CAPÍTULO TERCERO
(1585— 1590)

Es posible que las plegarias del cardenal llegaran hasta Ana tal como había dicho, pues a medida que pasaban los años empeoraba su salud y el silencio y el abandono del mundo, que se levantaba ahora como un frondoso y sombrío bosque entre ella y todo lo que había sido, sepultada su anterior esperanza como prisionera del rey, y escapaba cada vez más de la desolación espiritual que tanto la había abrumado durante los primeros años de encierro.

Ello resultaba consolador y afortunado, pues su guardián endureció las condiciones externas de su vida a medida que transcurría el tiempo.

Poco después de la visita del cardenal, se produjo un cambio de administrador de la casa de Pastrana. Se envió a don Alonso Villasante para que se hiciera cargo de las funciones de Palomino. Bernardina, que había engordado y envejecido, era considerada una mujer alegre e inofensiva por algunos guardianes y conseguir a veces sacarles algún chisme o algún comentario. Así se enteró de que el objeto del cambio era introducir una reforma, de que al rey le desagradó enterarse de que el ducado estaba perdiendo su industria y su prosperidad y que el palacio de la princesa estaba cayendo en el abandono. Con don Alonso había de volver a la eficacia.

Pero, por lo que veían Ana, Bernardina y Anichu, esa eficacia sólo significaba una enorme multiplicación de las reglas que gobernaban la vida de toda la comunidad y un gran incremento de la severidad y la insensibilidad para con las prisioneras. Don Alonso consideró excesivas las comodidades materiales de que disfrutaban, de modo que a partir de aquel momento sus alimentos perdieron atractivo; las peticiones de renovación de vestuario o de los artículos del hogar eran detenidamente estudiadas y generalmente rechazadas; la leña y las velas eran racionadas y acompañadas de advertencias sobre el despilfarro. Se redujeron las visitas de los amigos del pueblo hasta quedar definitivamente prohibidas; raramente se permitía que el médico de Ana la viera; ni ella ni Bernardina podían coger una flor o una fruta del jardín mientras paseaban; y el ir y venir de Anichu por el pueblo y el campo fue censurado y restringido.

También se enteraron —Bernardina adquirió una habilidad casi sobrenatural para hacerse con noticias— de que en la administración de las fincas, actividad de la cual había sido separado el marido de Bernardina, Espinosa, al incorporarse el nuevo administrador, el caos sucedió al caos, y que los antiguos y sencillos métodos de cultivo y de comercio de los días prósperos se habían perdido para siempre bajo una maraña de reglamentaciones que nadie comprendía. Ana oyó con tristeza que primero un campesino vendió todo lo que tenía y se fue; el siguiente, menos afortunado, fue víctima de un embargo; los tejedores de seda se marcharon uno a uno hacia el este con intención de buscar trabajo en Valencia; las escuelas artesanales del monasterio y el convento estaban cada vez peor atendidas. La pobreza regresaba a Pastrana.

«Todo esto —pensaba Ana todavía asombrada—, todo este trastorno de la paz y del trabajo de cientos de personas, meramente porque una mujer que él no quería tomó como amante a otro que no era él».

La sala de estar se fue deteriorando. Las hojas de acacia doradas pintadas en las paredes blancas no pudieron ser restauradas, ni siquiera por la mano de Bernardina, pues el administrador de la casa no quiso darle pintura dorada. Las cortinas de seda estaban deshilachadas y polvorientas; el terciopelo oscuro de las sillas se había descolorido; pero los telares que había al otro lado de la puerta no estaban autorizados a tejer nada para la princesa de Éboli, y más de la mitad habían cerrado. Ya no se subían flores del jardín, ya no había fruta en las fuentes y hacia años que el librero de Madrid no mandaba ya libros a Pastrana. Se terminó el hilo de seda para las labores y los bastidores quedaron vacíos.

Pero Anichu entraba y salía contenta con sus libros de texto y las novedades que hubiera sin que le faltara la gracia y la dulzura, seria y honesta, cada día más preciosa para Ana. Y Bernardina seguía riéndose de los guardianes en sus narices, hacía chistes de todo y conseguía botellas de vino de los mozos de cocina. Y la ventana seguía dando a la Colegiata y al cielo.

Cuando Femando hubo cumplido los quince años, durante el invierno de 1585, se marchó a un noviciado franciscano de Salamanca para iniciar allí sus estudios universitarios. Anichu lloró mucho cuando se marchó y durante largo tiempo permaneció más callada y pálida de lo normal. Contaba entonces doce años y estaba muy alta; prometía ser tan esbelta como Ana pero con un rostro de belleza más correcta. Ana yacía con frecuencia en el sofá observando a Anichu inclinada sobre sus libros y se maravillaba de que estuviera contenta con aquella vida disparatada y antinatural; pensaba inquieta en su futuro. Su propia salud le preocupaba. Se estaba convirtiendo casi en una inválida reumática, tenía con frecuencia unos horribles dolores de cabeza y constantemente había de luchar contra los accesos de náuseas y mareos. Suponía por tanto que no viviría mucho y lamentaba con cierto remordimiento, la devoción que Anichu sentía por ella, su constancia y su satisfacción.

—Deberíais ir a Madrid de vez en cuando, cariño —le dijo en una o dos ocasiones—. Deberíais pasar alguna temporada con los amigos y volver a relacionaros con tus primos y con otras ranas.

—No digáis eso. Os imploro que no digáis eso. No quiero saber nada de ningún primo. Quiero quedarme aquí, con vos.

A veces le llegaban a Bernardina noticias del mundo, aunque no sabían si eran verdaderas o falsas. Oyeron, por ejemplo, que Antonio Pérez continuaba siendo prisionero del rey; que se estaba viendo el juicio por el asesinato de Escobedo, luego que se había suspendido y posteriormente que se iba a reanudar. Bernardina se enteró de que las cartas de Escobedo que los hombres del rey habían buscado con tanta insistencia no habían sido halladas y que probablemente no se encontrarían nunca. Oyeron que el duque de Guisa y el papa instaban de nuevo al rey a llevar a cabo la vieja idea absurda de invadir Inglaterra, y que Santa Cruz, su gran almirante, había reunido una armada y esta presionando para entrar en acción.

Una tarde de febrero de 1587 Bernardina subió con la noticia de que en Inglaterra habían decapitado a la reina de Escocia.

Ana rezó por ella un momento en silencio. Anichu se incorporó, pálido el rostro y centelleantes los negros ojos.

—¿Cuánto tiempo llevaba en prisión, Berni?

—Muchísimo, chiquita, yo diría que unos veinte años.

—Bueno, pues se habrá alegrado —dijo Ana.

—¿Por qué? Es mejor vivir. ¡Vos sabéis que es mejor vivir!

Ana percibió el inexpresable temor que se apoderaba del cerebro de Anichu.

—Desde luego —dijo—. Pero ella no tenía la suerte que tengo yo. Ella no te tenía a ti y a Berni para hacerle siempre compañía.

—Los tiranos pueden llegar muy lejos, ¿verdad? —dijo Anichu.

—Sí, como sabemos, llegan lejos. Pero ella era una reina muy importante. Su tirano probablemente piensa que era necesario decapitaría por razones de Estado. Hay que tener razones de Estado para decapitar a la gente, Anichu.

Anichu no dijo nada más, pero no volvió a su lectura. Permaneció sentada con la vista clavada en el fuego.

—Recemos por la paz de su alma, Anichu. Pobre reina, pobre María de Escocia.

Durante la primavera de 1588 Bernardina traía constantemente noticias de una guerra inminente, de buques y de alarmas, de piratas ingleses en la bahía de Cádiz y de que éste y aquél se habían hecho marinos. En un par de ocasiones recibieron unas breves cartas que Rodrigo les enviaba desde los Países Bajos y, aunque hablaba de tentativas de paz y de las conferencias que Parma celebraba con tal fin, era evidente que esperaba con ansiedad alguna nueva campaña que había en el aire y no hablaba todavía de regresar a casa. Pero a principios de la primavera toda España se enteró de la muerte del viejo almirante Santa Cruz, y Ana, al igual que otros que conocían su espíritu guerrero, respiraron con alivio por los jóvenes que habían sido llamados al servicio naval y se dijeron que ahora la Armada no podía zarpar.

Sin embargo, el alivio fue corto.

Cuando, una o dos semanas después de la muerte del viejo marino, Bernardina llegó con la más curiosa noticia que había traído en su vida —por lo grave que podía resultar para España— en la sala de estar de Pastrana estalló una risa incrédula.

El duque de Medina Sidonia, les dijo a Ana y Anichu, estaba al mando de la Gran Armada y la dirigía contra Inglaterra.

Ana no se encontraba bien aquella tarde, le dolía todo el cuerpo, pero aquella noticia tan exquisitamente tragicómica, que se negaba a aceptarla como otra cosa que no fuera una fantasía de algún viajero, sirvió para animarla poniéndola de un humor burlón que resultaba rejuvenecedor e incluso analgésico. Anichu y ella se rieron a sus anchas e interrogaron a Bernardina en un rapto de incredulidad; las tres se superaron a sí mismas en la invención de situaciones desesperadas, enredos y desastres para su importante pariente cuando sus buques se hicieran a la mar. Se divirtieron mucho y bebieron a su salud.

—¡Por mi cuñado, el gran marino! —exclamó Anichu levantando el vaso por encima de la cabeza. Se rieron hasta que se les saltaron las lágrimas y aquel cuento de Bernardina les produjo más alegría de la que habían sentido desde hacía mucho tiempo.

Aquella noche, Ana, que estaba desvelada, se preguntaba si tan frívolo rumor tenía alguna posibilidad de ser cierto. Al pensar que podía serlo, su corazón se vio inundado de temor por los hombres embarcados en los grandes buques de Cádiz y Lisboa. Pero apartó la pesadilla de su mente y retornó a sus plegarias, las numerosísimas plegarias que la ayudaban a pasar las noches de soledad y dolor.

La primavera se fue; el mes de mayo entró y extendió su belleza en Pastrana. Se enteraron de que la Gran Armada había zarpado mandada para bien o para mal por el desgraciado Alonso, el esposo de Magdalena, que nunca había mandado ni un bote sardinero en su vida, y que estaría aterrorizado ante aquel tremendo honor.

Zarpó, y con ella zarparon, como algunas cartas les notificaron, muchos conocidos; primos, amigos, vecinos, y el hijo de Bernardina, su único hijo, que iba en el buque insignia de su nuevo patrono, el gran almirante.

A fines de septiembre el relato había concluido. Lo que quedaba se encontraba en Santander y el desdichado yerno de Ana se apresuraba hacia el sur con el fin de ocultarse en Sanlúcar de la ira del pueblo. El hijo de Bernardina no regresó y muchos otros, amigos de Rodrigo, jóvenes que Ana había visto bautizar, tampoco regresaron de la empresa contra Inglaterra. España, incluso para dos prisioneras perdidas y olvidadas en Pastrana, se retorcía de ira y dolor, y Ana recordaba a veces con amarga vergüenza la noche de febrero en que con tanto deleite se había reído del rumor traído por Bernardina y había bebido a la salud de Medina Sidonia, «el gran manno».

Durante el invierno Bernardina se puso muy enferma, tenía los pulmones inflamados y congestionados como le había sucedido en Pinto. Pero ahora era más vieja y estaba más gruesa; los años de prisión habían debilitado sus fuerzas; estaba afligida por la pérdida de su hijo y cuando deliraba le hablaba.

Ana, desolada, pues la vida sin Bernardina le resultaría mucho más dura, le escribió a Felipe, rompiendo el silencio de nueve años, y le pidió que perdonan a su dueña, alegando su mala salud, la pérdida de su hijo y la enfermedad de su anciano esposo, que la necesitaba en Madrid. No supo nunca si la carta llegó a manos de Felipe, pues no recibió respuesta.

Andaba ahora lentamente apoyada en dos bastones; sus largas y hermosas manos estaban deformadas por las hinchadas articulaciones; tosía continuamente y casi todo lo que trataba de comer, excepto el pan, le daba náuseas. Tenía el cabello cano y su rostro estaba oscurecido por los largos y profundos surcos de la edad y el dolor. A veces, si se veía por casualidad en el espejo, en tanto trataba de avanzar con los bastones por el dormitorio, su propia imagen la hacía retroceder y la sorprendía. Conocía su dolor y su incapacidad física, pero no acertaba a verse a sí misma, Ana de Mendoza, como una ruina humana, una desmañada inválida. Pero aquello era lo que le decía el espejo; aquello era.

Bromeaba con Anichu sobre aquella horrible decadencia, a la vez con amargura y con alegría.

—¿Crees, Anichu, que me hubiera vuelto así de cualquier modo? ¿Prisionera o no, estaba destinada a convertirme en un viejo monstruo a los cuarenta y nueve años?

—¿Tenéis cuarenta y nueve años?

—Ya lo creo. Pero parece que tenga cien.

—No sé por qué no me imagino que tengáis cuarenta y nueve años. Sí, ya sé que no podéis andar muy bien, pero probablemente eso se debe al mal trato que recibisteis en todos esos sitios horribles, y también a haber estado encerrada aquí. Pero, de no ser por eso… a mí no me parece que hayáis cambiado.

—¡Ay, cariño! No seas tan cruel. Anichu, ahora soy horrible… y antes no lo era, o al menos pensaba que no lo era.

—Yo siempre os he considerado hermosa —dijo Anichu—. Y lo sois ahora. Sois del tipo de persona —y me imagino que hay muy pocas— que son hermosas, para quienes así las consideran, una vez para siempre.

Ana se mordió el labio, temerosa de las débiles lágrimas que con tanta frecuencia la vencían ahora.

—Hija mía —dijo suavemente—, algo bueno debo de tener para contar con una hija tan perfecta.

Bernardina se recuperó durante la primavera y Ana revivió también. Con frecuencia avanzaban lentamente hasta el punto más alto del descuidado jardín, se sentaban al sol y contemplaban las queridas y libres llanuras de Castilla; se reían de su absurda vida y de encontrarse convertidas en dos vejestorios débiles y anodinos que el mundo había acordado olvidar.

A veces, allí sentada al sol, Ana pensaba en la armada y en España y todos los desastrosos errores de un gran remado, así como del descorazonador fracaso y debilidad de que habían hecho gala los de su casta durante todo aquel tiempo. De este talante, hablaba entonces a Bernardina y Anichu.

—Ojalá hubiera sido hombre —declaró un día.

—Sí, ojalá lo hubierais sido —dijo Anichu—. Hubierais sido un gran hombre.

—Algunas personas tal vez dirían, y yo soy una de ellas, chiquita, que sois una gran mujer.

—No, no Berni. No he hecho nada útil.

—Habéis dado un buen ejemplo —intervino Anichu.

—No tenía alternativa. Quiero decir en el corazón. No se puede decir que lo negro es blanco.

—Todo el mundo lo hace cuando le conviene menos vos, chiquita.

—Bueno, tal vez les convenga. Pero a mí no me convendría nunca. Con todo, ser así no tiene nada de grande.

—Vos sois el único súbdito de Felipe que no ha transigido con su improbidad, al menos en el tiempo que he vivido yo —dijo Bernardina.

—Antonio Pérez tampoco.

—Eso es diferente. Vos lo hacíais por una idea. Él luchaba por sí mismo.

—Y todavía lucha. Quizá gane.

—Lo dudo, chiquita —declaró Bernardina con preocupación.

—Pero Felipe —dijo Ana soñadora, siguiendo el hilo de otro pensamiento—, gane quien gane, siempre perderá. Me temo que seguramente lo perderá todo. ¡Pobre Felipe!

En el otoño de 1589, el duque de Medina Sidonia, tras curarse lujosamente de sus heridas en Sanlúcar y ser perdonado por su rey por no hacer lo que estaba fuera de sus posibilidades, encontró tiempo para volver a ocuparse de los asuntos de la familia. Estaba demasiado enfermo para emprender el largo viaje de Andalucía al centro de Castilla, y, en cualquier caso, tras perder la esperanza en la batalla por el derecho de Ana a la libertad, no veía ningún motivo para deprimirse viendo el espectáculo de su vida entonces. Sabía que se encontraba en malas condiciones y que su salud era precaria; él tenía el corazón débil y no le convenía someterlo a tan dura prueba. Sin embargo, le preocupaba el porvenir de Anichu, lo mismo que a Rodrigo, según demostraban sus cartas, y a otros familiares. «Anichu debe de tener catorce años —calculó—, y será una mujer rica. Por lo visto, su madre no tardará en morir». Los hermanos de Anichu estaban desperdigados y la muchacha necesitaría un protector y una mano amiga cuando se quedara sola. Había que disponer un compromiso, e incluso, de ser posible, un matrimonio para ella.

Tras consultar con el rey y con muchos primos de la familia Mendoza, incluido el cabeza de familia, el duque del Infantado, Alonso eligió al joven conde de Tendilla para su cuñada. Era una buena elección, teniendo en cuenta que se habían perdido tantas flores de la juventud española en el canal de la Mancha o en los acantilados del oeste de Irlanda. El conde era un Mendoza y primo suyo, joven, amable y de aspecto agradable; conocía a los hermanos de Anichu y había jugado con ellos desde la más tierna infancia; era lo suficientemente rico y sus padres, que eran buena gente, dieron el consentimiento a aquel proyecto.

Así pues, Medina Sidonia escribió a Ana en abril contándole todos los detalles. Ana leyó la carta y reflexionó sobre ella, la volvió a leer, y, con un estremecimiento de pena, se dio cuenta de que ella también lo aprobaba. Recordaba al muchacho de los tiempos de Madrid y le agradaba. Era cierto que Anichu sería vulnerable y quedaría desolada un día que no podía estar muy distante.

No respondió inmediatamente a su yerno.

—¿Piensas alguna vez en el matrimonio, Anichu?

Anichu quedó sorprendida, incluso pareció encontrar divertida la pregunta.

—¡No! ¡Por Dios, no! Al menos hasta dentro de un siglo.

—Pero ¿qué quiere decir un siglo?

—Pues, mucho tiempo. Cuando sea adulta de verdad, supongo que me casaré. Todo el mundo lo hace.

—En cualquier caso, yo no permitiría que te casaras al menos hasta que tengas dieciséis años.

—¡Dieciséis! ¡Pero sólo faltan dos años! No me voy a casar dentro de dos años. De todas maneras —dijo riendo—, tendré que casarme con uno de estos guardias o algo así.

—¿Por qué, cariño? Son unas criaturas de aspecto horripilante.

—Sí, ya lo sé. Pero tendrá que ser alguien que viva aquí.

—No, no, Anichu ¡Qué tontería! No te puedes casar con un hombre y esperar de él que viva en una cárcel.

Anichu sonrió.

—Entonces no me puedo casar, porque nunca me marcharé de aquí. Mientras vos estéis prisionera no pienso marcharme, ni por cincuenta maridos.

—No serán cincuenta, hija mía, pero tendrás que marcharte cuando te cases.

—Entonces, ya os lo he dicho, es muy sencillo. No me casaré. Prefiero quedarme con vos.

—Ya. Pero no será siempre así. Dentro de un tiempo querrás amar a un hombre. Querrás tener hijos.

—No estoy segura. Lo que me gusta es estar con vos.

—Eso es porque piensas que me tratan mal y actúas apasionadamente respecto a este abuso.

—Sí, también es por eso. Sencillamente no os dejaría por ningún motivo del mundo. Pero es fácil decirlo…, porque quiero estar con vos. ¿Por qué se os han metido en la cabeza de repente todas estas ideas de matrimonio?

—Bueno, estás creciendo… y la verdad es que tienes un pretendiente, un pretendiente muy bueno. —Anichu se la quedó mirando—. Es alguien que desea prometerse contigo.

—¿Quién es?

—Tu primo segundo, Diego de Mendoza, conde de Tendilla. ¿Lo recuerdas? Practicaba la esgrima bastante bien con Rodrigo.

Anichu se quedó pensativa.

—Sí, lo recuerdo. Era agradable. Muy callado, pero siempre era agradable.

—Bueno, pues es él. ¿Lo pensarás?

—No, no lo creo. No quiero prometerme. Vos no querríais que me prometiera, ¿verdad?

Ana miró a la muchacha.

—Creo que sí. Sería un alivio para mí. Ya soy vieja, hija mía, más vieja de la edad que tengo, y tú sabes igual que yo que estoy enferma. Cuando yo no esté, tú te quedarás muy sola…

—Cuando vos no estéis —dijo Anichu con firmeza—, estar o no prometida con mi primo me dará igual.

—No, no te dará igual, créeme.

—Por favor, no hablemos más de esto, os lo suplico. Le estoy muy agradecida a mi primo y creo que me era simpático cuando lo trataba, pero por favor perdonad que no desee prometerme. Quedémonos tal como estamos, no es demasiado pedir.

—Eso es cierto —dijo Ana—. Bueno, no se volverá a hablar de ello.

La princesa escribió a Medina Sidonia agradeciéndole su proyecto y diciéndole que ella estaba de acuerdo, pero también que todavía no podía concretarse el compromiso porque Anichu era aún demasiado joven de espíritu y pedía que se la excusara. Sin embargo, a la muchacha le agradaba el joven y hablaba bien de él. Si él no estaba impaciente, y era lo suficientemente joven para esperar, Ana creía que el contrato podría disponerse al cabo de un año.

Así pues, se dejó para fines de 1589. Ana se sentía ahora menos triste y menos culpable cuando observaba a su hija pequeña. «Pronto me iré —pensaba—, muy pronto, y ella todavía será joven y encontrará consuelo. El bueno de Alonso se ocupará de que se lleve a término el plan que garantice su felicidad. Ella se hará mayor e independiente y será feliz y normal; se olvidará de todos estos años y de su dolor».

Aquel alivio para su alma fue oportuno, pues en enero y febrero comenzó a hacerse evidente que no debía intentar ningún esfuerzo mayor que el de trasladarse de su alcoba al sofá de la sala. Sabía que no volvería a ver el jardín, que no volvería a sentarse en el nivel más alto con la sierra de Guadarrama a sus espaldas y los dorados campos de Castilla desplegados bajo el sol. Comenzaba el fin. Y no podía evitar que Anichu sufriera. Pero después su vida renacería. Ana guardaba aquel convencimiento en el corazón y decía sus oraciones con mayor paz en tanto yacía en el sofá colocado de modo que pudiera ver el cielo y la torre de la Colegiata. Pensaba en la tumba de Ruy, que la esperaba bajo la torre, y meditaba en calma sobre la muerte.