CAPÍTULO X

Marcia y Johnny estaban sentados a una mesa del «Black Bar» de San Antonio, tomando una taza de café. Eran las siete de la tarde. El policía llevaba un brazo suspendido en un pañuelo. Afortunadamente, la bala de Fletcher no había dañado ningún hueso, y encontró fácilmente salida. Hacía solamente una hora que ambos habían acompañado a la policía local a la clínica del doctor Rosenzweig para efectuar la detención de éste.

—Bueno —decía Marcia—, por fin podemos hablar tranquilamente. Estoy ansiosa por oírte la explicación de esta historia.

—Ahora —repuso Forsythe— transcurridos los últimos acontecimientos, todo parece sencillo, ya que pensándolo con atención no podía ser de otra forma.

—¿Te refieres a la mentira de Dorothy sobre la muerte de su marido?

—Exactamente.

—¿Cómo supiste que no había muerto? Ya sé que empezaste a sospechar en Nueva York.

—Realmente, mis sospechas nacieron casi en el comienzo de la aventura. Un policía siente corazonadas que la mayoría de las veces carecen de una base sólida, pero en este caso, conforme avanzábamos en el camino, presentía que la pieza que nos faltaba en el rompecabezas nos había sido entregada. Lo único que nos pasaba era que la habíamos dejado olvidada en un rincón de nuestra mente.

—¿Cuál era esa pieza?

—La propia confesión que te hizo Dorothy, cuando entablaste amistad con ella en la pensión de Austin. Tú la admitiste como buena y yo también. No se nos ocurrió comprobarla. Y era asombrosamente sencillo. Bastaba con solicitar una conferencia telefonea con el Departamento del Ejército y preguntar si entre las bajas de Corea se hallaba Albert Fletcher. Nos hubieran contestado negativamente, y hubiésemos tenido resuelto el problema o al menos nos habríamos colocado en la verdadera pista.

—¿Y cuándo llamaste a Washington?

—Al llegar en el avión a San Antonio, después de dejarte en Austin. Una vez tuve la respuesta, hice la investigación sobre Jack Sheridan con el fin de conseguir de él la dirección de Fletcher. Pero Sheridan tenía preparado su cuento. Sabía perfectamente quién era Fletcher porque eran lobos de la misma camada, pero como temían que yo descubriese algo, prepararon la estratagema de que no se conocían, valiéndose de la ingenuidad de Freddy.

—¿Y por qué mató Fletcher a Sheridan?

—Entre esa clase de gente existen momentos en que unos son una carga pesada para otros, y hay que arrojar por la borda el lastre. Albert debió suponer que yo no me conformaría con la gestión de Freddy, y que Sheridan quizá terminaría por hablar. Su eliminación suponía para él un obstáculo menos y un beneficio económico más.

—De acuerdo. Cuéntame ahora el nudo del asunto. El lío entre Fletcher y Dorothy.

—Ya la oíste a ella.

—Pero prefiero tu relato. Dorothy ha silenciado, por muchas razones, ciertos aspectos de la cuestión.

Johnny sacó un paquete de cigarrillos y no empezó a hablar hasta que hubieron encendido.

—Dorothy y Albert fueron presentados en un club nocturno de Nueva York. Para él, tal suceso debió constituir una especie de oportunidad. El apellido Kilgallen quedó asociado automáticamente en su cerebro a las ideas de poder y dinero. Dorothy era una muchacha sin experiencia, universitaria todavía, que iniciaba entonces el contacto con ciertas esferas desconocidas para ella. Albert puso sitio a la plaza, y ésta probablemente se rindió pronto. Hay que alegar en favor de Dorothy que el pollo tenía uno de esos físicos que sólo se ven en las películas tecnicoloreadas.

»Lo cierto fue que, enamorada la joven de su galán, éste la acosaría para contraer matrimonio. Le diría que estaba dispuesto a hablar con su padre, el severo Harry Kilgallen, y que pintaría su amor con tan hábiles pinceladas que el buen Harry le abriría los brazos, llamándole hijo. Sin embargo, Dorothy conocía a —su progenitor, y daba por descontada la respuesta negativa. Así se lo hizo saber a Albert, y entonces nuestro hombre no quiso correr el riesgo de que el magnate enterado de las relaciones amorosas de su hija, enviase a ésta a Europa para curarla con los antídotos de la separación y el tiempo. Ideó un plan que propuso a Dorothy con todo el calor de que era capaz, y que alimentaba la visión de los millones de dólares de la futura herencia. Se marcharían al Oeste, y se casarían. Ella pediría a su padre que la dejase estudiar en la Universidad de Los Ángeles o en cualquiera otra del Pacífico, Harry Kilgallen dio su autorización, ignorando que dictaba una sentencia condenatoria contra su hija.

»Los novios salieron de Nueva York, se detuvieron en Reno para casarse, y continuaron hacia California en viaje de luna de miel. Ésta no debió de ser muy larga. Concurrieron diversas circunstancias para ello. En primer lugar. Dorothy hubo de extrañarse necesariamente de las relaciones que mantenía Albert con cierta clase de personas. Gente del hampa, entre la que Fletcher se movía como el pez en el agua. Tu amiga empezaría a ser víctima de crueles remordimientos, al darse cuenta de que el hombre con quien se había casado era muy distinto del que conoció en Nueva York.

»En segundo término, Albert la acosaría constantemente para que se decidiese a comunicarle a su padre el casamiento. —Idea que bastaría para erizar los cabellos de Dorothy. Pero lo que rompió definitivamente el equilibrio entre marido y mujer, fue el saber esta que iba a ser madre. En Albert produciría tal noticia una sonrisa de triunfo. Disfrutaría de una mayor libertad de acción. Y mostrándose ya ante su esposa sin careta, en su verdadera condición de hombre fuera de la ley, le comunicó incluso, como nos ha confesado Dorothy, cuál había sido su intención al casarse con ella. Tal revelación fue el definitivo mazazo a la conciencia de tu amiga. Entonces fue cuando decidió huir, escapar del lado de aquel truhán que para su desgracia era el padre del hijo que llevaba en sus entrañas.

Forsythe hizo una pausa para hacer una señal al camarero y pedir más café. Cuando éste fue servido, reanudó el relato.

—Entonces apareció Dorothy en la pensión de la señora Smith. Intimaste con ella y llegado el momento de las confidencias, te soltó la historia de su desgracia a medias.

—¿Por qué a medias?

—Porque te dijo quién era realmente, previendo la posibilidad de que muriese al dar a luz. Así tranquilizaba en parte su conciencia, puesto que tú comunicarías lo ocurrido a su pariré, si la coyuntura se presentase. Naturalmente, modificó lo que se refería a Fletcher para protegerse ella y proteger a su hijo.

—¿Y el enredo del hombre que me presentó Dorothy como su padre?

—Tú tenías razón, como es lógico, puesto que viste la foto del verdadero Harry Kilgallen en el diario.

—¿Y el doctor Rosenzweig?

—Mentía porque era un cómplice de Fletcher. Éste, al huir Dorothy, pondría en movimiento a un ejército de hombres con la misión de encontrarla. Esto es fácil en los bajos fondos. Recuerda lo que te dije sobre el Sindicato del Crimen. El caso es que nuestra atribulada amiga fue descubierta en la pensión. Entonces Albert envió a un emisario para recogerla. Menos mal que a Dorothy se le ocurrió despedirse de ti, ya que con ello dio ocasión a que en tu imaginación se formase el primer eslabón de la cadena que hoy hemos cerrado. Al salir de tu apartamento, justificó la presencia del hombre que la esperaba, otorgándole la identidad de su padre.

—¿Y qué me dices del doctor Rosenzweig? ¿Cómo un hombre así puede aliarse con un tipo de la calaña de Fletcher?

—Rosenzweig es más peligroso aun que lo era Albert.

Los ojos y labios de Marcia combinaron un mohín de asombro.

—¿Por qué, John?

—La policía local se encargará de destapar la olla de esa clínica de maternidad.

»¡Entonces yo tenía razón! ¿Te refieres a la compraventa de niños? ¿No es cierto?

—Aun cuando esto es un asunto que compete a la policía de San Antonio, en el F. B. I. seguíamos de cerca algunas operaciones, de las que nos habían llegado noticias por diversos conductos. Interesó al departamento porque en ciertos casos este comercio infrahumano se hacía más allá de los límites de un Estado, llegando a crear por tanto, un problema interfederal. He de confesarte que al hacerme tú la sugerencia sobre la posibilidad de que la clínica del doctor Rosenzweig fuese uno de los centros de esas contravenciones criminales, decidí continuar la investigación sobre Dorothy hasta el final.

—¿Y qué pruebas tienes de que Rosenzweig es uno de esos malhechores?

—Ése fue el objeto de mí encuentro «casual» con la secretaria del doctor. Se mostró muy amable mientras me presenté como un hombre adinerado, galante y generoso. Cambió bruscamente al recordarle el asunto de Dorothy Kilgallen. Para llevar un negocio ilegal como el de compraventa de niños, Rosenzweig necesitaría colaboradores. Tino de éstos había de ser su secretaria. Su reacción la desenmascaró.

—¿Quieres decir que Albert Fletcher formaba parte de esa red que dirigía Rosenzweig?

—Fletcher era el distribuidor del «género».

—¿Cómo lo sabes?

—Eso no se debe a una comprobación mía —sonrió Johnny—. El cuervo superviviente de los que acompañaban a Fletcher ayer, cantó en la jefatura. El marido de Dorothy era una especie de corredor. Tenía sus agentes, que investigaban informándose de los matrimonios que querían un hijo. Establecían contacto y proponían el negocio.

»¿Cómo la policía de aquí ha permanecido cruzada de brazos?

—Es muy difícil encontrar una pista. Todas quedan borradas cuando se efectúa una venta. Las personas que adquieren los niños están deseosos de tenerlos y no cooperan, con las autoridades. No se dan cuenta de que existe una posibilidad legal de tener un hijo cumpliendo los trámites de adopción a través de establecimientos reconocidos y amparados por las leyes del Estado.

—¿Y qué ocurrió con el hijo de Dorothy?

—Fue una baza que se escondió Fletcher en la manga, ideó una siniestra maquinación. Comunicó a Dorothy que el bebé había nacido muerto y al propio, tiempo le sugirió que volviese con su padre.

—Entonces lo que me dijo Dorothy sobre la investigación de Harry Kilgallen, no era cierto.

—De ninguna manera. Ella siguió escribiendo a Harry, porque en aquellos momentos, antes de dar a luz era cuando más necesitaba tranquilizarlo para que no sospechase nada. Justificaría con cualquier razón el matasellos de Austin, diciendo, por ejemplo, que pasaba una temporada en casa de una compañera de Universidad.

—Continúa hablando de esa maquinación.

—El plan de Fletcher era dejar transcurrir unas semanas para después, de repente, presentarse en Nueva York con el niño. El viejo Kilgallen se vería obligado a claudicar ante los hechos consumados. Pero aquí fallaron los cálculos de Albert. Sobrevino el accidente.

—¿No dijiste que fue preparado por Fletcher?

—Sólo lo hice con el propósito de que el criminal se desmoronase por algún sitio. Fue casual porque, como me dijo ayer Dorothy, su padre aun no sabía nada.

Marcia asintió con la cabeza y dijo:

—Lo demás está claro. Me lo confesó Dorothy en su dormitorio, mientras acompañabas a la policía a la comisaría. Fletcher se presentó en la casa de Dorothy antes de que llegase Robert Kilgallen, y le dijo que esa misma noche comunicaría a los periódicos que era su marido. Ella, sabiendo que lo único que perseguía era el dinero, le propuso hacerle entrega de una cantidad a cambio de su libertad. El amor no existía entre ellos. En el corazón de Dorothy había sido substituido por un profundo odio hacia el hombre que tan vilmente había pisoteado sus sentimientos. Pero Fletcher se rió de tal propuesta, y entonces le declaró que su hijo vivía, que lo tenía él y que sólo lo vería cuando pudiese entrar en aquella casa con los derechos que le correspondían como marido. Llevaba preparado un documento en virtud del cual firmándolo Dorothy, quedaba convertido en el único administrador de la fortuna de Harry Kilgallen. Le dejó el otorgamiento de poderes, dándole un plazo de cinco horas para firmarlo y se marchó dejando a nuestra amiga sumida en la desesperación.

—Y entonces —terminó Forsythe—, vacilando, sin conseguir coordinar una idea, Dorothy huyó de Nueva York. Se dirigió a Austin para pedirte consejo pero era víctima de una lucha interior. Quería denunciar a la policía el caso, más la detenía el pensar, que quizá fuese preferible atarse de por vida a Fletcher, ya que éste no podía ser castigado por su simple declaración y ella no tenía en su poder ninguna prueba que la ratificase.

—Afortunadamente, todo ha salido bien. Fuiste muy listo cuando hiciste como que te retirabas de la investigación en el bar de Austin. Llegué a odiarte.

Johnny distendió los labios sonriendo, y dijo:

—Tal como se desarrollaba el dialogo, hube de hacerlo así. Supuse que en el estado de nervios que se encontraba Dorothy trataría de separarse de ti en cuanto yo me fuese.

—E insertaste el anuncio en el «Star», no con destino a mí, sino para que fuese leído por Fletcher.

Hubo una pausa que duró un largo minuto.

—¿Y Freddy Baxter? —preguntó Marcia.

—Ha vuelto al rancho de su padre. Dice que por ahora tiene ya bastante experiencia en la ciudad.

—Bueno —concluyó la novelista—. Aquí tienes el final feliz. Todos son dichosos. Dorothy ha recuperado a su hijo. Sólo tiene que retirarlo de la casa en que Albert lo dejó en Nueva York. Baxter volverá a cabalgar risueñamente sobre la pradera y nosotros…

—Tú escribirás una novela estupenda, que los lectores arrebatarán de las librerías, y yo…

—¿Y tú?

—Yo me iré mañana a Barton River y pescaré docenas y docenas de salmones.

—Es magnífico ¿verdad? —comentó Marcia, levantándose de la silla.

Johnny se incorporó igualmente.

—Bueno, Marcia. No sé cuándo nos volveremos a ver.

—Quizá algún día…

—Eso digo yo. El mundo es muy pequeño.

—Encantada de haberte conocido, John.

El policía can aspeó, murmurando:

—Yo… yo… Bueno, yo también estoy encantado.

—Claro que sí. Creo que nos hemos divertido.

Forsythe la miró a los ojos y asintió.

—Eso es lo importante.

Marcia sonrió, tendiendo la mano. John la estrechó.

—Adiós. —Dijo ella.

—Buena suerte, Marcia.

La joven cogió el bolso de la mesa y se alejó hacia la salida del «Black Bar».

Forsythe fue siguiéndola con la mirada hasta que desapareció por la puerta.