CAPÍTULO SEXTO
(28 de Julio de 1579)
Pasaron los días, tórridos y sosegados.
Felipe no regresó, pero Ana se enteró por Antonio de que había ido a pasar una semana a Aranjuez y que regresaría a Madrid antes de que finalizara el mes.
Antonio se tranquilizó un poco, como esperaba Ana, cuando le relató la visita que le había hecho el rey. La noticia lo sorprendió y le hizo reflexionar sobre las posibles intenciones de Felipe.
—Pero supongo que para él la entrevista fue a la vez emocional y poco comprometida.
—Fue emocional para los dos, y yo me comprometí en todo momento.
—Ay, ojalá hubiera sido un ratón escondido debajo de vuestra silla. Pero son los sentimientos de Felipe los que lo hacen peligroso. En la política y en la vida en general he observado que mientras se puede hacer que mantenga más o menos la serenidad frente a un problema, razona excepcionalmente bien y con justicia, y se ocupa de ello con cordura, previsión, honestidad y consecuencia. Pero si se disparan sus sentimientos, si sospecha que su persona, su prestigio, su identidad interior, están relacionados con el asunto, comienzan las complicaciones. Entonces es cuando hay que tener en cuenta que no lo conocemos en absoluto, que nos movemos a través de la selva virgen. —Se echó a reír—. Y el problema es que Felipe también. Si averiguara, simplemente para su propia orientación, qué hay en esa selva y qué quiere encontrar en ella… —Comenzó a pasearse por la habitación—. No, Ana, el que vos os encontréis involucrada en este escándalo lo ha convertido en una tormenta emocional para él, y, cuando eso ocurre, es imposible prever su reacción. De todas formas, creo que es buena señal que tuviera la fuerza suficiente para venir a hablar con vos.
—Es buena señal que me trajera las cartas.
—Hmmm. Puede ser. Pero eso y que no las haya leído demuestra emoción, mucha emoción. Ya veremos. Estos días está siendo muy cariñoso, paternal y conciliatorio conmigo. Sigue diciendo que en sus manos estoy a salvo y que él solucionará todas mis quejas de conformidad con la voluntad de Dios.
Ana sonrió.
—No confiáis en él cuando recurre a la voluntad de Dios, ¿verdad?
—¿Y vos?
—No. No me gusta.
—Y ahora sé con seguridad que el viejo cardenal Granvela ha desembarcado en Cartagena. Seguro que será recibido en el Alcázar este mismo mes.
—No veo que tengáis nada que temer en el retorno de ese anciano. Al fin y al cabo, si Felipe va a dirigir la anexión de Portugal en persona, probablemente sólo desea disponer de un respetable regente de edad que dejar en Madrid.
—Sí, es muy posible. Entretanto me hace trabajar hasta el agotamiento y se niega en redondo a disponer mi cese. Pero yo me voy a llevar a mi familia y mis posesiones a Aragón el mes que viene. Desde allí podré ocuparme del asunto con facilidad y estaré mucho más seguro.
Ana no hablaba de todo esto con nadie. Ninguno de sus amigos de verdad estaba en Madrid y sentía deseos de marchar a Pastrana.
—Creo que cuando el rey regrese de Aranjuez le preguntaré si puedo volver a verlo —le dijo a Bernardina—. Quiero verlo, y cuando lo haya visto nos iremos a Pastrana. Me gustaría llegar antes del primero de agosto.
Así pues, Bernardina inició los preparativos para el regreso al campo.
—Se habla mucho de la reanudación de las visitas de Su Majestad —le dijo a Ana.
—¿De verdad? Y ¿qué dicen?
—Cosas. Muchas cosas que no deberían decir, podéis estar segura, pero, naturalmente, a mí no me llega mucho. Algunos dicen que es bueno. Otros dicen que es un escándalo, con todas las demás habladurías.
Ana se echó a reír.
—Bernardina, diles por mí que siempre es bueno que los amigos sean amigos.
Bernardina la miró inquisitivamente.
—Estarían de acuerdo con vos, lo mismo que yo. Pero siempre es bueno saber lo que se entiende por «amigos».
Ana estaba cansada de Madrid. Cosía, les escribía cartas a los niños, atendía sus asuntos, leía, charlaba con Bernardina, y al anochecer, cuando llegaba el fresco, echaba de menos los campos de Pastrana y sus paseos a caballo, y obligaba a la perezosa dueña a andar con ella por las calles, algunas veces hacia el bosque del Retiro, otras hasta San Isidro, o a lo largo del Manzanares.
Los domingos y fiestas de guardar oía misa en Santa María de la Almudena o en su propia capilla; a veces también asistía a las vísperas y leía el libro de oraciones con dedicación. Pero no se confesaba ni tomaba la sagrada comunión. Aquel estado anímico intermedio, aquel vivir en pecado mientras se negaba a ser apartada como una pecadora, la martirizaba.
Por ello pensaba con particular melancolía en Pastrana. Lejos de Antonio, a salvo de su incapacidad de cortar con él en aquellos momentos difíciles, lejos de la atractiva tenacidad de su pasión y de la tentación que seguía representando para ella, inalterada por cada rendición, podría enfrentarse mucho mejor a toda la magnitud de su pecado mortal e intentar tomar la decisión de arrepentimiento y abstinencia que era tan necesaria para una parte de su espíritu como rechazada diariamente por el resto.
No olvidó su último encuentro con Juan de Escobedo. Antonio pensaba, satisfecho, que lo había olvidado y que sólo lo recordaba en algún instante de inquietud superficial por un momento desafortunado. Y nunca hablaban de ello. Ana dormía ahora en un dormitorio distinto de su casa de Madrid. Él sospechaba que cuando hizo ese cambio tenía la intención de que no la visitara nunca allí, pero no había hecho ningún comentario ni había preguntado nada. Ella se lo agradecía y se despreciaba a sí misma por haberse comportado tan melodramáticamente cambiando de habitación y a la vez con tanta debilidad que no había podido completar el melodrama. Sin embargo, a menudo permanecía despierta en la nueva cama a la que la había conducido Juan de Escobedo y se enfrentaba a él con una mente libre y honesta. «Comprendí lo que dijisteis —le decía—. Estaba de acuerdo con vos y os había perdonado antes de que empezarais Porque comparto vuestro aspecto de locura, de exageración. Estoy de acuerdo con la locura y la exageración. Podría haber sido una fanática, pero me casaron joven con un escéptico. Y nunca he escapado de la educación que me dio. Sin embargo, sé, por instinto, que tenéis razón. Pero yo no os hubiera matado por ello, creedme. Vuestra muerte es una cosa entre vos y él, y hubierais muerto de todos modos, porque el rey deseaba que murierais No me persigáis, no es necesario. Lo recuerdo, y además creo que no necesitaba vuestra advertencia. La comprendí muy bien. Yo misma hubiera podido pronunciar vuestras palabras. A lo único que me opongo es a vuestra simplificación. Porque no es solamente lo que lo llamasteis Es eso y es más, y es menos. De todas formas, comprendí lo que queríais decir. Creedme, creedme, no hacía falta que murierais por eso».
Pero Antonio continuaba siendo su amante. Y Ana continuaba hallando placer en ello; sin embargo, continuaba deseando Pastrana y su soledad; y continuaba rezando y deseando poder rezar con un corazón arrepentido. «Cuando se vaya a Aragón —se dijo— todo terminará». Sin embargo, no debía marcharse a Aragón porque ello significaba el fin de su vida y de su carrera, y constituiría una amarga injusticia por parte del rey, a quien había servido con toda minuciosidad. «Espera, espera —le decía medio avergonzada a su inquieta alma—. Primero debemos salvarlo a él, o al menos serle fieles cuando otros lo abandonan. Luego ya nos ocuparemos de nuestra salvación».
Una noche de fines de julio llegó en sus paseos al extremo sur de la ciudad, cometiendo una imprudencia al decir de Bernardina. Hacía un anoche muy hermosa e incluso soplaba un ligero vientecillo del oeste. Ana paseaba complacida entre la muchedumbre. La plaza de los Moros y la de la Cebada estaban muy animadas por la noche y Bernardina refunfuñó por el peligro en que según ella se encontraban y por la insensatez de que la princesa de Éboli se dejara ver en aquel barrio después de la puesta del sol. Ana no se sentía en peligro entre su propia gente y se rió de las amonestaciones de la exagerada andaluza. No podía decir que no las reconocerían porque suponía que era la única mujer en Madrid que llevaba un parche negro en el ojo, pero Bernardina no debía señalarlo. Así pues, prosiguieron el paseo a voluntad de Ana, pasaron incluso junto al mercado del Rastro y bajaron hasta el camino de Toledo, donde acampaban los gitanos y cantaban durante toda la noche.
Ana prestaba atención y miraba a su alrededor. Madrid podía ser nuevo y un accidente innecesario, pero estaba surgiendo del mismo corazón de España, de modo que era posible tenerle cierto cariño. «Qué animados y reales somos —pensó—, fuera de los solemnes monasterios y de los palacios ducales. Ay, Felipe, seguid mi consejo. Regresad y gobernadnos según las normas de nuestra vida».
Le agradaban los cantos de los gitanos.
—A Anichu le gustaría escuchar a ese chico —dijo.
—Dios mío, no digáis tonterías —repuso Bernardina—. ¿No sabéis que en esta época del año cantan flamenco toda la noche en la plaza de Pastrana?
—Es cierto. Lo recuerdo. Esta noche tengo que contestar la carta de Anichu.
—Bueno, pues vámonos a casa, por Dios —dijo Bernardina, volviéndose implacablemente hacia el norte.
Ana la siguió riendo.
—No sé por qué fingís que os agrada la vida de la ciudad, Berni —dijo—. Cada vez que os saco a verla, la vida de verdad, como aquí, no paráis de refunfuñar hasta que estáis otra vez en casa con todos los cerrojos echados.
—Me gusta la vida de la ciudad en las calles respetables y cuando veo donde piso —dijo Bernardina.
—Bueno, dejémoslo, pronto estaréis a salvo en Pastrana. El rey ya ha vuelto de Aranjuez. Regresó ayer. Mañana le escribiré para pedirle audiencia. Nos iremos a Pastrana el día uno… ¿A cuántos estamos?
—Hoy es el veintiocho —contestó Bernardina.
—Nos quedan tres días. Creo que le diré a Anichu que nos espere el día uno. ¿De verdad tenemos que regresar tan pronto Bernardina?
Pero Bernardina, que siempre remoloneaba en los paseos, abría la marcha al regreso y cogía todos los atajos. Ahora andaba a paso ligero por la calle de Segovia. Cuando volvieron la esquina de la plaza del Cordón, Ana levantó la vista para mirar el gran palacio de Antonio. «Cómo le debe disgustar perderlo —pensó—, pues él solo levantó todo lo que representa con su inteligencia y entusiasmo». El edificio estaba oscuro, como si se hallara cerrado, lo cual era absurdo, pensó. Aquella noche no iba a ver a Antonio. Había dispuesto marcharse pronto del Alcázar para dedicar la tarde a ordenar y embalar sus documentos particulares. Estaba decidido a retirarse a Aragón en cuanto Granvela llegara a Madrid.
Ana sonrió mirando la casa y pensó en él con cariño, atareado allí dentro, concentrado, sin pensar en absoluto en ella. Al día siguiente se reina cuando se enterara de que Ana había rondado su puerta poco antes de la medianoche.
—Vamos —dijo Bernardina—. Si me permitís decirlo, éste no es sitio para que os detengáis.
—Vos habéis escogido la ruta, no yo.
Cuando regresó a la sala larga encontró una carta de él.
«Me hubiera gustado tener aunque sólo fuera tres minutos para veros hoy. Mañana está todavía muy lejos. Percibo una cierta tensión en el aire, cierta ansiedad. Supongo que es mi decisión de marcharme a Aragón lo que exacerba mí sensibilidad. Es una tontería porque creo que el rey me considera esencial para él y haciendo esto lo obligaré a descubrir su juego. De todos modos, Juana y los niños estarán así más seguros. Con todo, me encuentro sobreexcitado. Creo que la visita que os hizo el rey me ha asustado. No sé explicar por qué, y probablemente no significa nada. Desde su regreso de Aranjuez, donde según me ha contado las rosas son como un milagro de Nuestra Señora y las higueras nuevas se inclinan prometedoras, está todavía más amable que hace diez días. Durante estos dos días no hemos hablado de mi cese en el servicio, a mí no me gusta discutir, pero estoy seguro de que su comportamiento ha sido calculado para calmar mi impaciencia. Hoy ha hecho un comentario general sobre la confianza que debo tener en él. "Tenéis que confiar en mí. Si no, ¿en quién vais a confiar?" Luego, cuando salía de su despacho, ha hecho una cosa bastante extraña. Me ha hablado de vos. No os ha relacionado con nuestras desavenencias y ha sido totalmente discreto, pero ha pronunciado vuestro nombre. Ha dicho que suponía que la princesa de Éboli todavía se encontraba en Madrid y me ha preguntado si sabia cuándo pensaba irse a Pastrana. Yo le he contestado que su suposición era acertada y que creía que la princesa se marcharía al campo el primero de agosto. Eso ha sido todo. Pero que me hablara de vos es muy importante. En realidad no sé qué significa. Con lo que he tardado en escribir esto podía haber cruzado la calle para veros y haber vuelto; eso hubiera sido mucho mejor que lo que he hecho. Bien, buenas noches, princesa. Cuidaos hasta que llegue nuestro próximo encuentro. A».
Ana dobló la carta y la dejó a un lado con la intención de volverla a leer más tarde. Ella también sentía una cierta tensión en el corazón aquella noche, de modo que agradeció la carta y la frescura de sus sentimientos. «Siempre puede llegar a mí con esa vitalidad que tiene —pensó con la mano encima del papel doblado—, ese poder que tiene para comunicar lo que siente sin protestar nunca».
—Bernardina, cenemos aquí las dos. Que no venga ningún criado a enredar. Vos misma podéis traer algo.
Bernardina sonrió. Le gustaba mucho cenar a solas con Ana informalmente, y Ana lo sugería a menudo.
—Mientras lo preparáis voy a escribir a Anichu.
Pese a que todas las velas estaban encendidas, no quería que se corrieran las cortinas. Los insectos revoloteaban por la habitación y Bernardina dijo que no tardarían en entrar los murciélagos, pero Ana no le hizo caso y se dirigió al escritorio a buscar la última carta de Anichu.
«… ayer pasamos la tarde con la hermana Josefa, viendo cómo se ocupaba de las abejas. Fernán dijo que le daban un poco de miedo. La hermana Josefa es mi franciscana preferida. Hoy, en el catecismo, Juliana —ya sabéis, Juliana la de la zapatería, no la del doctor Juan— no ha sabido responder nada sobre la unidad y la trinidad. Y tiene siete años. Don Diego dice que podré hacer la primera confesión antes de Adviento. ¿Dijo el rey que vendría a Pastrana? Hace mucho que no lo vemos. Fernando y yo nos acordamos de cuando vino. Fernando dice que era la primera vez que yo lo veía. Ruy estudia griego constantemente. Anoche habló en griego mientras cenábamos. A mí no me gustó mucho. ¿Está bien Bernardina? Espero que sí. Y espero que vos también estéis bien. ¿Cuándo vendréis? A veces quito el polvo de vuestra sala con Paca, cuando tengo tiempo. Venid pronto. Pronto escribiré al rey si decís que debo hacerlo. Fernán dice que él también. Es una carta muy larga y ahora tengo que estudiar geografía Vuestra hija que os quiere. Anichu».
Ana afiló una pluma.
«Querida Anichu: Me ha gustado mucho tu larga carta. Ésta no será tan larga porque no vale la pena escribir tanto sabiendo que estaré en casa casi a la vez que la recibas. Llegaré dentro de unos tres días, chiquita. Díselo a los demás. No quiero que hagas la primera confesión todavía, perdóname por entrometerme. Espera al menos hasta que tengas seis años. Ya hablaremos con don Diego cuando llegue. Escríbele al rey si quieres. Estará muy contento. Aquí llega Bernardina con la cena. Estoy segura de que te manda un beso. Ya terminaré la carta después de cenar, hijita…».
Bernardina dejó la bandeja sobre la mesa que había junto a la ventana.
—Vamos a cenar —dijo—. Tengo apetito, después de tanto andar.
Ana se acercó a la mesa y empezaron a cenar. Bernardina sirvió el vino.
—¡Está rico tan fresco! —dijo Ana después de tomar un sorbo.
—¿Le habéis dado recuerdos míos a Anichu?
—Sí. Todavía no he terminado la carta. Y le he dicho, aunque sé que se va a disgustar mucho, que no quiero que haga la primera confesión todavía.
—¡Claro que no! ¡El viejo Diego! ¡Menudas tonterías!
—¡La primera confesión de Anichu! —dijo Ana suavemente—. ¡Vaya pecados! Pobre niña.
—La mimáis demasiado —comentó Bernardina.
—¿Y cómo no la voy a mimar si es una criatura deliciosa? O eso me parece a mí.
—Sí, es buena niña.
En el reloj de Santa María de la Almudena sonó la una. Dieron cuenta de una buena cena en tanto charlaban o no, según les apetecía.
—Tengo ganas de regresar a Pastrana —dijo Ana.
De repente oyeron unos fuertes pasos en el pasillo y unas voces que parecían discutir.
Las dos se miraron intrigadas.
—Algún lacayo debe de andar borracho —dijo Ana.
En tanto hablaba se abrió violentamente la puerta del extremo más alejado de la habitación. Vio cómo dos criados eran empujados a un lado mientras tres hombres armados penetraban en la estancia.
Se detuvieron junto a la entrada.
Ana miró detrás de ellos a los alterados criados que se habían quedado fuera.
—Está bien, Esteban —dijo—. ¿Queréis cerrar la puerta, por favor?
Se cerró la puerta.
Ana reconoció al jefe de los tres soldados. Era don Rodrigo Manuel, capitán de la guardia del rey. Era amigo de Mateo Vázquez y durante la primavera había ido a verla en una de aquellas absurdas embajadas para solicitar su amistad. Supuso que se trataba de algo parecido, pero iniciado con menos tino.
Se levantó de la mesa pero le indicó a Bernardina que permaneciera sentada.
—Continuad cenando. No tenemos por qué molestaros.
Bernardina estaba muy alterada, pero obedeció los deseos de Ana y permaneció donde estaba.
Don Rodrigo y sus hombres saludaron a Ana con cortesía.
—Sorprendente entrada, don Rodrigo —dijo—. Ligeramente más sorprendente e inoportuna que la última. Supongo que venís con el mismo recado que la vez anterior, pero ¿por qué entráis armado y con tanto alboroto en mi tranquila casa?
Rodrigo volvió a inclinarse ante ella.
—Le suplicó a Su Alteza que me perdone por la molestia; vuestros criados, como es natural, pusieron en duda mi derecho a entrar sin anunciarme. Sin embargo, es mi deber hacerlo.
—¿Vuestro deber?
Fue Bernardina la que habló. Por el aspecto pomposo, avergonzado y excesivamente militar de los tres hombres, y por las habladurías que había oído, comprendió mucho antes que la inocente y arrogante Ana el propósito de la visita. Y la palabra «deber» hizo que se le encendiera una luz que le fulminó el corazón.
Don Rodrigo la miró. Ella se había situado junto a Ana. El soldado hizo una reverencia pero en esta ocasión menos ceremoniosa.
—Sí, señora, mi deber.
Ana se echó a reír.
—Esto sí que tiene gracia —dijo Ana—. ¿Cómo puede mi aversión por Mateo Vázquez influir en vuestro deber, don Rodrigo?
—Su Alteza, no vengo en nombre de Mateo Vázquez. Vengo como capitán de la guardia del rey. Vengo por orden de Su Majestad para hacerme cargo de vos. Ana lo miró como si todavía encontrara graciosa su presencia, pero casi al instante su rostro adoptó una expresión grave y neutra. Si estaba sorprendida, si lo que había dicho la había dejado perpleja, Bernardina, que la observaba con dolorosa atención no vio ninguna de las dos cosas. Simplemente le pareció que el rostro pasaba de la diversión a la neutralidad. Y así enmascarado, ese rostro se volvió del capitán de la guardia a ella.
—¿He oído bien, Bernardina? —Su voz todavía denotaba diversión a diferencia de su rostro—. Entonces supongo que lo siguiente es pedir la orden del rey.
Don Rodrigo dio un paso adelante y con otra reverencia le presentó un pergamino enrollado.
Ana la cogió y lo miró. Ni siquiera lo desenrolló.
—La orden del rey —dijo en voz baja.
Don Rodrigo lo cogió y lo desenrolló. Señaló las primeras líneas, donde Bernardina y ella vieron sus nombres, y luego el último párrafo y la firma del rey.
—De Felipe para mí —dijo Ana.
El silencio se abatió sobre la sala.
—Bueno, Bernardina, vos sois una persona práctica. Cuando ocurre esto, ¿qué hay que hacer?
Bernardina perdió los estribos.
Le arrancó el pergamino de las manos y lo lanzó al otro lado de la habitación.
—¡Protestar! —gritó—. ¡Despertar a la ciudad! ¡Llamar inmediatamente al alcalde!
Ana la miró con admiración.
—Muy buena idea —dijo—. ¿Cómo podemos llamarlo?
Don Rodrigo sonrió y uno de sus ayudantes recogió el pergamino.
—No haréis nada parecido, señora —le dijo a Bernardina—. Preparad una bolsa con lo imprescindible para esta dama y lo antes posible nos iremos de esta casa.
—¿Adónde? —preguntó Ana todavía medio aturdida.
—Tengo instrucciones de llevaros esta noche a la Torre de Pinto.
—¿Dónde está la Torre de Pinto?
—A unas cuatro leguas de Madrid, Alteza. En el camino de Aranjuez.
En el camino de Aranjuez. Pero Fernando acababa de regresar de allí. Ana conocía el camino de Aranjuez. Durante la época en que Isabel era reina iban juntas con frecuencia a Aranjuez. A Isabel le gustaba mucho, y a Felipe también. Plantaba sus olmos ingleses y sus rosas inglesas. Recordaba la cascada, y a la hijita de Isabel jugando entre las fuentes.
—Debería saberlo —dijo—. Conozco el camino. Pero ¿por qué se me conduce allí? —preguntó confusa.
—¿Por qué? —preguntó Bernardina con mucha más energía—. ¿Qué es esta farsa? ¿Qué es este absurdo?
Don Rodrigo volvió a desenrollar el pergamino y se lo acercó a Ana. En tanto lo sostenía para que Bernardina lo viera también, leyó en voz alta un ampuloso fragmento en prosa. Porque Ana de Mendoza y de la Cerda —se daban entonces todos sus títulos— estaba en la actualidad incapacitada para gobernar sus propiedades y por tanto estaba perjudicando en gran medida a sus hijos, porque además corría el peligro de convertirse en incitadora al desorden público y constituía una amenaza a la paz general, y finalmente, por su propio bien y seguridad, era necesario confinaría en un lugar aislado del mundo a la espera de la decisión real y la modificación de la dirección de sus asuntos que protegiera los intereses de su familia y los de ella misma.
Las frases eran largas y vagas. No se hacía acusación alguna, todo era difuso y carecía de base legal. Ana escuchó sorprendida y sintió lástima por el experimentado oficial que tenía que leer en voz alta tonterías para justificar una acción tan concreta. Pero los sellos y la firma de Felipe estaban en los lugares adecuados. La orden había sido emitida en el Alcázar y llevaba fecha del 28 de julio de 1579.
«Hoy —pensó Ana, mirando la palabra "Felipe"—. Hoy. El día en que ha sido capaz de pronunciar mi nombre ante Antonio». Se volvió hacia el escritorio, sobre el cual descansaba la carta de Antonio. Felipe había hablado sobre la confianza. «Debéis confiar en mí. Si no ¿en quién vais a confiar?». La casa de Pérez estaba oscura como si ya no viviera nadie en ella, hacía una hora, cuando pasó por delante. «Pues no llegará a Aragón», pensó Ana.
—Gracias —le dijo a don Rodrigo, que seguía leyendo—. Con eso basta. Lo entiendo. Y os pido disculpas por haber obligado a un hombre que conoce las leyes españolas a leer en voz alta esa sarta de tonterías en nombre de esas leyes.
Bernardina agarró el documento y lo extendió sobre una mesa para leerlo ella misma.
—Aquí no hay ninguna acusación —dijo—. No se puede arrestar a nadie sin acusación.
—Esto no es exactamente un arresto —dijo don Rodrigo, incómodo—. Es una medida de seguridad, dirigida fundamentalmente al beneficio de la propia princesa.
Ana sonrió.
—¿Habéis hecho alguna detención esta noche, don Rodrigo?
Éste miró a Ana con prevención.
—No, Alteza, no he hecho ninguna.
—¿No? Pero habrá otros oficiales en el Alcázar que podrían tener una misión como ésta.
—Alteza, lamento deciros que responder preguntas que no vienen al caso no está dentro de mi deber.
Bernardina apartó de sí el documento.
—No hay ninguna acusación —dijo—. No podéis arrestarla con esto. Voy a bajar, a decirle a Diego que vaya a buscar al alcalde y a sus hombres.
Se dirigió a toda prisa hacia la puerta, pero uno de los soldados jóvenes le interceptó el paso. Don Rodrigo estuvo a punto de echarse a reír.
—Señora, ¿de veras creéis que hacemos las cosas con tanto descuido? —preguntó—. Todos vuestros criados están custodiados abajo, y nadie puede abandonar esta casa bajo ningún pretexto. Estamos aquí por encargo del rey. Os ruego que os comportéis con seriedad.
—Lo intentaremos —dijo Ana—, pero vos lo hacéis difícil. Bernadina, venid aquí; sentaos un minuto. —La arrastró hasta sentaría junto a ella en un sofá—. Me da la impresión que de momento he de someterme a esta extraordinaria farsa. Al fin y al cabo, no puedo hacer que toda la casa pase a cuchillo. Pero no permaneceré mucho tiempo en esa… ¿Adónde decís que me llevéis, don Rodrigo?
—A la Torre de Pinto, Alteza.
—Ah, Torre de Pinto. Parece un lugar ridículo, por el nombre. Felipe no puede hacerle esto a la gente, y se enterará por fin. No os preocupéis, Bernardina. Id a prepararme las cosas, por favor.
Bernardina se obstinó un momento más, pero luego se levantó.
—Supongamos que no se puede hacer otra cosa —dijo—, pero es un abuso intolerable. Me gustaría estrangular a esos tres —dijo con firmeza.
Los soldados permanecieron impasibles.
—No podríais, Berni —dijo Ana—. Id a preparar las cosas, por favor.
—Muy bien, pero tardaré un poco —repuso amenazadoramente—. Voy a preparar las cosas de las dos.
—Mis instrucciones sólo se refieren a la princesa de Éboli —dijo don Rodrigo.
—En presencia de la princesa no os voy a decir lo que pienso de vuestras instrucciones —dijo Bernardina—. Solamente os digo que yo también voy a esa Torre de Chinche.
—Y yo os digo, señora, que no podéis.
—¡Berni, no! ¿De qué serviría? De momento estamos en sus manos. Pero no será así por mucho tiempo, lo prometo. Y entretanto sois necesaria aquí. Si os quedáis me seréis de gran ayuda.
—Pero no podéis iros con ellos así, sola.
—La princesa dispondrá en Pinto del servicio femenino adecuado —dijo don Rodrigo.
—Claro, un servicio estupendo, seguro —dijo Bernardina—. Pero entretanto, ¿qué va a impedir que estos rufianes os torturen u os asesinen?
—No debéis insultarlos, Berni. Y, suponiendo que me asesinaran, sería mejor que vos siguierais viva, por Ferrán y Anichu.
Bernardina la miró despavorida un instante.
—¡Ah! ¡Esos dos! ¡Sí! —A continuación se postró de rodillas ante Ana y se echó a llorar abrazándola—. Pero no puedo dejaros marchar así en la oscuridad, de noche. Tengo que hacer algo por vos, es mi deber hacerlo. Ay, querida, querida chiquita, no vayáis. No aceptéis ese absurdo pedazo de papel. Sois una Mendoza, una grande de España. Tenéis todos los duques y todo el pueblo de vuestro lado. Decidles a esos necios que se vayan a casa, Ana. Decidles que no metan las narices en cosas que no entienden.
Siguió despotricando pero con coraje y coherencia.
—Ojalá pudiera hacer lo que decís —repuso Ana—. Creo que es lo justo, pero todos esos duques están dispersos por España y profundamente dormidos en la cama, supongo. Incluso mi hijo Rodrigo está en Santander esta noche. Y aunque estuvieran en Madrid y despiertos, ¿cómo íbamos a comunicarnos con ellos, Berni? No, de momento debemos hacer lo que dice don Rodrigo. Ayudadme, por favor. Dejad de llorar, querida Berni. Así, así. ¿Estáis ya más calmada?
Bernardina se puso en pie, sorbiendo por la nariz y con los ojos enrojecidos, pero dueña ya de sí misma.
—Si no fuera por los niños, no permitiría nunca que esto sucediera, pero debemos procurar por ellos, supongo. Voy a preparar vuestras cosas, chiquita —dijo, y al pronunciar la última palabra volvió a temblarle la voz.
Uno de los soldados le abrió la puerta.
—Acompañad a la señora al vestidor de la princesa —le indicó don Rodrigo—. No os apartéis de ella y comprobad que se cumplen mis órdenes. Sólo puede llevarse lo imprescindible.
Bernardina lanzó una mirada feroz.
—Daos toda la prisa que podáis, Berni —le dijo Ana.
Bernardina salió precipitadamente de la habitación y Ana, en tanto la observaba, supuso apenada que estaba llorando de nuevo.
Se volvió hacia su escritorio.
—¿Puedo llevarme unas cartas? —le preguntó al capitán.
Él pareció indeciso.
—Supongo que sí. No tengo instrucciones al respecto.
—Gracias. ¿Os apetece a vos y a vuestro teniente un vaso de vino? Y sentaos, por favor. —Señaló la bandeja de botellas y vasos.
Los hombres demostraron su agradecimiento algo incómodos.
Ana les volvió la espalda y se sentó ante el escritorio.
Ya no podría terminar la carta a Anichu. La miró con miedo. No podría escribir en aquella carta que había sido arrestada como un malhechor cualquiera… por el rey, el rey tan querido para Anichu, a quien iba a escribir pronto. Cogió el papel que había escrito para romperlo pero volvió a dejarlo. La niña se alegraría de leerlo y Bernardina podía hacérselo llegar, después de explicarle por qué no estaba terminada. Y ¿cómo se lo explicaría?
Ana abrió una pesada caja taraceada, con herrajes de metal y cerrada con llave. En su interior había unos cuantos tesoros medio olvidados. Comenzó a añadir unas cuantas cosas, con descuido y medio ausente. La carta de Anichu, el sello de Ruy, un retrato en miniatura de su madre, la carta de Antonio que había recibido ese día. Miró con indiferencia por el escritorio. «Supongo que debo llevarme esto; no sé si echaré de menos aquello. Más vale que meta unas cuantas cosas para no sentirme tan sola. La Torre de Pinto. Parece realmente que fuera a la cárcel. Creo que los Arévalo tenían una residencia de caza en Pinto. Voy a la cárcel, Antón. ¿Vais vos también?».
Se apoyó en el codo con los dedos contra el parche. Permaneció inmóvil escuchando los sonidos de la noche. Pensó que si lo que parecía que estaba ocurriendo ocurría de verdad, que era cierto que un tirano la arrestaba sin ninguna acusación, entonces podía suceder cualquier cosa. «Tal vez no regresaré; tal vez no me volveré a sentar nunca aquí; la muerte puede estar cerca, de mí y de él. De él no puede ser; no puede morir todavía».
El dulce olor de las rosas que tenía sobre la mesa le produjo una sensación de cansancio. Oía los cautelosos movimientos de sus guardianes, que trataban de hacer poco ruido con los vasos y los tintineantes pertrechos; oía los familiares ruidos de Madrid, y el más claro —como siempre de madrugada— la voz de un hombre joven cantando. Pensó en los niños que estaban en Pastrana dormidos. Dormidos. «Ay, Anichu, pequeña».
«Supongo que debo llevarme unas plumas y tinta. ¿O pensará Bernardina en ello? ¿O me las darán allí? —Sonrió ante el absurdo de que se las dieran y ante la imposibilidad de imaginarse en la cárcel—. ¿Para qué molestarme en llevarme nada? Más valdrá ver qué ocurre cuando llegué allí. Desde luego es una experiencia nueva. Felipe, Felipe, ¿qué ocurre? ¿Qué he hecho yo? ¿Qué estáis haciendo conmigo?».
Se quedó mirando la oscuridad de un ojo ciego y otro cerrado. Oliendo las rosas, oyendo los sonidos de su vida libre, miró a la impredecible oscuridad futura. No tenía miedo, solamente estaba triste, muy triste. Nombres y sombras cruzaban esa tristeza. Felipe, Antón, Fernán, Anichu. Se sentía triste, estupefacta, ridícula. «Supongo que debo ir con estos soldados, de momento. Supongo que es lo único que puedo hacer».
«Más vale que meta este libro de oraciones en la caja. Ojalá pudiera rezar. Podré, más adelante; lo intentaré. Rezaré por los niños. Ama a tu enemigo —pensaba mientras metía más cosas en la caja—. Ama a tu enemigo, haz el bien a quien te odia».
Se rió suavemente.
—Diga, Alteza —dijo don Rodrigo.
Ella apenas lo oyó y no respondió. Pensaba divertida que siempre había amado a su enemigo, y que aquella misma noche no podía odiarlo.
—¿Torre de Pinto? ¿Tardaremos mucho en llegar?
—Tenemos buenos caballos, princesa. Llegaremos al amanecer.
El reloj de Santa María de la Almudena dio las dos. Ana despabiló una vela. Muchas veces había oído dar las dos mientras esperaba que Antonio cruzara la calle desde el Alcázar para ir a verla.
Se levantó y cerró la caja de herrajes de metal.
—Ya podemos irnos —dijo enérgicamente—. Vámonos ya, por Dios.
En ese momento entró Bernardina, seguida por el soldado. Se acercó a Ana con una larga capa negra en el brazo. Parecía calmada y fatigada, como si se hallara decidida a causar a su señora la menor angustia posible en aquella extraordinaria hora. A Ana se le encogió el corazón al percibir aquel desesperado alarde de compostura.
—Ya han bajado vuestro equipaje, chiquita. He procurado pensar en todo lo que podéis necesitar, pero no he encontrado a ninguna doncella ni a nadie de nuestra gente. La casa está plagada de soldados —dijo con desdén.
—Gracias, Berni. Recordad que lo dejo todo en vuestras manos hasta que regrese. Y decídselo a los niños, decidle a Anichu…
—Se lo diré —dijo Bernardina.
—Si Su Alteza tiene la bondad de despedirse de esta señora… —interrumpió don Rodrigo.
—Bajo con vos —dijo Bernardina.
—No, señora, no es aconsejable. ¿Tenéis la bondad de venir, Alteza?
—Yo bajo…
—No, Berni, dejadlo. Prefiero despedirme aquí.
Ana contempló con añoranza la habitación en tanto cogía la capa y se la echaba por los hombros. Luego se volvió y abrazó a Bernardina.
—Hasta dentro de poco —dijo—. Dadle un beso a los niños y decidle a Anichu que volveré.
A continuación se volvió hacia los soldados.
—¿Puede alguien llevarme esta caja? —preguntó—. Estoy lista.
Escoltada por don Rodrigo y seguida por otro soldado, salió de la sala larga. No volvió a mirar a Bernardina, que permaneció acompañada de su guardián.
La conducían por el pasillo en lo que le pareció la dirección contraria, hacia unas escaleras que nunca usaba.
—No es por aquí —dijo.
—Vamos a usar estas escaleras y una entrada lateral, princesa —repuso el capitán.
—Pero… quiero ver a mi mayordomo, Diego, y a otros servidores. ¿Dónde están?
—Están vigilados en el patio hasta que vos vayamos, Alteza.
—Entonces pasemos por el patio, quiero despedirme de ellos.
—No es posible. Debemos salir por aquí, Alteza.
Ana lo miró perpleja. Pero seguidamente pensó: «Esto es, esto es estar en la cárcel. ¡Qué extraordinario! ¿Cuánto tiempo se puede vivir así?». Se encogió de hombros y descendió las poco familiares escaleras. Mientras lo hacía se le ocurrió que aquéllas debían de ser las que había utilizado Juan de Escobedo para hacer su entrada año y medio antes.
—Parecéis divertida, princesa —dijo Rodrigo con suspicacia.
—Sí, estaba pensando en un extraño incidente.
Llegaron a una puerta que Ana apenas conocía. Un soldado apostado junto a ella la abrió y Ana vio la calle, donde la esperaban carruajes y soldados. La luna, alta en el cielo, lo iluminaba todo. Se detuvo en aquel umbral de su casa que nunca había atravesado hasta entonces y miró con cariño la callejuela. La iglesia de Santa María de la Almudena quedaba al otro lado y la entrada caía un poco más abajo de donde ella estaba. Había rezado muchas veces en aquella iglesia; sus campanas la habían amonestado hora tras hora. Le hubiera gustado decir entonces unas oraciones.
La calle estaba tranquila.
—¿Tenéis la bondad de entrar en este carruaje, Alteza?
Ana entró en el coche.
Mientras colocaban el equipaje y cerraban las puertas, la princesa miró por la ventanilla hacia la puerta de Santa María de la Almudena. Alguien se movió bruscamente en ella, retirándose como temiendo haber sido descubierto. Pero la luna proyectaba una luz potente y Ana conocía el cabello rubio grisáceo que ésta iluminó. Felipe había ido a verla partir desde el portal de la iglesia que había enfrente de su casa. Se imaginó su rostro como si estuviera hablando con el en la sala larga.
Se recostó en el asiento, hundiéndose en la oscuridad, para no volver a verlo. «Amad a vuestros enemigos», se dijo, pero en tanto lo decía, se deshacía en sollozos.
Los carruajes y su escolta emprendieron la marcha hacia el sur.