Capítulo XIII
MANUEL CEREZALES arrojó el muslo de pollo sobre la mesa, y apoyó las manos en los brazos del sillón.
—Conque Julio tenía razón en no fiarse de ti…
—Sí.
—Y Esperanza vio algo extraño en tus ojos.
—No sé lo que pudo ver.
—La traición.
—No, general, no estoy traicionando a nadie. Yo vine a Rinconada por ti.
—¿Por mí?
—En un principio no me importó nada Rinconada. Vine a este lugar de la tierra porque estabas tú. Traje ese carro porque cada milla que dejaba atrás me iba acercando más a ti.
—No te comprendo. Yo no te he visto a ti en mi vida. No sé quién eres.
—Es cierto.
—¿Entonces? ¿Qué es lo que te traes entre manos? ¡Ya sé! Alguien te pagó. Tú eres un aventurero. Alguien te pagó para matarme. ¿Quiénes fueron? ¿Los Aguirre de Matalobos? —No.
—¿Los Menéndez de Fuente del Príncipe?
—No, y no te canses, porque no he sido pagado por nadie.
—Explícame, entonces, por qué me quieres matar.
Fred metió la mano en el bolsillo y arrojó su estuche delante de Cerezales.
—¿Qué es eso, gringo?
—¡Ábrelo!
Cerezales abrió el estuche, y vio la pulsera con brillantes.
—No comprendo nada.
—Era el regalo para mi prometida. Yo había ido a San Luis. Le compré ese regalo. Nos íbamos a casar. Pero fue imposible.
—¿Por qué?
—Por ti.
—¡No entiendo una maldita palabra de lo que estás diciendo!
—Tú mataste a mi prometida, general. Pero no te conformaste con eso. Abusaste de ella.
Cerezales parpadeó.
—Juro que no hice eso. ¡Lo juro!
—No jures.
—No he estado nunca en tu país. ¿Lo oyes? Nunca. Te han contado una historia falsa. —Ella no estaba en mi país. Estaba en México.
Manuel Cerezales no dijo ahora nada. Tenía el ceño fruncido, la nariz arrugada.
—¿Quién era?
—La hija del cónsul de Estados Unidos en El Paso. Helen Denton.
Hubo otro silencio.
Fred sonrió con fiereza.
—¿Ya te acuerdas, general?
El jefe de los bandoleros se mojó los labios con la lengua.
—No fui yo.
—¿No?
—Fue Julio.
—Eres un cobarde.
Cerezales miró el cañón del revólver.
—¡No me mates, gringo!
—Anda, pide por tu vida, suplica. Helen también debió pedir por ella, suplicar, y tú te reíste de sus palabras… ¿Qué encontraste en ella? ¿El orgullo? ¿La vanidad? ¿La ambición? ¿Qué cosa? ¡Habla!
Un hombre dijo desde fuera:
—General, ¿pasa algo?
Fred arqueó el dedo en el gatillo y Cerezales contestó:
—Nada, soldado. El gringo y yo estamos discutiendo.
El rostro de Cerezales estaba lleno de sudor.
—Diez mil dólares, Morgan.
—¡Puerco!
—Pide lo que quieras.
—No salvarás la vida con tu cochino dinero.
Cerezales tragó una bocanada de aire.
—Fue una casualidad… El coche de ella se cruzó en nuestro camino. Fue culpa de tu novia.
Fred le pegó con el cañón del revólver en la cara, justo donde tenía la marca que le dejó María Navas.
Le abrió una grieta de la que manó sangre.
—¡Canalla! Conque fue culpa de Helen… Mataste al cochero, robaste a mi novia, y no te conformaste… La dejaste moribunda. Esa fue tu desgracia. Un viajero la recogió. Pudo oír lo que dijo… Contó lo que había pasado. Y luego no pudo agregar nada, porque murió… Y yo, mientras tanto, estaba en San Luis, pero cuando me enteré hice un juramento. Juré no descansar hasta darte muerte, Manuel Cerezales, general de pacotilla, jefe de bandoleros.
—Te matarán, Morgan. No saldrás de aquí vivo.
—Ya conté con eso, y no me importa. Me conformo con enviarte al otro mundo. Es todo lo que necesito.
Fred oyó pasos en la entrada y apoyó el cañón del revólver en la sien de Cerezales para no fallar.
Y entró María Navas.
Era seguida por Julio, quien a su vez apoyaba un rifle en la espalda de la joven.
—¡No hagas eso, gringo! ¡Tengo a María Navas! ¡La mataré! ¡Dispara sobre el general y la liquido a ella! Luego caerás tú… Tengo a muchos hombres conmigo.
María Navas estaba muy seria.
Sus grandes ojos negros se encontraron con los de Fred.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo ella—. No te preocupes por mí.
Transcurrieron unos segundos y Morgan abrió la mano y su revólver cayó en el suelo. María Navas hizo un gesto de extrañeza.
—¿Por qué no le has matado? ¿Por qué?
Cerezales saltó del sillón y se puso a reír histéricamente.
—Gringo, ¿sabes lo que has hecho?
—Sí. Que fallé.
—Por ella, por María Navas.
—Eso parece.
Julio rió.
—Tuve la corazonada de que quizá el gringo se ablandaría si entraba aquí con ella. —¿Quién la trajo? —preguntó Cerezales.
—Yo —contestó alguien que estaba detrás.
Era el doctor Navarrete.
—Hola, médico —le saludó Cerezales.
—Espero que ahora cumpla, general… Aquí tiene a María Navas. La traje para usted. Debe de levantar el sitio y marcharse a sus montañas. Ya tiene a la mujer que quería. —Me marcharé.
—Celebro que cumpla.
—Más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando la ciudad me haya pagado.
—Eso no fue el acuerdo entre usted y yo.
—Tuve que cambiar de opinión.
Navarrete dio dos pasos hacia Cerezales. Estaba lleno de furia.
—¡No puede cambiar! ¡Un pacto es un pacto! Me dijo que si tenía a María Navas se marcharía. Ya la tiene. Váyase.
—No levantes la voz, doctor.
—¿Qué es lo que persigue ahora?
—Lo que he perseguido siempre. Quiero a la chica y dinero.
—No podemos darle nada, excepto a María Navas. El pueblo está arruinado después de esta guerra.
—Yo no empecé esta guerra. Fuisteis vosotros.
—¿Cómo se atreve a decir eso? Usted la empezó porque quería a María Navas.
—¡Si me la hubieseis dado, no habría habido guerra!
—Nos habría exigido también dinero.
—Sí, es posible, y me habría conformado con un poco. Pero ahora he tenido muchos gastos. Habéis matado a muchos de mis hombres, y el gringo también mató. Todo eso exige una indemnización. Me largaré sin hacer daño a la ciudad, ni siquiera entraré en ella, pero a cambio me tendréis que dar diez mil dólares.
—No tenemos diez mil dólares.
—Los tuvisteis para comprar provisiones.
—Ya los gastamos. No tenemos más.
—Sacaréis diez mil dólares o convertiré a Rinconada en algo parecido a la palma de mi mano —levantó la diestra hacia arriba para que no hubiese lugar a dudas en su comparación.
—Me he fiado de usted.
—Bien hecho, doctor. Sigue confiando y ahorraréis vidas.
—¡Es usted un canalla!
—Cuidado, médico, me puedo cansar de ti.
—¡Un miserable!
—¡Jacinto! ¡Pedro!
Jacinto y Pedro hicieron fuego.
El doctor se tambaleó al recibir las dos balas y cayó de bruces. Levantó un instante la cabeza, quiso decir algo, pero no tuvo fuerzas para ello y hundió la cara en la tierra quedando inmóvil.
María Navas levantó los puños y fue a lanzarse sobre Cerezales, pero Julio la sujetó por la cintura.
—¡Asesino! ¡Criminal! —gritó la joven.
—Déjala, Julio —gritó Cerezales—. ¡He dicho que la dejes!
Su lugarteniente obedeció dejando libre a la joven.
Pero ahora María Navas no dio un paso hacia Cerezales, y fue éste quien echó a andar hacia ella.
—Estás mucho más hermosa así, cuando pareces una fiera. He soñado contigo de día y de noche… He tratado de imaginar el momento que llegases a mi lado. Pero nunca pensé que fuese de esta forma.
Siguió acercándose a la joven y la tomó por los brazos.
Ella trató de desasirse pegando un zarpazo, pero él rió mientras hacía uso de su fuerza para besarla.
Fred saltó sobre Cerezales.
Julio hizo fuego con el rifle.
Morgan sintió un zumbido en su cabeza y cayó de espaldas.
Lo último que pensó fue que se había equivocado, que había hecho un largo viaje para nada, que el hombre que había matado a su prometida quedaría vivo y que sería el dueño de María Navas, y que todo aquello lo había echado a perder por no haber apretado el gatillo cuando tuvo el revólver apoyado en la sien del bandolero.