconocido el nombre de su secretaria. Pero al parecer, no lo hizo.

Tomó las notas y comprendió que tendría que volver a ser Marcus Cordello en poco tiempo.

—Si tienes trabajo, será mejor que me marche —comentó Amira.

Marcus no quería que se marchara. Quería pasar el resto del día con ella y tal vez hasta hacerle el amor. Tal vez entonces pudiera sacársela de la cabeza. Tal vez entonces podría soportar que regresara a Penwyck sin sufrir el sentimiento de pérdida.

—¿Por qué no le dices a Flora que te prepare un café? Intentaré terminar con estos asuntos tan pronto como pueda.

—He preparado bollitos de arándanos —dijo Flora, a modo de invitación.

Amira sonrió.

—Veo que sabe como tentar a los invitados... Los bollitos de arándanos son mis preferidos. El cocinero de palacio siempre me guarda unos cuantos.

—Entonces, trato hecho —dijo Marcus—. Encenderé la chimenea del salón y podrás tomártelos allí.

Marcus pensó que le gustaría encontrar a Amira allí todos los días, sentada junto al fuego, y charlar con ella. El pensamiento lo incomodó, porque nunca había confiado en nadie hasta tal punto. Ni siquiera en Rhonda.

Cacao se subió entonces al sofá, y Flora preguntó:

—¿Quiere que le deje subirse al sofá?

—Cacao es libre de ir a donde quiera.

—Lo recordaré —dijo la mujer con una sonrisa—. Y ahora, si me perdonan, iré a preparar el café.

Marcus y Amira se dirigieron al salón. La joven se sentó con la perrita, mientras él encendía el fuego, y por fin, él dijo:

—Regresaré en cuanto pueda.

El ejecutivo desapareció entonces en su despacho, pero no pudo dejar de pensar en ella. Amira estaba con él, pero se marcharía al día siguiente, o en cualquier otro momento. Y no sabía hasta qué punto quería involucrarse con ella.

 

Dos horas más tarde, Marcus regresó al salón, pensando que cabía la posibilidad de que Amira ya se hubiera marchado. Rhonda se aburría cuando él tenía que trabajar y muchas veces se marchaba en situaciones similares.

En parte, deseaba que se hubiera ido. Pero en cuanto entró en la estancia y la vio con los ojos cerrados y la perrita en su regazo, se sintió inmensamente feliz. Era una mujer preciosa, pero no solo por su belleza física, ni por su indiscutible y único encanto. Había algo más en ella, tal vez su amabilidad, tal vez su sinceridad. Fuera lo que fuera, lo volvía loco.

Caminó hacia ella, se inclinó y la besó suavemente. Amira abrió los ojos.

—Justo como en los cuentos de hadas —dijo ella.

—Pero yo no soy ningún príncipe...

Aquello le recordó de nuevo la situación en la que se encontraban, y decidió que era demasiado peligroso. Tal vez había llegado el momento de que pusiera fin a aquella locura.

—Lamento haberte hecho esperar. No debí dejar el trabajo durante dos días, y ahora tengo mucho que hacer —dijo, con súbita frialdad—. Espero que lo comprendas.

El cambio de actitud de Brent sorprendió mucho a Amira, y él lamentó haberle hecho daño. Pero necesitaba apartarse de ella, mantener una distancia de seguridad.

—Lo comprendo —dijo ella con dulzura—. Supongo que será mejor que me marche. Te ruego que le des las gracias a Flora, en mi nombre, por los bollitos de arándanos. Estaban muy buenos.

—Lo haré.

Marcus detestaba la idea de dejarla marchar sin besarla, pero sabía que si lo hacía no podría controlarse. Y no sería bueno para ninguno de los dos.

—¿Crees que tu portero podría pedirme un taxi?

—No es necesario. Le diré a mi chófer que te lleve al hotel.

—No es necesario que...

—Insisto. Llamaré a Fritz y se reunirá contigo en el portal dentro de cinco minutos.

—Está bien.

La mirada de Amira se llenó de preguntas que Marcus no podía contestar, y los dos permanecieron en silencio hasta que la mujer dijo con una sonrisa:

—He pasado dos días maravillosos contigo. Gracias.

—De nada.

Marcus deseaba confesarle lo que sentía, pero no fue capaz de hacerlo. No estaba acostumbrado a confiar en nadie. Además, tampoco sabía cómo poner fin a aquella situación, cómo hacerle saber que no deseaba volver a verla.

—Conocerte ha sido un placer, Amira. Espero que tengas un buen viaje de regreso a Penwyck.

El mensaje subliminal de Marcus llegó alto y claro a la joven, que se ruborizó.

—Tendré un buen viaje —dijo.

Entonces, Amira se giró en redondo, tomó su bolso y salió de la casa.

Al verla desaparecer, Marcus tuvo la impresión de haber perdido a alguien muy importante para él.

 

Marcus intentó concentrarse en el trabajo tras la marcha de Amira, pero no lo conseguía. Cuando Flora llamó a la puerta de su despacho para preguntarle por la cena, le dijo que solo tomaría un bocadillo. Y cuando regresó más tarde con la comida, no fue capaz de probar bocado.

Cacao terminó comiéndose todo el bocadillo, y él decidió sacarla a pasear para aclarar un poco sus ideas. Pero mientras caminaba, no podía dejar de pensar en la joven.

Veinte minutos más tarde, de regreso en la casa, se dirigió al despacho y encendió el ordenador para comprobar el correo. Había un mensaje de Shane, así que intentó llamarlo a su número de California, pero no contestó. La vida de su hermano era muy distinta a la que él llevaba. No pretendía ser rico, sino simplemente feliz. Sus negocios en la construcción lo mantenían bastante ocupado, y prefería pasar su tiempo libre con los amigos antes que mantener reuniones profesionales con colegas de trabajo. Pero a pesar de sus diferencias, se sentían profundamente unidos.

Intentó concentrarse en los documentos que debía analizar. Sin embargo, no lo consiguió. Parecía que Amira lo hubiera hechizado. Se había introducido en su piel y no conseguía expulsarla.

Al cabo de un rato, miró el reloj y vio que eran las nueve y media. Durante las últimas cuarenta y ocho horas no había hecho otra cosa que pensar en una mujer, a quien acababa de conocer, que estaba a punto de volver a una isla situada al otro lado del Atlántico. Y en el colmo de las complicaciones, resultaba que además lo estaba buscando a él para comprobar si realmente era un príncipe real.

Incapaz de soportar aquella tensión por más tiempo, decidió volver a salir a la calle y correr un rato. Corrió durante cuarenta y cinco minutos, castigándose tanto como pudo con la vana pretensión de olvidar a Amira. Y cuando por fin dejó de correr, estaba tan concentrado en sus pensamientos que no notó que un hombre lo había estado siguiendo.

De repente, alguien se abalanzó sobre él con un cuchillo. Apenas tuvo tiempo de apartarse lo suficiente como para que el arma no se clavara en su cuello, sino en su hombro. Golpeó al asaltante, pero sintió un nuevo pinchazo en el brazo y al retroceder cayó al suelo.

Entonces, sonó un disparo y una voz gritó:

—Detenlo.

Marcus no supo si la voz se dirigía a él o al asaltante.

La cabeza comenzó a darle vueltas y segundos después sintió que alguien le presionaba en el hombro herido. Sintió frío y calor al mismo tiempo. Y por fin, oyó el inconfundible sonido de una sirena.

 

Cuando sonó el teléfono, Amira miró la esfera luminosa del despertador. No había podido dormir. No dejaba de pensar en lo sucedido con Brent. Se sentía confundida y era incapaz de comprender lo que había pasado.

El teléfono volvió a sonar y Amira comprobó la hora. Era la una de la madrugada y pensó que sería alguien que se había equivocado de teléfono. No podía ser la Reina, porque en Penwyck debían de ser alrededor de las cinco de la tarde. Pero cabía la posibilidad de que la situación del Rey hubiera empeorado, así que decidió responder.

—¿Dígame?

—¿Lady Amira?

La voz le resultó familiar, pero no la reconoció de inmediato.

—Soy Flora, el ama de llaves del señor Carpenter. Sé que es muy tarde, pero estoy muy preocupada por él.

—¿Qué ha sucedido?

—Salió a correr esta noche y lo atacaron con un cuchillo.

Amira se estremeció y sin poder evitarlo recordó la noche del asesinato de su padre, cuando un guardia real llamó a su madre para informarle sobre lo sucedido.

—¿Se encuentra bien?

—Precisamente la llamo por eso. Llamó a Fritz para que fuera a recogerlo al hospital y ha regresado hace diez minutos. Tiene un aspecto terrible. El médico quería que pasara la noche en el hospital, pero se empeñó en volver a casa y yo no sé qué hacer.

—¿Qué necesitas, Flora? ¿Qué puedo hacer?

—No lo sé. Se ha encerrado en su despacho y ha dicho que no lo molestemos, pero tendría que acostarse. Además, no tiene a nadie en Chicago. Su padre está en Minneapolis, y la única persona a la que aprecia aquí es usted. Pensé que tal vez podría convencerlo para que entrara en razón.

—Está bien, no se preocupe. Me vestiré y tomaré un taxi.

—No es necesario, excelencia...

—Por favor, preferiría que nos tuteáramos. Llámame Amira.

—Como quieras —dijo la mujer, que estaba impresionada por su pertenencia a una casa real—. Le he dicho a Fritz que pensaba llamarte, así que saldrá a buscarte en cuanto cuelgue el teléfono. No quiero que tomes un taxi sola a estas horas de la noche.

—Gracias, Flora.

—Muchas gracias por ayudarme. El señor... Carpenter no debería estar solo esta noche.

Amira se puso un pantalón negro y un jersey. Después, se cepilló el cabello y se lo recogió en una coleta, intentando no pensar en lo que le había sucedido a Brent. Supuso que los médicos no habrían permitido que abandonara el hospital si su estado hubiera sido realmente grave; pero por otra parte, sabía que era un hombre muy obstinado.

Cuando llegó al vestíbulo del hotel, Fritz ya la estaba esperando, con expresión grave.

—Me alegra que Flora la llamara, señorita.

—Yo también. Vámonos.

El portero de la casa de Brent la reconoció y la saludó al verla. Amira pensó que, al parecer, en Chicago estaban acostumbrados a entrar y salir de las casas en plena madrugada.

Entró en el ascensor, preocupada. Aquel hombre le importaba mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir. Pero cuando se había marchado de su casa, la noche anterior, había pensado que no volvería a verlo.

Flora la recibió en la entrada.

—Sigue en su despacho, encerrado. Le he ofrecido algo caliente, pero dice que no quiere tomar nada.

Amira dejó su bolso en la mesita de la entrada y dijo:

—Veré lo que puedo hacer.

La joven se dirigió al despacho de Brent y llamó suavemente.

—He dicho que no quiero nada, Flora —dijo el hombre desde el otro lado de la puerta.

Amira no esperó que le diera permiso. Sin presentarse si quiera, abrió la puerta y entró.

—No soy Flora. Soy yo.

Brent estaba sentado detrás del escritorio con un vaso de whisky en una mano. Se había quitado la camisa y pudo ver la venda que llevaba en un hombro y una más pequeña, más abajo, en el brazo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él.