CAPÍTULO QUINTO
(Mayo de 1590)

I

Anichu regresó a casa el Sábado Santo, más delgada por las austeridades del retiro pero muy contenta. Encontró a Ana bien y a Bernardina muy animada. Las tres pasaron una Pascua feliz, ni siquiera entristecida cuando recordaron las Pascuas de la infancia de Anichu; las grandes procesiones celebradas en Pastrana, la cena ofrecida a todo el pueblo en el jardín, la corrida de toros del lunes en Alcalá, la cena con el marqués de los Vélez, y el largo camino de regreso a casa animado por las canciones entonadas de todos. A Anichu le gustaba escuchar aquellos relatos de los días de esplendor de la familia que ella apenas había conocido.

A su regreso, Ana le contó inmediatamente la huida de Antonio Pérez de Madrid a Aragón y la visita que le había hecho.

Ella reaccionó con gravedad al oír la noticia.

—¿Ha llegado sano y salvo a la frontera?

—No lo sabemos todavía. Nos mandará recado.

—Debéis de estar nerviosa.

—Por extraño que lo parezca, no lo estoy. Tengo la seguridad de que está bien.

—Más vale que recemos.

—Sí, claro que rezo. Y tú reza también. Dios te escuchará.

Anichu la miró pensativa.

—¿Erais de verdad su amante?

—Sí, Anichu, lo era.

—¿Cuánto tiempo?

—No había hecho aún dos años cuando nos detuvieron.

Ana percibió la expresión de alivio de la muchacha. Sin duda estaba pensando en el padre que no había conocido, pues había muerto poco después de nacer ella.

—Perdonadme por preguntároslo —prosiguió Anichu con ansia—, pero ¿habíais tenido algún otro amante?

—No, cariño —dijo Ana—. Ningún otro. Sólo tu padre mientras vivió y luego Antonio Pérez.

—Gracias, gracias por decírmelo. No tengo derecho a preguntároslo.

—Sí lo tienes, Anichu.

—Es que he oído cosas… del rey, y a veces no podía evitar preguntarme cosas; se ha comportado de una manera tan terrible con vos…

—Estoy de acuerdo. Es como para sentir curiosidad. Felipe y yo éramos muy buenos amigos, pero nunca me pidió que fuera su amante; las cosas que se han dicho de nosotros eran falsas.

—Ya. Pues resulta mucho más sorprendente, ¿no?

—Hace ya mucho que he dejado de tratar de comprenderlo.

Anichu pensó que parecía que había dejado de tratar de comprender la mayoría de las cosas.

El martes de Pascua se presentó en casa de Jorge, el exalcalde, un desconocido procedente de Aragón. Una vez que hubo proseguido viaje, Jorge, que se encaminaba laboriosamente hacia casa de Ana, se encontró con Anichu y le dio el recado del desconocido. Decía que el viajero de Madrid había llegado a Calatayud la tarde del Jueves Santo, que estaba bien y que había buscado refugio en el convento dominicano de San Martín. En Aragón se había armado un gran revuelo y mandaba sus cariñosos recuerdos a Pastrana. Anichu corrió a casa con el recado.

«Nunc dimittis», dijo el corazón de Ana cuando lo recibió. A partir de ese momento se preparó contenta en secreto para la muerte, que esperaba no se retrasara demasiado, y ello no se debía a que se apartara de la vida desconsolada o desilusionada, como había ocurrido en períodos anteriores de su encarcelamiento. Su única preocupación terrena era ahora Anichu, y por ella deseaba que se produjera cuanto antes.

Antonio se había marchado. Mientras estuvo en España envuelto en los problemas y peligros que su amor por ella le había acarreado, el corazón de Ana todavía tiraba un poco hacia la vida, incluso en las más amargas horas del vacío y soledad; todavía deseaba, en contra de toda posibilidad, verlo de nuevo y vivir el fin, para bien o para mal, de su historia. Ahora aquello había pasado y él se había marchado para siempre de lo que le quedaba de vida; todavía seguía en peligro y sus problemas sin solución, pero por fin tenía las manos libres para luchar contra ello y posibilidades de evadirse de la venganza de Felipe. La vida de Antonio, divorciada desde aquel momento de Castilla, entró en una fase nueva y extraña, y el papel que Ana había de representar en ella había finalizado ya.

Solamente quedaba pues Anichu. Estar con la niña en aquellos dulces años de su primera infancia, contar con su compañía, tan constante, tan reconfortante y tan joven, quererla y disfrutar de su cariño, constituyó un profundo consuelo y un vínculo con la vida casi más fuerte que todos los demás. Pero Ana sabia que aquella gracia de sus últimos días de vida iba en perjuicio de Anichu; sabía que cuanto más tiempo vivieran juntas como en aquellos momentos, estando la niña tan entregada a ella y tan dispuesta al sacrificio, mayor y más profundo sería su dolor cuando Ana muriera, y más le costaría regresar a la vida normal y a las costumbres y amigos de su generación. Desde luego sentiría dolor —y Ana se estremecía a diario de pensarlo— cuando la muerte la separara de su leal bija. No había modo ya de evitarlo. Había permitido, desacertadamente, que Anichu se dedicara de pleno a su gran amor, casi podría llamarse fanatismo, y ya no era lógico ni considerado hablarle de alejarla de Pastrana. La situación había de llegar a su fin por sí sola y Anichu debía estar preparada con toda la fortaleza que permitía el amor para resistir el lento dolor de presenciar el fin. Pero Ana creía que, cuanto más joven fuera cuando llegara ese fin, mejor. Deseaba que la prueba por la que habría de pasar la muchacha fuera corta, por lo menos, ya que no podía evitarse. Y, cuando hubiera terminado, todavía podría salir, joven y susceptible de cura, al sol del mundo, capaz de aceptar de nuevo su natural consuelo y de olvidar Pastrana, la cárcel y el dolor. Ana pensaba con alivio en el joven de Tendilla, y a veces le hablaba de él a Anichu, que no rechazaba su nombre sino que hablaba de él con dulce interés y buena disposición. Observándola y pensando en ella, Ana veía que lo mejor que podía hacer era morir pronto. Por tanto, al marchar Antonio se alegró de darse cuenta de que por fin estaba completamente dispuesta a dar la bienvenida a la muerte.

A principios de mayo comenzó a sentir que se iba a cumplir su deseo.

Hacia unos días espléndidos y Ana siempre se trasladaba al sofá situado junto al ventanal y descansaba allí al sol escuchando los sonidos de la vida, que entraban procedentes del olvidado pueblo. Dado que su corazón se hallaba sereno y en paz, y ella se sentía incluso alegre en algunas ocasiones, pensaba que Bernardina y Anichu no percibían la recaída que ella sentía en todo el cuerpo. Se alegraría si era así, especialmente por Anichu Así pues, yacía en el sofá y hablaba lo menos posible de sus dolores; rezaba, meditaba sobre su vida y sus pecados, observaba cómo la delicada belleza de su hija se abría al temprano verano; al sol y en calma, a veces casi se sentía agradecida con Felipe por haberla llevado por la fuerza a aquella buena disposición y a aquel despego, aquella calma que seguramente envidiarían los santos, y en la cual, ya que no era ninguna santa, no se merecía dejar la vida.

—Le debo mucho al rey —le dijo un día a Anichu—, porque creo que gracias a él se ha salvado mi alma.

—Vos lo habríais conseguido sola —repuso Anichu—. Pero si os ha convertido en una especie de filósofo.

—Supongo que ya no sabré nada más de él, que me ha olvidado por completo.

—¿Os entristece eso?

—No, ya no. Yo lo he perdonado, Anichu. De verdad. Rezo por él todos los días.

II

La mañana del veintidós de mayo Ana se despertó temprano y muy enferma. Intranquila, se levantó y se vistió, muy despacio, más despacio que de costumbre, según observó; a las siete se abrió camino penosamente hasta la tribuna de la capilla para oír misa y recibir la comunión. Anichu y Bernardina ya ocupaban sus lugares y esta última frunció el ceño y blandió el puño contra Ana en tanto la ayudaba a acomodarse en su reclinatorio.

Hacía una mañana radiante; los trinos de los pájaros llenaban el ambiente y, en tanto los rayos de sol se filtraban hasta el altar y el sacerdote, Ana se olvidó de sus doloridos huesos y de los débiles latidos de su corazón y rezó en paz agradeciendo a. Dios la belleza de aquel día.

Permaneció arrodillada unos instantes una vez que hubo terminado la misa y los demás se hubieron marchado. Le agradaba la capilla vacía, tan apacible y silenciosa, pues le traía numerosos buenos recuerdos de Ruy y de su vida de casada. Suponía que volvería a encontrarse con Ruy después de muerta —la Iglesia así se lo enseñaba y, aunque le resultaba difícil imaginar cómo serían esos encuentros aceptaba las enseñanzas—. Si era cierto, aún la ayudaba más a esperar la muerte con agrado, pues le gustaría volver a ver a Ruy después de todos sus errores y pesadumbres.

Se levantó ayudada de las muletas, mojó los dedos en la pila de agua bendita y se santiguó. Acompañada por los cantos matinales de los pájaros, regresó a la sala de estar.

Allí la esperaba el desayuno: leche, pan y fruta. Anichu comía a toda prisa, pues había de asistir a algunas clases en el convento. Bernardina parecía intranquila, incluso agitada.

—¿Qué ocurre, Berni? Sentémonos a tomar un poco de leche.

Bernardina la miró, la ayudó a sentarse y le sirvió un poco de leche. Anichu sonrió a su madre y luego dirigió una mirada a Bernardina.

—¿Qué pasa, Bernardina? —preguntó con firmeza.

Bernardina se sentó.

—Ha ocurrido algo, chiquita —dijo—. Es algo muy extraño y no sé qué es.

—Continuad —dijo Anichu.

—Bueno, todo el mundo ha desaparecido. Yo misma he tenido que ir a buscar esta bandeja y no hay rastro de la vieja Paca. Un soldado me la ha dado en la puerta de la cocina. Un soldado que no había visto nunca. No he encontrado a ninguno de los dos pinches de cocina. Doña Isabel tampoco aparece, ni la otra aya, Josefa. No hay nadie abajo y el silencio que reina es acongojante, chiquita.

—Debe de haber una explicación —dijo Ana.

—Eso digo yo —intervino Anichu lacónicamente.

—No me gusta —dijo Bernardina—. No sé qué explicación puede haber.

—Llamaré a Villasante inmediatamente —declaró Ana, a quien la expresión de angustia de los ojos de Anichu resultaba insoportable—, pero antes tomemos este maravilloso desayuno. Tal vez lo necesitemos —terminó con una risita.

—No puedo comer —dijo Bernardina—. Si lo intento me ahogaré. Tengo miedo. El silencio que hay ahí abajo no puede ser bueno.

«Bernardina ha tenido que soportar demasiado las siniestras costumbres de la cárcel —pensó Ana apenada—. Por fin está llegando al límite. Casi han conseguido perturbar su valeroso espíritu. Probablemente no será nada, algún estúpido cambio de plan respecto al personal».

—¡Querida Berni, tomad al menos un poco de leche!

En ese momento oyeron cómo corrían los chirriantes cerrojos de la verja de hierro que se levantaba al otro lado de la puerta de la sala de estar. Oyeron cómo se abrían las pesadas puertas y cómo se volvían a cerrar. Al cabo de un instante, el administrador de la casa, Villasante, se encontraba en la estancia, escoltado por cuatro soldados armados. Tenía un aspecto grave y arrogante. Dedicó una fría reverencia a Ana. Llevaba unos papeles en la mano.

—Recientemente Su Alteza ha sido mal aconsejada y ha incumplido las condiciones de la reclusión. Su Majestad ha recibido pruebas de que admitisteis ilícitamente a vuestra presencia a un enemigo del Estado, y que colaborasteis y encubristeis su huida de la justicia. En vista de este delito, Su Majestad se ve ahora obligado a alterar vuestro arresto domiciliario y convertirlo en una reclusión total. Yo he de pediros que no ofrezcáis resistencia mientras procedemos a tomar medidas necesarias, tal como nos ha instruido Su Majestad.

Hizo otra reverencia y le entregó a Ana uno de los papeles que llevaba en la mano.

Ella le echó un vistazo, vio la firma de Felipe y lo dejó. Anichu se lo cogió de la mano y lo leyó. Bernardina se sentó y se quedó contemplando a Ana. Parecía que, por una vez, no tenía nada que decirle a su carcelero. Tampoco a Ana se le ocurría gran cosa que decir.

—¿Son muy complicadas esas medidas?

—Lo son, Señora. Hay que hacer unas obras en estos aposentos.

—¿Obras?

—Sí, Señora. Se os permitirá ocupar esta sala y la alcoba, y podréis tener acceso a la capilla. Pero todas las salidas que queden fuera de esos límites, todas las puertas y ventanas innecesarias, serán tapiadas. Naturalmente, las habitaciones serán despojadas de todos estos valiosos muebles y pinturas, que no harían sino perjudicaros en una situación de prisión. Esperarnos que los trabajos hayan finalizado dentro de dos días. Los albañiles no os molestarán mucho tiempo.

—Ya comprendo.

Bernardina se puso en pie.

—¿Dónde están los criados de Su Alteza? —le preguntó a Villasante—. ¿Dónde está Paca? ¿Dónde están las institutrices?

Éste esbozó una sonrisa.

—Han sido despedidas y se encuentran en este momento camino de Madrid, donde vos os hallaréis también antes de esta noche.

—¿Yo?

—Sí. El rey me ha dado órdenes rigurosas de que os despida a vos con todas vuestras posesiones y que os traslade a la residencia de vuestro esposo en Madrid. A partir de este momento estáis libre y habéis sido perdonada, pero si regresáis a la comarca de Pastrana seréis castigada con la pena de muerte.

Hizo una reverencia y le entregó a Bernardina un papel que llevaba la firma de Felipe.

Bernardina le echó una mirada y se puso en pie.

—No me voy —dijo—. Podéis decirle al rey que haga lo que quiera, pero yo me quedo aquí.

—Berni…

—No, Señora… os vais. No nos obligaréis a convertiros en una mártir. Os marcharéis esta misma mañana con una fuerte escolta. Hace mucho que constituís una dificultad y una mala influencia. Teniendo en cuenta vuestra participación en el reciente incumplimiento de las normas, la clemencia de Su Majestad al dejaros libre es, si se me permite decirlo, sorprendente. Mientras asistíais a misa han sido embaladas vuestras pertenencias, os esperan en un coche dispuesto en el patio. Así pues, ¿tenéis la bondad de despediros de Su Alteza? Cuando hayáis terminado comenzaremos a trabajar en estos aposentos.

Bernardina empezó a mirar como loca la habitación. Pasaba ya de los sesenta años, estaba achacosa, cansada y gorda. Ana pensó que podía darle un ataque. Se levantó con dificultad y se acercó a ella. Le rodeó los hombros con el brazo.

—¡Berni, Berni! No os pongáis así. No podemos hacer nada. Hemos pasado una buena vida juntas, pese a todos estos carceleros. Ahora ya ha terminado y somos un par de viejas que no pueden seguir creando dificultades al rey mucho más tiempo. Despedíos y llevaos mi gratitud y una gran parte de mi corazón a Madrid. Y al cielo, donde pronto nos encontraremos.

—¡No quiero despedirme! ¡No puedo! Es un asesinato, un asesinato lento, haceros esto ahora. ¿Qué van a hacer? Si tuviera que dejaros aquí en manos de estos malvados, me volvería loca. No, no quiero despedirme. ¡No quiero! ¡No quiero!

Villasante hizo una seña a dos soldados, que se adelantaron y cogieron a Bernardina. Pero Ana les indicó que la soltaran.

—Un momento, por favor. Berni, marchaos por mí, marchaos en paz. Después de todo, se lo debéis a vuestro pobre esposo, que tanto ha sufrido a causa de vuestra lealtad conmigo. Pensad en el consuelo que representará para él tener vuestra compañía en la vejez. Y… —Rodeó a la dueña con los dos brazos y le habló en voz baja, dándole la espalda a Anichu, que permanecía rígida con la orden del rey en la mano—. Sabéis perfectamente que yo no tardaré mucho, de modo que, hagan lo que hagan, que supongo que no será otra cosa que encerrarme, poco importará. Sabéis que estoy próxima a la muerte y que me alegro por ello. Así que no me lo hagáis más difícil Será un gran consuelo saber que estáis otra vez con el bueno de Espinosa, a quien tanto mal he hecho tomando para mí todos vuestros años de lealtad. ¿Me oís, Berni? ¿Me oís?

—Sí, os oigo, chiquita. —Bernardina hablaba en un tono monótono y lento. El golpe que había recibido era demasiado fuerte y lo sabía. Sabía que no tenía miedo de resistir, una mujer gorda y vieja, contra hombres armados y proclamas del rey. Sin embargo, se volvió una vez más hacia Villasante.

—¿De qué manera la van a cuidar? Está gravemente enferma. No puede quedarse sin mí. Hace muchos años que la cuido, toda la vida.

—Se han contratado los servicios de una mujer que llevará a cabo las funciones de guardiana.

—¡Una guardiana!

Ana se echó a reír.

—¡Ay, Berni! ¿Qué más da? ¿Por qué no una guardiana? A lo mejor es tan divertida como la gitanilla Rosa. ¿Os acordáis de Pinto y de la gitanilla Rosa?

Bernardina estalló en desconsolados sollozos. Ana la abrazó y Anichu se acercó a ellas para tratar de ayudar a su frágil madre a sujetar el peso.

—Madre está bien, Berni. Y la reconfortará saber que vos estáis en casa con Espinosa.

A Bernardina le era imposible hablar. Siguió sollozando y abrazando a Ana.

—Adiós, querida amiga —dijo Ana—. Adiós mi Berni, que Dios os bendiga y os proteja. Rezad por mí y yo rezaré por vos.

Hizo una seña a los soldados y éstos se acercaron y cogieron a Bernardina suavemente por los brazos. Ella se marchó, conmovida y desolada. No volvió la vista atrás. Una vez que se hubo abierto y cerrado la verja de hierro a sus espaldas, todavía seguían oyéndose sus sofocados sollozos, que se iban apagando a medida que descendía la gran escalinata.

Ana permanecía en pie apoyada en las muletas mirando a Anichu Se preguntaba aterrorizada qué órdenes tendrían para ella.

Villasante paseó la vista de una a otra.

—¿Qué dispone Su Alteza en relación a la joven condesa? —preguntó educadamente.

Ana y Anichu se miraron al instante. Evidentemente, el rey no había enviado ningún ultimátum respecto a la muchacha.

—Si lo deseáis, podemos enviarla, con una buena escolta, a casa de su hermana, la duquesa de Medina Sidonia, en Sanlúcar. ¿O hay algún otro pariente con quien prefiráis enviarla?

Anichu sonrió. Ana percibió una especie de radiante felicidad que tomaba posesión de un rostro rígido de temor unos momentos antes.

—Gracias, don Alonso —dijo Anichu con una educación que resultaba intrigante—. Gracias, pero no quiero que me enviéis a ningún sitio. Quiero quedarme aquí.

Era evidente que había llegado a la conclusión de que no tenía instrucciones respecto a ella y que por tanto no podría obligarla a marcharse.

Villasante estaba perplejo y se dirigió a Ana.

—No puedo aconsejar tal decisión —dijo—. La condesa no está bajo arresto y las condiciones en que os encontraréis de ahora en adelante serán de reclusión total. Si ella se quedara aquí, también tendría que sufrir esas condiciones. No puedo permitir ningún tipo de tráfico entre estas habitaciones y el mundo exterior. Y no están autorizadas las comodidades, nada más que lo usual en las prisiones estatales. Por tanto, creo que es mi obligación enviar a la joven condesa a casa de su hermana.

Ana miró a Anichu. Sabía que la muchacha pretendía quedarse con ella. Y sabía que en esta ocasión Felipe estaba furioso de veras y que por el pecado cometido al ver de nuevo a Antonio tendría que pagar la pena mayor y pasar el resto de sus días entre las privaciones, la suciedad, la oscuridad y el descuido que correspondía a los peores criminales de España encerrados en las prisiones más sórdidas. No le importaba por ella, pero le aterrorizaba por Anichu Para ella no haría más que apresurar la muerte, lo cual era bueno; pero podía socavar para siempre la salud de la muchacha, y dejaría una gran cicatriz de amargura y dolor en su alma. Tendría que estar sola, además con la penosa experiencia de la muerte de su madre. Era una prueba muy oscura y peligrosa para una imaginación joven. Sin embargo, creía que para Anichu, que la amaba tanto, la alternativa podía incluso resultar mucho peor. Ser enviada a la fuerza al sol y la libertad sin otra cosa que hacer que imaginarse lo que estaría ocurriendo en Pastrana… Ana se estremeció de pensar en las consecuencias que podía acarrear para un espíritu como el de Anichu.

—¿Has oído lo que ha dicho don Alonso, Anichu?

—Sí, y se lo agradezco de nuevo, pero me quedo aquí. Comprendo las condiciones, don Alonso, y las cumpliré.

Don Alonso hizo una reverencia y frunció el entrecejo.

—Lamento vuestra decisión, condesa.

Ana se sentó de nuevo. De repente se encontraba muy enferma y fatigada. Apoyó el codo en la mesa y se llevó los dedos al parche. Anichu había tomado la decisión correcta, pero aquella extraña carga que el destino había colocado sobre su hija iba a ser más pesada y dura de lo que se había imaginado. «¡Ay, Felipe, Felipe! ¿También tengo que perdonaros por esto?».

—Entonces, con el permiso de Su Alteza, voy a llamar a los obreros y darles las instrucciones pertinentes. Entretanto, hemos de comenzar a retirar estos cuadros y libros.

Ana levantó la vista y asintió vagamente. Los hombres comenzaron a moverse por la habitación. Anichu permanecía en pie al otro lado de la mesa en la que yacía intacto el desayuno. Se sentó, se inclinó hacia adelante y le acarició la mano a Ana.

—Venga, vamos a desayunar —dijo.

Se sentaron y trataron de comer y beber.

En el exterior, el extraordinario día resplandecía. La plaza daba las acostumbradas señales de vida, y la fachada de la Colegiata proyectaba una apacible sombra.

—Bebed un poco de leche —dijo Anichu.

Uno de los hombres estaba descolgando el Mantegna. Ana lo observaba ensimismada. Actuaban con rapidez, ya habían desaparecido los cuadros de la pared larga. Ya no estaba Ruy ni el Clouet que le había regalado Isabel de Valois.

Abajo se oyeron ruidos: salía un coche del patio; desde donde estaban no lo veían. Se miraron la una a la otra y ambas se despidieron nuevamente de Bernardina en el corazón. Ana prestó atención al sonido de las ruedas hasta que desapareció para siempre por el camino de Alcalá.

Al llegar la noche de aquel día ya se habían acostumbrado al sonido de los martillos y el entrechocar de los barrotes, así como a los pasos y los ruidos de los hombres que trabajaban con toda rapidez a su alrededor.

Cuando se sentaron a comer la pobre cena que la nueva guardiana les había preparado, en la sala de estar ya no quedaba nada más que el sofá de Ana, dos mesas y dos sillas. Las cortinas, las alfombras, el escritorio y los muebles de toda una vida desaparecieron con los cuadros; las blancas paredes con hojas de acacia descoloridas y desconchadas parecían absurdas, infames y sórdidas.

Se construyó un muro para separarlas de la escalinata que conducía al jardín En él insertaron una puertecilla de hierro a través de la cual podía penetrar la guardiana, abriéndola y cerrándola con llave cada vez. El rellano en que se había levantado la pared, así como el dormitorio y el vestidor de Ana, cuyas ventanas habían sido tapiadas, carecían por completo de luz natural y ventilación.

Después de cenar no encendieron la única vela que tenían. El ventanal estaba abierto y permanecieron sentadas contemplando cómo salían las estrellas y oliendo el dulce aroma de la noche de mayo. Veían cómo se abría y cerraba la Colegiata cuando entraba y salía la gente a decir las oraciones vespertinas.

Anichu se sentó en el suelo, junto al sofá de Ana.

—Habladme —le dijo—. Contadme cosas de cuando éramos pequeños. Y de cuando vos erais pequeña.

Ana le acarició la reluciente cabellera negra.

Permanecieron junto a la ventana hasta muy tarde y hablaron de muchas cosas.

La segunda noche de aquel nuevo encierro ya no tenían ventana junto a la cual sentarse a hablar. Los albañiles habían llevado a cabo su trabajo en el tiempo previsto y se habían cumplido las instrucciones del rey. Ya no entraba la luz en la sala de estar de Pastrana. Habían tapiado el ventanal y Ana no podría volver a ver nunca el cielo ni la torre de la Colegiata. Tampoco el rostro de su hija, de no ser a la luz de una vela. Felipe se había ocupado de ella. Ahora ya podía serenarse y esperar. Satisfecha, se dio cuenta de que estaba muy enferma. «No tardaré mucho, —decía su corazón apasionadamente—. Te lo prometo, cariño, no tardaré mucho».