CAPÍTULO II

Al separarse Forsythe de la muchacha, ésta tembló azorada.

—Querida —dijo él—. No es necesario que nos preocupemos. Ya sé que tienes ganas de un bebé, pero habrá tiempo para todo. Ahora lo importante es que tú te repongas. ¿Verdad, doctor Rosenzweig?

—Exacto. Y les aconsejo prudencia. Es lo mejor para conseguir una dilatada vida.

—¡Magnífico! —exclamó John, sonriente, pasando un brazo por la cintura de la joven y atrayéndola hacia si—. ¡Eres un ángel!

Ella se desasió, sonriendo también.

—Será mejor que nos marchemos. Estamos haciendo perder el tiempo al doctor.

John estrechó la mano del médico y precedido por su supuesta esposa salió del despacho. Pagó el importe de la factura que le presentaron en el registro, y después salieron del edificio.

Mientras sostenía la portezuela del «Ford» para que la mujer entrase, se encontraron sus ojos, y John descubrió en los de ella una gran indignación.

Un minuto más tarde, el coche se alejaba de la clínica de maternidad, y ella explotó:

—¡Es usted el hombre más fresco y más aprovechado que he conocido en mi vida!

—¡No me diga! —sonrió John.

—Sabe perfectamente que lo que acaba de cometer está castigado. Al menos en este Estado.

—¿Qué clase de delito es?

—¡Abuso de confianza!

—¡Estupendo! ¿En qué comisaría quiere que nos detengamos? ¡Mire, allí hay una! —John acercó el coche al bordillo de la acera.

—¡Siga adelante! —exclamó la joven.

El la miró a las pupilas.

—Creí haber oído que he cometido un delito. ¿No es justo que reciba la sanción correspondiente?

—Renuncio a esa satisfacción, porque lo salva su generosa actitud al llevarme a la clínica.

Forsythe sonrió, y lanzóse de nuevo al tráfago de la circulación.

Al cabo de un rato de silencio, indicó el policía:

—¿Cuándo va a contar la historia?

—¿Qué historia? No sé a qué se refiere.

—Si le parece, yo haré las preguntas para facilitarle los esfuerzos de memoria. ¿A qué ha ido a esa clínica?

—¿Y lo pregunta usted? —respondió con una risita sarcástica la muchacha—. Fue quien me recogió y me llevó.

—Pero me dio la dirección con toda claridad. «Clínica del doctor Rosenzweig. Álamo Street 272».

—Le pude dar otra cualquiera. Me encontraba mal y fue la primera que se me ocurrió. ¿Quiere hacer el favor de dejarme en la próxima esquina?

Forsythe aumentó la velocidad del coche. —¿Me ha oído? Le he dicho que me deje en…— insistió ella, enfurruñada.

—Lo sé. En la próxima esquina. Pero no ha contado con que yo necesito saber unas cuantas cosas antes de ello.

—¿Con qué derecho?

—Con el que me da el haberme considerado usted ante varias personas como su marido. ¿Qué es lo que ha supuesto? ¿Que después de lo ocurrido la voy a despedir con una sonrisa, diciéndole: «Señorita, me tiene a su disposición para cuando necesite otra vez un esposo»?

—¡Pero usted no lo comprende! Me vi allí, dentro y traté de salir del apuro. ¡Por eso le habló así cuando llamó!

—No, querida. Sospecho que hay motivos más importantes.

—¿Qué insinúa?

—Ya que lo pregunta, le contestaré. Usted, señorita, por la razón que sea, y eso es lo que quiero saber, ha desarrollado un plan minuciosamente estudiado. Necesitaba entrar en la clínica del doctor Rosenzweig, y naturalmente, tenía que hacerlo en la única forma que admiten allí a mujeres. Como futura mamá. Quizá cuando paseaba esta mañana por la Lincoln Avenue iba pensando en el modo de conseguirlo. En eso vio un coche detenido ante una casa, con maletas, utensilios de pesca… Su cerebro trabajó a toda velocidad. Imaginó que sería una buena estratagema desmamarse ante el propietario del coche, darle la dirección de la clínica de maternidad y realizar allí su trabajo. De esa forma conseguiría la entrada y al propio tiempo se quitaba de encima al hombre de que se había servido para allanar el obstáculo, puesto que él se marchaba a algún lugar lejano. Confieso que es usted inteligente, y que por lógica, el plan no tenía ningún fallo, o mejor dicho, sólo tenía uno. Que el propietario del coche se interesara por usted y demorase su viaje para informarse de su estado. ¿Me he equivocado en algo?

Ella guardó silencio. Tenía los ojos fijos en el parabrisas.

—¿Por qué no empezamos por —presentarnos?— propuso John. —¿Cuál era su nombre de «soltera»?

La ironía hizo que la muchacha se mordiese el labio inferior.

—Si le sirve de alivio —siguió hablando él—, le prometo guardar absoluta reserva de su confesión.

—¡No espere oír nada! —exclamó la bella dama.

—Bien, pero le advierto que mi coche tiene cubiertas nuevas. Podemos recorrer el país de punta a punta, con sólo repostar gasolina unas cuantas veces.

Ella giró la cabeza bruscamente hacia Forsythe, y exclamó:

—¡Es usted insoportable! ¿Por qué ha de entrometerse en mi vida?

—¡Eh, eh! ¿No es usted quien se ha entrometido en la mía?

La equidad de la respuesta de John impidió replicar a la joven.

Transcurrió otro rato de silencio. El coche corría nuevamente por la carretera 42.

Al fin, la mujer pareció rendirse. Emitió un gemido y dijo:

—¡Está bien! Usted gana.

—Maravilloso. ¿Tiene predilección por algún sitio? Me gusta oír las confesiones con un poco de música.

—¡Es usted un cínico!

—Lo hago en su obsequio. Debe de tener apetito, y yo también lo tengo. Propongo que vayamos a cenar a alguna parte.

—Vaya a Golden Square. Hay un restaurante llamado «El Gallo Rojo».

John asintió, y media hora más tarde, tomaban posesión en el local indicado de una mesa un poco alejada de la pista de baile.

Encargaron el menú y pidieron dos «Martinis» secos mientras lo servían.

—Bien —dijo Forsythe, con una amable sonrisa—. ¿Qué me cuenta de lo suyo?

—Me llamo Marcia Pickens —repuso ella, con voz suave.

—¿Vive aquí?

—Tengo una hermana de mi madre en San Antonio. Yo resido habitualmente en Austin.

—¿A qué se dedica?

Marcia Pickens vaciló antes de contestar.

—Escribo novelas policíacas.

—¡No me diga! —exclamó John, con las cejas enarcadas—. Y ahora me va a contar que preparó su plan de entrada en la clínica para ambientarse.

—No. Ocurrió tal como usted ha supuesto.

A Forsythe le sorprendió ahora el tono de sinceridad con que Marcia hablaba.

Un camarero dejó los «Martini» en la mesa y los dos jóvenes bebieron.

Marcia, aceptó un cigarrillo, y después de encenderlo, manifestó:

—Para narrarle mi historia he de remontarme seis meses atrás. Yo vivo en Austin en una pensión. Nos reunimos allí unas cuantas mujeres que, por unas razones u otras, nos encontramos solas en la vida. Todas nos ayudamos y formamos una gran familia. En marzo último llegó a la pensión una joven que dijo llamarse Bonnie Mountain y proceder de San Francisco. Tenía que dar a luz dos meses más tarde. Su marido había luchado en Corea, y su nombre fue incluido en una de las últimas listas de bajas. Simpaticé inmediatamente con la desgraciada Bonnie. Era muy retraída, yo fui la única que conseguí entrar en su corazón. Pasaron las semanas, acercándose el día en que debía ser madre. Una noche, al ir a su habitación para charlar un rato con ella, me la encontré anegada en lágrimas. Le pregunté lo que le ocurría, y entonces se echó en mis brazos y me contó su tragedia. Su verdadero nombre era Dorothy y su padre se llamaba Harry Kilgallen.

—¿Kilgallen? ¿El de los pozos petrolíferos? —inquirió John.

—El mismo.

El policía lanzó un silbido.

—Dorothy se había enamorado dos años antes de Albert Fletcher, un muchacho sin fortuna —continuó Marcia—. Ella sabía que su padre jamás daría su consentimiento a la boda con Albert, de modo que hizo su plan. Anunció el deseo de graduarse en la Universidad de Los Ángeles, el padre consintió y entonces los jóvenes se citaron en Reno, Nevada, y se casaron. Dorothy hizo algunos viajes a Nueva York y el poderoso señor Kilgallen continuó sin saber nada. Así las cosas, Albert tuyo que alistarse y salió destinado hacia Corea. Este nuevo giro de la vida de Dorothy se tornó mucho más angustioso cuando supo, después de haberse marchado su marido, que iba a ser madre. Con estas perspectivas tan poco halagüeñas del futuro, un día recibió el comunicado del Ejército, anunciándole la muerte de Albert. Dorothy creyó morirse, pero resistió el golpe. Cuando tuvo oportunidad de recapacitar en su situación, decidió huir con el dinero que tenía, y, olvidarse de que era hija de Harry Kilgallen. Por ello apareció en la pensión de Austin.

El camarero dejó el consomé sobre la mesa y Marcia guardó silencio.

John miraba fijamente al rostro de Marcia. Era realmente una obra de arte. No sabía qué admirar más. Si los cabellos azabache, o los grandes ojos rasgados, o los labios firmes, frescos y juveniles.

Cuando terminaron el consomé, Marcia cogió de nuevo el hilo del relato.

—Le di ánimos a Dorothy para sobrellevar su desgracia. Pensó hacer algo en su favor, y estaba a punto de escribir a su padre esperando tocar las fibras más sensibles de su corazón, cuando un día, faltando dos semanas escasas para que diese a luz, se presentó en la pensión Harry Kilgallen.

—¡Menuda papeleta! —comentó Forsythe.

—El señor Kilgallen, al transcurrir un plazo prudencial sin tener noticias de su hija, y comprobado que había abandonado su domicilio de Los Ángeles sin dejar nueva dirección, encargó a una agencia de detectives se ocupasen de dar con el paradero de Dorothy. En cuanto la investigación tuvo éxito, Kilgallen llegó a Austin. La hija le confesó lo ocurrido y el padre no pareció darle importancia. Se limitó a declarar que la trasladaría a una clínica para que estuviese bien atendida al nacer su hijo. De esta forma, Dorothy ingresó, en la clínica del doctor Rosenzweig, aquí en San Antonio.

El camarero sirvió cordero asado, interrumpiendo una vez más a Marcia.

—Se ha quedado usted en el punto más interesante —observó Forsythe, antes de atacar el asado—. Por fin se va a descorrer el velo del misterio.

Comieron nuevamente en silencio, y más tarde, con otro cigarrillo humeante en la mano, siguió Marcia hablando:

—Dorothy dio a luz en la clínica. Naturalmente, yo estaba en Austin y no me pude enterar sino cuando todo había ocurrido y me llamó mi amiga desde San Antonio. Lo hizo tres semanas después que nos separamos de la pensión, minutos antes de tomar el avión que la conduciría a Nueva York, junto con su padre. Me dijo que ella estaba bien, pero que el bebé, un niño, había muerto al nacer. Por su voz notó lo condolida que se hallaba. En un corto plazo habían caído sobre su cabeza las mayores desgracias. Nos despedimos… y eso es todo.

Forsythe se quedó bastante sorprendido por el imprevisto final del relato.

—¿Dice que eso es todo?

—Lo he dicho.

—No la comprendo.

—He querido investigar en la clínica, porque sospechaba que el hijo de Dorothy no murió.

—¿En qué se funda para ello? ¿Se da cuenta de que eso sería una monstruosidad inaudita de Kilgallen?

—Yo prefiero no sacar consecuencias por ahora. Sólo deseo informarme de lo que pudo ser de ese niño. Usted sabe que se están dando casos de compraventa de recién nacidos.

—Pero ese doctor Rosenzweig parece estar a cubierto de semejantes sospechas. Yo no he visto nada anormal allí. He sacado la impresión de que es una clínica moderna, perfectamente organizada y bien atendida. Es peligroso meterse en negocios sucios cuando el dinero viene a uno en buenas cantidades y por el justo camino. Ése es el caso del doctor Rosenzweig.

—No opino yo igual que usted —discrepó Marcia.

—¿Por qué? ¿Ha encontrado algo mientras ha permanecido en la clínica?

—Precisamente, mis sospechas se han acentuado hasta adquirir consistencia porque… no he encontrado nada.

—Es una conclusión bastante original —sonrió, escéptico, Johnny.

—Parece como si hubiesen sabido lo que me llevaba allí.

—Mi querida señorita Pickens, ¿me permite expresar mi particular impresión?

—Hágalo.

—Creo que debe de ser usted una excelente autora de novelas policiacas. Cuente desde ahora con que adquiriré todas sus obras.

—Mi editor se alegrará mucho de ello. Pero ahora escuche esto. ¿Recuerda lo que nos dijo Rosenzweig en su despacho?

John quedóse pensativo, mientras Marcia repetía las frases del doctor.

—«Les aconsejo prudencia. Es lo mejor para conseguir una dilatada vida». Lo recuerda, ¿verdad?

—Daba un consejo como médico —sugirió Forsythe.

—No diga tonterías. Aquello era una velada amenaza. ¡Una amenaza para que abandonáramos la investigación! Rosenzweig creyó que usted se encontraba allí por el mismo motivo que yo, que éramos cómplices.

—Supongamos que fuese así. ¿Qué razón ha tenido el doctor para sospechar de usted o de mí?

—Tendría una descripción mía. Los propios detectives que trabajaron el asunto del paradero de Dorothy pudieron proporcionársela, así como una noticia de los lazos de afecto que nos unían a las dos. Y en cuanto a usted, bastó que se presentase en la clínica conmigo.

—Insiste en que Kilgallen estaba de acuerdo con el doctor.

—No he dicho eso.

—¿Cómo que no? ¿No dice que los detectives facilitaron a Rosenzweig su descripción? ¿No ha dado a entender que el hijo de Dorothy no murió y que su abuelo estaba enterado de ello, y es más, que consintió la superchería?

Marcia movió la cabeza de un lado a otro, en actitud dubitativa.

—No lo sé. Confieso que me hallo en un mar de confusiones. Hay instantes que yo misma me digo soy una tonta al pensar en la posibilidad de tal monstruosidad, como usted ha calificado.

Forsythe cogió una mano de la joven, y murmuró:

—No cavile más. Estoy seguro de que ha obrado como le dictaba su corazón, pero debe admitir que sus sospechas están tan pobremente fundamentadas, que son inadmisibles. Eso es lo que le diría un policía.

Marcia sonrió y repuso:

—Pero afortunadamente usted no lo es, y tendrá que dejarme continuar hasta que oiga a uno que lo sea. A propósito, aun desconozco todo de usted.

—Sabe mi nombre. Sólo me falta añadir que me dedico a la venta de automóviles.

—¡Ahora recuerdo que se marchaba a pescar!

—Sí —sonrió John—. Son mis vacaciones.

—Lamento haberlas interrumpido.

—No tiene importancia. Mañana me iré temprano.

—Será mejor que me vaya. Yo también necesito descansar.

—¡Oh, oh! La acompañaré. ¿Dónde se aloja?

—En el 89 de Culver Street.

Cuando salieron del restaurante, lloviznaba, Marcia se introdujo rápidamente en el coche por la porten el a cercana a la acera, y Forsythe dio la vuelta por la proa para entrar por el lado del volante. En el instante en que se disponía a hacerlo, surgió por la parte trasera un automóvil rugiendo.

El policía, pegando un salto, puso los pies en el estribo y arrimó el cuerpo a la carrocería de su «Ford». El otro coche pasó como una centella, y en pocos segundos desapareció dos esquinas más arriba, haciendo rechinar las ruedas.

John se colocó junto a Marcia, observando que del rostro de ésta había huido el color.

—¿Qué piensa ahora, señor Forsythe?

—¿Sobre qué?

—¡Han intentado matarle! No creerá que lo del automóvil…

—¡Pura coincidencia!

—¿Cómo es posible que crea eso?

—Señorita Pickens, hay varios centenares de accidentes diarios de circulación en el país. Éste hubiera sido solamente un número más que agregar a la lista de hoy. Probablemente, en ese coche viajaban algunas personas que se divierten a su manera.

—¡Lléveme a mi casa cuanto antes! —exclamó Marcia, resentida—. ¡Siento haberle conocido! No tiene usted sangre en las venas.