Capítulo II

UNO de los bandidos mexicanos, el del gran bigote, gritó hacia la cocina:

—¡Salgan todos de ahí y con las manos en alto!

Salió Mercedes y detrás de ella el dueño, Pancho Martínez, el cual gritó:

—¿Otro asalto, Juanjo?

—Sí, Pancho. Pasamos mucha necesidad.

—¡Vinisteis aquí la semana pasada…! Correrá la voz de que me asaltáis cada siete días y no vendrá la gente a mi negocio… ¡Será mi ruina!

—Silencio, Pancho, o te hago un agujero en el ombligo.

Pancho Martínez se cubrió la boca con las manos.

El mexicano del grueso mostacho habló a su compañero:

—Anda, José, recoge los donativos de los señores.

José era más joven que Juanjo. Siempre con el revólver en la mano, se encaminó hacia el fondo de la sala. Allí estaban el gordo y el tipo con aspecto de tahúr.

—El dinero y los objetos de valor, señores, pero tengan cuidado con lo que hacen. Hagan los movimientos justos.

El gordo se apresuró a sacar la cartera y deshojarla de billetes.

—¿Cuánto hay ahí? —preguntó José.

—Unos doscientos dólares. Es el dinero que necesitaba para llegar a México.

—En México por este tiempo llueve bastante. Le' conviene regresar a su país, gringo. —Es lo que haré.

—El reloj.

—Aquí lo tiene.

—Y el anillo.

—Es un recuerdo de mi padre.

—¿Cuándo murió su padre?

—Hace veinte años.

—Pues ya lo llevó demasiado tiempo. Deje que sea yo ahora quien presuma de anillo. —No puedo sacarlo del dedo…

—Sáquelo o le arranco el dedo.

—Sí, señor, ahora mismo me lo saco.

El gordo empezó a hacer esfuerzos para sacarse el anillo.

Juanjo, el que se había quedado en la puerta, hizo un disparo.

El tahúr recibió la bala en la cabeza y se desplomó de la silla. Un «Derringer» resbaló de sus dedos. Lo había sacado de la manga.

—José —dijo Juanjo—, eres un estúpido. Ese tipo intentó matarte aprovechando tu discusión.

José pegó con el cañón del revólver entre los dos ojos del gordo.

Este chilló:

—¿Por qué me pega…? ¡Estoy obedeciendo…!

El golpe le había producido una grieta en la frente, la cual empezó a sangrar en abundancia.

—Tú fuiste el culpable de que me distrajese. Saca el anillo inmediatamente.

—Me doy toda la prisa que puedo.

Logró sacar el anillo y lo dejó sobre la mesa.

—¿No te queda nada de valor? —preguntó José.

—No, señor…

—¿Estás seguro?

—Claro que lo estoy.

—Vete desnudando, gordo.

—¿Qué?

—Que te quedes en paños menores.

—¿Para qué?

—Para ver si guardas algo. He dicho que te desnudes mientras desplumo al hombre de la cara bronceada. Date prisa.

—Sí, señor —dijo el gordo, y se puso en pie para desnudarse.

José se acercó a la mesa donde se encontraba Fred Morgan.

—Usted, gringo, ya conoce el sistema. Saque su dinero y los objetos de oro, plata… —¿Bisutería?

—Sí, también bisutería.

Morgan metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera. La examinó con parsimonia, chasqueó la lengua y dijo:

—Tiene mala suerte.

—¿De veras?

—No tengo dinero.

—¿Y con qué iba a pagar lo que está comiendo?

—Con dos dólares.

—¿Dónde los tiene?

—En la bota.

—Sáquelos.

Fred Morgan metió la mano en la bota izquierda y puso sobre la mesa dos monedas de a dólar.

—Saque el reloj.

—No uso reloj.

—¿Y cómo sabe la hora?

—Me guío por el sol.

—Habló de bisutería, gringo. ¿Qué es lo que lleva de bisutería?

—Una pulsera.

—Quiero verla.

Morgan sacó un estuche del bolsillo de la chaqueta.

—Abra eso, gringo.

Fred abrió el estuche y ante los ojos de José apareció una hermosa pulsera de oro y brillantes.

—Conque bisutería, ¿eh…? Madre mía, tenías que verlo, Juanjo.

—¿Buena?

—De lo mejor. Vale lo menos quinientos dólares.

—Dos mil quinientos —le corrigió Fred Morgan.

José encanutó los labios y lanzó un silbido.

—¿Has oído, Juanjo? Dos mil quinientos dólares por estos pedruscos. Tu corazonada fue buena. Hoy hemos hecho el día.

La voz de Fred Morgan sonó ronca:

—Les aconsejo que dejen la pulsera.

—¿Qué ha dicho?

—Que no se deben llevar la pulsera.

—¿Por qué?

—La necesito.

—Claro. Todos necesitamos el dinero, y una pulsera como ésa vale mucha plata.

—Para mí tiene otro valor.

—Un recuerdo de familia como el anillo del gordo, ¿eh?

—Algo así.

—Pues se quedó sin la pulsera como el gordo se quedó sin el anillo.

—Yo no haría eso.

Juanjo gritó:

—Coge la pulsera y apártate, José. Voy a meter una bala por la boca de ese gringo.

—Sí, Juanjo —sonrió José—. Creo que se la debes meter por la boca por decir lo que ha dicho.

José cogió el estuche con la pulsera y se apartó de la mesa.

De repente, empezaron a disparar desde la ventana.

Era el rubio Martin Curtis.

Juanjo, el de los mostachos, salió impulsado hacia atrás, porque estaba recibiendo mucho plomo.

José fue a disparar contra Morgan, pero éste saltó de la pared, y después se derrumbó. Las balas de José se clavaron en la mesa y en la silla.

Fred Morgan disparó al quedar de bruces.

El plomo atravesó la garganta de José y lo lanzó contra la pared, y después se derrumbó. En la posada se hizo un silencio que fue interrumpido por un grito lanzado por el cliente gordo. Se desmayó.

El rubio Martin entró por la ventana. Tenía una sonrisa en los labios.

—Morgan, ahora te salvé yo.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Probablemente me habría librado de los dos.

—No habrías podido hacer nada contra los dos al mismo tiempo. Estabas listo. Reconócelo. Te salvé la vida.

—Está bien. Me salvaste la vida. Quedamos en paz —se dirigió a la joven—: Mercedes, quiero dormir unas horas.

—Sube la escalera. Puedes ocupar la segunda habitación.

—Gracias.

Fred Morgan caminó hacia el cadáver de José. Se agachó y le quitó el estuche de la mano, guardándolo en el bolsillo. Luego continuó su camino y subió por la escalera, desapareciendo en la habitación que Mercedes le había destinado.

Una vez en el interior del cuarto, se descalzó y se tendió en la cama. Encendió un cigarrillo.

La puerta se abrió sin que llamasen. Era Martin Curtis.

—Un país extraño este México, ¿eh, Fred?

—Sí, bastante extraño.

—¿Es la primera vez que vienes por aquí?

—La primera.

—Yo he estado muchas veces en México… Hay hermosas mujeres.

—Ya he; visto a Mercedes. Un buen ejemplar.

—Las hay mejor que Mercedes, y tú puedes elegir, o variar si te gusta cambiar… A ocho días de aquí hay un pueblo llamado Rinconada. Su nombre le viene de las montañas en que está enclavado… Por esos lugares hay un bandolero. ¿No lo sabes? En México es raro el sitio en donde no hay bandoleros. Es algo que forma parte del paisaje. El bandolero que se encuentra cerca de Rinconada tiene sitiado al pueblo… Pero no puede tomarlo porque perdería muchos hombres. Quiere rendirlo por el hambre… Cuando eso ocurra, el bandolero se vengará de la población. Hay gente rica allí. Tendrán que pagar mucho oro al bandolero… Un hombre escapó de Rinconada, y está tratando de convencer a alguien para que lleve allí un par de carros con alimentos. Ese hombre pondrá el dinero que se necesita para hacer las compras, y también pagará dos mil dólares limpios a las personas que logren llevar a Rinconada los dos carros cargados de alimentos y algunos rifles. Tratándose de dos tipos, salen cada uno a mil dólares de beneficio.

—¿Ya terminas?

—Tú y yo podemos hacer este negocio.

—Búscate a otro. Ya te lo advertí. Lárgate.

—Es la última vez que te lo digo, Fred… Creí que podrías ser mi amigo, pero ya veo que eres un tipo testarudo. Te he visto manejar el revólver y lo haces bien. Por eso no quería buscar otro. Eras el sujeto más adecuado para llevar los carros a Rinconada. Pero descuida, te voy a dejar en paz… Que duermas tranquilo. No podré hacer el negocio, y ese bandolero de Manuel Cerezales se saldrá con la suya.

Martin abrió la puerta para salir.

—Espera un momento… —dijo Morgan—. ¿Qué nombre has dicho?

—Rinconada.

—El bandido.

—Manuel Cerezales.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. ¿Qué pasa? ¿Lo conoces?

—No, no lo conozco… ¿Dónde está el tipo del dinero que te propuso el negocio?

—Vendrá aquí.

—¿Cuándo?

—Mañana al amanecer.

Fred sacudió la cabeza.

—Iré contigo, Martin.

Curtis parpadeó.

—¿Por qué has cambiado de opinión…? No, no me lo digas. Fue el nombre del bandolero.

—No hagas preguntas.

—¿Por qué no he de hacerlas? Vas a ser mi socio.

—No quieras conocer la historia de mi vida porque vamos a ser socios. Y escúchame bien. En cuanto terminemos el negocio, se acabó. Tú te vas por un lado y yo por otro.

—De acuerdo, gran hombre… Hay que levantarse temprano. A las seis llegará aquí Romualdo, el mexicano que nos contrata.

—Estaré abajo a las seis.

Curtis salió de la habitación.

Había empezado a oscurecer y poco después se hizo de noche.

Fred Morgan estaba a punto de dormirse cuando oyó que se abría la puerta.

La oscuridad se había adueñado de la habitación.

—¿Quieres dejarme en paz, Martin?

—No soy Martin, tonto… Soy Mercedes.