CAPÍTULO PRIMERO
(Marzo de 1581)

I

Cuando Ana regresó a Pastrana después de pasar veinte meses en la cárcel, la llevaban en una litera y tuvieron que subirla, tras cruzar el patio, por la gran escalinata, hasta sus habitaciones. La depositaron en un sofá de la sala blanca y dorada y ella miró a su alrededor, fatigada pero complacida.

—Bueno, Bernardina, si me muero ahora, ya estaré contenta; al menos moriré aquí.

Bernardina se inclinó a ajustarle las almohadas y las ropas, le cogió la delgada mano y se la besó ligeramente.

—No vais a moriros, chiquita. Estáis en casa y os vais a poner bien.

Era cierto que no iba a morir. En enero había estado al borde de la muerte en la prisión de Santorcaz y se solicitó entonces del rey permiso para que regresara a Pastrana, pero hasta marzo no tuvo fuerzas suficientes para soportar el corto viaje. En toda su vida no había conocido la falta de salud, e incluso hizo frente a las penalidades de la Torre de Pinto sin dificultad, de modo que no tenía elementos de juicio para percibir los grados de enfermedad. Los momentos más próximos a la muerte los pasó delirando o en coma, y no recordaba nada de la crisis; ahora que mejoraba descubrió que se fatigaba sólo con mover una mano, con mirar durante un minuto la luz del día o con tratar de comprender una frase corta. A ella aquello le parecía el umbral de la muerte, no podía ser otra cosa, pues desde luego no era vivir. No obstante, todo el mundo le decía que no se iba a morir, que se estaba recuperando.

Ella se lo agradecía, permanecía postrada y esperaba.

Y ahora la habían llevado a casa.

No recordaba por qué había estado ausente tanto tiempo. Casi dos años, decían. Sabía que había estado en la cárcel, en dos cárceles; sabía que se había peleado con el rey, pero estaba demasiado cansada para pedirle a alguien que le ayudara a recordar lo que había sucedido. De todas formas, le resultaba sorprendente encontrarse de nuevo en Pastrana. Se preguntaba por qué se lo habrían permitido.

Trató de mirar de nuevo la estancia. El ventanal que daba al patio estaba abierto de par en par; los ruidos del pueblo entraban por allí y la luz del sol bañaba todo el suelo.

—El sol. Mi ventana —dijo.

—¿Os molesta la luz, chiquita? ¿Queréis que apartemos el sofá?

—No, por favor.

Permaneció inmóvil. Olía unas violetas que había muy cerca; olía la madera de manzano que ardía en el hogar y oía el chisporroteo de las piñas. Aquél era Ruy, el del mediocre retrato de la escuela holandesa que colgaba de la pared próxima a ella. «Erais mucho más guapo —dijo para sí misma—, teníais mucha más personalidad. Bueno, ya he vuelto a casa, Ruy».

—¿Berni?

—Sí, parlanchina.

—¿Y los niños? Fernán y Anichu.

—Todavía no. Primero debéis descansar del viaje, tomaros la leche y dormir un poco. Luego os trasladaremos a la habitación, y entonces, cuando estéis a salvo en la cama, los veréis un ratito.

—No, no me gusta ese plan.

—Da lo mismo, ése es el plan, querida, y no se va a alterar.

—No, Berni, en el dormitorio no. Quiero que vengan aquí, y no quiero leche.

Bernardina se arrodilló junto a ella y le tomó el pulso. Tenía las manos secas y ardientes.

—Escuchad, Ana —le dijo—, estáis hablando demasiado. En los últimos dos meses no habéis hablado tanto como ahora en mucho rato, y no digamos en diez minutos. Los doctores sabían que al regresar a casa os excitaríais y me han pedido que lo evite todo lo posible. ¿Me oís?

Ana no oía nada. Estaba recordando que cuando se permitió que Anichu fuera a verla a Santorcaz la niña le contó que solía sentarse en la sala de Pastrana y fingir que ella se encontraba allí. «Me siento allí sola —le dijo— después de quitar el polvo con Paca, abro la ventana de par en par para que entre el sol, porque cuando vos estáis siempre la tenéis así, y me imagino que estáis allí». Ana no encontraba las palabras para explicárselo a Bernardina.

—Bueno, bueno, chiquita, claro que pueden venir a veros aquí. No lloréis, no lloréis. Os lo prometo. Primero bebed un poco de leche y luego ya veremos.

Bernardina se levantó y recorrió la habitación arreglando cosas aquí y allí.

—Josefa os va a traer algo caliente para que lo toméis poco a poco —dijo.

—Lo he traído yo —dijo una vocecita—. Le he dicho a Josefa que lo traería yo.

Ana movió la cabeza y sonrió como si estuviera soñando.

Anichu se hallaba en pie junto al sofá, menuda y grave, con un almidonado vestido de seda. Cuidadosamente, depositó una bandejita sobre la mesa próxima.

—Bueno, ¿y qué más? —dijo Bernardina en voz baja.

—¡Anichu!

Ana extendió el brazo y cogió a la niña. Anichu se apretó contra ella.

—¡Ay! ¡Ya estáis en casa!

—Sí, ya estoy en casa. ¿Cómo estáis? ¿Y cómo está Fernán?

—Nosotros estamos bien. Pero vos estáis enferma. Estáis muy enferma, ¿verdad?

—No, mucho no. Casi estoy bien.

Ana sentía una gran paz en tanto abrazaba a la niña. Anichu se separó unos centímetros de ella y miró a su madre con atención.

—La voz prácticamente no os ha cambiado —dijo—, pero estáis muy delgada. —Acarició con precaución el rostro y el cuello de Ana—. He visto cómo os traían. No nos dejaban, han dicho que a lo mejor nos asustaríamos, pero yo me he escondido en un sitio y lo he visto.

—Y ¿te has asustado?

—Sí, por eso he venido ahora. Tenía que ver si eráis la misma. Y creo que lo sois.

—Sí, soy la misma.

Ana comenzaba a sentirse real. El hilo de la vida y del recuerdo regresaba a ella con la amada voz de Anichu.

—Lamento que te asustaras.

—Ahora ya ha pasado.

—Sí. Las personas caen enfermas y luego se ponen bien.

—Pero ¿no podéis andar?

—Dentro de unos días podré. Iremos a dar un paseo, Anichu.

—¿Como antes?

—Como antes.

—Pero más lejos, porque ahora tengo ya siete años y puedo ir mucho más lejos.

—Bueno, ya basta —interrumpió Bernardina.

—No, no basta —dijo Ana.

—Debéis descansar, chiquita.

—Anichu me ha traído la leche, tengo que tomármela.

—Ah, sí, me había olvidado —dijo Anichu. Se puso de pie y se dirigió a la bandeja.

Bernardina incorporó a Ana y la acomodó en los almohadones, luego ayudó a Anichu a darle la leche con una taza de plata. Ana iba bebiendo a medida que le ofrecían el líquido, descansando en las almohadas, y contemplaba la ventana inundada de sol y a su hijita. Los recuerdos iban encontrando su lugar. La complicada historia de los meses pasados en prisión antes de caer enferma comenzó a emerger de la reciente oscuridad. Se preguntaba con gran curiosidad, una vez encajados los hechos, por qué se encontraba allí, en casa. Posó la vista en el pequeño Mantegna, iluminado por el sol, noble, escultural. «¿Cómo estará él? He perdido el contacto. ¿Por qué estoy yo en casa? ¿Estará él también en casa?».

—Basta, basta, cariño. Estaba muy buena.

Se hundió en las almohadas. La vida, su vida, su mundo, volvía de nuevo a su corazón: Pastrana, Anichu, Bernardina, y aquella habitación, sus símbolos, sus recuerdos, sus advertencias. No se estaba muriendo, claro que no. Había regresado a la vida.

—Basta.

—Se va a dormir —dijo Bernardina en voz baja.

—Me sentaré a mirarla —susurró Anichu.

—No, chiquita, tiene que descansar de verdad.

—Quédate conmigo, Anichu, no estoy dormida.

Anichu le cogió la mano.

—Me quedaré aquí en este taburete. Os haré compañía.

Ana extendió la mano y dio con el rostro de la niña. Bernardina entraba y salía de puntillas de las habitaciones de su señora. El silencio del mediodía dominaba en Pastrana y el sol bañaba a Anichu, sentada en un taburete junto al lecho de Ana.

II

Ana mejoró rápidamente en casa. Al cabo de cuatro o cinco días de su regreso ya podía andar casi sin ayuda desde el dormitorio a la sala; volvía a comer alimentos sólidos y tenía ganas de conversación, con los niños y con Bernardina. Quería saber muchas cosas. Bernardina no podía responder a algunas de sus preguntas, y otras evitaba responderlas.

La dueña había sufrido lo suyo en los últimos veinte meses. Dos semanas después del arresto de Ana y su confinamiento en la Torre de Pinto, también la detuvieron a ella, sin acusaciones, y la encerraron en la misma prisión diminuta e inmunda. El oficial que la arrestó le dijo que el rey la detenía como instigadora de la intranquilidad y el desorden de la princesa de Éboli.

Si bien a Ana le dolió que su dueña tuviera que sufrir también por culpa de la desconocida ofensa que ella había cometido contra el rey, y aunque Bernardina se enfureció ante tal injusticia, las dos, acostumbradas a estar juntas, se sorprendieron y alegraron de disfrutar del alivio que representaba la compañía de la otra, y a menudo procuraban ver la parte divertida de algunos de los episodios menos soportables de su situación.

Aun cuando su modo de enfrentarse a la situación era distinto, entre las dos, y gracias a la fuerza de sus personalidades y a la firmeza de su amistad, creaban graves y constantes problemas a sus guardianes.

La Torre de Pinto era una pequeña construcción cuadrada de piedra. Constaba de cuatro estancias cuadradas, una encima de otra, comunicadas mediante unas escaleras de piedra que las atravesaban las tres. Tenían por ventanas unas aberturas, una en cada pared y a considerable altura, sin cristales ni postigos. Los guardianes vivían y dormían en las habitaciones superior e inferior; Ana y Bernardina ocupaban la de en medio. Disponían de dos camastros, una mesa, dos taburetes, una pila de piedra, un aguamanil y un cubo de hierro. Les subían la comida de la habitación de abajo. La decencia había de preservarse con aquellos medios; no había biombos ni puertas que separaran las escaleras de la habitación. Ninguna de las prisioneras podía abandonar la sala. El «servicio femenino» que les proporcionaba el rey era una muchacha gitana que vivía en una choza cercana y la mayoría de las noches dormía con los guardias.

—Y menos mal —decía Bernardina—. De algo nos sirve.

Pero Bernardina, como le decía Ana, no corría peligro de ser violada. Don Rodrigo Manuel sabía quién era su prisionera y le tenía cierto temor. Por lo visto, el deseo del rey era que sufriera considerables incomodidades para doblegar su espíritu, pero el capitán de la guardia suponía lo que le harían los Mendoza a cualquiera que se saliera del cumplimiento de su deber en aquella fortaleza, y dio las instrucciones oportunas a su compañía. Ni siquiera en lo relativo a las incomodidades se comportó con brutalidad; pero, en un lugar semejante las prisioneras no podían dejar de vivir miserablemente.

Ninguna de las dos mujeres se había imaginado nunca que tendría que vivir como lo hacia allí, ni se había parado a pensar en los detalles de tamaña incomodidad y degradación. Bernardina, que rebasaba la cincuentena y siempre había sido amante de la comodidad protestaba continuamente y no dejaba de importunar a los vigilantes con constantes exigencias, disputas e insultos; pero también se convirtió en una experta en llevar todo el orden y la decencia posibles a aquella habitación helada y a sus pobres enseres, pues constituía para ella ya algo natural cuidar de las necesidades materiales de Ana y era una gran experta de las tareas domésticas. Su llegada representó un gran alivio para Ana, que como todas las grandes damas ignoraba por completo cómo vaciar los cubos o lavar la ropa interior. Bernardina la encontró sentada, pacientemente, en un estado de total negligencia. La gitana se comportaba con amabilidad, lo mismo que los soldados, pero apenas comprendían lo que les decía Ana, y no tenían la menor idea de lo que podía resultar asqueroso. Don Rodrigo, el capitán, no vivía en Pinto, sino que sólo acudía de vez en cuando en visitas de inspección. Bernardina sirvió para solventar esta confusión y actuó con energía una vez que se hubo recuperado de la primera sorpresa. Pero todo su esfuerzo no podía producir más que un ligero alivio de la miseria para dos personas que desde siempre estaban acostumbradas al más alto nivel de vida.

A Ana le importaban mucho menos que a Bernardina las privaciones. Aunque le agradecía su decidido intento de mantener la limpieza y la apoyaba fielmente en sus batallas con los guardias, todo ello le parecía poco importante; útil como distracción y para mantener a Bernardina ocupada y menos deprimida de lo que lo estaría, pero para ella, Ana, si Felipe la hubiera encerrado en el encantador palacete de verano de Aranjuez, la farsa y el dolor hubieran sido los mismos.

Así pues, mientras Bernardina reaccionaba contra la situación riñendo con los guardias y la gitanilla y protestando en voz alta y clara, Ana consideraba su estancia en aquel desmantelado recinto como un episodio fantástico, con el que prácticamente no tenía nada que ver, casi como una mala representación que estaba obligada a presenciar. El comportamiento de que hacía gala con don Rodrigo y los guardianes, siempre cortés, podría compararse con el que se observa ante unos actores que no son responsables de las absurdas ideas del autor de la obra.

Durante los siete meses que pasó en esta prisión solamente se le permitió mantener una correspondencia vigilada con el mundo, totalmente inútil. Podía escribir a sus hijos y a ciertas personas que se ocupaban de sus posesiones, pero a nadie más. Había de entregar las cartas, sin sellar, a don Rodrigo, y nunca le comunicó lo que éste hacía con ellas. La misma norma se aplicaba a las cartas que le llegaban. No se le permitía recibir visitas. Así pues, esperaba sentada, maravillada de su propia impotencia; se preguntaba si todos sus amigos y parientes del mundo exterior eran también impotentes, y si la dejarían morir en Pinto.

Pero no se acercó siquiera a la muerte. Soportó el terrible invierno en aquella torre húmeda, atravesada por el viento y que no disponía de fuego, mucho mejor que Bernardina, a quien hubo de cuidar en los peores momentos ayudada por los guardias y la gitanilla. Sin embargo, a excepción del mes de enero, durante el cual la tos y la fiebre de Bernardina la preocuparon, poco le importaba su miseria física. El disparatado gesto de Felipe contra ella acaparaba su imaginación, y a veces incluso le hacía gracia, de modo que tenía arrebatos de buen humor que la sorprendían a ella en la misma medida que a Bernardina o los guardias.

En ocasiones, mientras cantaba y reía con Bernardina recordando viejos escándalos y viejos chistes y escuchaba divertida las historias frívolas y atrevidas de ésta sobre su juventud en Sevilla y sus primeras aventuras amorosas, en ocasiones, mientras se reían en la cama por la noche hasta que los guardias gruñían desde abajo o desde arriba que los dejaran dormir en nombre de Dios, pensaba en el rostro de Felipe tal como lo había visto, pálido y exagerado por la luz de la luna, solemne, frío y encubierto en el portal de Santa María de la Almudena. Se preguntaba entonces en qué medida aquella risa enloquecida, aquella paz de colegiala, lo desconcertaría si la oyera. Y amarga y tristemente pensaba que ojalá la oyera.

Pero lo único que podía hacer era esperar y ayudar a Bernardina a tener las cosas limpias, reír con ella como locas en nombre de la cordura, escribir cariñosamente, aunque sin explicar dónde estaba ni por qué, a Fernán y Anichu, y leer sus sorprendidas, cariñosas y preocupadas cartas cuando llegaban.

Después de la enfermedad que la aquejó durante el mes de enero, Bernardina empezó a maquinar para que la gitanilla les sacara cartas a escondidas. Lo intentaron dos veces, y las dos veces las sorprendieron; las tres fueron castigadas, la chica con golpes, y ellas privándolas de la cena y de los materiales de escritorio durante una semana. Ana encontró divertidísimo que la castigaran. Sin embargo, quedó demostrado que la gitana era demasiado tonta para utilizarla, de modo que esperaron a que se les ocurriera otra idea.

Antes de que se les ocurriera nada las separaron.

Don Rodrigo, asustado por la enfermedad de Bernardina, aconsejó al rey en contra de dejar a las prisioneras en Pinto durante los rigores del mes de marzo en el centro de Castilla. También es posible que le sugiriera que la dueña era más peligrosa para la princesa como compañera de prisión que libre. En consecuencia, una mañana de febrero ambas recibieron la orden de recoger sus cosas. A Bernardina le dijeron que ya no la iban a retener, pero que sólo la soltarían a condición de que no regresara ni a Pastrana ni al palacio de Éboli en Madrid. A la princesa le informaron de que la trasladaban a una casita de Santorcaz, cerca de Alcalá de Henares y no lejos de Pastrana.

La noticia las sorprendió a las dos, y aparte del hecho de que las iban a separar —ahora que se habían convertido en íntimas y entregadas compinches— les pareció buena. Mientras guardaban sus cosas idearon un plan para resolver el problema del alojamiento de Bernardina. Ana tenía una casa en Alcalá que no se usaba casi nunca; Rodrigo vivía allí cuando asistía a la universidad. Dispusieron que Bernardina se instalaría allí, vigilaría de cerca Santorcaz y tramaría un plan para comunicarse.

Así abandonaron Pinto y se separaron.

Santorcaz era mejor que Pinto. Era una casa y Ana disponía de unos pocos criados y de un pequeño jardín en donde pasear. Asimismo, al cabo de unos meses le permitieron recibir visitas de sus hijos.

Rodrigo fue el primero. Ana se sorprendió del placer que le produjo volver a verlo y le enterneció ver que él también estaba emocionado. Le llevaba noticias. La nobleza estaba activamente preocupada por el ultraje que el rey había cometido contra ella. Medina Sidonia y él mismo no dejaban de protestar y de presentar peticiones a Su Majestad. Infantado, De la Ferrara y Alonso de Leiva consideraban que debía constituirse una liga para desafiar al rey por tal acción. Entretanto, el consejero más allegado al monarca, el presidente del Consejo, junto con el cardenal y otros, continuaban insistiendo en que el rey la pusiera en libertad o la llevara a juicio por el delito que presuntamente había cometido. El rey no tema un momento de paz, pues sus enemigos, al igual que sus amigos, lo instigaban a que la juzgara por sus ofensas. Sin embargo, Felipe estaba muy ocupado. El viejo rey de Portugal había muerto y Alba había trasladado el ejército a la frontera con la intención de tomar posesión; Felipe se proponía ir a Lisboa y establecer una corte allí. Él, Rodrigo, marcharía inmediatamente con Alba, como miembro del regimiento de caballería. Se sentía ilusionado por ello, y a Ana le agradó ver que estaba ansioso por ser un buen soldado.

—Y ¿dónde está Antonio?

—¿Pérez? Desde que os detuvieron a vos también ha estado prisionero, pero lo han tratado mejor, naturalmente. Siempre dispone de todo tipo de lujos. Primero lo encerraron en casa del alcalde de la corte, con todas las comodidades habidas y por haber. Luego se puso enfermo y sus amigos armaron un gran revuelo, de modo que le permitieron regresar a casa. Ahora creo que está bajo arresto domiciliario, y siempre está protestando. No nos preocupamos por él, madre.

—Ya me lo imagino. Pero yo sí. Todo este enfrentamiento con el rey es por mi culpa.

—No, no, no es sólo eso. Se le ha acusado de corrupción en el ejercicio de su cargo. Se va a efectuar una investigación para demostrarlo y encerrarlo para siempre, porque parece que no hay ningún otro camino. Es una buena salida para Felipe.

—Ya veo. ¿Y su trabajo?

—El viejo Granvela se ocupa de lo más importante, es el primer secretario de Estado. Pero se supone que Pérez todavía conserva algunos cargos, como secretario del Consejo, etc. De cualquier modo, no se ha nombrado a nadie para ocuparlos y él sigue cobrando, dicen, e incluso trabaja algo en su cárcel palacio. Es fantástico, pero Pérez consigue mantenerse. Creo que Felipe le tiene miedo por algún motivo. A mí tampoco me sorprende. Es un sinvergüenza peligroso.

Ana sonrió.

—Ya conozco vuestra opinión, Rodrigo. Y Antonio también. Pero gracias por traerme todas las novedades. Todavía no puedo escribir a mis amigos ni recibir visitas fuera de vos.

—Lo sé. Y es ridículo; el mayor insulto que se puede hacer a un Mendoza. ¡Por Dios! De verdad, creo que el rey está medio loco. Al menos este sitio es decente. Al bueno de Medina Sidonia le debéis que os trasladaran. Se ha portado muy bien presionando al rey. Entre todos conseguiremos que os liberen pronto, madre. No os preocupéis demasiado.

—No me preocupo. Y me alegro de que os marchéis a la guerra. Parecéis contento.

—Sí, me gusta mi regimiento y quiero entrar en acción. Pero durante la campaña estaré cerca del rey de vez en cuando y no le dejaré olvidar que soy hijo vuestro. Un día de éstos, antes de salir para Portugal, va a celebrar una solemne ceremonia…

—¿Por qué?

—La consagración del infante don Diego como príncipe de Asturias. Entonces tendré que rendirle homenaje, con los demás duques, y Alonso y yo pensamos que puede ser un buen momento para recordarle el mal que os ha causado; diplomáticamente, claro.

Ana asintió con la cabeza.

—Tal vez, Rodrigo.

Se sentía sola, humillada y avergonzada de Felipe. Pensó en todas las grandes ceremonias que había celebrado en el pasado, en las cuales ella y Ruy lo apoyaban, y con su presencia y amistad contribuían, como él mismo siempre les decía, a su alegría y coraje.

Rodrigo marchó al día siguiente a la guerra. Ana se dispuso a enfrentarse a los meses de verano. Tendría el consuelo de las breves visitas de sus hijos, debidamente espaciadas. Y, que ella pudiera prever, no habría nada más. La triste comodidad que le proporcionaban allí, con una respetable dueña de avanzada edad y unos criados decentes, se abatiría sobre ella y la fatigaría mucho más que la dramática y disparatada vida de Pinto, la vida con Bernardina y la gitanilla y los guardias protestones y cansados. Allí también había guardias, pero nunca los veía y nunca se quejaban. La soledad y el aislamiento eran enormes. Lo único que la reconfortaba era mirar hacia el este, en dirección a Pastrana, y casi respirar el mismo aire. También que Bernardina estaba bajo uno de los tejados de Alcalá que divisaba desde el jardín, y que Fernán y Anichu irían pronto a verla.

En cuanto a las noticias de Rodrigo, agradecía los gestos de algunos de los jóvenes nobles amigos suyos; pero conocía la corrupta pereza de la aristocracia española y no ponía esperanzas en ninguna liga formada por ellos, en ninguna protesta organizada. Le merecían mucho más crédito las presiones de los funcionarios sobre el rey, y sabia que Antonio de Pazos y el cardenal continuarían diciéndole la verdad en toda circunstancia. Deducía que Antonio Pérez corría grave peligro y que luchaba con fuerza y astucia, en un campo de batalla grande y traicionero, por su vida y por el futuro de sus hijos. Sabia que algún día, de una manera u otra, cuando considerara que no había riesgo para él ni para ella, tendría noticias suyas, si vivía. Entretanto, rezaba por él y suponía, basándose en las noticias de Rodrigo, mucho más de lo que éste podía imaginar, que corría un peligro constante e impredecible.

En Santorcaz se hundió en una profunda depresión. Perdió el sentido de lo absurdo de la situación, perdió la perspectiva. El problema se estaba haciendo viejo y ridículo; la crueldad y el egoísmo de Felipe pesaba más que su locura. Aparentemente, los guardias eran eficientes, pues Bernardina no conseguía dar señales de vida.

Cuando mediado el verano fueron a verla los niños, trató de ser la misma de siempre. Pero ellos estaban preocupados y le hicieron preguntas claras e insistentes.

—El rey está enfadado con vos, ¿verdad? —dijo Fernán—. Pero eso no podéis venir a casa.

—Sí.

—No entiendo por qué no podéis venir a casa aunque esté enfadado —dijo Anichu.

—Yo tampoco, cariño. Ni nadie que esté en su sano juicio.

—Creíamos que el rey os tenía afecto —dijo Fernán.

—Yo pensaba que os amaba —añadió Anichu.

—¡Ay, madre, esto es terrible! —dijo Ruy—. ¡Vos prisionera! ¡Es ridículo! ¿Cuál es el motivo real, madre?

—Si lo supiera os lo diría, Ruy. Pero de verdad lo ignoro. Nunca me han dado ninguna razón.

—No se puede tener prisionera a la gente sin razón —dijo Fernán.

—Le voy a escribir al rey —intervino Anichu—. Yo sigo creyendo que está cuerdo. Si no, tendría que dejar de ser rey.

Cuando los niños se fueron, de regreso a los fríos cuidados de preceptores y ayas de Pastrana, el verano se desvaneció. No llegó ninguna otra noticia, ninguna carta.

Ana rezaba, cosía y paseaba por el jardín. Pensaba en sus pecados, le daba vueltas a su vida yana y vacía, y trataba de no ofrecer al Cielo su arrepentimiento simplemente porque no tenía otra cosa que hacer y la tentación estaba muy lejos y ya no volvería. Rezaba por Antonio, por su seguridad y por su paz definitiva. Rezaba por Felipe. Pero no podía rezar por sí misma y consideraba que aquél era un momento demasiado propicio para dirigirse a Dios en su propio nombre.

Contemplaba cómo se marchitaban las flores; comía cada vez menos, sentía la soledad con fuerza creciente; no llegaba ningún mensaje; no ocurría nada. Su dueña le contó que la campaña de Portugal transcurría con éxito, pero que el rey estaba enfermo en Lisboa a causa de la peste, y luego que se había recuperado pero que la reina, Ana de Austria, que lo había cuidado, murió al regresar a España.

Seguía sin recibir mensajes. Miraba hacia Pastrana a través del frío cielo y no veía nada. Miraba hacia Alcalá y sus tejados no le decían nada. Y en diciembre cayó enferma y se hundió con gusto en los brazos de la muerte.

Pero ahora había llegado la primavera de otro año, la rodeaban las paredes de Pastrana, bajo sus pies sentía el sol que daba en el suelo y las campanadas de la Colegiata llegaban hasta sus oídos. Allí estaban Fernán y Anichu, que hacían sus tareas en el escritorio de ella, y allí estaba Bernardina, enigmática y serena. Se encontraba en casa y mejorando minuto a minuto; tenía cientos de preguntas que hacer, si Bernardina quería contestarlas.

III

Al cabo de siete días de estar en casa, algunas de sus preguntas recibieron respuesta. El bueno de su yerno, el duque de Medina Sidonia, llegó a Pastrana dispuesto a explicárselo todo.

Llegó procedente de Lisboa como emisario del rey para explicarle las condiciones de su retorno a casa. Dado que, con su leal insistencia, él era quien había conseguido que le permitieran volver a casa, él era también el encargado de ver que se cumplieran las condiciones impuestas.

Después de cambiarse de ropa y de comer, fue a sentarse junto al lecho de Ana. Hacía una tarde luminosa y fría; la ventana estaba cerrada y ardía un gran fuego en el hogar. Alonso se situó cerca agradecido. No le gustaba en absoluto el clima de Castilla y sostenía que en marzo resultaba muy peligroso; pero era un hombre cumplidor y lo había afrontado de buen grado esta vez. Sin embargo, la casa de Ana era cómoda y las habitaciones estaban bien caldeadas.

—No parece que vuestra gota haya mejorado, Alonso.

Estaba más grueso de lo que Ana lo recordaba y andaba con dificultad.

—Qué va, últimamente está mucho peor.

—¿Por qué? No bebéis demasiado, ¿verdad?

—No, no, madre, ya sabéis que no.

Su yerno tenía la costumbre de llamarla «madre» a veces. A Ana le desagradaba profundamente. Comprendía que era un hábito adquirido hablando de ella con Magdalena y Rodrigo, y derivado también del cariño que sentía por ella, pero aquel tratamiento afable la irritaba cuando procedía de un adulto gordo y bajo.

—Alonso, tenéis treinta y dos años y yo cuarenta y uno. Además, no soy vuestra madre, ¡por favor!

—Lo siento, se me había olvidado. ¡Mujeres! —Le sonrió con amabilidad—. Me alegro mucho de volveros a ver, después de tanto tiempo, y aquí. Estáis ya mucho mejor, ¿verdad?

—Sí, mucho mejor. Estar en casa es una buena medicina. Y creo que os lo debo a vos, ¿no es cierto?

—Bueno, sí, creo que sí. En estos momentos trato mucho con el rey y no le permito olvidar la mancha que tiene en su historial.

—Gracias, Alonso.

Se sentía nervioso y no se atrevía a hablar a Ana de su misión. Mientras se dirigía a Pastrana le parecía fácil, incluso maravilloso, y estaba orgullo de sí mismo; pero ahora, frente a ella, no sabia cómo empezar. Pensó que quizá sería bueno chismorrear primero un poco.

—La campaña de Portugal ha sido un gran éxito —dijo—. Alba ha acabado con las fuerzas del pretendiente sin ninguna dificultad. Es una pena que el triunfo del rey quedara ensombrecido por la muerte de Su Majestad la rema.

—Sí, pobre Ana de Austria. Tuvo una vida insulsa y una muerte insulsa.

Alonso se sorprendió.

—Era muy buena mujer.

—Eso creo… yo apenas la conocía.

—A propósito, Rodrigo se ha distinguido en las acciones en que participó. En este momento se está divirtiendo en Lisboa, y naturalmente os manda recuerdos. Ahora está empeñado en que lo trasladen a los Países Bajos para servir con Parma; las cosas vuelven a estar animadas allí, y parece que todavía se animarán más.

—Lamento oír eso. La última vez que oí hablar de este asunto a alguien bien informado, de lo cual hace ya casi dos años, Alonso, parecía que buscábamos la paz en los Países Bajos.

—Bueno, la política de Granvela es enérgica, y debo decir que, por lo que he oído, parece la única apropiada. Su proscripción de Guillermo de Orange ha causado bastante sensación.

—¡Ah! Entonces el trabajo de muchos años ha caído en saco roto.

—No, no, ¿por qué? Hay momentos en que se debe ser liberal y momentos en que se debe ser enérgico. Al fin y al cabo, Granvela conoce muy bien los Países Bajos.

—Es posible —intervino ella—. No estoy al corriente.

—¿Os estoy fatigando?

—No, continuad. ¿Qué más hay de nuevo?

—Bueno, está el problemático asunto de Diego.

Diego, el segundo hijo de Ana, que no había cumplido todavía los dieciséis años, llevaba ya dos casado con Luisa de Cárdenas, diez años mayor que él. Era muy desgraciado; ella se burlaba de él, lo despreciaba públicamente, y ahora pedía la anulación del matrimonio.

—Ayer vi a Diego en Madrid. Se aloja con el duque del Infantado y está consultando a los abogados. También vi a Luisa. Es una criatura terrible y desvergonzada, y parece pensar que su situación matrimonial es cosa de broma. Estuvo descortés conmigo.

Ana sonrió. No soportaba a Luisa de Cárdenas, pero comprendía su necesidad de ser impertinente con Alonso si éste comenzaba a aconsejarle sobre su vida amorosa.

—¡Pobre Diego! Es horrible lo que le hicimos; y Felipe y sus tíos tienen más culpa que yo, sin duda alguna.

—Una anulación de matrimonio en nuestra familia es prácticamente imposible —dijo Alonso con severidad.

Ana se echó a reír.

—En esta familia pasan continuamente cosas imposibles —dijo—. Espero que le digáis a Diego que venga a casa en cuanto pueda y que deje lo de la nulidad para Luisa y sus clérigos y abogados. No tiene nada que ver con él. Debe volver aquí y apartarse de esos insoportables Cárdenas. Puede estudiar en Alcalá unos cuantos cursos y olvidarse de toda la pesadilla. ¡Pobre muchacho! Esta misma noche le escribiré y le diré que venga a casa.

Alonso parecía nervioso.

—No sé si… si sería bien visto —murmuró.

—¿Quién lo tiene que ver bien?

—Pues… el rey, como sabéis.

—¿Cómo? ¿Qué tiene que ver Diego con el rey? ¿O es que ahora lo va a detener también por no haber sabido hacer feliz a Luisa?

—¡Tonterías! Pero… —Alonso se agitaba en el asiento—. Con derecho o sin él, el rey se está tomando gran interés por el futuro de vuestros hijos. Todo este escándalo…

—Siempre se ha tomado un «gran interés». Y «todo este escándalo» lo ha organizado él y puede ponerle fin cuando le plazca. No, no os aflijáis. Yo cuidaré de Diego. Ese matrimonio siempre me ha pesado en la conciencia e intentaré compensar al muchacho por nuestra estupidez. Aquí y en Alcalá, lejos de todos esos vividores tras los cuales corre su esposa, será feliz.

—Quizá, ya veremos. Ya nos ocuparemos de Diego más tarde.

—No nos ocuparemos de Diego en absoluto, querido Alonso. No hay nada de que ocuparse. Sencillamente, accederá a que Luisa presente la solicitud de anulación y luego regresará a casa y volverá a ser joven durante un tiempo.

Alonso se puso en pie y comenzó a atizar el fuego y a ordenar los troncos. Mientras lo hacía miraba a Ana de reojo. Ésta se hallaba recostada en sus almohadas, con aspecto fatigado y demacrado. Estaba tan delgada que su larga figura apenas abultaba bajo la cubierta de seda.

Aquel hombre anodino le tenía afecto y no había dejado de hacer gestiones en favor suyo desde el arbitrario y absurdo arresto de que había sido objeto enjulio de 1579. Pero era un mediador, un compromisario. Nunca había tratado siquiera de comprender la excentricidad, ni la del rey ni la de nadie, ni veía la justificación de ningún tipo de pasión. Cuando se topaba con tales cosas en la vida ordinaria hacía todo lo posible por eludirías, nunca se enfrentaba a ellas directamente. No sabía en qué había consistido la vida de Ana de Mendoza, ni le interesaba saberlo. No sabía más que ningún otro por qué Felipe se había vuelto en contra suya tan de repente y había expresado su enfado en forma tan desafortunada e injustificable. Lo único que sabía era que Ana, sin ser acusada, juzgada ni condenada, era prisionera del rey. Y, conociendo al rey como lo conocía, creía que el único modo de solucionarlo era primero aceptarlo sin discutir y luego negociar suavemente su retractación mediante compromisos, cambios de enfoque y la aceptación realista de los oscuros métodos de la excentricidad y el orgullo.

Pero la conocía lo suficiente para saber que en aquel lecho no yacía ninguna negociadora.

Suspiró y volvió a atizar el fuego. El pie aquejado de gota le dolía y lo incomodaba.

En ese momento entró Bernardina por la puerta que comunicaba con la alcoba de Ana.

—Buenas tardes, Excelencia —dijo, y Alonso respondió a su saludo en tono melancólico—. Lamento interrumpiros, pero Su Alteza, como veis, todavía está delicada y necesita cuidados.

Se acercó al lecho de Ana, la ayudó a incorporarse y le arregló los almohadones.

—Estoy perfectamente, Berni.

—¿Estáis segura de que podéis aguantar una conversación larga?

—Sí, de verdad. Todavía no hemos empezado. Quiero oír todas las noticias que me trae Su Excelencia.

—¿No creéis que deberíais tomar algo, chiquita?

—No, gracias. Me encuentro perfectamente, de verdad.

—Pues no lo parece —dijo Bernardina—. Tratad de no preocuparla demasiado —le dijo con frialdad al duque.

Él hizo caso omiso de la recomendación, pero Ana se echó a reír.

—Si lo hace, os llamaré, Berni.

—A ver si es cierto. En serio, si necesitáis algo, llamadme. Me pondré a coser en la habitación de al lado.

—Lo prometo. Poned esos junquillos donde les dé la luz. Así, así está mejor, gracias.

Bernardina le sonrió, volvió a hacerle una reverencia a Medina Sidonia y regresó al dormitorio de Ana. Alonso la miró pensativo.

—Ella no tiene nada que hacer aquí —murmuro.

—¿Qué decís, Alonso? —preguntó Ana lánguidamente.

El duque volvió a ocupar su lugar junto al lecho y Ana miró su rostro preocupado con pena.

—Me traéis un recado carcelero, ¿no es cierto? Adelante, dádmelo.

—Es complicado.

—Muy propio de Felipe. Pero nosotros podemos simplificarlo. Para empezar, decidme una cosa que Bernardina no sabe contestarme. ¿Estoy aquí provisionalmente, mientras me encuentre enferma, o estoy libre?

—Que yo sepa, estáis en casa para siempre.

—¡Ah! ¡Gracias a Dios!

Se recostó inmóvil en los almohadones con la mano sobre el parche y el otro ojo cerrado.

—Menos mal, Alonso. Todavía no puedo decir nada más porque me echaría a llorar. Pero… no me gustaba estar prisionera.

El duque esperó pensando en lo que iba a decir.

—Desde luego, estáis en casa. Y estáis libre, si así lo deseáis. Ella se volvió lentamente hacia Alonso.

—Pero si estoy en casa, en Pastrana…

—Escuchadme, madre. ¡Ay, perdón! Escuchad el mensaje del rey. Por favor, no me interrumpáis con ninguna agudeza. Escuchad. Podéis vivir en Pastrana, como su dueña y señora, igual que antes… libre cual el viento, si cumplís ciertas condiciones.

—No aceptaré ninguna, de modo que ahorraos la saliva.

—¿Pero no os dais cuenta de que no tenéis otra salida?

—¿Que no? No hay condiciones que valgan. O vivo como un ciudadano libre o soy sometida a juicio por los delitos que se me imputan.

—Os he pedido que no me interrumpáis. ¿Me vais a dejar terminar de decir lo que tengo que decir?

—No os interrumpiré.

—Estáis libre si: a) desistís de pedir que se vea el caso Escobedo; b) hacéis un gesto formal de reconciliación con Mateo Vázquez; y c) os comprometéis a no volver a ver a Antonio Pérez y a no comunicaros con él en lo que os queda de vida.

Durante unos momentos reinó el silencio.

Ana alargó el brazo y le dio una palmadita en la rodilla a Alonso.

—Lo habéis dicho muy bien —dijo—. Podría acceder a a) —prosiguió pensativa—. Siempre fue más una opinión, un consejo, que un principio. Si los demás creen que es correcto que no se vea el caso, entonces yo no tengo por qué insistir. La segunda condición me niego a considerarla. Nunca haré tal gesto formal y, si Felipe es capaz de convertir eso en un delito, que me acuse de ello ante los jueces y yo me someteré al juicio. Y puesto que nos detenemos en el apartado b), no hay necesidad de pasar al c).

Alonso emitió un gruñido.

—Os suplico…

—No me supliquéis. Y no os preocupéis. Os agradezco todo lo que hacéis por mi, pero ya os he dicho que simplificaríamos las cosas, y lo hemos hecho. Al menos hemos llegado hasta aquí y, después de todo, no estoy libre. Este agradable paréntesis no es más que un cruel espejismo. ¿Cuándo tengo que regresar a Santorcaz?

Alonso se secó los ojos.

—Por favor, por favor. No me lo pongáis más difícil.

—¡Querido tonto! Espero que Magdalena sea buena con vos.

—No nos apartemos de la cuestión. No volveréis nunca a Santorcaz. Os quedaréis aquí, libre o prisionera. Eso al menos se lo hemos conseguido arrancar.

—¿Quedarme aquí, prisionera?

—Sí, bajo arresto domiciliario.

Miró a su alrededor y luego le sonrió.

—Pero ¿quién me va a tener prisionera en Pastrana? ¿Quién va a evitar que cruce mi propia puerta o la plaza del pueblo? ¿Quién va a evitar que oiga misa en la Colegiata o que Anichu y yo no vayamos a ver los panales de las abejas o a San Amadeo? —Se echó a reír—. No creo que la gente de Pastrana me tenga encerrada.

—Eso, por desgracia, no dejará de solventarse, si insistís. Os cambiarán los criados. Os pondrán personas que harán de vigilantes además de criados. El gobierno de vuestra casa pasará a manos de algún extraño nombrado por el rey. No podréis pasar del jardín ni de la puerta del patio. Vuestras cartas y visitas estarán sujetas a inspección y el mismo funcionario dirigirá todos vuestros asuntos.

—Ya veo.

—Así pues, pensadlo bien, pensadlo bien, os lo ruego. Si insistís en no aceptar estas estúpidas pero sencillas condiciones, sinceramente, veo pocas esperanzas de que consigáis nada mejor.

—Supongo que tenéis razón.

Alonso se puso en pie y echó a andar trabajosamente por la habitación.

—¿Os duele el pie? ¿Os apetece un poco de vino o alguna otra cosa?

—No, estoy bien. Tengo una idea; hace tiempo que vengo dándole vueltas. Es una especie de última esperanza. Pero, si la usáis, por favor, no digáis que es mía.

Ella le sonrió para tranquilizarlo.

—¿Por qué no huís, antes de que comience la nueva reclusión, con los niños…, a Francia, o incluso a alguna de vuestras propiedades italianas? Creo que si no estuvierais en España, Felipe lo olvidaría y lo perdonaría todo. Y ahora es el momento. Tardaré, puedo tardar mucho, en regresar a Lisboa con vuestra respuesta. Luego el rey tardará en decidir qué hacer y a quién mandar a ocuparse de vos. Podríais estar fuera de su alcance mucho antes de que sus emisarios llegaran aquí. Yo podría ayudaros. Rodrigo y yo podríamos disponer lo necesario respecto a vuestro dinero, posesiones y todo lo demás. Y estaríais a salvo, a salvo y libre, con los niños. ¿Qué os parece?

—Perdonadme de nuevo, pero no. No puedo huir de un delito que no existe. No he hecho nada ilegal y no me echarán de mi país por nada. Tampoco voy a privar a mis hijos de su hogar y amigos naturales por nada. No, Alonso, lo siento, pero en este absurdo asunto he descubierto un principio y me quedaré a mantenerlo. Castilla se desmorona bajo la curiosa y precavida tiranía de este rey. Yo soy castellana. En toda mi vida no he hecho nada útil y he cometido muchos pecados, pero casualmente puedo hacer este pequeño servicio al buen sentido castellano antes de morir. No es siquiera honor, es simplemente sentido común. Así pues, me quedaré aquí, y vos podéis decirle al rey que o bien se aviene a razones y me somete a juicio por mis presuntos delitos, o puede convertir la casa de Ruy Gómez en prisión para mí. Que elija él. Aquí estaré cuando vengan los nuevos guardianes. Será muy curioso… la prisión más extraña de las tres.

—Sois imposible. ¡Pensad en los niños!

—Pienso en ellos. Será durísimo. Aunque supongo que a ellos sí se les permitirá cruzar la puerta.

—Supongo que sí. Es posible que los lleven a otro sitio. En realidad no lo sé.

—Si se los llevan, que se los lleven. Yo no lo haría así, especialmente por los dos pequeños, pero yo sólo puedo darles mi visión de las cosas. Tal como está todo, creo que lo mejor que puedo hacer es demostrarles que respeto la libre dignidad de Castilla.

—Es un punto de vista, pero no sirve de nada.

—Sí, supongo que no sirve de nada.

—Estáis fatigada… muy fatigada. No tomaré esta respuesta como definitiva. Me voy a quedar hasta mañana…

—No, no estoy fatigada. Y ésta es la única respuesta, Alonso. No puedo daros otra, y Felipe lo sabe. Aunque, naturalmente, me alegro mucho de veros.

Alonso contempló con tristeza la hermosa habitación.

—Si insistís en esta actitud, nunca seréis feliz —dijo. Ella se echó a reír.

—¿Acaso he dicho que esperara ser feliz?

—Os cambiarán los criados, os controlarán…

—Recitad vuestro lúgubre canto a Felipe, yo ya me cantaré el mío propio.

—Lo sé, lo sé. —Se acercó de nuevo a la silla y se sentó pesadamente—. Sólo me queda una cosilla por decir. Esa mujer, vuestra dueña…

—¿Bernardina?

—Sí, Bernardina Cavero, ¿verdad? No tiene nada que hacer aquí. El rey me dijo expresamente que está en libertad con la única condición de que no se acerque ni a Pastrana ni a vos.

—Ah, ya me extrañaba —dijo Ana sonriendo—. Entonces vamos a llamarla y a interrogar a esa criminal. —Hizo sonar la campanilla.

—No, no, dejémoslo para otra ocasión.

—Hablaremos con ella ahora mismo.

En ese instante entró Bernardina.

—Gracias, Berni. Venid aquí y sentaos en el banquillo de los acusados. Parece que tenéis problemas con la justicia.

Bernardina se echó a reír.

—Bueno, al fin y al cabo, soy una ex presidiaria…

El duque de Medina Sidonia carraspeó y adoptó un aire severo. La impertinencia de Ana en el seno de su familia era un privilegio de aristócratas, pero él se sentía obligado a mostrarse digno ante las clases inferiores y le hubiera gustado que ella hiciera lo propio.

—Decídselo, Alonso.

—Doña Bernardina, sé por Su Majestad que en febrero del año pasado se os concedió la libertad con la condición de que no regresárais a Pastrana ni al servicio de Su Alteza. Esa condición sigue vigente. En consecuencia, he de preguntaros por qué os encuentro aquí.

—Estoy aquí, Excelencia, porque consideré estar aquí cuando Su Alteza llegara enferma y deprimida. Está acostumbrada a mí y pensé que le haría bien.

El duque de Medina Sidonia hizo ademán de hablar.

—Eso no explica nada.

—Ya lo creo —dijo Ana—. Continuad, Berni.

—Cuando salí de la Torre de Pinto me fui a vivir a Alcalá, Excelencia. Dediqué entonces todo mi tiempo a tratar de ponerme en contacto con Su Alteza en Santorcaz. Pero estaba muy bien vigilada y nada me salió bien. Entonces descubrí que estaba enferma. Cada día iba a la casa y pedía que me dejaran verla. Pero fue como si hablara con la mula del Cid. Casi me volví loca al oír cada día que se estaba muriendo y que no me dejaban verla. Entonces supe por uno de sus médicos de Alcalá, una excelente persona, que la mandaban a casa. Supuse que no es que la dejaran libre sino que tenían miedo, que pretendían llevarla a casa para que se pusiera bien y luego volver a encerrarla. Me parece que estoy en lo cierto. —Ana asintió con la cabeza—. Así pues, abandoné el asalto a Santorcaz y vine para aquí dos días antes de que llegara ella. Quería preparar las cosas para que las encontrara tal como le gustan. Todo el mundo me recibió encantando, naturalmente. Aquí me tienen cariño, Excelencia.

—Ya lo creo —dijo Ana.

—Pero al día siguiente de llegar vino a yerme el alcalde. Me dijo que no estaba cumpliendo mi palabra, o algo así. Y yo lo mandé al cuerno. Él se echó a reír, es un hombre como debe ser, y nos tomamos unas copas. Y aquí estoy.

—Es un delito bastante grave —dijo Alonso.

—Tan grave como todos los delitos de Su Alteza, si me permite decirlo —dijo Bernardina.

—Bueno, Berni, habéis infringido de nuevo la ley. Pero, gracias a Dios, estáis donde debéis estar. Porque, después de todo, yo no soy libre, Berni. Mi yerno acaba de explicarme que esta casa se va a convertir en una cárcel.

—¡Ah! Eso pensaba yo.

Medina Sidonia volvió a gruñir.

—No tenía por qué ser así, Ana. No hubiera sido así si tuvierais el más mínimo sentido común.

—Tiene que ser así precisamente porque tengo sentido común.

Bernardina se acercó a ella y la acomodó en los almohadones.

—Estáis muerta de cansancio —dijo—. No debéis agotaros así.

—¿Qué haréis si os vuelven a encerrar, Berni?

—Bueno, si me encierran aquí —y al fin y al cabo eso sería lo más económico— hay cosas peores. ¡Bien que nos divertimos las dos en Pinto, chiquita! ¡Menudo par de presidiadas!

—Sí, ya tenemos experiencia, Berni.

—Entonces, doña Bernardina, deduzco que persistís en no acatar las condiciones de vuestra libertad.

Bernardina le sonrió.

—Así es, Excelencia, me quedo aquí hasta que me saquen a rastras.

Ana estaba encantada.

—¡Ay, Berni! ¡Como en los viejos tiempos! ¡Es como si estuviéramos otra vez en Pinto!

—Pues yo me divertí más en Pinto que en otros sitios. ¿Vos no?

Sonrió y le dedicó una fría reverencia al duque.

—Si no deseáis nada más… —dijo cortésmente.

—Nada más —repuso él lacónicamente en tanto ella se retiraba.

—No comprendo en absoluto este asunto —dijo una vez Bernardina se hubo marchado—. ¿Es porque sois mujeres o porque estáis locas?

—Un poco de cada cosa, Alonso.

Ana se encontraba ahora en verdad cansada. Habían transcurrido casi dos años desde la última vez que había sostenido una conversación tan larga y tan difícil, y todavía se hallaba bajo los efectos de una grave enfermedad. Esperaba que Alonso se marchara pronto. Permaneció inmóvil y en silencio, pero pensando con cariño y con satisfacción en Bernardina. «Tiene estilo…, dentro de su sencillez —pensó—. Con qué tranquilidad y con qué ánimo toma las cosas tal como se presentan, sin dejar de ser fiel a su honradez. ¿Por qué tiene que perder la libertad de nuevo? ¿Y por qué la tengo que perder yo ni ninguna persona honrada? Tengo que esperar encerrada la respuesta a esas preguntas. Que así sea. Puedo hacerlo por mí misma. Que así sea. Voy a dormirme un rato hasta que vengan a yerme los niños».

La habitación estaba en penumbra y el fuego resplandecía. Las flores, violetas y junquillos, esparcían su perfume. Sí, ahora se dormiría; tenía sueño.

Pero Alonso no se marchó.

Permaneció sentado mirando el fuego.

—Alguna gente piensa —dijo—, no sé exactamente por qué, pero lo piensa, que la única condición que le importa realmente a Felipe es la tercera, la que vos no queréis ni discutir. Dicen, por ejemplo el mismo Rodrigo, que si le dijerais al rey que no volveréis a ver a Antonio Pérez, cambiaría todo por completo.

—Estoy de acuerdo —dijo ella.

—¿Podríais decírselo?

—Si eso es lo que quiere, que sea honrado y lo diga.

—¿Y si lo dijera? ¿Y si sólo os pidiera eso?

—Estaría obligada a decirle que no tiene derecho a pedirme tal cosa, o al menos a hacer de ello una condición de mi libertad.

—Pero ¿responderíais que sí o que no?

—Respondería que no.

—Entonces, ¿estáis enamorada de Antonio Pérez? —La voz del duque denotaba sorpresa.

—¿Por qué os cuesta tanto entenderlo, ahora que ya pensaba que lo habíais comprendido? Mi respuesta no tendría nada que ver con estar enamorada.

Alonso sintió cierto alivio. Sabía que tenía razón en cuanto a ese absurdo de la aventura amorosa. La gente era capaz de decir cualquier cosa con tal de hacer un escándalo. Pero ¿qué debía hacer él? ¿Cómo iba a ayudarla ahora?

Ana yacía envuelta en las sombras pensando en Antonio Pérez.

El repiqueteo de los cascos de los caballos llegó hasta sus oídos procedente del patio; los niños acababan de regresar de su paseo. Ana oyó cómo se reía Fernando, un alegre tintineo de campanas.