Capítulo VIII
EL alcalde de Rinconada se llamaba Norberto Gutiérrez, y había asumido la defensa del pueblo. Era un hombre gordito de cara simpática.
Estrechó la mano de Fred y de Martin.
—Señores, ustedes acaban de hacer algo que nosotros difícilmente olvidaremos. —Resultó emocionante —dijo Martin Curtis.
Fred hizo un gesto afirmativo.
—Sí, señor alcalde, Martin y yo somos un par de tipos que no lo pasamos bien si no tenemos detrás alguien que nos pise los talones.
Las palabras de Fred fueron coreadas con risas.
El alcalde vio a Teresa:
—¿Tú también aquí?
—La trajimos como mascota —contestó Martin.
La joven corrió hacia un hombre que había salido de entre los ciudadanos:
—¡Tío Francisco!
—Hola, Teresa.
El la abrazó y la besó.
—No contaba conque vendrías…
Romualdo se acercó también.
—Caramba, Romualdo —dijo Martin—, te creíamos todavía lejos de Rinconada.
—Ya os advertí que estaría aquí a vuestra llegada.
—¿No hablaste con el capitán Esquivias?
—Sí, y por eso pude regresar más pronto. El resultado fue negativo. El capitán Esquivias no quiere correr ninguna aventura.
El alcalde sacudió la cabeza pesaroso.
—Señores, debemos valernos de nosotros mismos para libramos de Manuel Cerezales. Un hombre de unos cincuenta años intervino con voz agria:
—Esto es una locura… Lo he dicho desde un principio.
—¿Quién es, alcalde? —preguntó Fred.
—Don Gumersindo Navarrete…
—¿Y por qué está en contra?
—Que le conteste Gumersindo.
—Lo haré con mucho gusto —dijo el aludido—. Señor Morgan, ¿sabe cuántos muertos hemos tenido desde que Manuel Cerezales inició su ataque contra Rinconada?
—No tengo idea. Dígamelo usted.
—Veinte muertos. Y puedo decirle también el número de heridos. Cincuenta. Una docena de ellos están muy graves.
—Hemos venido a echar una mano.
—Sí, ya sé que ustedes han traído alimentos, medicinas, y puede que hasta rifles.
—Sí, también hemos traído rifles de buena calidad.
—No servirá de nada.
—Creo que el alcalde opina de distinta forma que usted, señor Navarrete.
—Es absurdo resistir contra alguien que es superior a nosotros.
—¿En qué es superior Cerezales?
—En todo. En hombres, en armas, y, sobre todo, en destreza para usar el rifle. Usted debe saber la diferencia que existe entre un rifle y un «Colt».
—Lo sabe un chiquillo, señor Navarrete. El rifle tiene mayor alcance.
—Es el arma preferida de los bandoleros. Ellos nos tienen a tiro, y nosotros difícilmente los podemos alcanzar, porque tenemos revólver o no sabemos usar el rifle. Cerezales y sus bandoleros pueden estar aquí semanas, meses, hasta que Rinconada caiga en sus manos como un fruto maduro. Ahora tenemos alimentos, pero dentro de unas semanas volverán a escasear. ¿Qué hará entonces, señor alcalde? ¿Mandará otra vez a Romualdo en busca de dos aventureros que quieran traernos lo que necesitamos…?
—Si eso llega a ocurrir no vacilaré en mandar de nuevo a Romualdo en busca de provisiones, de medicinas y de armas…
—¿Hasta cuándo podremos seguir así, señor alcalde?
—Hasta que venzamos.
—¡No podemos vencer…! Llegará un día en que tendremos que rendirnos, y entonces, la venganza de Cerezales será horrible.
En aquel momento avanzó María Navas hacia el grupo:
—¿Qué está diciendo, señor Navarrete? ¡Es usted un cobarde al expresarse de la forma en que lo hace!
—María, no te consiento un insulto.
—Usted está insultando a todos y se lo toleramos…
—Tú eres la culpable.
—Ya suponía que diría eso.
—Debiste conformarte con irte con ese bandolero.
—¿Cómo puede decir eso?
—Te debiste sacrificar por tu pueblo.
—No lo podía soportar.
—Quieres ser una heroína…
—Sólo soy una ciudadana de Rinconada que quiere defender a su pueblo contra los bandoleros…
—Pudiste defender mejor a tu pueblo.
—Oh, sí, dejando que ese hombre pusiese sus manos sobre mí. El me habría convertido en su favorita. Dígalo, señor Navarrete. Yo debía conformarme, sentirme satisfecha de que Cerezales me hubiese preferido a otras…
Navarrete se mojó los labios con la lengua. Buscó la ayuda de alguien con la mirada, pero nadie se la dio.
Entonces giró sobre sus talones y se fue de allí.
María todavía lo apuntó con el dedo gritando:
—¡No vuelva a hablar de rendición, señor Navarrete! ¡No lo vuelva a decir o le daré el castigo que merece!
El alcalde dio unas palmadas en la espalda de la joven.
—Tranquilízate, María.
—Señor Gutiérrez, ese hombre me crispa los nervios.
—Nos los crispa a todos, pero hemos de contenernos.
Martin Curtis se echó a reír.
—Eh, tienen ustedes el problema porque quieren… ¿Por qué no sueltan a Navarrete para que se reúna con Cerezales?
—El señor Navarrete no quiere a los bandoleros.
—Pues lo demuestra muy mal. ¿Están seguros de que no se entiende con Cerezales?
—Estamos convencidos de que no. Pero hay otra razón para que no podamos prescindir del señor Navarrete.
—¿Cuál?
—Es nuestro doctor.
—¿Eh?
—Sí, señor Curtis, Navarrete es el único médico con que contamos en Rinconada. —¿Cumple con su deber?
—Hasta ahora lo ha hecho. Ningún herido o enfermo tiene queja de su trato.
Romualdo cambió de tema:
—Amigos, creo que necesitaréis un descanso.
—Sí —contestó Fred—, y te aseguro que lo ganamos bien.
* * *
Habían sido alojados en la casa del alcalde.
Una criada los acompañó hasta el dormitorio, una habitación que podía cobijar a dos huéspedes porque contaba con dos camas.
Fred se reservó la que estaba más cerca del balcón.
Se quitaron las botas y se tendieron en el lecho.
—Fred —dijo Martin.
—¿Sí?
—¿No crees que ya va siendo hora de que me lo digas?
—Eres un buen socio. Puedes estar tranquilo. Estoy contento de ti.
—No me refería a eso, sino al motivo de tu viaje.
—Tuve el mismo que tú: los mil dólares.
Martin se echó a reír.
—No me puedes engañar.
—¿Otra vez vas a repetir lo de mi reacción cuando nombraste a Manuel Cerezales?
—No hace falta, puesto que tú lo dices. Además te traicionaste al llegar.
—¿En qué me traicioné?
—En que debiste pedir el dinero.
—Tú tampoco lo pediste.
—Estaba esperando que le recordases al alcalde los quinientos dólares que nos deben a cada uno. Pero no lo hiciste. ¿Por qué? Porque te interesa quedarte aquí.
—¿Ya acabaste, talento?
—Lo lógico es que hubieses pensado en largarte cuanto antes. Nuestra misión consistía en traer la mercancía y se acabó.
—Está bien, Martin. Ahí va… Vine a matar a Cerezales.
Curtis se enderezó en la cama.
—¿A matarlo?
—Sí.
—Eso quiere decir que tú y él os conocéis.
—No, no lo he visto en mi vida.
—¿Por qué lo vas a matar entonces?
—Ya terminó el interrogatorio.
—Contesta, Fred. ¿Por qué lo quieres matar?
—¡Te dije que es asunto mío!
—Estás mal de la cabeza. ¿Cómo vas a matar a Cerezales?
—Lo mataré, aunque sea lo último que haga en esta vida. Y ahora déjame en paz. Quiero dormir.
—De acuerdo, genio. Duerme todo lo que quieras. Pero no trates de pedirme ayuda. ¿Lo entiendes?
Fred contestó sin moverse:
—Ya te dije que la sociedad terminaba cuando terminase el negocio. Por mí puedes hacer lo que quieras. Hasta casarte.
—¿Y con quién, si puede' saberse?
—¿Con quién va a ser? Con Teresa.
—¿Teresa? ¿Qué le he hecho yo a Teresa para merecer eso?
—No conoces ni tus propios sentimientos.
—¿Y tú los conoces?
—Estás enamorado de ella.
Martin soltó una carcajada.
—Es lo más gracioso que he oído en mi vida.
—Correcto. Continúa riendo. Pero sal al pasillo. Yo necesito silencio para dormir.
Al cabo del rato, se dio cuenta de que Fred estaba durmiendo y también decidió dormir él.
Fred Morgan era víctima de una pesadilla.
—¡No, Helen, no…! ¡No te acerques más…! ¡Déjalo, Helen…! ¡Echa a correr…! ¡Corre…! ¡Tienes que correr…!
Se levantó bruscamente. Miró a Martin y lo vio sentado en la cama.
—¿Qué pasó, Martin?
—Tu chica.
—¿Mi chica?
—Dijiste que yo tenía una: Teresa. Tú tienes otra.
—Te equivocas.
—Puedo decirte su nombre: Helen.
Fred apretó los maxilares y su cara adquirió dureza.
—¿Hablé de ella? —preguntó con voz ronca.
—Sí.
—¿Qué dije?
—Sólo le pedías que corriese.
—¿Nada más?
—Nada más.
Fred se tendió otra vez en la cama.
—Oye, Fred —dijo Martin.
—¿Qué?
—¿Por qué no me cuentas la historia completa?
—Vete al cuerno —Morgan le volvió a dar la espalda.
—Está bien, gran hombre. Si tienes problemas, resuélvelos tú solo. Pero recuérdalo cuando me necesites…