CAPÍTULO QUINTO
(Julio de 1579)

Julio fue un mes calurosísimo. Ana envió a los tres pequeños, Ruy, Fernando y Anichu, a Pastrana. Rodrigo iba y venía a su gusto entre Alcalá, Madrid y las residencias campestres de sus amigos. Ana apenas lo veía; cuando se encontraban no tenía para ella más que reproches y malas noticias.

Bernardina y ella vivían casi exclusivamente en el ala de la casa en que estaban sus habitaciones privadas, como en un retiro. Hacía demasiado calor para montar a caballo e incluso para salir sin necesidad de día, y Ana tampoco fomentaba las visitas. Los pocos amigos a los que le hubiera gustado ver no estaban a mano; el presidente de Castilla estaba enfermo y el cardenal estaba dirigiendo una conferencia eclesiástica en Toledo; el marqués de los Vélez le escribía afligido desde su casa de Alcalá. «… Felipe está yendo demasiado lejos en sus engaños y dilaciones. Me desespera. Cuando hablo con él tengo la sensación de que hablo con una máscara o con un fantasma. Estoy cansado, querida. Quizá debería marcharme al extranjero. Estoy contemplando la posibilidad de pedirle que me haga gobernador de una de esas regiones de América. ¿Qué os parece? ¿Por qué no venís vos también? Esta absurda España en donde nosotros, los que antes la gobernábamos, ahora estamos siendo reducidos a títeres… Estoy harto. Entretanto me inquieta esa triste impasse del asunto Escobedo, y temo por vuestro amigo. Y, sin motivo alguno, también temo por vos. Contadme alguna noticia. Soy demasiado viejo para soportar Madrid en julio. De verdad no comprendo cómo hemos podido dejamos convencer para aceptarla como capital. Ojalá estuvierais aquí o en Pastrana. La cosecha se presenta buena…».

Antonio estaba melancólico y desanimado. Había perdido toda la energía en la lucha contra Vázquez y había vuelto a escribir al rey expresándole su cansancio, comprometiéndose a pasar por alto los perjuicios que el otro secretario de Estado le había causado y a sumergirse para siempre en el silencio si el rey le hacía un último favor: relevarlo inmediatamente del cargo.

Felipe no contestó. Los documentos oficiales seguían llegando a Pérez como si no existiera conflicto alguno entre ellos. Así pues, Antonio comenzó los preparativos para trasladar a su familia a Aragón, reino del que procedían.

—Las antiguas libertades de Aragón me protegerán —le dijo a Ana— contra cualquier intento de venganza; y el límite del reino no queda muy lejos de Pastrana.

Ana seguía creyendo que Felipe encontraría una manera mejor de poner fin a la confusión que había creado. Pero entretanto ayudó a Pérez a tomar las decisiones necesarias, pagó algunas deudas suyas e hizo todo lo que pudo, con amor y fidelidad, para que su abatimiento no fuera muy profundo.

Ella misma estaba ya deprimida e insegura; cansada del desgraciado enfrentamiento público con Vázquez y de la aparente estupidez del rey; deseosa con mucha frecuencia de rezar, pero su propio honor espiritual le impedía buscar el bálsamo de la oración; ansiosa de hallarse libre para retornar honesta y francamente a la cuestión de sus propios pecados y de los deseos de su alma, durante demasiado tiempo marginados. Sin embargo, en aquella disparatada situación, se debía a Antonio Pérez, y mientras sintiera que la necesitaba y que su necesidad estaba justificada, podría contar con ella. No obstante, durante los ratos que pasaba sola, exteriormente en reposo u ocupada, en la sala larga, la visitaba ahora a menudo el deseo de apartarse de todo para hacerse monja. Ni siquiera se extrañó de lo absurdo de ello, sino que permitió que su espíritu se recreara indulgentemente a sabiendas de que conservaba el control sobre sí misma y solamente podía soñarlo, mientras un paradójico deber pecaminoso la mantenía anclada en las maldades diarias.

En julio, Felipe se encontraba en el Alcázar y no le mandó recado alguno ni dio señales de vida. Ana se dedicó con ansiedad a maquinar planes para ir a verlo allí. Si iba, a lo que estaba decidida, no sabia qué le diría, excepto que no estaba dispuesta a tolerar ningún tipo de hipocresía entre ellos. Pero en aquella futura conversación con el rey, Antonio se jugaba mucho, de modo que Ana seguía pensando en ella y los calurosos días iban pasando.

Una tarde, mientras se hallaba sentada junto al ventanal de la sala larga paseando en él, Felipe se presentó sin anunciarse.

Ana atravesó corriendo la habitación, se arrodilló ante él como de costumbre y le besó la mano. Cuando se levantó y contempló el rostro fatigado de él, tenía tal expresión de placer y gratitud que el rey se olvidó de sí mismo y de sus complejas preocupaciones y le sonrió tal como lo había hecho durante años.

—¡Oh, qué amable sois! —dijo sin andarse con tratamientos de «Majestad» ni «Señor»—. ¡Ay, Felipe, tenía tantas ganas de veros! Sentaos. ¡Parecéis cansadísimo!

Felipe llevaba un paquetito sellado en la mano.

—He traído esto —dijo; pero no explicó qué contenía el paquete ni se sentó.

Permaneció de pie mirando en torno a la habitación como si deseara aprendérsela de memoria o como si estuviera poniendo a prueba sus recuerdos. Ana tenía la impresión de que estaba experimentando unos sentimientos muy intensos y de que quería evitar mirarla a la cara durante un rato. Pero estaba tan contenta de verlo y tan segura de que aquel gesto era señal de cordialidad y de que era un buen presagio para Antonio, que decidió no preocuparse por el procedimiento y dejar que el rey dijera con libertad lo que tenía que decirle y confiar en su antigua sinceridad y afecto, tanto en los de Felipe hacia ella como en los de ella hacia Felipe, para llegar al entendimiento.

Resultaba peligroso que Ana siempre se viera impulsada a sentir agrado por él y buscar lo mejor que tenía. Y en aquella ocasión era especialmente peligroso, pues ella siempre le comunicaba aquella sensación de grado. Siempre había percibido un poderoso encanto en Felipe, y en su presencia la vanidad y todos sus atentos y tímidos ayudantes podían bajar la guardia y dormirse. Una vez que entregaba su afecto a un ser humano, éste podía sentirse seguro con Ana. Desaparecía en ella la agresividad, la burla y la ostentación, así como todo impulso de cambiar, superar o deslumbrar. Podía ser cruel o desconsiderada con aquellos a quienes no conocía o por quienes no sentía simpatía. Con Rodrigo era cruel constantemente, aunque fuera de forma pasiva; era cruel en su desdén por su viejo padre; era notoriamente cruel en toda declaración pública referente al enemigo de Antonio, Mateo Vázquez. Pero una vez que entregaba su afecto, la buena voluntad dominaba, de modo que aquellos a los que amaba podían descansar en ella, como en ningún otro sitio, de las persecuciones de su propio egoísmo. En el cariño no era meramente pasiva sino activa. Y era su actividad lo que diferenciaba este principio de la mansedumbre, lo que lo convertía en una fuerza inteligente y potente, casi en una peculiaridad, y en absoluto en una soñolienta benignidad.

Era este principio de buena voluntad, que podía enfrentarse a otros principios importantes de su naturaleza, lo que hizo posible que permaneciera en casa con Ruy durante los años que duró su matrimonio, que estuviera contenta y lo hiciera feliz a él. Ruy había tenido la suerte de llegar al centro de su corazón, y a partir de entonces Ana nunca pudo convencerse de que sus propios estados de ánimo y sus propias necesidades eran más importantes que los de él. En ello no había teatro ni virtud, era su destino, porque era así como funcionaba su naturaleza. Lo mismo sucedía con Antonio Pérez. Podía ser todo lo intrigante, egoísta y falso que quisiera, podía cometer delitos y arriesgar su honestidad e incluso sus buenos modales, pero le había llegado al corazón, se había ganado su buena voluntad y por tanto estaba a salvo.

Pero a Felipe el amor de cualquier tipo nunca le había producido, ni le podía producir, la tranquilidad que le producía a Ana. Para ella, y no era precisamente tonta y había hecho frente a muchos sentimientos complicados, el amor simplificaba la vida. Allí estaba, y en medio de muchos absurdos uno podía considerarlo real, y por tanto pesarlo y medirlo. Simplificaba la vida por su seguridad, y porque ella, por naturaleza, no regateaba.

Pero Felipe podía regatear hasta el fin de los tiempos. Era un regateador natural. Y, dado que Ana y él eran opuestos, en esto se complementaban bien. A lo largo de los años que había durado su deseo de ella había tenido que agitarse y regatear constantemente, pensaba él, como rey de España; y ella, que desconocía los métodos de los regateadores, apenas se daba cuenta de lo que hacía. Para ella su situación era sencilla. Sentían una duradera atracción mutua —los primeros años nunca lo veía sin preguntarse qué se sentiría siendo su amante— pero ambos amaban a Ruy, y Ruy y su felicidad eran muy valiosas para cualquiera que lo amara. De modo que no se tomó nunca la pecaminosa decisión, aunque Ana, honestamente, jamás estuvo segura de que se hubiera resistido si Felipe se hubiera mostrado verdaderamente apremiante.

Sin embargo, después de enviudar no trató de acercarse a ella. Estaba envejeciendo y le preocupaba sobremanera el salvar su alma inmortal, tener un heredero y ser un virtuoso. Durante estos últimos años regateaba con el Cielo y su menguante y fatigado deseo de ella se había convertido en una de las pruebas más sencillas a que lo sometía el Cielo. Ana lo comprendía y por tanto no sentía los vagos temores de Antonio y de Vélez de que el que ella tuviera un amante pudiera trastornarlo de modo que hiciera imprevisible su conducta futura. Amando a otro hombre no contravenía ninguna aspiración de él, y además, su vida privada era solamente suya. Sabía que era razonable, considerado, amable y leal. Desde hacía muchos años, sabía que era un hombre que no podía resistir una petición relacionada con la pobreza, con los niños pequeños, con lo sagrado, con los dementes o con los enfermos. Sabía que era un hombre que ejercía constantemente la caridad y que se sentía naturalmente atraído por los pintores, los jardineros, los eruditos y los monjes. Sabía que le gustaba la sencillez y la quietud, y que, aparte de la santidad, le complacían las actividades terrenas que pudieran llamarse verdaderas y eternas. También sabía que era un político comprometido y un gobernante que se consideraba señalado por el Cielo, y conocía muchos de los pecados que había justificado en ese concepto de sí mismo. Pero hubiera dicho que, si bien era un ser culpable y presumido, fanático, pendenciero y megalómano, lo conocía mejor que sus jueces más perspicaces, porque lo conocía de otro modo; lo conocía en pequeña escala, lo conocía en casa, como si dijéramos, lo conocía en descanso.

Dado que el afecto significaba para ella buena voluntad y un rechazo de la crueldad, se inclinaba a pensar que eso era lo que significaba para todo el mundo. Que para otro pudiera ser, o tuviera que ser, poder, absolutismo, confianza en sí mismo, un apetito más sutil, voraz y constante, más celoso y severo que cualquier ansia, era una idea que no le cabía en la cabeza. Si lo hería, Felipe podía estar indignado, ofendido, difícil, malintencionado, y todas las cosas aburridas y dilatorias que podía ser, pero el afecto —que era buena voluntad— prevalecería entre ellos, de existir. Y puesto que había ido a verla, y por el modo en que miraba la habitación, Ana sabía que todavía existía afecto, y que eso era lo que lo había llevado allí. Así pues, tras darle la bienvenida con natural alegría, se sintió repentinamente en paz y contenta dejándolo hablar y dejándolo ser todo lo ridículo e irritante que quisiera. Una tonta.

Cuando Felipe entró en la estancia muchas eran las cosas que estaban en juego. Pero si hubiera salido a su encuentro de una manera diferente, si se hubiera comportado con frialdad o altanería, o incluso con malos modales, de modo falso o desconcertante, tal vez hubiera sido mucho mejor. Lo que de cualquier manera fue desafortunado —si bien ni ella ni Felipe podían saberlo entonces— es que en el primer minuto que pasaron juntos después de tanto tiempo le comunicó aquella sensación vieja y preciosa de paz, de haber llegado a un lugar en donde había descanso y fe. Para Felipe, el rey absolutista, el hombre solitario, desdichado y vanidoso, recibir aquella paz, aquella ilusión, de una mujer que era la amante declarada y descarada de un súbdito, resultaba insufrible.

Sin embargo, Ana, franca y generosa, que nunca le había negado a Felipe nada que le hubiera pedido ni había sido nunca objeto de su severidad, lo recibió en la sala larga con el corazón abierto e ilusionado.

—Pensaba que no volvería a ver esta habitación —dijo el rey.

—Qué cosa más terrible de decir. ¿Qué queréis dar a entender?

—¡Oh, Ana! —Se acercó lentamente a la silla que tenía por costumbre usar, situada junto a la ventana, y se sentó—. ¿Cómo están los niños? —preguntó.

—Están muy bien. Rodrigo viene y va. Ahora ya está hecho un hombre de mundo; apenas lo veo. La semana pasada mandé a los demás a Pastrana. Hacía demasiado calor y se estaban poniendo muy quisquillosos. Se llevarán un gran disgusto cuando sepan que habéis venido y no han podido veros.

—¿Querían verme?

—¡Naturalmente, Felipe! Os quieren mucho. En esta familia todos os queremos mucho.

Él se mordió el labio y mostró cierto nerviosismo.

—Pues no lo parece.

—Por lo visto, eso pensabais. Espero que me digáis por qué.

El rey la miró como si estuviera genuinamente sorprendido.

—Sois muy audaz —dijo—. Realmente muy atrevida. Supongo que la culpa es mía. Supongo que yo os he animado…

—¡Que la culpa es vuestra! —lo interrumpió—. ¿Que me habéis animado? Pero Felipe, querido amigo, ¿qué queréis decir? Solamente os he pedido que me digáis por qué os habéis apartado de nosotros.

—¡Ana, por favor!

Felipe dejó el paquetito sellado sobre la mesa que había junto a él y colocó la mano encima como resguardándolo. Ana observó que tenía la mano gruesa y rígida. También observó, ahora que se hallaba sentado a la cruel luz de occidente, que tenía el rostro blanquecino, que estaba más envejecido de lo que recordaba y que tenía los ojos fatigados y enrojecidos. El cabello, que en tiempos había sido rubio, era ahora de color neutro, medio gris, medio pardo. Pero todavía le gustaba, y también le gustaba la palidez de sus cansados ojos. Siempre disfrutaba mirándolo; su desvaído alejamiento, su curioso aspecto extranjero, la atraían.

—Sí, Felipe, continuad.

—Me temo que debo proseguir —dijo cabizbajo—. Os habéis llenado de deshonra. Habéis deshonrado la memoria de Ruy y el nombre de vuestros hijos.

Ella sonrió ligeramente. Eran las tonterías que sabía que iba a decir. No se alteró.

—Podría fingir desconcierto —dijo—, pero no quiero engañaros. —Felipe se sorprendió ante tal respuesta, pero Ana prosiguió sin esperar a que protestara—. No he dañado en absoluto la memoria de Ruy ni el nombre de mis hijos. La parte de mí que pertenece a lo que asocio con esas frases todavía es de ellos. Pero mi vida privada es privada. En esa vida privada, Felipe, ha habido pensamientos, e incluso actos, que yo recuerdo y que, de hacerse públicos, sin duda podría parecer que ofendían a alguien. Eso le ocurre a todo el mundo, desde la cuna hasta la tumba. Sin embargo, yo no deseo presentar mi vida privada al mundo. Que no es lo mismo que decir que la sacrifico ante él. La dueña soy yo, Felipe. Si me equivoco, la equivocación queda entre el Cielo y yo. Pero aquí abajo, mientras no trate de convertirla en vida pública, insisto en que la dueña soy yo y no la memoria de Ruy ni el nombre de mis hijos. Eso no son más que nubes que apenas distingo, y hablo de ellas porque vos las habéis nombrado. Pero mi vida privada es lo único que tengo, e insisto en gobernarla yo sola, con la ayuda de Dios.

Nadie había hablado a Felipe, el rey absolutista, de aquel modo en toda su vida. Si censuraba o insinuaba una censura a algún súbdito, éste la aceptaba en silencio o con gran alarde de sumisión. Nunca había tenido ocasión de censurar en serio a Ana de Mendoza, pero su costumbre de disponer de una autoridad total seguramente lo había hecho imaginar que también ella, como súbdita suya, actuaría con solemnidad y desamparo ante sus reproches. Así pues, la amistosa frialdad de su respuesta le pareció una asombrosa costumbre extranjera, o incluso un discurso en una lengua desconocida. Sin embargo, una parte de sí mismo escuchó con aprobación y envidia lo que decía.

—Repito —declaró fríamente— que os habéis deshonrado. Este escándalo público es un ultraje contra todo lo que representáis.

—Estoy de acuerdo. Y he protestado contra ello y seguiré protestando. No fui yo la que causó el escándalo.

El rey se revolvió incómodo en el asiento. En la honestidad de su alocución y pese a la ausencia de giros ceremoniosos y de respeto a su dignidad real, sintió el encanto y la dulzura de Ana flotando hacia él como siempre. Era un hombre desconfiado y con la edad la desconfianza se estaba haciendo enfermiza, sin embargo ahora tenía la tranquilizadora sensación —totalmente nueva para él— de que en aquella habitación se podía decir o sufrir cualquier cosa sin peligro alguno. Podía defender allí el oscuro significado de su propia conducta, si así lo deseaba, y se revelara lo que se revelara en esa lucha, por humillante que fuera, se encontraría a salvo.

—Ana —dijo, y a ella no se le escapó la diferencia de tono, un tono casi de súplica y sin duda de buscada honestidad—, Ana, el que me ha informado a mí y a otra gente de vuestra inmoralidad es un funcionario honorable y tenía que cumplir con su deber. Ana sonrió.

—Ya lo sé. Así es como empezó. Pero desde entonces ha ampliado el alcance de su deber. Ahora toda la ciudad sabe cosas de mí, Felipe, entre ellas que yo consentí la muerte de Escobedo, que son totalmente falsas. Es un curioso resultado para el afán de cumplir con su deber de un funcionario público.

—Lo hizo en defensa propia. Vos lo obligasteis…, vos y otro.

—¿Por qué queréis trastocar las cosas? ¿Por qué tenéis que convertir a la víctima en criminal?

—Todos sois criminales ahora, en esta disputa pública que convierte el salón de sesiones del Gobierno en una cueva de ladrones. Pero yo voy a poner fin a este asunto tan ridículo. Tengo entre manos una tarea de enorme alcance, lo mismo que esos dos hombres, que son subordinados míos, y ya estoy harto de este obstáculo para nuestra eficacia.

—Todo el mundo está harto, Felipe. Ya lo sabéis. Ponedle fin.

El rey sonrió con fatiga ante tan simple consejo.

—Eso he intentado hacer. Mateo Vázquez está dispuesto a retirar la acusación —dijo con cuidado, sin dejar de observar a Ana.

Ella se echó a reír.

—Muy amable por su parte —dijo—, considerando las pocas molestias que ha causado a todo el mundo durante los últimos nueve meses. Pero ¿y los pobres Escobedo? La acusación también debe de ser algo suya, ¿no?

Felipe frunció el ceño.

—Ya nos ocuparemos de los Escobedo. El verdadero problema es Vázquez como sabéis. Pero lo han aterrorizado tanto el… el otro secretario de Estado y sus partidarios que ahora está dispuesto a enterrar toda la cuestión para siempre.

Ana se reía en voz baja produciendo un continuo acompañamiento de las comedidas palabras de Felipe.

—Ya comprendo. Oh, Felipe, querido, ¿vos también habéis venido en una de esas absurdas misiones?

El rey pareció sorprendido.

—¿Absurda misión?

—Sí. Y si es así, por favor no volváis a repetírmela. He perdido ya la cuenta de las personas que han venido a esta casa, los últimos cinco meses, a decirme que don Mateo está dispuesto a perdonarse por sus recientes pecados de calumnia y libelo criminal, y que lo único que necesita para acabar de encontrarse cómodo es que Antonio Pérez y yo nos disculpemos por haber sido la causa de todos estos errores. Nada más que eso, una disculpa pública, una reverencia, y una promesa de retira nuestras amenazas contra su vida. Yo les he dicho repetidamente a estos extraños embajadores que puesto que nunca hemos amenazado a esa ridícula vida, no podemos retirar la amenaza. Y que el resto de su proposición es un puro absurdo que no tiene relación alguna con la realidad —Ana observó cómo el rostro del rey se pon rígido de angustia ante aquella retahíla de insolencias, de modo que se levantó, acercó a él, con las manos extendidas como para coger las de él, mientras continuaba hablando—. Así pues, Felipe, por favor, por el afecto que os tengo, ahorradme el absurdo de fingir que alguien, y no digamos yo, le debe algo que no sea desprecio eterno al pobre de Mateo Vázquez.

Le cogió las manos y se arrodilló junto a él, riendo con gracia. Él la miró a cara perplejo y, muy a pesar suyo, sintió gratitud por la cordialidad, la vitalidad y confianza del modo en que se había expresado, después de los políticos, los prelados y los cortesanos.

—Yo no iba a sugerir esta pacificación como otra cosa que el truco más cínico del mundo —dijo simplemente—. Creo que no podría decirle esto a nadie más, Ah, pero, como sabéis, el asunto Escobedo se ha llevado equivocadamente. Se cometió un error y ahora se nos ha escapado de las manos, de modo que estamos en un aprieto. —La miró, quizá desconfiando de sí mismo por hablarle de un asunto de Estado, y, lo que era peor, con aquella nueva libertad confidencial. Ella permaneció arrodillada junto a él, con las manos cogidas, y se limitó a esperar a que terminara que tenía que decir—. En un aprieto —repitió, todavía maravillado de poder decir «estamos» ante ella en aquel tono tan franco, casi de confesión—. Así pues, no podemos hacer otra cosa que remendar este feo asunto y esperar que el silencio y el tiempo nos favorezcan. El único modo de hacerlo es calmar a Mateo Vázquez. Desde luego, veo, como vos, lo absurdo que resulta éticamente, aunque nadie podría pediros disculpas estrictas. Lo único que quiere es algún compromiso que le permita enterrar el asunto sin humillarse demasiado, y con una garantía de seguridad para el futuro. Por eso he pensado que, en estas dolorosas circunstancias y por, bueno, por el bien de mucha gente, podríais ser lo suficientemente cínica y buscar una fórmula…

Hablaba con tal gravedad, y aquel honesto discurso era un sacrificio tan grande para su imagen pública, y por tanto un esfuerzo tan grande para él y un tributo tan profundo y conmovedor, que Ana no pudo volver a reír, aunque encontró el pasaje de la «fórmula» divertidísimo.

—Creo —prosiguió Felipe con cuidado—, creo que si pudiérais, por formalmente que fuera, convencerlo de que vuestra animosidad ya no se dirige contra él, podría obtener lo mismo de… otro, pues creo que piensa que vos influís notablemente en su peor enemigo…

Se hizo el silencio. El rey había dicho una cosa que le resultaba muy difícil de decir. Desde luego, era difícil creer que lo hubiera dicho. «Debemos de estar en un gran aprieto —pensó Ana—. Es una pena. Y él es el rey de España».

Le soltó las manos suavemente. A continuación se puso en pie y se alejó de él. No tenía ya sentido comportarse desdeñosa y burlonamente. Lo que iba a decir debía ser literal y sencillo, y debía evitar que volviera a adoptar su personalidad histriónica.

—Lo siento, Felipe —dijo suavemente—. No serviría. Deshonraría a todo el mundo.

—Ya os he dicho que no es más que un gesto cínico.

—Lo sé. —Comenzó a pasearse por la habitación—. Creo que no es lo suficientemente cínico. No, lo siento.

La observó en silencio unos segundos, golpeando nerviosamente con los dedos el paquetito sellado que descansaba junto a él.

—¿Y si os lo ordenara? —dijo por fin.

Ella dejó de pasearse y se acercó a él.

—Ya sabéis que siempre he sido un súbdito tan infantil como Fernán o Anichu. Sabéis que soy absolutamente vuestra en todo lo que ordenáis, pero si os olvidarais de ser rey —cosa que no podríais—, pero si me ordenarais este disparate, sabéis que me negaría.

El tono coloquial y la tranquilidad y el afecto con que pronunció su alocución dio a sus palabras una fuerza formidable. Fue el comentario más calmado que se podía hacer de sus entuertos políticos; era un desafío dulce y suave, pero Felipe lo percibió en todas sus dimensiones.

Apartó la vista de ella y llevó los ojos hacia los distantes picos de la sierra de Gredos.

—Entonces seguiremos en un aprieto —dijo.

—Hay un sencillo modo de salir de él. Siempre lo ha habido.

El rey la miró casi esperanzado.

—¿Qué modo es ése?

—Felipe, ya lo sabéis. Lo sabéis desde siempre.

—Ojalá. ¿Cuál es esa solución?

Ana se acercó a la ventana y contempló los dorados campos de Castilla, de espaldas a él. Pero no pensaba en el paisaje. Le vino a la mente Ruy, su esposo, y a él apeló. «Ayudadme —dijo para sí misma—. Dadme coraje y ayudadme a ayudarlo».

Se volvió y se apoyó en el marco de la ventana.

—Felipe —dijo—, Felipe, querido, por el cariño que os tengo, escuchadme. Haced que se vean las acusaciones de los Escobedo en el tribunal de justicia que les corresponde.

Él la miró como si no acabara de comprender lo que había dicho.

—No finjáis que os he ofendido —prosiguió ella—. Ya sabéis que eso es lo que hay que hacer.

—Eso es lo que nunca se hará —dijo él ásperamente. A continuación adoptó un tono misterioso y real—. En el fondo se trata de un grave asunto de Estado. Os he de rogar que no os entrometáis en él más allá de lo que os corresponde.

—No me estoy entrometiendo. Estoy al tanto de todo —dijo ella—. Antonio os ha pedido repetidas veces que se vea el caso, ¿verdad?

La miró ahora hoscamente. La repugnaba la referencia a Pérez y le repugnaba responder a la pregunta. Pero respondió.

—Sí, me lo ha pedido.

—Tiene buen criterio en lo referente a líneas de acción.

—En este asunto no lo ha demostrado.

Ella sonrió. Estaba a punto de decir que al menos había demostrado tener el coraje de un hombre normal, pero decidió que «por el bien de todos», como hubiera dicho Felipe, más valía que dejara a Pérez de lado por el momento y volviera a conducir al rey hacia la honestidad de que había hecho gala anteriormente. Allí residía la esperanza, para Pérez.

—Felipe, os lo ruego… haced que se vea. No, escuchadme, haced que se presente el documento tal como está. Todo lo que es falso se demostrará fácilmente. Mi complicidad, por ejemplo, en la muerte de Escobedo, y todos los cargos menores reunidos como motivos: la venalidad de Antonio, su deseo de apoderarse de mi dinero, su temor de que Escobedo lo descubriera. Todo es falso y cualquier abogado lo podría demostrar con un par de frases.

—Callad, Ana, o me marcharé.

—No. Sabéis que soy amiga vuestra, y debéis escucharme, aunque sólo sea esta vez. Antonio se declarará culpable de la acusación principal. Ya sabéis que está dispuesto a hacerlo y que sólo espera vuestro permiso. Naturalmente, dirá por qué mandó asesinar a Escobedo. Después de eso, lo demás es fácil; el caso se convertirá en una larga discusión entre jueces y teólogos sobre el derecho divino. Y es probable que incluso condenen a Antonio a muerte, pero vos intervendréis con vuestra prerrogativa real, y después de mucha agitación y revuelo, todo se habrá aclarado. Y, como diría Ruy, todos habremos aprendido algo y comenzaremos de nuevo. Nunca me dijo qué quería decir con «comenzar de nuevo».

Había pronunciado aquel largo discurso para ayudarlo, para darle tiempo a ver la lógica del argumento y en general para asimilar lo que le proponía, pues le sorprendió la impotencia que reflejaban sus ojos fatigados y desvaídos, y deseaba que se reanimara. No le gustaba ver aquel pánico ridículo y abyecto en su rostro.

Sin embargo siguió allí.

—¿Qué os ocurre, Felipe? —dijo cambiando de tono—. ¿Por qué no podéis enfrentaros a esta sencilla acción? ¿Qué teméis?

El rey se levantó de su asiento y se alejó de ella.

—Callaos, Ana. Se os permiten grandes libertades, pero ni vos debéis preguntarme si tengo miedo.

—Me veo obligada —dijo ella fríamente—. Y, sin embargo, no lo creo. Digamos —supongo que es absurdo, pero no conozco las condiciones de vuestra soberanía— digamos, sólo por decir, que un tribunal de Madrid os declara a vos, el rey, culpable de asesinato, y digamos que os condena a muerte… —El rey sacudió la cabeza, casi divertido—. No creo que tengáis miedo de eso. ¿Qué es la muerte? Llega una sola vez y llega a todo el mundo. Es un fin, un mal momento, y no hay por qué temerla. Vos no teméis la muerte.

—Sí. Me aterra la muerte, Ana. Pero no la muerte física; no que me condenen a morir. No es ése el motivo de que me niegue a que se vea el caso Escobedo en un tribunal público.

—Lo sabia. Vos teméis los juicios morales.

El rey dio media vuelta en busca del rostro de ella. La observación era exacta y lo cogió completamente por sorpresa.

—Lo sabia —prosiguió ella—, pero en esta situación lo encuentro extraño. Al fin y al cabo, sois capaz de soportar, no sé si con facilidad pero lo hacéis, en vuestra alma y en el alma de unos cuantos amigos, el peso moral de vuestra decisión de disponer de la vida de Escobedo. ¿Por qué no podéis enfrentaros al mundo en general? Podría resultaros beneficioso; vuestros poderes podrían quedar definidos. Y desde luego en cualquier caso, España tiene derecho a saber, si le interesa, por qué desaparecen de vez en cuando sus hombres públicos. Y vos amáis a España y la servís día y noche; si cometéis errores en ese servicio, España os perdonará, de recurrir a ella.

—No recurriré. Yo no cometo errores.

—Tonterías —dijo Ana—. No os comportéis como un extranjero, como un alemán. Acudid a nuestros tribunales y dejadnos enterarnos de por qué murió Escobedo.

—No soy alemán —dijo él fríamente.

—Supongo que no. ¿Qué sois entonces? ¿De qué procede vuestro rubio cabello? No tratéis de poneros tenso otra vez. Ya lo habéis hecho demasiado esta tarde. Sabéis que vuestros cabellos son encantadores; debe de ser triste ver cómo se van apagando.

—No digáis disparates —dijo defendiéndose del placer que le proporcionaba toda aquella insolencia de que Ana hacía gala ante él.

—Medio portugués —dijo ella—, medio flamenco, medio del Sacro Imperio…

—No puedo estar compuesto por tres mitades —dijo enojado—, y de cualquier modo, Juana la Loca fue mi abuela.

—Ay, se me había olvidado. Claro. Ello resulta providencial. Debe de ser por eso por lo que os aprecio tanto, Felipe.

Ana le sonrió y le alargó la mano; él se acercó lentamente y se la cogió.

—Escuchad —dijo—, escuchadme a mí, que soy castellana. Permitid que vuestro pueblo conozca la verdad, y luego que discutan. La discusión será interminable y nunca decidirán qué trato merece vuestra conducta, pero comprenderán inmediatamente, aquí en Castilla, que vuestro punto de vista es importantísimo, porque, en Castilla, todos los puntos de vista lo son. Gobernadnos a nuestra manera, Felipe, y resolveréis vuestro problema.

El rey se apartó de ella.

—Me parece que sois muy cínica.

—¿Qué queréis decir con esa sutileza?

—«Gobernadnos a nuestra manera» decís, pero yo he estudiado para gobernar a mi manera. El gobierno es complicado y serio. No puede someterse a las opiniones vulgares y precipitadas de Madrid. Yo gobierno con los ojos puestos en el mundo real, Ana, donde deben estar; España tiene una misión mundial. Su rey no puede someter sus fracasos, sus errores, al juicio de los gitanos y los ladrones de la plaza de la Cebada. Parece que vos veis a España desde un punto de vista provinciano, como una cosa pequeña y sencilla que vosotros los ridículos castellanos cuidáis. Pero yo sé lo que es España. Y ante el mundo y ante el Cielo yo represento la España que conozco. Si, en mí flaqueza, he cometido un error en el servicio de España, me contentaré con que el Cielo me juzgue, pero no la gentuza de Madrid. Mal o bien, yo no gobierno esta nación a la luz de su anárquica vulgaridad, sino ante la posteridad y el destino de Europa. Por tanto no puedo someterme a los pequeños juicios morales de Castilla. Vos los habéis llamado juicios morales. Yo no les haría tal honor.

Se encontraba el rey tan exaltado defendiendo su rectitud imperial que Ana decidió que se había perdido todo, que había desperdiciado una oportunidad y había hecho más mal que bien. Le respondió espontáneamente, sin molestarse en escoger las palabras ni en disimular su ira.

—Sin embargo, en definitiva sí estáis sometido a los «pequeños juicios morales» de Castilla. Y los tenéis. A este temor se debe que hayáis construido con tanta precaución este sistema de gobierno secreto, que ahora puede desmoronarse en cualquier momento, si insistís en ocultar vuestras acciones al pueblo. No, dejadme terminar, Felipe. Os estimo demasiado para no tener el privilegio de deciros en alguna ocasión lo que pienso. Este largo discurso que acabáis de hacer, sobre la posteridad, el destino de Europa y nuestra anárquica vulgaridad local, contiene a mi modo de ver la verdad de vuestro error de gobierno.

«Error de gobierno». Felipe estaba tan perplejo de encontrarse escuchando inmóvil cómo una mujer le decía tales cosas que, cuando ésta se detuvo a la espera de su respuesta, no encontró qué decir. Era un momento único en su experiencia y no se hallaba preparado. Así pues, Ana, sorprendida por su silencio, prosiguió.

—Si Ruy nos hubiera escuchado… —dijo.

—¿Ruy? —preguntó el rey casi con vehemencia, olvidando su propia afrenta ante el constante y patético deseo, que se intensificaba a medida que envejecía, de saber qué hubiera pensado Ruy de esto o aquello.

—Quizá miro con sentimentalismo los días en que Ruy vivía. España tampoco estaba perfectamente dirigida entonces. De todos modos, creo que a Ruy le hubiera sorprendido lo que acabáis de decir. Hubiera pensado que os habíais dado a malas costumbres, Felipe. Desde mi punto de vista, lo descubrís todo cuando atacáis a los gitanos y los ladrones de la plaza de la Cebada y les negáis el derecho a formular juicios morales. Ello significa el fin de todo derecho moral en vos. Es el fin de vuestra nobleza y de vuestra comprensión de cuál es vuestro lugar en España.

—No sabia que os gustara filosofar, Ana.

—A mí y a otros. Muchos de vuestros mejores amigos «filosofan» como yo. Ay, Felipe, regresad de esa curiosa tela de araña que estáis tejiendo en El Escorial. Regresad a las calles donde estamos todos. Regresad para gobernarnos de modo que veamos lo que estáis haciendo. Aprovechad esta oportunidad en beneficio vuestro. Haced este gesto de celebrar un juicio justo y de enfrentaros a las consecuencias. Comenzad de nuevo a partir de este extraño suceso. Reunid las Cortes, reunid el Consejo de Castilla. Dejadnos percibir el movimiento del gobierno de España otra vez, dejadnos añadir nuestra responsabilidad a la vuestra y prestaros a esos juicios morales que tanto teméis. ¡Ay, Felipe! ¿Por qué no lo comprendéis? ¿Por qué no lo hacéis? Nunca lo había visto tan claro, aunque lo había intuido, lo había pensado. Pero ahora es evidente. Todo puede partir de este pequeño enredo. Haced que se celebre el juicio. Haced este gesto honrado que cogerá a todo el mundo por sorpresa, y a ver qué pasa. ¿Lo haréis, Felipe?

Mientras Ana hablaba, la sencillez de la solución que le sugería al rey iba adquiriendo atractivo para ella, y ofrecía, además, una esperanza totalmente nueva para España, un horizonte limpio. Se sentía feliz, y casi envidiaba a Felipe la oportunidad que debía aprovechar. Pero se recordó que ella también intervendría. El juicio de Escobedo no le resultaría agradable; no imponía a los demás una prueba que la dejaba a ella incólume. Y se alegraría de recibir su castigo —y de pensar que era menos de lo que se merecía, quizá— si renovaba la cooperación entre España y el rey, el resurgimiento de la confianza mutua, que era tan deseada.

Lo había sorprendido más allá de la ira, del inútil refugio de las órdenes imperiales de guardar silencio. Había sorprendido todas sus ansias de rey. Su afirmación de que temía los juicios morales de su pueblo; su petición de lo que llamaba movimiento en el gobierno y permitir que sus súbditos compartieran la responsabilidad con él; su insinuación de que aparte de ella otros amigos suyos observaban sus métodos con angustia, los observaban y los criticaban, todo ello era apropiado, audaz y paralizante. Y se centraba en la sencilla y evidente respuesta de ella al asunto Escobedo.

El problema se extendía en toda su amplitud ante él, en la silenciosa habitación, monumental e intrincado.

Ana esperó, reflexionando sobre lo que acababa de decir. Al entrar Felipe en la habitación no sabía que le iba a decir todo lo que le había dicho. En los últimos años de su amistad, desde su regreso a Madrid, Ana solía considerar con desagrado ese reservado estilo de gobierno, incluso había hablado medio en broma de ello y, había pensado que algún día expondría abiertamente lo que pensaba, por mucho que se enfadara él. Desde la aparición del informe Escobedo aquel otoño había defendido de forma constante que debía aparecer ante la justicia. Felipe sabia que tal era su deseo, porque le había hecho llegar su opinión a través del cardenal, de Pazos y del mismo Pérez. Y siempre había tenido la intención de repetírsela a él, cara a cara, cuando se le presentara la oportunidad. Pero, mientras discutía con él, al ver la penosa indecisión a que una sola pregunta podía reducir al rey de España, percibió la conexión existente entre el asunto Escobedo y el futuro de su relación con su pueblo. De repente vio que podía hacer de ello su reconciliación con él.

Ana temía que el deleite que le produjo esa idea la hubiera vuelto incoherente, emocional y quizá más enérgica de lo que le convenía. Pero era demasiado tarde para evitarlo y sabia que lo que había dicho le había salido del corazón, por España y por Felipe.

Ya había hecho cuanto podía hacer y no le quedaba más que esperar.

Felipe avanzó, con sus andares lentos y rígidos, hasta la silla que había ocupado junto a la ventana. Una vez que se hubo sentado y Ana alcanzó a ver su rostro, éste le resultó indescifrable. Era un rostro neutro fatigado, cerrado a la expresión, como una mascarilla. No le sorprendía que sus secretarios juraran y se impacientaran bajo su yugo. Desde luego, podía resultar enigmático y cansado.

Cuando alzó los ojos hacia ella, que permanecía de pie, alta y grave, en el centro de la habitación, su tono azul brillaba con una curiosa luz.

—En lo que habéis dicho demostráis dotes de gobierno —dijo despacio.

«¿Es posible que vaya a ganar?», pensó Ana. Pero trató de no hacer visible lo que estaba pensando.

—Quizá hubierais sido una buena reina para España —añadió Felipe.

Con el fin de complacerlo y por tanto con la esperanza de ayudarlo a responder naturalmente a su súplica, admitió lo que dijo, aun siendo una desviación del tema, y por tanto peligrosa en alguien que con tanta frecuencia utilizaba las desviaciones.

—Una vez así lo pensé, Felipe, hace mucho tiempo.

El rey miró la habitación, cediendo un poco, como hacía antes a menudo, a su paz, al efecto benéfico que ejercía en él. Se le ocurrió que si pudiera quedarse allí, quedarse mucho tiempo allí, protegido por su presencia y su sosegado coraje, tal vez podría deshacer el enredo Escobedo, igual que otros, con su orientación; tal vez podría volver a empezar, como sugería ella, a gobernar al pueblo de la calle como uno de ellos y andar por las calles en su compañía. Si un hombre pudiera tener paz alguna vez y estar seguro de ser amado… En aquella habitación a veces le había suplicado que, cuando se encontrara envejecido, desvaído y fatigado como se encontraba ahora, lo recogiera y compasivamente le diera algo de la paz que reinaba donde vivía ella. Casi se lo había suplicado, él el rey de España, que no la había hecho suya cuando podía.

Pero otros pensamientos se abrieron paso en su mente, pensamientos como los que durante todo el invierno habían socavado su amor propio tanto que había tenido que crear una especie de falso rechazo y negación de su existencia. Pensamientos referentes al amor y a la licencia tomada allí por otro hombre, un hombre del pueblo, pensamientos de cómo había hecho el ridículo acudiendo allí como a un refugio que sólo fuera suyo; pensamientos del día de Carnaval, hacía dieciocho meses, en que se había sentado, inocente como un ciego, entre los dos, creyéndose casi su amante, casi su tentación, dándoles motivos para reírse de él juntos después, en sus momentos de placer astutamente robados. Dos amigos suyos, y una casi su amante, y ambos reconociéndolo como rey, como su gobernante. En aquella habitación con la que solía soñar. Los pensamientos que durante todo el invierno no podía aceptar, y luego negar, lo asaltaron como una potente y amarga marea.

Se llevó las manos al rostro y gimió en voz alta.

—¡Felipe! ¡Felipe! —gritó Ana alarmada, pensando que se sentía enfermo y corriendo a su lado.

—Esto no se puede tolerar —dijo—. ¡Marchaos! ¡Esto no se puede tolerar!

—¿Qué es lo que no se puede tolerar?

Dejó de gemir y apartó las manos del rostro.

—Ana —dijo—, me habéis hecho sufrir. Me habéis hecho sufrir como ningún hombre debería sufrir.

Ana apenas pudo contener una sonrisa. E incluso le pasó por la cabeza decir que parecía que su propia autocompasión lo hacía sufrir como ningún hombre debería sufrir. Pero fue directa al grano.

—¿Queréis decir que os ha disgustado saber que tengo un amante?

El rey la miró como si pensara que estaba un poco loca.

—Escogéis muy hábilmente las palabras —dijo—. ¿Disgustado? No he podido siquiera hablaros. He recibido un duro golpe, y sentido un gran dolor.

—Lo comprendo, Felipe. No es nada edificante. A veces también a mí me produce pena y dolor.

—Lo ha socavado todo —dijo—. Ha envenenado todos nuestros años de… de amor.

Ella no quiso hacer ningún comentario al escuchar la palabra «amor», medio divertida y medio exasperada por el uso que hacía de ella.

—¿Es eso cierto? —preguntó de repente, en tono agudo y brusco.

—Sí —repuso ella—, es cierto.

—¿Y es todavía así?

—Sí —contestó Ana, algo sorprendida.

—Pero ¿podríais renunciar a ello? —prosiguió él con la misma aspereza.

—No comprendo exactamente lo que queréis decir, Felipe. Ni con qué derecho me preguntáis estas cosas. De todas formas… —se encogió de hombros—, naturalmente que podría renunciar a ello. Y naturalmente uno de los dos se cansará o morirá antes que el otro.

Ana se retiró a la ventana, ofendida por aquel interrogatorio.

—He venido a daros esto —dijo Felipe.

La princesa se volvió. Felipe sostenía con ambas manos el paquete sellado, y lo miraba como si pudiera herirlo o envenenarlo.

—¿Qué es eso, Felipe?

—Son unas cartas vuestras, dirigidas a Antonio Pérez.

Ana permaneció en pie mirándolo asombrada.

—¿De dónde las habéis sacado?

—Mateo Vázquez consideró su deber ponerlas a mi disposición para que yo creyera lo que era incapaz de creer.

Ana se apoyó en la ventana y se llevó la mano derecha al ojo dañado. Estaba tan alterada y tan pálida que Felipe pensó durante un momento que se iba a desmayar.

—No, no —dijo en voz baja—. No habéis podido hacer eso, Felipe. Mateo Vázquez sí, claro…, pero vos, Felipe.

Le era imposible mirarlo. Permaneció donde estaba, apoyada contra la ventana.

—Tengo derecho… —comenzó a decir Felipe.

—No tenéis ni el más mínimo derecho —dijo ella fatigosamente— a robar y leer las cartas de otra persona.

—Como jefe de Estado…

—No, no. Callad. —De repente se incorporó y habló con voz vibrante—. ¿Quién está hablando de derechos y de jefes de Estado? Vos atentáis contra los sentimientos, los sentimientos que yo siempre he creído que existían entre vos y yo, la certeza de algo verdadero a lo cual yo siempre podría apelar en vos, la buena voluntad que siempre ha habido entre nosotros. —Hizo una pausa y volvió a mostrarse decaída—. Pero ahora… ¡Qué torpe, torpe imbécil!

—Sí, soy torpe —dijo Felipe con voz ligeramente temblorosa—, pero dejadme hablar. No he robado ninguna carta, ni las he mandado robar, ni siquiera me ha pasado por la cabeza. El celo de Mateo Vázquez lo llevó a hacerlo, sin que nadie se lo mandara. Cuando me entregó las cartas y me dijo lo que eran, le pedí que me las diera. Desde entonces no ha vuelto a oír nada de ellas ni las ha vuelto a ver.

Ana estaba furiosa y apenas podía tolerar sus explicaciones. Sin embargo, lo escuchó porque el ligero temblor de la voz de Felipe era como una súplica, lo mismo que el golpeteo de sus dedos sobre el paquete sellado.

—Me asombró que me las diera, pero, claro está, él no sabía lo que hacía, especialmente a mí —prosiguió Felipe—. Yo me quedé anonadado al tener unas cartas vuestras en las manos dirigidas a otro hombre. Las guardé bajo llave y decidí no leerlas. Pero sabia que deseaba leerlas. Creo que una parte de mí estaba decidida. Las sacaba a menudo y las cogía y trataba de leerlas, pero, Ana, no podía. No sé muy bien por qué. Creo que tenía miedo del dolor, del terrible dolor que me iban a causar.

Por fin la miró; tenía los ojos inundados de lágrimas, que le corrían también por las mejillas.

—Cogedlas —dijo y le alargó el paquete.

Ana se acercó y se arrodilló como si lo recibiera ceremonialmente para coger el paquetito.

Le besó la mano.

—Gracias —dijo—. Y perdonadme.

Felipe posó la mano sobre su cabeza.

—Eso es mucho pedir.

Ana se levantó. Estaba demasiado cansada para captar el significado, y también le daba demasiada pena Felipe. Ya se habían dicho suficientes cosas por el momento. Se había roto el hielo del invierno; volvería a verlo. Se sentía satisfecha y esperanzada.

Felipe se secó las lágrimas.

—Ha sido para mí un privilegio ver llorar al rey —dijo Ana.

—Vuestro privilegio es todavía mayor —respondió él— porque pocas veces lloro y la mayoría de ellas es por vos.

—¡Felipe!

—Creo que debería estar ya en la sala de embajadores del Alcázar. Me parece que nadie sabe que estoy aquí.

—Bueno, pronto lo sabrán porque yo voy a pregonarlo. Y puesto que habéis regresado, ¿vendréis más a menudo?

El rey contempló la habitación.

—No lo sé. Antes me gustaba muchísimo venir…

—Aquí todo sigue igual, Felipe.

Felipe se levantó y Ana hizo sonar la campanilla de plata.

Inmediatamente llegaron los criados, que abrieron las puertas para que pasara el rey.

Ana se arrodilló de nuevo y le besó la mano ceremoniosamente.

—Adiós, princesa —dijo Felipe y a continuación se volvió y abandonó la habitación.