Capítulo VII

—ESTA noche llegaremos a Rinconada —dijo Fred.

—Y es el noveno día. Ganamos uno en el camino… ¿Qué te parece, Teresa?

—Estáis muy barbudos.

Los dos amigos no se habían afeitado desde que salieron de Los Membrillos.

—Ya habrá tiempo para ponerse de tiros largos —contestó Fred—, si es que no nos atrapan antes,

—¿Quién es ahora el de los negros pensamientos? —repuso la joven.

—Cerezales está al corriente de que hemos salvado todas sus trampas. Nos deben estar esperando.

—Pero Romualdo dijo que aprovecharíamos la noche —habló Martin—. Sólo tenemos que hacer una pequeña fogata y saldrán del pueblo a nuestro encuentro.

—Es posible que Cerezales no sepa lo de la fogata, pero también él estará preparado para darnos la bienvenida.

—Ojalá te equivoques.

—Yo también desearía equivocarme. De todas formas, a partir de ahora, debemos tener más cuidado. Estamos entrando en terreno enemigo. No te separes del rifle, Martin. Nos relevaremos en las bridas de hora en hora.

—Yo también puedo conducir —dijo Teresa.

—Ahora no, muchacha.

—¿Qué debo hacer yo?

—Vigila con tus grandes ojos —dijo Martin.

—¿De verdad te parecen grandes?

—Bastante… ¿No te parece, Fred?

—No es momento para requiebros.

Teresa protestó:

—¿Por qué tienes tan malas pulgas, Fred?

—Porque me interesa llegar vivo a Rinconada.

Ya no discutieron más.

Se había hecho de noche.

Martin se levantó en el pescante.

—¡Veo luces!

—No grites, Martin. Pueden oírnos los bandoleros.

—¡Es en el pueblo…! ¡Ya llegamos!

—Sí, ya llegamos, pero nos liarán saltar si nos descubren.

Fred tiró de las bridas y detuvo el vehículo.

—Rápido, Martin. Hay que ocupar posiciones. Rifle fuera.

Los tres saltaron del carromato y se tendieron en el suelo, junto a las rocas. Levantaron la cabeza y miraron las luces lejanas.

—Es Rinconada —murmuró Teresa—. Lo conozco bien aunque sea de noche. Es un pueblo bonito, con sus calles estrechas, empedradas, su gran plaza con fuentes. Las casas tienen balcones y ventanas llenas de flores. No hay lugar más maravilloso en toda la tierra.

—¿Por qué saliste de Rinconada si te parecía un pueblo tan hermoso? —preguntó Martin.

—Mi tío Francisco se casó con una mujer que me hacía la vida imposible.

—¿Y qué pasó con ella?

—Murió hace' tres meses. Entonces no me pareció bien volver.

—Y te decidiste cuando al dueño del saloon empezaron a crecerles las manos.

—Sí, Martin.

—Silencio —dijo Fred.

—¿Qué pasa?

—He oído un roce, a la izquierda…

—Será el viento.

—No, no es el viento. Lo produjo alguien.

—Algún animal. Deben haber lobos, ¿eh, Teresa?

—Sí, hay algunos, y de noche se aproximan al pueblo.

—Ahí tienes la respuesta, Fred.

—No me satisface. Esperadme aquí.

—¿Adónde vas?

—A dar una vuelta por alrededor.

—Debemos encender la fogata.

—Todavía no.

—Necesitamos la ayuda de esa gente.

—Justo, necesitamos su ayuda, pero debemos evitar que nos cojan.

Fred se arrastró hacia la izquierda por donde había oído el ruido.

Se había separado unos quince metros de sus compañeros cuando oyó un chasquido. Alguien había tronchado una rama. Estaba delante de él, muy cerca, a unos cinco metros. Rodeó una roca y se detuvo viendo brillar algo en la oscuridad. Un revólver.

Se arrojó sobre aquel tipo para pegarle en la cabeza, pero él también hizo ruido al pisar un guijarro.

Su enemigo giró sobre sí mismo y evitó que Fred lo alcanzase con el revólver.

Los dos se trabaron y rodaron por el suelo.

La hoja de un cuchillo corrió hacia la garganta de Fred, pero Morgan atrapó aquella muñeca y la retorció con fuerza.

Su rival dio un gemido y Morgan quedó asombrado. Era una mujer.

Seguro de su superioridad, tiró de ella y la aplastó contra el suelo.

El sombrero mexicano cayó de la cabeza y una melena se soltó.

Los ojos de la mujer eran muy negros, y brillantes como el betún.

—¡Miserable…!

—No se debe jugar con armas, monada.

—Quítate de encima, gringo.

Fred cogió el cuchillo que estaba en el suelo y apoyó la punta en el cuello de la joven: —Quieta o te degüello.

—Eres un asesino…

—Sí, soy un asesino cuando trato de salvar mi vida.

—Cien dólares.

—¿Eh?

—Cien dólares si me dejas libre, gringo.

—¿Dónde está el dinero?

—Te lo daré si me acompañas a Rinconada.

—¿Adónde?

—A Rinconada.

—¿Qué tonterías estás diciendo, muchacha?

—Te juro que es la verdad, pero no se lo digas a tu jefe, ni a tus compañeros. Tú y yo iremos a Rinconada y recibirás el premio.

Fred arrugó el ceño.

—¿A quién se la quieres pegar?

La joven levantó la barbilla clavándosela en el vientre.

Morgan cayó hacia atrás.

Entonces ella lanzó un rugido mientras se lanzaba sobre él.

Tenía una piedra en la mano.

Fred apartó la cabeza y eso lo libró de que la joven se la rompiese. Luego pasó otra vez a la ofensiva y golpeó con el filo de la mano en la clavícula de la joven.

Ella soltó un chillido y de nuevo se derrumbó en el suelo.

En aquel momento Fred oyó la voz de Martin:

—Eh, Fred, no está bien pelear entre compañeros.

—¿Qué?

—Ella es María Navas.

—¿Cómo lo sabes?

Martin apuntó a sus espaldas. Apareció un mexicano por detrás de Martin:

—Bien venido a Rinconada, señor Morgan. Soy Sebastián Morales… María Navas y cinco hombres, entre los que me encuentro yo, salimos a recibirlos.

Fred clavó los ojos en la joven, la cual se había sentado en el suelo.

—¿Por qué no me lo dijiste, María?

—¿Me diste tú tiempo, gringo? —repuso la joven furiosa.

—Soy Martin Curtis —se presentó el rubio.

—Tanto gusto, Martin.

—Y ésta es Teresa Sepúlveda.

—Ya conozco a Teresa.

—¿Cómo estás, María?

—Ya lo ves, vapuleada. Me duele todo el cuerpo después de que este bruto me puso las manos encima.

Fred rezongó:

—¿Quieres que te presente mis excusas por no haber permitido que me clavases el cuchillo?

Sebastián Morales intervino:

—Señores, nos están esperando en Rinconada. Este es un sitio peligroso y nos debemos de ir cuanto antes.

De pronto sonó un estampido y uno de los hombres que había acompañado a María Navas cayó en el suelo herido de muerte.

Los demás se tendieron en el suelo.

Fred cayó al lado de María.

—Es tu culpa —dijo él.

—¡La tuya!

—Tú fuiste la que armaste el jaleo con tus lamentos.

—Yo no me lamento, gringo.

Sebastián Morales dejó oír su voz:

—Estáis dando la mejor pista a los hombres de Cerezales.

Los dos jóvenes guardaron silencio.

—Hay que escapar —dijo Sebastián—, En un momento estarán aquí los bandoleros de Cerezales y nos prenderán.

—Era lo que faltaba —dijo Martin Curtis—. Viaja durante diez días haciendo frente a toda clase de obstáculos, para entregar la mercancía a tus enemigos…

Empezaron a disparar desde la ladera.

Fred hizo también fuego y los demás lo imitaron.

Se oyeron gritos de muerte.

—Morgan, sube al carro con tus compañeros —dijo Sebastián—. Nosotros os cubriremos.

—No podemos dejaros aquí.

María dejó oír su voz:

—Salimos para daros protección.

—Ya lo has oído, Morgan —dijo Sebastián—. Nos fue asignada una misión, y debemos cumplirla como vosotros cumplisteis la vuestra.

—¿Y ella?

—Yo me quedo —contestó María—. ¿O eres que soy una mujer llena de miedo? También lucho contra Cerezales.

—No sigas. Te quedas y se acabó… Teresa, Martin.

Corrieron hacia el carro.

Otra vez dispararon desde las rocas.

Fred movió las bridas y el vehículo se puso en marcha hacia Rinconada.

Los disparos se intensificaron, pero María, Sebastián y sus demás compañeros replicaron también con balas.

—No está mal la chica, ¿eh, Fred? —dijo Martin.

—Demasiado impulsiva.

—¿No te gustan así?

—Me gustan femeninas.

—Después de todo, ella es una mujer.

—No lo sé.

—¿Que no lo sabes? La tuviste demasiado cerca para no notarlo.

—Deja ya de hablar de eso.

En aquel momento oyeron una cabalgada.

—¿Quiénes son? —preguntó Fred.

Martin asomó la cabeza y dijo:

—La chica poco femenina y sus compañeros.

Efectivamente, María pasó junto al carromato:

—¡Date prisa, Morgan…! ¡Vienen detrás de nosotros!

Fred fustigó el tronco y éste emprendió una carrera más veloz.

Sebastián avanzó:

—¡Están encima de nosotros, Morgan!

—¡Disparen!

—Resulta peligroso. Podemos herir a nuestros hombres.

Los bandoleros hicieron fuego y dos de los compañeros de María se derrumbaron de la silla.

—Coge las bridas, Teresa —dijo Fred—. Tengo que enseñarles a estos mexicanos cómo se dispara.

Se descolgó por el pescante, y, revólver en mano, empezó a disparar hacia los perseguidores.

En un momento, tres de ellos dejaron de correr porque cayeron en la tierra dando vueltas, alcanzados por las balas.

Minutos después, entraron por la calle principal de Rinconada.

Los defensores habían hecho un hueco en la primera barricada, pero apenas pasó el vehículo y los jinetes, lo cerraron otra vez.

Martin rió mientras se pegaba palmadas en los muslos.

—¡Lo conseguimos, Fred…!