Capítulo III
YA había amanecido.
Las saetas del reloj estaban a punto de marcar las seis de la mañana.
Martin Curtis estaba abajo, haciendo un solitario sobre la mesa.
Mercedes bajó por la escalera, cantando.
—Eh, chica —dijo Curtis—, ¿qué te pasó? Te estuve esperando en mi habitación, y me cansé tanto de esperar que me dormí como un tronco.
—Ya lo noté.
—¿Que lo notaste?
—Te zarandeé, y al ver que no despertabas, me fui a dormir yo también.
—¿Me zarandeaste? No noté nada.
—Ya te dije que estabas dormido.
Fred Morgan bajó la escalera silbando la misma canción que había cantado Mercedes. Martin frunció el ceño y observó alternativamente a los dos jóvenes.
—¡Mercedes! —gritó—. ¡Eso no se hace conmigo!
—No sé de qué me hablas, dormilón —dijo la mexicana y se metió en la cocina. —Buenos días —dijo Morgan.
—Deberías decir mejor buenas noches.
—No te entiendo.
—No me gusta tu aire de mosquita muerta. Conque ahora sales con ésas, ¿eh, Fred? Entérate bien de esto: No consiento que me quiten mis mujeres…
—¿Con cuántas estás casado?
—¿Eh…? ¿Cómo?
—¿Quizá eres mormón?
—No soy mormón. A decir verdad, no estoy casado con ninguna.
—Entonces, no protestes.
—No te atrevas a sermonearme. Yo también tengo dos buenos puños, y sé usar el revólver. Te lo probé ayer.
Fred se echó a reír.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó Martin desabridamente.
—Me estás demostrando que mi actitud es la buena.
—¿A qué te refieres, ahora?
—A lo de formar sociedad. Nunca he sido partidario de ellas, Martin. ¿Por qué? Dos socios siempre terminan por echarse los trastos a la cabeza, por reñir, y hasta por matarse… No importa la clase de amigos que sean. Convierte a tu hermano en socio tuyo y acabaréis mal.
Martin arrugó la nariz.
—Tus palabras apestan.
—Normalmente, uno no quiere oír las grandes verdades.
En aquel momento entró en la posada un mexicano.
—Buenos días, señor Curtis.
—Hola, Romualdo. Te presento a Fred Morgan.
—¿El otro hombre?
—Sí, el que llevará conmigo los dos carros.
Romualdo alargó la mano a Morgan y los dos cambiaron un apretón.
—Puedes hablar claramente del negocio, Romualdo —le dijo Curtis.
El mexicano sacó un sucio mapa del bolsillo que extendió sobre la mesa. Señaló con el dedo el nombre de Rinconada, y fue bajando el dedo hasta llegar a un punto situado en el borde inferior.
—Esta es la posada en donde nos encontramos actualmente. Como pueden ver, he seguido el camino más recto. Pero si ustedes lo siguiesen, caerían fácilmente en manos de los hombres de Manuel Cerezales, que dominan el paso natural de acceso a Rinconada, el desfiladero del Aguila.
—Lo pintas muy feo, Romualdo —repuso Martin—. Veo que lo demás son montañas.
—Hay un paso. Es un camino sinuoso, casi desconocido. Lo descubrió un pastor.
—No está señalado en el mapa.
—No puede estar señalado, por si yo caía en poder de los hombres de Manuel Cerezales.
—¿Cuál es ese paso? —preguntó Fred Morgan.
—Quiero que sigan otra vez el camino de mi dedo en el mapa.
—Adelante.
Romualdo movió el dedo. Desde la posada fue al pueblo de Los Membrillos, que aparecía en el borde de las montañas, y luego siguió recto hacia el norte. Finalmente dobló por las manchas oscuras que equivalían al escarpado terreno de la cordillera, y detuvo allí el dedo unos segundos.
—Este es el paso. Cerca del monte Maldito, una de las cumbres más altas. Hacia la derecha está el camino. Lo verán enseguida. Luego tienen que: descender —siguió moviendo el dedo—. Como verán, el desfiladero del Aguila queda como a unas cincuenta millas de ese lugar… —detuvo el dedo en las inmediaciones de Rinconada.
—Está bien —dijo Martin—. Vamos a suponer que logremos llegar a ese camino de cabras y pasamos. Rinconada está sitiada por Manuel Cerezales. ¿Cómo llegamos al pueblo?
—Manuel Cerezales domina las inmediaciones de Rinconada. Estamos rodeados por terreno muy abrupto. Aprovechando la noche, y con nuestra ayuda, ustedes pueden llegar a su destino.
Martin Curtis intervino:
—¿Y cómo sabréis que llegamos?
—Teniendo en cuenta la fecha de hoy y el camino que tienen que hacer, es lógico esperar que estarán cerca de Rinconada en diez días. Antes sería difícil. A partir del noveno día estaremos atentos a la aparición de una pequeña hoguera. Los bandidos encienden las suyas durante la noche, pero son muy grandes. Ustedes tienen que hacer una pequeña. Nuestros centinelas estarán preparados. Pero recuerden, no se muevan del lugar en que puedan ver Rinconada. Cuando ustedes hayan hecho la señal, les enviaremos una veintena de hombres. Procurarán no ser vistos. Ellos les ayudarán a llegar hasta el pueblo…
—¿Alguna pregunta, Fred?
—¿Por qué ataca Manuel Cerezales precisamente Rinconada?
Curtis enarcó las cejas.
—Yo también quería hacer esa pregunta, Romualdo.
El mexicano sonrió.
—Por una mujer.
—¿Por una mujer? —repitieron los dos socios.
—Por María Navas.
—¿Quién es María Navas? —inquirió Fred.
—La mujer más hermosa de Rinconada, y puede que de todo México.
—¿Qué hay entre ella y Manuel Cerezales?
—No hay nada, pero Manuel Cerezales ha querido que lo hubiese todo. Ustedes me entienden, ¿verdad?
Morgan y Curtis movieron afirmativamente la cabeza.
Romualdo prosiguió:
—María Navas encontró en su camino un día a Manuel Cerezales. Ocurrió cerca de Rinconada. El bandido la requebró, y María Navas, que montaba un caballo, le contestó pegándole con la fusta en la cara. Manuel fue arrojado asimismo del caballo. El golpe le dejó una cicatriz. Juró que haría suya a María Navas. Tomó mucho interés entonces por Rinconada. Sus informadores le dijeron que allí había gente rica, que podía pagar. Para el bandolero, Rinconada se convirtió en una obsesión. En aquel pueblo iba a encontrar a la mujer hermosa que lo había humillado, y dinero, mucho dinero… Entonces decidió atacar. Nosotros recibimos un soplo, y las autoridades de Rinconada decidieron defenderse contra Manuel Cerezales. Todos los hombres en situación de servirse de un arma, e incluso las mujeres y los niños, se aprestaron para defender su pueblo de los bandoleros. Levantaron barricadas. Llegó el día en que Manuel se presentó con su ejército de un centenar de hombres. Creyó que Rinconada se le rendiría en un abrir y cerrar de ojos, pero se equivocó. Los defensores de Rinconada le ocasionaron un par de docenas de muertos y heridos. Tuvo que retirarse y empezar el sitio… Ha atacado de vez en cuando, pero lo ha hecho débilmente, con unos cuantos hombres, más que nada para recordar a María Navas que está allí, que nadie puede entrar ni salir sin su permiso…
Romualdo hizo una pausa y sacó un cigarrillo hecho.
Curtis le ofreció la llama de un fósforo.
Romualdo, después de encender el cigarrillo y arrojar una bocanada de humo, dijo:
—Los alimentos empezaron a escasear. El hambre apareció en Rinconada. Algunos, los más débiles, hablaron de rendición. Y el astuto Manuel Cerezales jugó su naipe.
Mandó un mensajero a Rinconada prometiendo un buen trato en la población. Pero todos supimos que era un cebo. Manuel Cerezales es un hombre cruel y no tendría compasión con el único pueblo que le ha ofrecido resistencia, que ha luchado contra él… Se votó el acuerdo de rendición o de seguir la lucha y ganamos los que decidimos continuar. Pero necesitábamos alimentos. Esa fue mi misión, señores. Yo fui elegido. Aprovechando la noche pude pasar a través de las líneas de Manuel Cerezales, y aquí me tienen.
Curtis aclaró:
—Romualdo y yo nos conocíamos desde hace tiempo. Nos encontramos por casualidad y pensó que yo podría ser el hombre que le ayudase… Me contó su problema, y, bueno, ya lo sabes todo, Fred…
—De acuerdo, Romualdo —asintió Morgan.
—Ya compré los alimentos y los carros en Los Membrillos… aunque no cargué para que no resultase sospechoso… También llevarán cincuenta rifles. Necesitamos armas modernas, ya que muchos ciudadanos están disparando con las escopetas de sus abuelos.
—Tengo una pregunta importante que hacer, Romualdo —dijo Fred.
—Hágala, señor Morgan.
—¿Por qué no vienes con nosotros?
Romualdo esbozó una sonrisa.
—Me gustaría, pero yo todavía no terminé mi misión.
—¿Qué te falta?
—Usted sabe algo de nuestro país, Morgan. No ha preguntado por qué no nos ayuda el Ejército.
—Sé que el Ejército no puede atender a todos los pueblos, y que muchas veces se siente impotente para luchar contra los bandoleros.
—Está bien informado. La mayoría de los oficiales que tienen tropa a su mando no quieren correr aventuras. A cien millas al oeste de Rinconada está el pueblo de Oro Grande. Allí hay un oficial, el capitán Esquivias. Tiene a su mando medio centenar de soldados. Debo ir a Oro Grande para conseguir la ayuda del capitán Esquivias. Somos muy escépticos con respecto al resultado de esa parte de mi trabajo, y es la razón por la que hemos preferido defendemos por nuestros propios medios. De todas formas, señores, yo estaré en Rinconada antes que ustedes… —Romualdo carraspeó—. Bien, caballeros, si no tienen más preguntas que hacer, sería mejor que emprendiésemos el viaje a Los Membrillos.
—¿Qué hay de nuestra paga? —inquirió Morgan.
—Oh, sí, disculpen. Recibirán la mitad del dinero que van a cobrar cuando lleguen a Rinconada… ¿Está bien así?
—Estará bien si conseguimos conservar la piel —rió Martin.
Pancho Martínez salió de la cocina y al ver a los tres hombres que se dirigían a la calle gritó:
—¡Eh, la cuenta!
—Es cosa mía —dijo Romualdo.
Pagó a Pancho Martínez y los tres hombres salieron de la posada.
Mercedes fue tras ellos y dijo:
—¿Es que ninguno de vosotros se va a quedar?
Fred y Martin se detuvieron y miraron a la joven. El rubio chasqueó la lengua.
—No me gusta tener junto a mi pecho una víbora.
Con aire muy digno, siguió andando tras de Romualdo, hacia el establo.
Mercedes corrió al lado de Fred.
—Creí que estarías más tiempo aquí.
—Tengo trabajo.
—¿Te acordarás de Mercedes?
—Algo.
—¿Sólo algo, gringo? Toma, para que te acuerdes más.
Le pasó el brazo por el cuello y lo besó ardorosamente en la boca.
Fred la apartó suavemente.
—Está bien, Mercedes. Ahora me acordaré más.
—Ya lo suponía —dijo ella con vanidad.
Morgan fue hacia el establo, pero se detuvo a dos pasos de la puerta al oír una voz ronca:
—Conque tú eres Romualdo, y tú el tipo que va a llevar las provisiones a Rinconada… —soltó una risotada—. Muchachos, vamos a convertir a estos dos hombres en carne para albóndigas.
Fred sacó el revólver y se acercó a la puerta del establo.
Más allá del hueco, vió a Martin Curtis y a Romualdo.
Los dos estaban con los brazos levantados.
El rubio lo miró por el rabillo del ojo, y Fred vio cómo tragaba saliva. También observó que Martin bajaba un dedo de la mano derecha, con lo cual quería decir que se enfrentaban con cuatro hombres. Pero lo que no podía decirle Martin era dónde estaban situados los cuatro hombres.