Capítulo V
—CHICOS —dijo el tipo que parecía el jefe del grupo—, llegamos a tiempo para ver la gran pelea entre los dos gringos… Hubo un ganador, y a él le vamos a dar el primer premio.
Sus dos compañeros asintieron.
—Un momento —dijo Fred—, estábamos peleando porque me querían obligar a ir a cierto pueblo de las montañas. Yo no quería hacer ese viaje.
—¿No?
—Me convencí de que lo mejor era quedarme.
—¿Y quién te convenció, gringo?
—Mi sentido común.
—Después de haber matado a cuatro de mis amigos.
—No sé de qué estás hablando.
—De los cuatro hombres que matasteis en la posada de Pancho Martínez.
—Los matamos en legítima defensa porque nos querían robar.
Fred le estaba dando cuerda al trío para que Martin se recuperase. Veía al rubio en mejores condiciones para dirigir aquel concierto. ¿No había sido él, Fred, quien le salvó la vida en el establo de la posada? Ahora el rubio tema que responder con la misma moneda.
El jefe del trío sonrió enseñando unos dientes desdentados. Había reparado en la muchacha.
—Muchachos, vamos a ganar mucho en este negocio. Los quinientos dólares que prometió Manuel Cerezales por deshacer este negocio, y la chica.
—No estoy en venta —contestó Teresa.
—Les pegaste el soplo a esta gente.
—No dije nada.
—¿Crees que no te recuerdo? Nos viste en el saloon. Fuiste con el cuento a ellos.
—Yo no los conocía hasta llegar a este almacén.
—No te sirve, muchacha. Los liquidamos a ellos y te vienes con nosotros. Yo me ocuparé de darte el mejor trato.
—¡No consentiré que me pongas una mano encima!
—No, una no, van a ser las dos, y algo más.
Martin seguía boca abajo como privado de conocimiento, y, de pronto, de su mano derecha empezó a salir plomo.
Fred lo secundó, y para ello, primero tuvo que cambiar de lugar.
Los tres hombres de Cerezales cayeron en el suelo con mucho plomo en el cuerpo, y ninguno de ellos se quejó. Los tres estaban muertos.
Martin se levantó.
—Bien, Fred, no hay por qué pelear más. Tú ganaste. Serás el jefe.
—Gracias. Eres muy amable.
Teresa se enfrentó con Fred:
—Entonces, ¿no me llevan?
—Lo siento, Teresa, pero ya ves lo que está pasando. Esto está que arde.
—Ya no queda ningún hombre de los cinco.
—Ese tipo contrató a dos extras y, por tanto, han podido decirlo a muchos. No, Teresa, este no es un viaje de placer.
La joven dio media vuelta y salió del almacén.
El almacenista King pegó un grito:
—¡Me ha estropeado un saco de harina! ¡Tendrán que pagarlo!
—Sí, señor King —asintió Romualdo—. Cobre también el saco de harina. Y, ustedes, por favor, si ya han terminado de discutir, ¿por qué no cargamos los carromatos?
* * *
Habían viajado toda la noche.
Era de día y se detuvieron a almorzar junto a un riachuelo.
Cada uno de ellos conducía un carro.
—Saca tú el tocino y el café, Martin —dijo Fred Morgan.
—A la orden, mi general —repuso el rubio con ironía. Se metió en su galera y apartó uno de los sacos. Se quedó inmóvil. Acababa de descubrir unos pies.
Tiró del revólver.
—Sal de ahí.
Los pies se movieron.
Martin vio unos pantalones de hombre.
—Conque un espía, ¿eh? Yo te voy a dar lo tuyo. Tras de las piernas apareció una camisa a cuadros.
Y la camisa contenía un busto de mujer.
Era Teresa.
—Muchacha, ¿qué haces aquí?
—Ya lo puedes suponer.
—Conque quieres viajar gratis.
—Mis diez dólares siempre están a vuestra disposición.
—Eres una testaruda.
—Tienes que ayudarme, Martin…
—¿Ayudarte?
—Soy una mujer comprensiva —sonrió la joven y se le formó un hoyuelo en cada mejilla.
Se acercó a Curtis y le puso una mano en el cuello:
—Martin, me enamoré de ti al primer golpe de vista.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Porque eres alto, guapo, varonil…
—Tu sueño de hombre, ¿eh?
—Eso es. Mi sueño de hombre.
—Entonces, ¿qué estás esperando para besarme?
—Oh, sí, perdona.
Teresa lo besó con los labios muy cerrados.
Martin se echó a reír y ella se apartó:
—¿Qué pasó, Martin?
—Que si tú me la pegases, me echaría de cabeza a ese río.
—No seas estúpido…
—No soy estúpido, y por eso te he visto venir.
—¿No crees en mi amor?
—Claro que no. ¿Por quién me tomas? ¿Por uno de esos palurdos que se encandilan en cuanto te ven un trozo de tobillo?
Se abrieron las lonas de la parte trasera y apareció Fred Morgan:
—Ya decía yo que tardabas demasiado… Conque ésta es la trampa, Martin… Te tenías que salir con la tuya.
—Hablas demasiado, Fred. No sabía que ella viajaba aquí.
—Eso no te lo creeré ni aunque me lo jures sobre la Biblia.
—Díselo tú, muchacha.
Teresa inspiró profundamente y su blusa resaltó mucho el contenido:
—Martin y yo nos queremos, Fred.
—Enhorabuena. Viva los novios…
—¡No lo digas con ese tono! —repuso Teresa—. ¿Conoces algo más hermoso que el amor?
—Sí, conozco algo más hermoso que el amor… La muerte.
Martin estaba observando a Teresa con los ojos entornados. Dejó el revólver en la funda y se abalanzó sobre ella.
—Eh, ¿qué vas a hacer? —gritó Teresa.
—Te quiero… Te quiero —gritó Martin y la enlazó por el talle y la atrajo hacia sí besándola furiosamente en la boca.
La joven empezó a gruñir porque se estaba ahogando.
Al fin, Martin la dejó porque también tenía que respirar.
Teresa se tambaleó cayendo de espaldas. Se quedó de rodillas y arqueó las manos como auténticas zarpas y gritó mientras sus ojos despedían llamaradas de ira:
—Manazas, ¿qué es lo que has hecho?
—Amor mío, no sabes cuánto te he echado de menos mientras conducía en el pescante. Pero ahora ya estamos juntos, y nada ni nadie será capaz de separarnos. Ni siquiera el jefe Fred.
Atrapó otra vez a la joven, esta vez por la muñeca, pero ella no se dejó y lo agarró por el cuello.
Los dos rodaron en el interior del carromato, forcejeando, él por besarla, ella por impedir ser besada:
—¡Socorro…! ¡Fred, ayúdame…!
—El amor intenso siempre ha sido violento —dijo Morgan filosóficamente.
—¡Que me besa…! ¡Que me besa…!
—Te quiero, dulzura, y tú me quieres… —decía Martin—. Te adoro y tú me adoras. Te idolatro y tú me idolatras…
—¡Te odio y quiero que tú me odies!
—Eso nunca —dijo Martin.
La joven se valió de las rodillas para apartar a Curtin lejos de sí. Luego corrió a gatas hacia Morgan:
—¡Fred, ayúdame!
—Ya lo dijiste.
—¡Pero no has hecho nada por quitarme de encima a este sátiro…!
—No lo hice, porque según tu historia, debes de estar acostumbrada a librarte de ellos. —Claro que lo estoy. Pero, infiernos, una no ha nacido para, ir siempre a zarpazo limpio.
Martin también se arrodilló y respiró entrecortadamente:
—Cariño, ¿por qué te quejas si soy el hombre de tus sueños?
—¡Vete al infierno!
—¿Estás convencido ya, Fred?
—Sí, estoy convencido de que no eres el hombre de sus sueños.
Teresa sollozó.
—¡Estoy sola! ¡Sola en el mundo!
—Claro que estás sola —gritó Martin—. Eres un cactus. Se acerca uno a ti y pinchas.
La joven lloró a lágrima viva:
—¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mí?
Martin la señaló con el dedo;
—¡Ya estás saliendo de mi carro!
—¿Y qué voy a hacer?
—Volver a Los Membrillos a pie.
—¡Estamos muy lejos!
—Ya sé que estamos muy lejos. Y por eso te aconsejo que lo tomes con calma.
—¿Vais a ser capaces de dejarme volver?
—Nadie te dijo que vinieses.
—Puedo servir de mucho.
—Como mujer no sirves.
—Puedo cocinar. He trabajado cerca de un año en el saloon como cocinera. Y sé hacer platos como para chuparse los dedos…
Martin se rascó detrás de una oreja:
—Ni siquiera sabemos si es verdad.
—Ponedme a prueba.
—¿Qué dices tú, Fred?
—Seguro que tú como cocinero eres una calamidad, ¿eh, Martin?
—Lo soy.
—Y yo también.
—Entonces tenemos que darle una oportunidad a Teresa.
—Eso creo yo.
La joven sonrió mientras se secaba las lágrimas:
—Os agradezco la oportunidad…
Media hora más tarde, Teresa sirvió los platos. Tocino y huevos fritos.
—No está mal —dijo Fred.
—¿Puedo repetir? —preguntó Martin.
—Ya lo previne —sonrió la joven y le sirvió otra ración.
—Por mí quedas admitida.
La joven miró a Fred esperando su respuesta:
—Es una locura. No me gusta.
—¿Qué no te gustan mis huevos fritos?
—Los huevos fritos sí, y el tocino también. Lo que no me gusta es que viajes con nosotros, Teresa. No sabemos hasta dónde podemos llegar —Fred miró las cumbres. —Apuesto a que llegamos a Rinconada sin que nadie nos haya molestado.
En aquel momento sonó un disparo de rifle y una bala aulló en busca de carne humana. Martin dio una vuelta sobre sí mismo y cayó en el suelo hundiendo la cara en el plato. Los huevos reventaron y su rostro se manchó:
—¡Mira lo que han hecho…! ¡Malditos bandoleros…!
Sonaron otros dos disparos, y las balas repiquetearon en la roca cercana.
Entonces Martin se fijó en Fred y vio que estaba junto a Teresa.
—¿Lo oyes, Teresa? —dijo Fred—. Ya nos molestan. Se oyó una risotada en la montaña y una voz dijo: —Eh, pájaros, aquí es costumbre invitar al desayuno. —De acuerdo, muchachos —contestó Fred—. Venid aquí y os daremos un bocado.
—Somos muchos. Seis. Seguro que no os gusta tanto invitado.
—Madre mía —gimió Martin—. Seis nada menos… ¿Qué hacemos ahora, Fred?
—Salir del apuro.
—¿Cómo?
—Huyendo.