CAPÍTULO SEGUNDO
(Octubre de 1578)

A mediados de octubre Antonio fue a Pastrana. Oficialmente iba a ver al marqués de los Vélez, con quien descansaría dos días y cazaría en Alcalá de Henares. Pero durante la tarde del primer día se desplazó al este para cenar con Ana.

Entró ansioso en la sala, casi corriendo hacia ella y hacia el fuego. Le besó las manos y se estremeció ligeramente mientras le sonreía a ella y a la clara e iluminada habitación.

—Es estupendo —dijo—, es estupendo estar otra vez con vos, y estar a cubierto. —Se arrodilló para acercarse más al fuego—. Perdonad que me caliente las manos un momento. Me encanta esta habitación. Y cómo ahuyentáis los aullidos de la noche. No se oye nada a través de esas gruesas paredes.

—¿Está muy alborotada?

—Horrible. Me alegro de no haber venido a caballo. Pensaba hacerlo porque de verdad necesito ejercicio, pero lo cierto es que estaba demasiado cansado.

Ana nunca lo había oído decir que estaba cansado, y ahora además se le notaba.

—¿Qué queréis que haga para que descanséis?

—Dejadme estar aquí en el suelo junto al fuego, y venid a sentaros cerca de mí, donde yo os vea. Así, ahí mismo. —Se apoyó contra una silla que había al otro lado de la chimenea, frente a Ana—. Luego os diré cómo os encuentro —le dijo suavemente—, qué se siente al volveros a ver.

Ella sonrió ante su característica y halagadora sencillez. Tal vez no le dijera nunca, como afirmaba, cómo la encontraba, sin embargo, si quería, incluiría en casi todas sus frases un cumplido a su belleza.

—Solamente deseo obedeceros —dijo ella—, pero ¿no creéis que debo ofreceros algo de comer o de beber?

—Nada. No os podéis mover. ¡Oh, Ana! Esto es descansar.

—Nunca os había oído hablar de descansar.

Tenía el rostro a la altura del fuego y en ese instante lo volvió hacia él, de modo que Ana pudo observar gracias a aquella luz que exageraba la realidad, los profundos surcos causados por la preocupación. Pero él reía al volverse hacia ella.

—Me estoy haciendo viejo, amiga mía, eso es lo que pasa. ¿Sabéis que me he pasado el viaje desde Alcalá medio dormido? Y no es que sea dormilón, ¿no? ¡Y cuando venía a veros a vos, después de tanto tiempo! Ana sonrió.

—Es un aviso.

—Yo no hago caso de los avisos —dijo, estirándose hacia el fuego con placer. Ella percibió una ligera duda en sus palabras, pero la dejó pasar.

—Una triste noticia la de los Países Bajos —comentó Ana—. Pobre don Juan de Austria. Era demasiado joven para morir.

—Si, parece ser que había estado enfermo todo el verano. Las últimas cartas que le mandó a Felipe eran muy tristes.

—Y no hacía falta que muriera Escobedo.

Antes de responder apartó de sus ojos un reflejo de diversión.

—Bueno, no —dijo—. Por los motivos de Felipe, no.

—¿Cómo murió don Juan?

—La peste. Su desdichado ejército lleva cayendo como moscas varias semanas. ¡Los enredos de toda esa campaña!

—Quizá hubiera tenido éxito con los flamencos. Después de todo era uno de ellos.

—Si. Y había muchos que lo adoraban incondicionalmente. Pero él los odiaba, no compartía los sentimientos de su padre hacia ellos. Sus cartas eran extraordinariamente injuriosas e impacientes.

—Era atractivo.

—A mí nunca me gustó. Pero es que yo no aguanto a esos mequetrefes soldadescos tan encantadores.

—Habláis como Ruy.

—Es que soy discípulo de Ruy.

Ana pensaba en sus primeros días de matrimonio, cuando Isabel de Valois era la reina, y los dos brillantes muchachos, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, fueron escogidos para compañeros del hijo de Felipe, don Carlos. Carlos evidenciaba ya la mala salud que terminaría en horrible padecimiento; pero nadie lo preveía y el muchacho parecía prometedor y original; eso alimentaba las esperanzas de Felipe y, junto con el orgullo que sentía por su hermosa nueva esposa, le había llevado la felicidad y lo había vuelto aventurero. La corte era entonces joven de carácter y a Isabel debía su gracia ligera y exótica; Ruy era su astuto y discreto colaborador; y los muchachos, los tres vástagos reales, con sus rivalidades, locuras y hazañas, rodeaban las rebuscadas travesuras de sus mayores de un aura de inocente y cautivadora promesa.

Carlos murió, ni inocente ni cautivador; y ahora don Juan estaba camino de la patria para recibir sepultura.

—Murió el primero de octubre, ¿verdad?

Antonio asintió con la cabeza.

—Siempre decía que desde Lepanto, octubre era su mes de la suerte.

—En mi opinión —dijo Antonio—, Lepanto fue bastante desafortunado. ¿En qué pensáis?

—En el pasado. En los días de Isabel. ¿Os acordáis de aquella época?

—Perfectamente. Regresé de Italia antes del matrimonio francés y me convertí en el atareado subsecretario de Ruy.

—Me acuerdo. Erais una criatura yana y presumida.

—Todavía lo soy.

—Es verdad. ¿Dónde está ahora Alejandro Farnesio?

—¿El duque de Parma? En Bruselas, espero. Vamos a poner en sus manos el precioso embrollo de los Países Bajos.

—Bueno, él no se ha convertido en un «encantador mequetrefe soldadesco».

—No. Es inteligente. Debe tener paciencia y esperar. A su madre no le fue tan mal allí, ya sabéis. Al menos comparado con lo que pasó después. ¡Dios mío, Ana! No me hagáis hablar de las locuras de nuestra política exterior. Dios sabe que no he venido a veros para eso.

Ana se acercó al fuego para echarle más leña. Antonio se puso de rodillas con la intención de ayudarla. Permanecieron arrodillados uno al lado del otro colocando los gruesos troncos y él observó su rostro atentamente, los rasgos bañados y acentuados por la cálida luz. Veía su perfil izquierdo y advirtió cómo la fina piel, casi demasiado delicada, se tensaba sobre el diminuto pómulo; observó la sombra entre azulada y marrón que asomaba por encima y por debajo del ojo hueco, pero con cuánto vigor y sinceridad su ojo brillaba a la luz del fuego, y sus pestañas eran, como siempre, brillantes e infantiles. Desde luego era una lástima, pensó, que hubiera perdido un ojo precisamente ella. Desde muy cerca, los detalles de su belleza, su secreto, tesoros no develados de delicadeza, de niñez accidental, continuaban, por mucho que se fijara en ellos, sorprendiéndole, tomando sus remilgos por asalto. A menudo, mirando de reojo, en un momento de relajación o en lo que él pensaba que era una completa falta de atención por parte de ella, lo despertaba con una nueva e inesperada sensación de agrado; el borde de la ceja, el exquisitamente torneado hueso de la muñeca, el grácil tendón que iba desde la oreja al cuello, tales cosas podían apoderarse de su desprevenida atención y sugerirle que contenían toda la belleza. «Por ellas —se decía a veces—, por estas pequeñas cosas la recordaré siempre».

Ana se inclinó hacia delante, lanzando piñas aquí y allí entre los troncos del fuego, él se puso en cuclillas y la dejó trabajar.

—Tenéis mala suerte —dijo—, vuestra belleza es de una clase a la cuál sólo un amante o un niño puede acercarse lo suficiente para verla.

Ana se levantó y le pasó la mano rápidamente por la frente al hacerlo.

—No sé qué voy a hacer sin vos —se lamentó.

Él se puso en pie de un salto.

—¡Ah! ¿Así que ésas tenemos?

—Esperad. Tenemos que hablar.

—Si, sí, ya lo creo. Ay, Ana, me lo temía.

Recorrió la habitación con la vista y luego volvió a mirarla a ella; Ana se disgustó al comprobar que sus ojos reflejaban realmente temor. Se acercó a una mesa donde había comida y vino y se volvió hacia ella como disculpándose antes de servirse un poco de vino.

—¿Puedo?

Ella sonrió.

—Oh, Ana, bebed también. Bebamos por mi poder sobre vos. Que no nos falle. ¡Venid!

Se aproximo a ella con dos copas llenas de vino tinto. En tanto Ana alargaba la mano para coger una, la gran puerta del extremo más alejado de la habitación se abrió y entró su hijo mayor, Rodrigo.

No era correcto que entrara en su sala de estar sin ser autorizado mientras estaba en compañía de un invitado; Ana pensaba que todavía se encontraba en una fiesta celebrada en Guadalajara con sus primos. Sin embargo, le sonrió sin alterarse. Él parecía estar a gusto e iba vestido con ropas de casa, por tanto debía de haber regresado a Pastrana un poco antes o después de la llegada de Antonio. Dedicó una graciosa reverencia a su madre y al visitante de ésta. Ana pensó que en el saludo de Antonio al chico había algo menos de humor. Generalmente, Rodrigo lo divertía muchísimo, pero Ana supuso que lo inoportuno de su entrada resultaba exasperante para un hombre que ya se encontraba cansado y demasiado tenso. No estaba de humor para charlas cortesanas. Bueno, se desharían del niño en unos minutos.

—¿He interrumpido vuestra pequeña fiesta? Perdonadme —dijo.

Ana levantó las cejas. Aquello era una insolencia, pero como nunca había desempeñado un papel de madre con Rodrigo, no podía entonces empezar a reprenderlo. Además, su tono la sorprendía más que la molestaba. Como cortesano, siempre era muy obsequioso con los hombres poderosos, y consideraba a Antonio Pérez como un subordinado sólo del rey de España que en algunos aspectos tenía incluso más poder que el rey. Ana lo había oído alguna vez mofarse ligeramente con aires de aristócrata de la reciente grandeza de Pérez, pero nunca en una situación en que pudiera llegar a oídos del secretario de Estado; cara a cara con Pérez siempre era el encanto personificado; siempre parecía contentísimo de encontrarse en la compañía de este gran hombre y hacía todo lo que podía para complacerlo y entretenerlo. Por tanto, aquella impertinente maniobra de entrada sorprendió tanto a Ana que pensó que quizá lo había oído mal.

Pérez miró al muchacho con frialdad.

—Sí, nos habéis interrumpido —dijo—, ¿por qué?

Ana sonrió más confundida que nunca. No era propio de Antonio malgastar su desprecio en personas triviales o irritaciones triviales. «Pobre Rodrigo», pensó divertida, y se dispuso a presenciar una escena que no acaba de comprender.

—Porque no sabia que se esperaba a Su Excelencia, y además mi primo, el duque del Infantado, me ha dicho esta mañana —he estado con él en Guadalajara— que ibais a pasar unos días en casa de los Vélez, suponía que para ir de caza.

«Ah —pensó Ana con fría sorpresa—, entonces por eso ha regresado tan pronto. Ha venido a espiarme. Desde luego, mis hijos crecen. Quizás incluso se vuelven peligrosos para mis amigos».

—Pero cuando he llegado, poco después de oscurecer —continuó Rodrigo mansamente—, he visto unos hombres con el uniforme de vuestra casa en el patio. Iban mucho más elegantes que los nuestros, no podía equivocarme. De modo que en cuanto me he cambiado he venido a asegurarme. Puesto que la visita de Su Excelencia es imprevista, supongo que no es oficial.

Cuando este discurso, tan hábilmente bordado de impertinencia, terminó, Ana y Antonio, de pie a cierta distancia uno de otro y sin mirarse, se echaron a reír. Dos risas claras, maduras y espontáneas que finalizaron con civilizada precisión antes de que la diversión que expresaban se agotara. Ambos se dieron cuenta con placer, al observar el rostro de Rodrigo y en tanto se abstenían de mirarse entre ellos, de que no podían haberlo hecho mejor. No se podía negar la natural diversión de las dos risas, y observaron que Rodrigo se acobardaba y adoptaba cierta cautela. Ana no apartó la vista de su hijo. Todavía no era capaz de interpretar lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué queréis decir con que no es oficial? —preguntó Antonio en un tono aburrido e indescifrable. Se acercó al fuego con la copa de vino en la mano—. Uno no suele llevarse las cajas de despachos a las cenas en las casas de campo.

—No, naturalmente —repuso Rodrigo, como un hombre de mundo—. Lo que quiero decir es que en el Alcázar piensan que estáis en la casa del marqués de los Vélez.

—Y es verdad. Allí es donde me alojo. ¿Podemos continuar ahora nuestra conversación, princesa? Estoy cansado y no pienso perder el tiempo en interrupciones.

—Lo sé —dijo Ana—, y lo siento. He invitado a don Antonio a venir a yerme a mí esta noche, Rodrigo. Si hubiera querido que tú estuvieras con nosotros te hubiera mandado avisar. Y sabes que no ha sido correcto por tu parte entrar aquí sin permiso habiendo un invitado. —Estaba a punto de indicarle que se retirara, pero de repente, apenas sin darse cuenta, percibió, en los ojos de Antonio, a los que no miraba directamente, o en una corriente de afecto procedente de éstos, por primera vez en toda la escena, un peligro real para Antonio, una amenaza lejana y oculta de su propio mundo ancho y adulto, esbozado, anunciado quizás en forma de caricatura, por aquel muchacho impertinente, su hijo. De modo que en vez de indicarle que se retirara inmediatamente, para defender a Antonio, apaciguó su fría irritación y sonrió como si perdonara un error juvenil—. Pero ahora que estáis aquí, pasemos eso por alto y quizá te apetezca tomar una copa de vino con mi visitante antes de dejamos.

—No, gracias, madre. —Rodrigo hizo una reverencia y luego se enderezó y habló en tono solemne—. En realidad he venido a expresar una protesta. En el pasado no siempre habéis guardado nuestro honor; supongo que la familia debería estar acostumbrada. Yo mismo he crecido sin protesta bajo la sombra de vuestro murmurado galanteo real. Pero ahora en Madrid resuena otro escándalo, en esta ocasión criminal. Su Excelencia quizá crea que todo el mundo está perdido, y creo que efectivamente para él lo está. Eso es asunto suyo. Aunque bien extraño. Pero nosotros, los Mendoza, estamos hartos de vuestra leyenda, madre. Ahora sois vieja y un poco ridícula. Y en cualquier caso vuestros hijos ponen su nombre por encima de vuestros penosos placeres. De modo que he de pediros que despidáis a un invitado que esperaba no tener que volver a encontrar en mi casa.

Ana, educada para no dejarse traicionar por la ira, y nada acostumbrada a tener enfrentamientos con sus hijos, oyó la alocución con una perplejidad que la dejó tan aplacada que al principio ni siquiera pensó que debía responder. Aunque lo oyó todo y no pasó por alto sus implicaciones, que retuvo para someterlas a posterior análisis, prestó especial atención a esta nadería: que si bien le desagradaba Rodrigo cuando hablaba, pues siempre le tenía una especial aversión, y aunque consideró que algunas de sus frases, hechas todas las consideraciones, eran censurables, vio con claridad la justicia y la conveniencia de su argumentación. Y lo observó apesadumbrada, preguntándose qué sería oportuno que dijera, por el bien de todos, incluido el de Antonio, cuando terminara de hablar.

Pero Antonio se adelantó a ella.

Dio unos pasos al frente, abandonando su posición junto al fuego, y le hizo una seña con la mano para que guardara silencio.

—Escuchad, Rodrigo —dijo—, si tenéis por costumbre insultar a vuestra madre en la cara como si fuera una prostituta de la calle que os hubiera cobrado un real de más, permitidme indicaros que guardéis esa costumbre para el lugar al que pertenece, vuestra vida privada. Porque según las reglas del honor españolas, que ya es hora de que aprendáis, cualquier hombre que os pille en falta, tiene derecho a atravesaros el cuerpo. Me habéis permitido a mí, por ejemplo, presenciar uno de vuestros momentos de bajeza. No debéis hacer este tipo de cosas, si queréis vivir. Porque… —el tono de Antonio era uniformemente frío y orientativo; no había prisas ni alteraciones de la voz—… porque si os hago responder por ello, y sólo titubeo porque sois tan jovencito, y también porque sois el primogénito de mis amigos Ruy Gómez y Ana de Mendoza, pero si os desafió, moriréis en el primer minuto del enfrentamiento. Sois un espadachín prometedor, pero sabéis que mi habilidad está fuera de vuestro alcance.

—Espero vuestros padrinos, Su Excelencia. Buenas noches, madre.

—No, no he terminado —dijo Antonio—. Todo lo anterior se refería sólo a vuestros modales, que es la razón general de que quizás os mate antes de que cumpláis los diecisiete, pero quiero decir una cosa sobre las habladurías que acabáis de contar tan indecorosamente. Yo soy el secretario de Estado de Su Majestad y tengo el aburrido deber de estar al corriente de los principales escándalos políticos como el que según vos resuenan en Madrid. En Madrid no resuena nada; es evidente que no habéis estado allí recientemente. Y tampoco ese ejemplo de provincialismo, el duque del Infantado. Si cualquiera de los dos estuviera un poco al tanto de los acontecimientos sabría que se han aquietado en Madrid los rumores sobre la petición de los Escobedo, y la razón de esa discreción es que el presidente de Castilla, don Antonio Pazos, cuya eminencia y poder no considero necesario destacar, ha examinado el caso que iba a presentar al Tribunal Supremo de Justicia. El último consejo que les dio a los desgraciados; Escobedo fue inequívoco, y en estos momentos lo conoce la mayoría de la gente importante. Pero, claro, unos duques de tres al cuarto como el del Infantado y vos no lo conocéis. Sin embargo, si queréis seguir con la vida y prosperar os conviene, ya sea manteneros al tanto de nuestros secándolos o, si no podéis, manteneros al margen. En conclusión, Rodrigo, esta noche he sido testigo de una ofensa de lesa majestad. Tenéis edad suficiente para ir a la cárcel por ello. De modo que, ya veis, puedo hacer lo que me plazca con vos. Esto es todo de momento. Pensad si habéis hecho o no el ridículo.

Antonio levantó la barbilla bruscamente para indicarle que se retirara y luego regresó a la mesa donde estaba la comida y se sirvió un puñado de langostinos.

Ana miró a su hijo apenada. Era evidente que se hallaba desconcertado; necesitaba tiempo para pensar.

—Debes retirarte, Rodrigo —dijo con dulzura.

—Me voy presto —repuso él—. Pobre madre, ¡qué tonta sois! Buenas noches.

—Buenas noches, Rodrigo.

Le dedicó una reverencia y abandonó la habitación.

—Ha sido una pequeña farsa —dijo Antonio—, pero espero que le haya bajado los humos.

Ana paseaba a lo largo de la habitación.

—Ah, sí —declaró dando a entender que no deseaba hacer hincapié en los detalles del incidente con un gesto de la mano—. Lo habéis manejado muy bien. Y me habéis ahorrado un problema de responder a sus escrúpulos morales, lo cual no podía hacer muy bien, ¿verdad? —Se detuvo en mitad de la sala. Antonio percibió que estaba sonrojada; parecía exaltada y joven. Se acercó con la copa de vino.

—Íbamos a brindar, ¿recordáis?, por mi poder sobre vos, Ana.

Ella cogió la copa sin prestar atención ni al vino ni a lo que decía él.

—¿Qué ha estado ocurriendo en Madrid que yo desconozca, Antonio? ¿Qué quiere decir y a qué se debe este sorprendente comportamiento de Rodrigo?

Antonio esperó unos instantes antes de responderle.

—En realidad —dijo por fin—, creo que significa muchas cosas. En sí mismo no es nada, pero es un indicio. Me ha sorprendido mucho más de lo que supone Rodrigo, espero. De ello se pueden deducir muchas cosas que yo desconocía. —Hablaba con los ojos entrecerrados y despacio, con descuido; parecía que sus pensamientos iban mucho más deprisa que sus palabras, que dejaban atrás rápidamente obstáculos y conjetura a largo plazo—. Venid a beber —dijo cambiando de humor—. Y, si no os parece bien el otro brindis, bebed por mi poder y omnisciencia como secretario de Estado. ¡Menuda farsa! ¡Qué juego tan aburrido practicamos los que trabajamos con el rey!

—Estáis preocupado. ¿Por qué? ¿Corréis peligro?

—Preocupado, no, pero en peligro, seguramente sí. Creo que los dos corremos peligro, Ana.

—¿Yo, correr peligro? —Se rió, incrédula—. No puede ser.

Antonio se sentó junto al fuego.

—Quizá no. Quizá yo piense demasiado deprisa. Suelo hacerlo. Mientras venía hacia aquí estaba indeciso sobre cuánto debía contaros. Pero ahora veo que más vale que hable. Ya que vuestro propio hijo va por ahí difundiendo la noticia, es posible que necesitéis conocer los hechos.

Ana se aproximó a él. Le cogió la mano a Pérez y se la sujetó entre las suyas. Se sentía muy enamorada de él.

—Entonces, los dos estábamos indecisos sobre lo que debíamos decir esta noche. Eso no es propio de nosotros. Supongo que quiere decir que se aproximan cambios.

—No, las cosas que nos ocurren proceden del exterior, ocurren deprisa y a traición, me parece, y tenemos que estar preparados para hacerles frente. Pero nada ha cambiado entre nosotros. Yo os pertenezco lo mismo que lo he hecho desde la noche en que me conquistasteis con tanta frialdad. Y vos me pertenecéis a mí.

—Si, os pertenezco, tal como vos lo interpretáis, aunque tal vez ahora no sea posible demostrarlo.

Él reaccionó con una brusca risotada de protesta al oír la áspera palabra «demostrar», la cogió de la mano y la estrechó contra sí.

—¿No se puede demostrar? Ay, ¿queréis que os demuestre en este mismo instante lo que quiere decir que me pertenecéis?

—No es preciso. Os pertenezco mucho más esta noche que la primera. Aunque aquello fue como estar en el cielo, Antón.

—Pero no lo mejor, ¿verdad? ¿No lo mejor de todo?

—No, no lo mejor. Os estoy agradecidísima. Os estaré eternamente agradecida.

—Eso es lo que quiero decir al hablar de poder sobre vos, Princesa.

Ana le besó la frente y luego se apartó de él deshaciéndose de su abrazo.

—Hay otros poderes —dijo—: El poder de Felipe sobre vos, el de Escobedo sobre mí.

—¿El de Escobedo?

Ana hizo sonar una campanilla de plata.

—Esperad —dijo—. Eso debe esperar. Esta noche tenemos mucho que hablar. Entró un criado.

—Decidle a doña Bernardina que tenga la bondad de venir un momento, por favor.

El hombre se retiró.

—Creo que ahora voy a tomar un poco de vino —dijo Ana.

—Adelante, os lo suplico. Estoy cansado de ofrecéroslo y ver cómo me lo rechazáis. Bernardina os es fiel, ¿verdad? ¿Confiáis en ella?

—Sí. Aunque no espero que soporte las tres torturas del Santo Oficio por mí. ¿Por qué habría de hacerlo? Pero tiene buen corazón y es honrada.

—¿Conoce vuestros secretos?

—Supongo que sí. No hablamos de nuestras vidas privadas, pero sabemos algunas cosas una de otra.

—Ah, un chantaje recíproco.

—Sí, ¿tenéis hambre?

—Ya lo creo.

—Entonces, cenaremos temprano.

En ese momento entró Bernardina y Antonio la saludó.

—Nos alegramos mucho de volveros a ver por aquí, don Antonio —dijo—. Ha sido una larga ausencia.

—Demasiado larga, querida amiga. Estoy muy contento de encontrarme de nueve en casa de la princesa.

—Es lugar más seguro, creo yo, que otros, Señor.

—Desde luego —repuso él, divertido por su ironía.

Escuchad, Bernardina —dijo Ana—. Ya había encargado la cena para don Antonio y para mí, pero, por favor, decid que la queremos ahora y en esta habitación. Que no se precipiten en la cocina; decidles que si no lo tienen todo listo, que nos traigan lo que tengan. ¿Os parece bien? —le preguntó a Antonio. Éste asintió con la cabeza.

Pérez estaba pensando en Bernardina y deseaba asegurarse su amistad. Posiblemente Ana necesitaría pronto de la devoción de su servidumbre, pero no se le ocurriría fomentarla deliberadamente.

—Sí, cualquier cosa bastará —dijo—. Tengo mucho apetito. ¿Os apetece tomar un vaso de vino con nosotros, doña Bernardina?

—Tomáoslo, Berni. ¿Me servís un poco más, Antón?

En tanto servía el vino, Pérez sonrió ante la familiaridad con que lo había tratado delante de Bernardina al llamarlo Antón. Desde luego no era dada a las intrigas, debía recordarlo.

—Gracias —dijo Bernardina—. Tomaré un traguito a vuestra salud y luego me voy volando a decir que se den prisa con la cena.

—Si, por favor, decidles que no preparen un banquete para el secretario de Estado —dijo Ana—. Basta con que traigan unas cuantas cosas en una bandeja.

—Haré lo que pueda, pero ya sabéis que a Diego no le gustan vuestras costumbres sencillas. Parecéis cansado, don Antonio. Seguro que trabajáis demasiado.

—Naturalmente, ¿y vos?

—Bueno, Ana me hace sudar lo que gano.

—No es más que una vaga andaluza —dijo Ana—. Ah, Berni, y esto va para todo el mundo, incluido mi hijo Rodrigo, voy a cenar sola con don Antonio, y no deseo recibir a nadie más esta noche. Que quede claro, ¿entendido?

Antonio se sorprendió ante aquellas enfáticas instrucciones.

—Ya lo creo, chiquita —dijo Bernardina—. Os ruego me perdonéis por haber permitido que Rodrigo entrara a molestaros, pero ni siquiera sabía que había regresado de Guadalajara.

—Vos no podíais evitarlo. Estaba decidido a ver a don Antonio.

—Eso supongo —dijo Bernardina compungida—. Acabo de decirle cuatro cosas bien dichas. Se está pasando un poco de la raya. Ahora quiere hacer de señor de la casa.

—Esa impresión me ha dado —dijo Antonio, y Bernardina y él se echaron a reír.

La dueña dejó el vaso vacío.

—Os traerán la cena en seguida —dijo—, y os prometo que os dejarán en paz, chiquita.

Una vez hubo abandonado la estancia, Antonio miró inquisitivamente a Ana.

—Desde que somos amantes —dijo—, nunca os he oído decir una mentira para proteger vuestro secreto, pero, hasta ahora, tampoco os había oído anunciarlo. ¿Por qué habéis insistido tanto en que todo el mundo supiera que deseabais estar a solas conmigo?

—Por Rodrigo, y creo que Bernardina me ha comprendido. ¿Os importa?

Él rió y sacudió la cabeza.

—Adelante, explicádmelo.

—Es muy sencillo. Si Rodrigo y el mundo en general van a hablar tan claramente como lo están haciendo, entonces tiene que ser evidente para ellos que vos sois un amigo muy querido y muy intimo…

Pérez se echó a reír encantado.

—¡Perversa y temeraria! ¡Oh, Ana!

—Nada de temeraria. Tengo un plan. Y además, vos me sois muy, muy querido y, si en la actualidad soplan vientos fríos para vos, me gustaría que se supiera que siempre os refugiaréis aquí.

Se la quedó mirando fijamente.

—Desde luego, debéis de tener un plan.

—Eso acabo de decir —respondió ella con inocencia—. Naturalmente, vos tenéis que contarme todavía todo lo que está ocurriendo; pero de todas formas tengo un plan general.

—Tener planes os sienta bien —dijo él—. Se os ve muy excitada.

—Y lo estoy.

—Bueno, ¿me lo explicáis?

Los criados abrieron de par en par la puerta grande y entraron con una mesa cargada de manjares.

—Sacar de ahí ese feo Pantoja de la Cruz —dijo Ana, señalando el cuadro—. Quiero dejar más espacio en torno al Mantegna.

—Si, deberíais hacerlo. Pero ¿qué dirá el que os ha regalado el Pantoja?

—Dudo que vuelva a venir por aquí. El Mantegna es precioso, ¿verdad?

Antonio se acercó al pequeño lienzo y lo estudió. Los criados dispusieron las sillas en torno a la mesa, atizaron el fuego, recogieron los vasos sucios y se retiraron.

—Venid a comer, Antón.

Se sentaron en la mesa.

—¿Y el plan? Me muero de ganas de oírlo.

Ella se echó a reír con cierta timidez.

—No sé lo que vos llamaréis un plan —dijo—, pero a mí se me ha ocurrido de repente una idea original de ataque.

—Ataque ¿a qué?

—Eso me lo tenéis que decir vos.

—Ha de ser un plan magnífico —dijo él riendo, divertido y feliz como no se sentía desde hacía meses—. ¡Hacedme un resumen!

—Cuando hayamos comido un poco más —dijo, pues un lacayo había entrado en tanto hablaba para cambiarles los platos—. Desde que nací —comenzó a decir cuando se hallaron solos de nuevo— he estado oyendo que seguramente soy la mujer más poderosa de España. Cuando era pequeña me imaginaba que ello significaba alguna cosa. Me creía un peón, muy importante en las manos de nuestra nobleza.

—¿Qué edad teníais cuando pensabais en asuntos de política?

—Seis, siete o quizás ocho años.

—¿Piensa Anichu de esta manera tan grandiosa y masculina?

—No tengo idea. Pero parece tener un carácter más dócil, más modesto que el filio.

—Yo considero que vuestra modestia es conmovedora.

—En caso de que tenga algo de modestia, es porque la vida me ha obligado a tenerla, Antón. Con mucha razón. Pero de niña me daba mucha importancia, como Rodrigo.

—No os parecíais en absoluto a Rodrigo. Él es un majadero.

—Bueno, de todos modos, me creía un importantísimo personaje de la vida española.

—¡Una niñita sentada entre sus muñecas! —dijo Antonio—. Y teníais razón. Los Mendoza justificaron vuestra fe y os vendieron a un alto precio.

—En aquel momento no me pareció lo suficientemente alto. El matrimonio me sorprendió, pensaba que me iba a casar con el rey.

—¡Qué niña más terrible! —dijo él—. ¿Qué edad teníais cuando se firmó el compromiso?

—Once años. No creo que todo fuera cuestión de política. Cuando era pequeña veía a Felipe a menudo, y tenía un aspecto muy romántico. A los veinticuatro años y viudo seguía pareciéndome un muchacho. Y Ruy, claro, era un viejo de treinta y seis. Creo que era el cabello rubio de Felipe lo que me daba la impresión de que tenía mi edad. ¡Y era el único hombre rubio de España!

—¿Le hablasteis a Ruy de vuestra desilusión matrimonial?

—Si, claro. Y le gustó mucho la historia.

—No, no llaméis al servicio. Dejaré los platos allí y nos comemos la fruta y ya está, ¿no os parece?

Ella asintió con la cabeza.

—A Felipe también le gusta esa historia.

—Ah, ¿también la conoce?

—Ya lo creo. Se la conté más tarde.

—¿Cuando estaba enamorado de vos?

—Si. Le dije que no había elegido bien el momento, que había sido mi primer amor.

—Debió gustarle. ¿Os lo recuerda alguna vez?

—Si, en ocasiones me sorprende con bromas alusivas.

—¿Os sorprende? ¿No conocéis el alcance de su memoria y la profundidad de su vanidad?

—Yo no creo que sea más vanidoso que otros hombres.

—Quizá no. Pero tiene poder para santificar la vanidad, y para vengarse de sus heridas de ser necesario, cosa que otros no tienen.

—Tal vez. Pero esta fantasía infantil mía no es más que un viejo chiste familiar, Antón.

—Pero él se enamoró de vos cuando ya no erais una niña.

—Sí. Si y no. Creo que tal vez yo estuviera más enamorada que él.

—¿Enamorada de verdad, Ana?

—Atraída, inquieta; me gustaba mucho. Pero él me había entregado a Ruy, sabía que mi esposo concedía mucha importancia a su matrimonio y estaba decidido a conservar mi fidelidad. De modo que, seamos justos con él, no quiso pecar contra su amado Ruy. Y tampoco creo, sinceramente, que me deseara lo suficiente. Entonces tenía a Isabel y era bastante feliz.

—Así pues hubo interminables escenas de amor y una y otra vez os sometía a la prueba de su seducción.

—Parece que lo conocéis. Habláis como una mujer.

—La política es como una aventura amorosa. Ya lo creo, conozco a Felipe. Y creo, por lo que me contáis, que corréis peligro.

—Pues yo creo que no. Por eso os he contado todo esto. Es parte del plan.

Él se echó a reír.

—Si es así, se trata de un plan peligroso.

—Los planes siempre lo son. Al fin y al cabo, sólo se hacen planes cuando se está en peligro.

—Tonterías, Ana. Se hacen planes para que no aparezca el peligro.

—Entonces, ¿cómo se hacen?

—Habláis como Anichu. Cabeza loca, contadme el plan. Luego yo os diré lo que debéis planear.

—Quizá no sea un gran plan —dijo ella nerviosa—. Es sencillamente que vuelvo a Madrid. Voy a estar allí, a mano, mientras vos os encontréis en peligro, para verlo todo.

—¡Ana! —exclamó él con los ojos centelleantes—. Ana, no tengo nada que objetar a eso, pero continuad, estoy esperando la idea.

Ella se inclinó sobre una fuente de fruta.

—No me gustan nada las granadas —dijo—. ¿Y a vos? Eso de tener que escupir…

—No es imprescindible escupir.

—No veo cómo se pueden comer si no. Ésos son los últimos higos, comámonoslos.

—Sean los primeros o los últimos, nos los comeremos.

—Ésta es la idea. Vuestra seguridad se ve amenazada por Mateo Vázquez.

Antonio le dirigió una mirada inquisitiva antes de responder.

—Él es el instrumento de los Escobedo.

—No lo creo. Los Escobedo han sufrido una grave ofensa, pero ¿qué razón pueden tener para suponer que vos sois su objetivo?

—Conocen nuestras diferencias políticas. Probablemente él hablaba en casa sobre lo que opinaba de mi vida privada. Incluso es probable que dijera que nos habíamos peleado por ello.

—Aun así, ¿cómo iban los pobres Escobedo a atreverse, por sí solos, a hacer una acusación grave contra vos con semejantes pruebas?

—Es muy arriesgado por su parte, lo admito. Desde luego, alguien los empuja, quizá los estén utilizando…

—¿Vázquez?

—Y sus amigos.

—¿Tiene amigos? ¿Quiénes son?

—No los conocéis.

Ana sonrió.

—Tal vez, pero decidme sus nombres.

—Hay un hombre, Agustín Álvarez de Toledo, está en Tesorería. Y tiene un hermano, un sacerdote muy inteligente.

—Nunca he oído hablar de ellos.

—Pues ya oiréis. Son grandes defensores de Vázquez. Creo que viven con él.

—Debe de ser muy agradable para ellos.

—También hay otro que se llama Milio. Es medio italiano y muy rico. Se hace llamar doctor Milio y se codea con la aristocracia. Parece tener alguna relación oculta con el asunto. En este momento es muy amigo de Vázquez. Pero en realidad es una especie de protegido del duque de Alba. Pese a que no se opondría a ningún plan destinado a hundirme, no creo que ese viejo egoísta se inmiscuya en ninguna confabulación cortesana. Es posible que Milio use su nombre para alentar a los timoratos en este asunto. Pero el nombre de Alba me ha hecho recordar lo que ha ocurrido hace unos minutos, el comportamiento de Rodrigo.

—¿Tiene Alba algo que ver con ello? —preguntó Ana sorprendida.

—Creo que sí. ¿Sabíais que Rodrigo se está volviendo un antiliberal?

—Si. Habla de manera sorprendente sobre los errores de su padre. Y le he oído censurar el dominio que ejerce el partido liberal en el gabinete. Pero las ideas políticas de Rodrigo, después de todo…

—Quizás os hagan sonreír, pero se están formando dentro de su cabecita. Es un reaccionario y admira el modo de hacer de los soldados en el Gobierno. Por tanto, admira a Alba y simpatiza con su partido.

—Pero Rodrigo quiere entrar en la Caballería…

—Si, y está empezando a darse cuenta de que le gustaría ser un soldado de Caballería con poder político, como Alba. Y puede que a vos os parezca tonto, pero en nuestro mundo es el duque de Pastrana, y por tanto, si lo deseara, podría ocupar un puesto importante en política.

—Aun así no veo por qué esa remota idea habría de hacerle perder de repente el comedimiento y los buenos modales ante vos. Generalmente es educadísimo con las personas importantes.

Antonio sonrió.

—Eso es. Ahí está la clave. Rodrigo actúa siempre con premeditación. Todas las águilas se van a cernir sobre mi cabeza, Ana. Creen que ya ha llegado el momento.

Ana se puso en pie.

—Ten cuidado.

«Varios siglos de seguridad y confianza están detrás de esa frase pronunciada a la ligera» pensó Antonio.

Ana hizo sonar la campanilla de plata y entraron unos criados a recoger la mesa. En tanto ordenaban las cosas, la princesa se dedicó a pasear arriba y abajo.

Llevaba un vestido negro, como siempre, y muy pocas joyas. Antonio pensaba que era una pena que, cono viuda, estuviera obligada a vestir de negro a perpetuidad, pues en su opinión era un color que no armonizaba con su cabello negro y su palidez castellana. A veces trataba de convencerla de que se pusiera más joyas, más adornos que realzaran su distinción; pero era evidente que ella no veía la necesidad de llevarlos. Era de una austeridad incorregible, y Antonio sospechaba que su excéntrica elegancia innata la complacía más de lo que daba a entender. Pérez era consciente de la intensidad con que en unos pocos meses de intimidad había aumentado su agrado por las cualidades físicas de ella. De joven, cuando Ana hacía poco que se había convertido en esposa de Ruy, la encontraba extraña, demasiado delgada y exagerada en todo; consideraba que la devoción que Ruy le profesaba era la gratitud ligeramente senil de un hombre de edad hacia una muchacha.

Sonrió. Podía muy bien ser gratitud, pues ahora sabía lo que era sentirse ligado a Ana por gratitud, gratitud por un tipo de amor que no había conocido en ninguna otra mujer y que contradecía lo que se entendía tradicionalmente por amor. Sencillez, sinceridad, tolerancia incluso exasperante; carencia de deseos de cambiar, de influir o de asistir al amante; carencia de pretensiones, incapacidad para dejarse domesticar y para dominar en el amor; incapacidad para alborotar o para ponerse pesada. Y junto con estas características negativas, otras más positivas: poca disposición a hablar de sí misma; rechazo de las intimidades que no se deben compartir y que son producto de una sensualidad descuidada; precaución y delicadeza ante la parte de la vida de un hombre que no era suya. Sí, gratitud podía ser muy bien la palabra que designara lo que Ruy Gómez sentía por ella. Era un término amplio que se adaptaba a lo que ella ofrecía.

En tanto paseaba, Ana se apretaba la mano contra el parche del ojo. Antonio había observado que lo hacía cuando se encontraba molesta o nerviosa. Tal vez le dolía el ojo perdido.

Cuando ambos eran jóvenes y hasta convenirse en su amante, había pensado que su desfiguramiento era terrible, y le incomodaba pensar que algún marido tuviera que soportarlo. Ahora, en tanto la observaba con ternura y se preguntaba si le dolía la cavidad, se le ocurrió que si un arcángel aparecía en la habitación con la intención de devolverle el ojo derecho a Ana, probablemente él le rogaría que rehusara el milagro. Aquella idea egoísta le hizo sonreír y pensó que ojalá pudiera contársela. Seguramente le gustaría. Pero no debía hablarle de su ojo ciego.

—¿De qué sonreís? —preguntó ella.

Los criados estaban abandonando la estancia.

—De lo que habéis dicho de las águilas —repuso él—. Vos no os parecéis en absoluto a un águila, gracias a Dios. Vos sois un galgo, con todos sus defectos de carácter.

Preocupada, no le prestó atención.

—No veo qué tienen que ver con nuestro problema el partido reaccionario y el dominante Rodrigo. Al fin y al cabo, Vázquez es liberal como vos.

—Es que piensan usarlo a él y al asunto Escobedo en su propio beneficio. No es de su agrado, pero podrían separarnos a los dos de Felipe, y yo soy con mucho el más molesto. No en vano soy el jefe del partido y peligroso por naturaleza. Tengo además demasiado éxito para su gusto. Es posible que la política de Vázquez sea en este momento algo incorrecta, pero es bueno y piadoso, y saben que podrían manejarlo. De cualquier modo es mejor que sea uno y no dos el que controle a Felipe, y es a mí a quien temen. De modo que les interesa la amenaza de Escobedo y se dan cuenta de que si se lleva con habilidad podría hundirme.

—Ya comprendo. Son inocentes, ¿no es cierto? Y la indignación moral de Rodrigo contra mí, ¿cómo se entiende?

—Rodrigo ha oído las noticias y ha tomado posición. Le va a dejar perfectamente claro al próximo grupo que ocupe el poder que él, su casa y su nombre están completamente en contra del favorito derribado. Y éste es el quid del asunto, que si me permitís, os explicaré.

—Os lo permito. Rodrigo debe actuar según su entender en lo referente al honor de la casa, pero yo me ocupo de mi propio honor y no permito que nadie se inmiscuya. ¿Queréis oír mi plan?

—¿Es que no lo he oído ya?

—No del todo. Es el siguiente. El peligro que corréis procede de ese cura, Mateo Vázquez, y de varias personas que habéis nombrado de las cuales yo no había oído hablar nunca. —Antonio se echó a reír—. Bueno, como he dicho, ya estoy cansada de oír durante toda la vida que soy una persona poderosa y privilegiada. Por fin veo una ventaja en esa leyenda. Vos tenéis esos enemigos, Antón. Y tenéis dos amigos.

Él parecía perplejo.

—¿Dos amigos?

—Me tenéis a mí.

—Sí, os tengo a vos. ¿Quién es mi segundo amigo?

Ella se lo quedó mirando fijamente.

—¡El rey! El rey que os pidió que corrierais por él el peligro en que ahora os encontráis; el rey, que se encuentra en el mismo peligro que vos. El rey y vos, que os halláis juntos en el peligro, sois en este momento —por mucho que proteste Rodrigo— los dos hombres más poderosos de España. Y yo soy, según dicen, la mujer más poderosa. Y la amiga de los dos. Después de Anichu, vos sois las dos criaturas que más estimo en el mundo.

—Ya veo. Y ¿qué pensáis hacer?

—Irme a Madrid. Voy a ir a ver a todo el mundo. Incluido Felipe, naturalmente. Voy a quedarme allí y a armar un revuelo, a ver qué pasa. Nada más.

Pérez se le acercó, le cogió las manos y las besó, riendo emocionado.

—¿No lleváis ningún anillo? Ana, ¿dónde está mi esmeralda?

—No me apetecía ponérmela. Decidme, ¿no es acaso un plan razonable?

—Carece totalmente de sentido. ¡Venid a Madrid! ¡Venid! Sin vos es un lugar insoportable. Y vuestro plan, Ana, vuestro descabellado plan, constituiría un excelente acto final, si insistís en llevarlo a cabo. Pero no nos sacará a ninguno de los dos del aprieto en que nos encontramos.

Ella se rió y apartó sus manos de él.

—Venid a sentaros y habladme de ese aprieto.

Pérez obedeció despacio.

—Bueno, ya habéis oído cosas, ¿no? Vélez os habrá contado.

—Sí. Bernardina también me cuenta cosas, va haciendo referencias. Que vos tenéis un enredo con una mujer, alguien muy importante. Y que Escobedo fue asesinado porque quería entrometerse en vuestra relación. El pobre Vélez me previno con toda la delicadeza de que Felipe podía sentir curiosidad respecto a ello. Creo que Bernardina piensa lo mismo. Estoy de acuerdo que puede ser. ¿Y si así fuera? Tiene poca memoria sobre la ineficacia de las habladurías, o quizá vos no habéis sido paciente objeto de esas habladurías como yo.

—Continuad.

—Creo que ya lo he dicho casi todo antes. En resumen, desde que tengo uso de razón, el populacho siempre ha dicho que llevo una vida llena de escándalos. No voy a aburriros con todos los cuentos que ya conocéis. Ni siquiera pudieron enterrar al pobre muchacho, don Carlos, sin decir que era amante mío y que por tanto había sido asesinado como resultado de un acuerdo criminal entre Felipe y Ruy, que tenían por costumbre compartirme. A partir de entonces han dicho sobre mí todo lo que les ha venido en gana, sin olvidarse de que estoy loca de atar, y yo sé por qué. Porque nací en un lugar alto y vulnerable, y porque, bueno, tengo una extraña apariencia. Hubo una época en que estas oleadas de maliciosa diversión popular contra mí preocupaban a Ruy, y a Felipe, pero a mí nunca me han afectado. Los chismes son una cosa natural. Si decidís vivir a vuestro modo tenéis que aceptarlos, y mientras no tratéis de hacerles frente, ni siquiera os rozarán. Miradme a mí. ¿Sabéis de algún momento en que no se me haya difamado en Madrid?

—No, sinceramente, no.

—Y,sin embargo, aquí estoy sana y salva, y no existe ningún sentimiento de encono entre mis detractores habituales y yo. De modo que dejemos que empiecen de nuevo. Yo puedo soportar estas pequeñas tormentas y vos también. Las soportaremos juntos si queréis, Antón. ¡Éste es el plan! Enriquecer su trivial entretenimiento. Y si le cuentan a Felipe toda la verdad sobre nosotros, bueno, ¿por qué no habría de oírla? Si le molesta, me sentiré halagada y emocionada. Pero, aparte de que socave su ya medio muerta vanidad, que nosotros seamos amantes no es asunto suyo. Y en cuanto al resto de la historia ya sabe por qué murió Escobedo.

Antonio atizó el fuego y no respondió.

—De modo que ¿por qué ponerse solemnes por nuestro aprieto como vos lo llamáis? Cierto o falso, no es más que un fuego fatuo. ¿O es que os preocupa lo que se dice en la calle como a Felipe y Ruy? Me da la impresión de que sí. Es curioso que los tres seáis así. Mis tres hombres favoritos.

—Felipe. En todo lo que decís tiene que salir Felipe. Es extraño. Ruy era vuestro esposo; yo soy vuestro amante. Pero Felipe, ¿por qué tiene que salir siempre?

—Porque siempre le he tenido aprecio; tengo un corazoncito pequeño y fiel.

Antonio se sintió de repente muy fatigado.

¿Qué relación podía haber entre los razonamientos liberales y humanos de aquella mujer y las intrigas de los despachos de los secretarios en el Alcázar? Él la había arrastrado a una situación en la cual sería de capital importancia y se encontraría totalmente desorientada. Estaba ya cansado de darle vueltas en la cabeza. ¿Debía tratar de explicársela a alguien que sería totalmente incapaz de comprenderla, y que, aun cuando percibiera sus razones, sería víctima callada de ella pero nunca la suscribiría? Rebuscó en su mente un modo de resumir todo lo que tenía que decir.

—Vuestro afecto por Felipe es molesto —dijo suavemente.

—¿Sí? —Hizo una pausa—. Es extraño, lo sé, pero confío en él.

Antonio sonrió ligeramente. Ya había encontrado el modo de resumirlo.

—Si tenéis razón, Ana, quiero decir si durante los próximos meses demuestra merecer la confianza que tenéis en él, no debemos preocuparnos. Yo sin embargo, no confío en él. Y si yo tengo razón, será imposible prever el futuro, para bien o para mal.

—Explicadme eso.

Antonio se enderezó en la silla y tomó un sorbo de vino.

—Estoy de acuerdo con vos respecto a las habladurías. No presto atención a lo que se dice en la calle, no puedo permitírmelo, puesto que no vivo como la nobleza. Siempre he dejado que propagaran los chismes que quisieran, y como vos, aunque me lo merezca menos estoy vivo para contarlo. De modo que no estoy aquí para molestaros con habladurías. Ésta es la verdadera situación, chismorreos aparte. La familia Escobedo no chismorrea. Y está harta de las peticiones de Vázquez al rey. Ahora ha recurrido a buenos abogados y tiene una o dos pruebas en las cuales puede basar razonablemente su demanda. Han redactado un informe completo que desean presentar ante el Tribunal Supremo. Vázquez informó hace poco al rey de que el escrito estaba listo, pensando sin duda que a Felipe le complacería tal alarde de energía. Naturalmente, nunca sabremos lo que Felipe le dijo a Mateo, pero sí sé que la noticia asustó mucho a Su Majestad. Después de consultar conmigo, con el cardenal, con Vélez y con Dios sabe quién más, le indicó a Vázquez que los Escobedo debían presentar el documento a Antonio de Pazos, el presidente de Castilla, para que lo estudiara. ¿Lo habíais deducido de lo que le he dicho a Rodrigo?

—Sí. Y luego ¿qué?

—Pazos quedó asombrado por lo que leyó. Los Escobedo me acusan directamente del asesinato de Juan, y os acusan a vos, nombrándoos explícitamente, de ser cómplice del crimen. Se especifican nuestras razones y se incluyen las declaraciones de varios testigos; uno o dos criados, ninguno de vuestra casa, pero algunos de la mía y del Alcázar, personas a quienes había mandado a daros recados o que habían observado mi recorrido nocturno.

Se sonrieron mutuamente. Ana se encogió de hombros divertida.

—Siempre hay alguien —dijo—. Eso lo sabíamos. Pero ¿es que hay que subirse al pico de la sierra de Gredos para encontrarse con el amante de uno?

—Una situación incómoda. Por favor, no seáis frívola. Está la declaración de un herrero que hizo una llave para una puerta lateral poco usada del palacio de Éboli en la calle de Santa María de la Almudena.

Ana lo miró y se echó a reír, casi como una niña pequeña.

—¿Ese episodio también consta?

Antonio estaba perplejo.

—Supongo que se alude a él. Pazos fue más bien delicado al hablarme de ello. ¿Por qué os reís ahora? Nunca os he vuelto a mentar esa terrible noche porque… bueno, porque, evidentemente, debió de ser un golpe terrible… —Todavía estaba perplejo y confuso.

—Sí, fue un golpe —dijo ella, y ahora la expresión de su rostro era grave y evasiva—. Pero no como vos os imagináis. Fue un golpe particular.

Él esperaba, sin comprender, que dijera algo más.

—Continuad, Antón. Ambos somos acusados de la muerte de Escobedo, ¿por qué nos amenazó con revelar nuestras relaciones?

—Sí, y hay también cargos adicionales derivados de la explicación dada por los abogados de la opinión de Escobedo. Su ira no se limitaba simplemente a nuestra falta de virtud sexual, sino que, como albacea del testamento de Ruy Gómez, deseaba proteger a los hijos de éste de mi venalidad, de modo que el escrito me acusa de vivir a costa vuestra, de obligaros a pagar a los prestamistas, etc., y os acusa a vos de derrochar conmigo lo que pertenece a vuestros hijos. Ésta es la acusación, expuesta con habilidad, según dice Pazos.

—Totalmente falsa.

—No del todo, Ana. Habéis pagado deudas mías; gastáis dinero sin medida en mí.

—Pero no me gasto el dinero de los niños. Eso es falso.

—Pazos advirtió sobre eso a los abogados y les avisó que iban por mal camino y que se encontraban en terreno peligroso; asimismo les aconsejó con firmeza que retiraran un documento que no haría más que perjudicar gravemente a sus clientes. Parece que este consejo los ha calmado, y de momento reina el silencio.

—Sin embargo, los Escobedo han presentado una querella ante la autoridad civil.

—Exactamente. Y piensan hacerse oír Y Vázquez, que está a cargo de todo, está convencido de nuestra culpabilidad y encantado de la nueva preocupación que ha recaído sobre él. Ese escrito no está todavía archivado.

—Muy bien. Cuando vuelvan a remover el asunto, que se haga público. Decídselo a Felipe.

Él se echó a reír. Luego se puso en pie y comenzó a dar vueltas por la habitación.

—¡Que se lo diga a Felipe! ¡Sois fantástica! Dios sabe adónde nos haríais ir a parar con este asunto.

Ana lo miró comprensiva. Ella podía contemplar el futuro con calma, se dijo a sí misma. Era inocente de los cargos que se le hacían, y el escandalo del juicio no le importaba un comino. Si se propagaba la corriente noticia de que una mujer tenía un amante ilícito, ello era comprensible y debía soportarse, de producirse, durante el breve tiempo que durara el interés público. Ella lo soportaría contenta si había de hacerlo. Sabia dónde residían las verdaderas humillaciones, y también podía resistirlas en silencio. Pero el mundo, a quien no tenía necesidad de pedir nada, no podía negarle nada que ambicionara. Injustamente, le había dado todo lo que tenía que darle antes de nacer, y nunca había tenido que pedirle nada. Aun cuando ahora le retirara todo su poder y pompa terrenales, no le importaría, lo sabía. No los usaba para otra cosa que para disfrutar de la tranquilidad que le proporcionaban, pero podía pasar sin tranquilidad. Puesto que no tenía nada que exigir a la vida, podía hacer frente a sus protestas sin alterarse.

Pero Antonio, igual que Ruy, era esclavo del éxito. Había competido para ganar premios, y ahora los tenía en su poder. Las posesiones y las responsabilidades conformaban su ser y, al arriesgarías, arriesgaba cuarenta y seis años de su vida, lo arriesgaba todo, lo suyo y lo de su esposa e hijos. Y, junto con Felipe, era culpable de la muerte de Escobedo.

—No os colocaré en ninguna situación peligrosa, si puedo evitarlo. Os lo prometo —dijo suavemente.

—Lo sé. Y estoy de acuerdo con vos en que debe oírse la causa. Ya conocéis a qué riesgos me enfrento. Pero ahora que nos encontramos en esta situación, creo que sería mejor que se celebrara el juicio y se dijera la verdad.

—Me alegro. Entonces lo que debemos hacer es preparamos para soportar pronto la prueba que se avecina, vos, Felipe y yo.

—No, Ana. Felipe no se preparará y, a menos que lo haga, vos y yo no podemos.

—Pero si va a suceder, debe hacerlo.

—Él no permitirá que suceda. Yo comprendo su terrible dilema. No puede comparecer ante el tribunal y admitir su culpabilidad en el asesinato de Juan de Escobedo.

—Si se demuestra, se verá obligado. Y para él no será ni la mitad de malo que para un ciudadano corriente. Por un lado, no pueden ejecutar al rey, y por otro todos los teólogos del país estarán dispuestos a jurar en favor del derecho divino y de la grave necesidad nacional…

—No, Felipe nunca se someterá a ello. Ocurra lo que ocurra en el caso de Escobedo, no será eso. Felipe no tiene la resolución necesaria y, para serle justo, en su fuero interno es demasiado escéptico sobre el derecho divino para apelar a él de forma abierta. No, si se produjera el juicio, estaría más apurado que yo y él lo sabe. Después de todo, yo podría aparecer como el audaz hombre de Estado que ejecuta los designios del rey arriesgándolo todo por servirlo.

—Y eso es lo que sois y lo que hicisteis.

—Si, mirándolo bien —dijo Antonio tras soltar una carcajada—. Pero las cosas no saldrán así.

—¿Cómo saldrán?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Vázquez se ha propuesto hundirme. Los Escobedo, naturalmente, quieren que se haga justicia. Y Felipe espera que todo acabe lo mejor posible. Es probable que el tiempo lo resuelva todo, como dice él. Él y el tiempo, ya sabéis que es su estilo cuando tiene algún problema.

—Si, lo conozco. Pero lo conozco en ciertos aspectos en que vos no lo conocéis. Hablaré con él, Antón.

Pérez la miró primero como asombrado por lo que acababa de decir, pero luego su expresión se trocó por otra de suspicacia. Estaba sentado en el borde de una mesa sobre la cual había una bandeja de botellas de vino y vasos. Se volvió, como para no tener que seguir mirándola y poder dedicar un poco de tiempo a pensar, y llenó un vaso de vino. Tomó un sorbo y paseó la vista por la habitación.

—Hasta este momento —dijo lentamente—, ninguna de las personas que intervienen en estas confabulaciones y habladurías os ha nombrado delante del rey. Todos lo sabemos. Parece que incluso el asexual e inocente Vázquez ha intuido que debía ser precavido con esa parte de la historia. Se ha hablado de una mujer, una instigadora, y Felipe, extrañamente, ha demostrado cierta animosidad contra ella. Digo extrañamente porque conoce la verdadera historia de la muerte de Escobedo. Pero busca excusas y motivos de retraso, por eso quiere conocer todos los detalles. Vélez piensa que vuestro nombre ha pasado por la mente de Felipe y ello lo ha puesto nervioso. Pero yo no lo creo. Me considera un cerdo capaz de acostarse con cualquiera que se le ponga delante. Pero no creo que me asocie en absoluto con, bueno, con sus posesiones particulares.

—¿Por qué han tenido miedo de nombrarme?

—Saben que vos, la memoria de vuestro esposo, y todo lo relativo a vos es muy importante para Felipe, consista en lo que consista esa importancia. Conocen el riesgo que corren si hablan en contra vuestra; no están seguros del espesor del hielo. Ya sabéis que, aun cuando las malas noticias sean ciertas, Felipe suele tomarla con sus portadores. Todos somos conscientes de ello y actuamos con cautela. Pero ahora pasa el tiempo y apoyado por abogados, escritos y testimonios, impulsado por el sentido del deber y el deseo de deshacerse de mí, creo que Vázquez le contará al rey el contenido del documento de los Escobedo. Pazos y Vélez son de la misma opinión. Al igual que vuestro amigo el cardenal. —La miró, bebió más vino y sonrió—. Si vais a Madrid, Ana, si ponéis en práctica vuestra plan, recordad que Felipe sabe que somos amantes.

—No importa.

—En eso disiento de vos. Pero, claro, vos confiáis en él.

Ana pensó que ahora tenía ya más elementos de juicio que nadie sobre el problema de Pérez.

Felipe no podía enfrentarse a una investigación pública de la muerte de Escobedo; sin embargo, mientras se defendiera de las consecuencias de su crimen también defendería lealmente al servidor que había puesto en práctica sus órdenes arriesgándolo todo. Pero, si un hombre inteligente como Vázquez lo convencía de que aquel servidor lo había engañado, o medio engañado; si le hacía sospechar que ese servidor deseaba por motivos particulares la muerte de Escobedo y que su deseo, el deseo del rey, había sido utilizado como pretexto, entonces, aterrorizado por una demanda de justicia que todo el mundo reconocía como un derecho de los Escobedo, Felipe podía refugiarse en esa sospecha, dejar que Pérez cargara con toda la culpa e incluso destruirlo, mientras su amo se salvaba.

Felipe era capaz de ello. Pero existían dos argumentos en contra. Uno, que Pérez, Pazos y Vélez sabían de boca del propio rey que había ordenado la muerte de Escobedo, igual que, le parecía a Ana, el cardenal Quiroga y el capellán del rey, Chaves. Y estaban también las instrucciones que tenía Pérez del rey, en la inimitable letra de Felipe; de modo que un juicio, a menos que se enfrentara a él honradamente, podía resultar peligroso e ignominioso para el rey. El segundo argumento era que en aquel momento Pérez era insustituible en su trabajo; tenía en sus manos todos los hilos de las relaciones con Italia, Francia, el Papa y los Países Bajos, en un tiempo en que al rey le era indispensable disponer de libertad para ocuparse de Portugal y de la campaña por la inminente sucesión. Felipe se tomaría muchas molestias antes de perder un primer secretario en el que confiaba.

Pero —un pero oscuro e informe— si se sentía herido personalmente, si su incalculable autocompasión y sus sueños se veían ofendidos por este incidente, si la noticia de que ella era la amante de Pérez constituía un duro golpe que le producía un secreto dolor, en ese caso, Ana lo admitía, no había modo de trazarse un plan. Felipe habría de seguir protegiendo a Pérez de la penosa experiencia del juicio, por obligación; habría de obstruir y calmar a Mateo Vázquez y buscar fraudulentamente mentiras y motivos de retraso, e incluso, en caso desesperado, algún desafortunado chivo expiatorio. Y entretanto habría de portarse bien con Pérez, si deseaba que la complicada tarea del Ministerio de Asuntos Exteriores siguiera su curso sin complicaciones. Pero, tras aquel telón inamovible, admitía que no había modo de adivinar qué escape hallaría la tormenta interna de Felipe, impulsada por la vanidad y la exasperación. Podía ser tan despiadado y traicionero como fiel. Y Ruy, desde la tumba, le revelaba la medida exacta de su fidelidad. De modo que comprendía perfectamente la situación de Pérez y por qué contemplaba el futuro con intranquilidad.

Sin embargo, ella veía cierta luz, pues no creía, como aquellos hombres, en la monstruosa vanidad de Felipe. No pensaba que el aletargado sentimiento de amistad que despertaba en él lo llevara a una deshonestidad y crueldad verdaderas. No valía tanto. Con el tiempo había perdido el espíritu arriesgado y vengativo; estaba demasiado fatigado para ello. Ana pensaba que, dadas las innumerables dificultades que la muerte de Escobedo habían hecho recaer sobre él, podía hacérsele renunciar a su vanidad masculina, incluso se podría hacer que la admitiera y que se riera de ella. Una tarea delicada, pero valía la pena. Y, si no podía, el muy presumido, entonces ¿qué? ¿Qué haría en tal dilema? ¿Es que los castellanos tenían que pedirle permiso al rey antes de acostarse con alguien?

Sí, había posibilidades. España era un país de gente libre. Y si convertían a Antonio en víctima del engreimiento de Felipe, Ana disfrutaría preguntándole al rey cómo osaba entrometerse en la vida privada de otra persona.

—Creo que ahora estoy al corriente de la mayor parte de lo que sabéis y pensáis vos sobre la situación. —Antonio asintió con la cabeza—. Gracias, Antón. Y no estéis tan triste. Dejemos el tema, no hay necesidad de seguir hablando de esto. Y hablaremos de ello durante todo el invierno en Madrid.

—¿En Madrid? ¿De veras vais a volver, insensata mujer? —Se echó a reír encantado—. En ese caso ya no estoy triste. O quizá debiera estarlo. ¿Debiera, Ana?

Se acercó al hogar y se plantó ante la silla que ocupaba ella observándola desde su altura.

—Ha sido una abstinencia muy larga. Y sé que no ha sido accidental. Sé que deseabais mantenerme alejado. Hace seis meses y dos semanas que no os veía; y casi siete meses desde que hicimos el amor. Creo, o creía, saber por qué.

Esperó a que ella dijera algo, pero no habló. Ana tenía la vista clavada en el fuego y las hermosas manos entrelazadas en el regazo.

—No quiero hablar sobre la última vez —prosiguió él—. Cuando pienso en ello me entran ganas de que Escobedo viva para matarlo, y matarlo otra vez y volverlo a ma…

—Ah, no —dijo Ana—. No es eso.

—Perdonadme. Lo que quiero decir es que comprendía, o creía comprender, vuestro disgusto, la necesidad de apartaros de todo, la repugnancia. Es todo cuanto puedo decir. Pero todo debe pasar, debe ser olvidado, ¿no?

—No lo creo —dijo ella suavemente.

—Ah, ¿entonces tenía razón al sentirme atemorizado mientras venía aquí esta noche? ¿Al hablar de vivir sin mí, teníais algo concreto en mente?

Ana volvió el rostro hacia él; estaba pálida y ojerosa.

—Juan de Escobedo —dijo Pérez—, ¿también me habéis hecho esto?

Ana titubeó. Deseaba hablar de sí misma, quizás egoístamente, descuidadamente, de ser necesario, llevada por la indecisión que bullía en su cerebro. Pero sencillamente no sabía cometer tal ignominia con otra criatura, y ahora era demasiado tarde para aprender. «Juan de Escobedo me persigue —deseaba decir—. He perdonado el ultraje y lo descabellado de la situación, creo que incluso he olvidado nuestra incomodidad, la vuestra y la mía. No os ofendáis, a veces me río grosera y tranquilamente de aquellas circunstancias. Lo externo no importa. Es una humillación que cualquiera podría soportar y merecer. Lo que recuerdo es que mis pensamientos estaban de acuerdo con los suyos cuando gritaba y que lo comprendía muy bien. Sencillamente me estaba diciendo lo que mi espíritu ya sabía, que el amor y el placer en nuestras circunstancias, Antonio, son malos. Para mí, tenía razón; estoy de acuerdo con lo que dijo. Mi alma no tiene lugar en vuestros brazos. Es una cosa horrorosa y jactanciosa, son las palabras de un egoísta y yo las aborrezco, pero no conozco ningún otro modo de decirlo. ¿Podríais ayudarme? ¿Podríais decirme qué hacer, pues todavía os amo, todavía os deseo?».

Pero nunca sería capaz de hablar en voz alta así ni de llamar la atención de otro sobre sus estados de ánimo. Y en cuanto a aquel hombre, su amante, sabía que le diera lo que le diera y tratara cuanto tratara, como siempre lo hacía, de estar en armonía con ella, no podía, por naturaleza, coincidir con las interioridades de su espíritu. Pues allí, guardada por su apariencia mundana y por su voluntad de sentir, disfrutar y comportarse de acuerdo con su ley natural, era crédula y sencilla. Allí era pura y buscaba un propósito en sí misma que debía evitar la satisfacción de los deseos propios. Para conseguir ese propósito había llevado a cabo una vez una acción descabellada y egoísta y había hecho el ridículo. A partir de entonces quiso reprimirlo, y quiso repudiar la idea de que su yo era el centro de la vida. Y escapó de ella fácilmente mediante las prácticas sociales y a través de ellas regresó a sus curiosidades y deseos naturales. Pero Escobedo, el loco, ahora muerto, asesinado por el hombre que la había lanzado a una libertad sensual perfecta, que la había llevado fuera del alcance de aquella pequeña parte perdida de su persona que buscaba una clarificadora explicación de sí misma, había renovado la búsqueda y la había devuelto al lugar en que era sencilla y crédula, y sabía que tenía un alma que debía salvar.

Separó las manos y se quedó mirando casi estupefacta el rostro de Antonio.

«Está cansado —pensó—. Y preocupadísimo; incluso está próximo al desastre. Yo lo he arrastrado al peligro. Cuando todo le iba bien yo tomé con avidez lo que quería sin preocuparme por mi alma ni por la de él. Ahora que el mundo que disfruto y conozco, el mundo por el que él trabaja tanto, está buscando excusas para destruirlo, ¿es el momento de molestarlo con metafísicas de convento y los interrogantes insignificantes y particulares de mi alma?».

—Absurdo, disparatado —dijo.

—¿El qué?

—¿He dicho algo?

—En voz bastante alta para vos.

Ana se echó a reír y le cogió las manos.

—¡Qué cosa más fea! Venid aquí. Agachaos.

El se arrodilló; tenía el rostro radiante.

—Pero…

—Sí, claro, hay «peros». Cuando no estáis aquí hay toda una escuela de teología de ellos.

—¿Y cuando estoy aquí?

Ana se acercó a su rostro levantado con el mismo placer de las noches invernales que habían pasado en Madrid. Agradecida por aquella sensación, culpable y turbada, buscó una respuesta que lo complaciera.

—¿Cuándo estáis aquí? ¡Ay, pobre teología! ¿Tenéis acaso un poco olvidado vuestro poder sobre mí, Antón?

Para su sorpresa, no se rió. Permaneció inmóvil a sus pies, mirándola. Y, asombrada, vio lo que nunca había visto hasta entonces, vio que de sus ojos brotaban lágrimas que luego rodaban mejillas abajo. Entonces él se inclinó hacia delante y enterró el rostro contra ella.

Ana le cogió la cabeza y besó su cabello perfumado. Sonrió. Había olvidado su perfume de sándalo. «Hace mucho tiempo», pensó.

«¿Son mis pobres escrúpulos algo más importante que lo que le doy a este hombre y lo que obtengo de él? ¿Debo colocar mi pequeño sentido del pecado por encima de su deseo y su infelicidad? ¿Estoy engañándolo porque lo quiero y me he cansado de la insignificante agitación de mi alma inmortal? ¿Finjo ser generosa simplemente para volver a su poder? Bueno, él tiene poder, y yo parece que no tengo ninguno. Responded a mis preguntas, Escobedo».

Cuando Antonio se marchó, de madrugada, bajó a los establos con él para despertar a sus hombres.

Él protestó por ello, pero en el fondo le gustaba.

—Forma parte del plan —dijo ella—. Ya veréis. Y espero que Rodrigo nos oiga y se asome a la ventana.

—Sois una madre irresponsable.

—Tengo mis propias ideas sobre lo que es el honor, pero me temo que Rodrigo no las comprende.

Paseaban por el patio mientras esperaban el carruaje. Reinaba un ambiente frío y en calma; se oyó el canto de un gallo en la lejanía y el tañido de una campana en el convento franciscano.

—Vos y yo estamos acostumbrados a las campanas de los conventos —dijo Antonio, recordando el son de las Santa María de la Almudena de Madrid.

Ana se estremeció un poco y se ciñó la capa.

—¿Tenéis frío? ¿Estáis inquieta?

—Ninguna de las dos cosas, ya deberíais saberlo. Ahí vienen.

El carruaje entró en el patio.

—Que Dios os bendiga. Volveré a Madrid casi al mismo tiempo que vos.

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí.

Subió al carruaje.

—Dadle recuerdos a Felipe —dijo Ana maliciosamente en tanto se cerraba la puerta.

Una vez que se hubo alejado, Ana cruzó el portal y salió a la desierta plaza del pueblecito; contempló cómo se desvanecía la última estrella y la delgada capa de escarcha se derretía sobre los tejados. Calle abajo cerraron una puerta de golpe y un hombre comenzó a cantar. Al otro lado de la plaza, el encorvado y viejo sacristán abrió la puerta de la iglesia de la Colegiata.

Finalmente dejaron de oírse las ruedas del carruaje por el camino de Alcalá.

Cruzó la plaza y entró en la Colegiata a esperar la primera misa. Era la primera feligresa. Se sentó en un banco próximo a la tumba de su esposo.