CAPÍTULO VII

Forsythe esperó a que la pelirroja situase junto a la acera el descapotable color canela que conducía, para embestirlo con su «Ford» por la popa. Sonó un golpetazo, crujieron los frenos, y cuando el agente salía del coche, ya la joven había saltado del suyo y contemplaba con un mohín de rabia la abolladura de un guardabarro.

—Lo siento, señorita… —empezó a disculparse Forsythe.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Lo siente, ¿verdad? ¡Eso es lo que dicen todos después de haber hecho la barbaridad! ¿Es que no tiene ojos en la cara?…

El agente miraba atentamente el rostro femenino de ojos vivaces, boca de labios gruesos, excitantes, y la nariz respingona que ponía su contrapunto picaresco en el óvalo limitado por las oleadas de fuego del cabello.

—¡Reconocerá que usted ha sido el culpable! —seguía desatando la joven su mal humor.

—Claro que sí.

Algunos curiosos se hablan acercado para oír las discusiones que todo accidente de tráfico origina.

—¡Ustedes lo han oído! —Advirtió la pelirroja a los peatones, poniéndolos como testigos—. Ha dicho que es suya la culpa…

—Perdone, señorita —dijo Forsythe, sonriendo—. Estoy dispuesto a reparar el daño. No es necesario que reclame la colaboración de testigos o de la autoridad. Yo le quedaré muy reconocido si me permite cargar con los gastos de reparación de su carrocería…

La joven se calmó casi tan súbitamente como se había encolerizado. Ahuecóse la melena, y distendió los labios en una sonrisa.

—Oh, creo… creo que me he excedido.

—Nada de eso —denegó él—. He sido muy torpe.

Los peatones torcieron el gesto, y empezaron a disgregarse. Se había terminado el espectáculo demasiado pronto.

—Si deseaba ir a cualquier sitio de la ciudad —continuó Forsythe— pongo a su disposición mi automóvil.

—Es usted muy amable, pero el caso es que… —dejó la frase sin terminar, brindando a él la oportunidad de preguntar.

Pero Johnny no preguntó.

—Me disponía a almorzar —acabó ella.

—Oh, oh, debo rogarle que acepte mi invitación… quiero decir, si es que no está comprometida.

—No, no lo estoy —repuso la joven, observando a Forsythe de pies a cabeza.

Entraron en el restaurante «Wyoming», y antes de sentarse a la mesa ya se habían presentado. Johnny lo hizo como Robert Temple, de Chicago. Ella dijo llamarse Susan Rusell.

—¿Qué es lo suyo, señor Temple? —preguntó Susan, mientras el camarero se retiraba después de realizado el pedido.

—Soy fabricante de maquinaria agrícola.

—¡Qué interesante! —comentó la joven, con un brillo de interés en las pupilas.

—¿Y usted, señorita Rusell? ¿A qué se dedica?

—Trabajo en una clínica.

—¿Enfermera?

—Oh, no. Me desmayo cada vez que veo una gota de sangre. Soy secretaria del doctor Rosenzweig.

Forsythe lo sabía perfectamente. Toda la historia del accidente en la calle la había planeado con horas de antelación.

Cuando el asesino de Sheridan logró huir, volvió al piso de la víctima, y allí encontró al fornido Freddy llorando al tiempo que golpeaba la pared con el puño. Llamó a la policía local y en una habitación contigua, lejos de la mirada de Freddy, mostró sus credenciales del F. B. I., y relató lo poco que sabía en relación directa con el crimen, rogando que no se molestase al atleta por cuanto había estado a su lado en el instante en que Sheridan fue muerto. Pensaba que el guardaespaldas podría serle útil en su investigación. Más tarde, cuando paseaban por la calle, en las primeras horas de la madrugada, Forsythe preguntó a Freddy si le molestaría trabajar con él, ya que se había quedado sin empleo. El mocetón aceptó, y entonces fue comisionado para que, a partir del día siguiente, recorriese la ciudad de punta a punta a la caza del hombre que había visitado a su jefe y que se libró de él en el «Dorado».

Johnny se acostó pensando en aquella madeja que minuto a minuto parecía más enmarañada. Tenía el presentimiento de que algo sustancial había sido pasado por alto en su mente, pero a pesar de sus esfuerzos no lograba dar con ello.

Decidió prestar más atención al doctor Rosenzweig, ya que el caso había comenzado cuando Dorothy Kilgallen entró en su clínica con un hombre distinto al que había salido de la pensión de Austin, y que en ambos sitios fue presentado como su padre.

Después de seis horas de sueño, dedicóse a investigar todo lo concerniente a Rosenzweig. En el Colegio Médico pudo enterarse de que su nombre era Vicent, y de que se había establecido en San Antonio cinco años antes. Procedía de Helena, Montana. Era un hombro bien considerado en la ciudad, con mucha clientela entre la clase media y obrera. No estaba casado, y a veces se exhibía en locales nocturnos con su secretaria. Este punto interesó a Johnny, y recabó más datos. Así fue cómo resolvió encontrarse con Susan Rusell. Aparcó su coche poco antes de las doce en un lugar cercano a la clínica, y cuando vio salir a la pelirroja la siguió, provocando más tarde el choque de los vehículos.

—¿El doctor Rosenzweig? —inquiría, con su gesto más ingenuo—. ¿El psiquiatra?

—Oh, no —respondió Susan—. El tocólogo. El coche que usted ha estropeado es suyo.

—Cuánto lo siento. Tendré que disculparme ante el doctor.

—No creo que sea necesario. A él no le gustaría.

—¿Por qué? Ya le he dicho que estoy dispuesto a. Pagar los desperfectos.

—No me refería a eso. Quiero decir que el hecho de que yo haya aceptado su invitación… —Susan compuso un mohín travieso.

—Oh, comprendo —asintió él—. Es celoso.

La pelirroja sonrió divertida en un despliegue de coquetería.

—¿Ha dicho Rosenzweig? —preguntó, de pronto, Forsythe—. Ese nombre me trae a la memoria alguna cosa…

—¿De qué se trata?

—¡Ya lo tengo!, ¡una amiga mía de Nueva York dio a luz en la clínica de ustedes!

—Es posible.

—Se llama Dorothy Kilgallen, la hija de Harry Kilgallen. Tuvieron un accidente hace unos días. El murió.

Del rostro de la pelirroja desapareció instantáneamente todo vestigio de jovialidad. Fue cosa de unos segundos porque pronto se recobró, aun cuando al hablar notase Johnny cierto temblor en su voz.

—Lo leí en los periódicos —manifestó—. La chica parece que no ha tenido suerte.

—Sí, fue una lástima que su hijo naciese muerto. Harry me lo dijo.

Las aletas de la nariz de Susan palpitaron.

—Debe de tener mucha amistad con los Kilgallen, señor Temple. Creí que lo sucedido a Dorothy sería conservado como un secreto en el seno de la familia.

—Yo soy para ellos como de la familia.

El camarero se acercó a la mesa, cortando la conversación.

Durante el almuerzo no cruzaron más de tres frases corrientes. Parecía como si Susan hubiese perdido el apetito. Fumaba más que comía.

Johnny la observaba subrepticiamente entre bocado y bocado. La muchacha estaba preocupada.

A los postres se levantó diciendo que iba al tocador.

El agente se preguntó qué sería realmente lo que se dispondría a hacer. ¿Llamar por teléfono a alguien? ¿Al doctor Rosenzweig?

Encendió un cigarrillo, y cuando lanzaba una bocanada de humo, un botones le puso delante de los ojos una bandeja en la que había un sobre.

—Para usted, señor Forsythe.

Miró al muchacho, perplejo, y preguntó:

—¿Cómo sabes mi nombre?

—El señor que me ha dado la carta me indicó que se llamaba usted así.

Johnny cogió la carta, y leyó su contenido.

«Pierde el tiempo, señor Forsythe. Le recomiendo vuelva a sus vacaciones».

No había más.

—¿Quién es el hombre que te ha enviado?

—Se marchó. Estaba allá, en el bar.

Forsythe miró hacia el lugar indicado, separado del salón comedor por una vidriera.

—¿Cómo es? —inquirió Johnny, mientras ponía tres dólares en la mano del muchacho—. Alto, moreno, con nariz aguileña…, El mismo sujeto que compró los servicios de Jack Sheridan para que lo «paseasen» en Nueva York.

—¿No sabes el tiempo que ha estado en el restaurante?

—No, señor. No me fijé. Es mucho el público que entra y sale… Especialmente resulta difícil cuando sólo permanecen en el bar…

—Comprendo. ¿Lo has visto con anterioridad alguna vez?

—No. Jamás. Eso sí que se lo puedo asegurar. Soy buen fisonomista.

—Gracias, muchacho.

A poco de irse el botones, regresó a la mesa Susan. Forsythe se incorporó, y entonces anunció ella:

—Tengo que volver a la clínica, señor Temple.

—¿Quiere que la lleve?

—No, pero le agradezco su gentileza de igual manera.

—Como desee. ¿Y lo de esa abolladura?…

—Es preferible que el doctor Rosenzweig decida sobre el particular. Estoy segura de que no accederá a su generoso ofrecimiento. Al fin y al cabo, ha sido un accidente sin trascendencia… Bien, señor Temple. Encantada de haberlo conocido, y gracias por su invitación…

—El gusto ha sido mío, señorita Rusell. Me tiene a sus órdenes.

Cuando se quedó solo, Johnny pensó que se hallaba en el buen camino. La reacción de Susan Rusell al oír el nombre de Dorothy Kilgallen no parecía indicar otra cosa.

Después de intentar inútilmente, durante media hora, componer el rompecabezas, pagó la cuenta y se dirigió a su casa de la Lincoln Avenue. Encontró a Freddy paseando por la acera.

—¡Señor Forsythe!… —le dijo el forzudo, al bajar del coche—. ¡Lo he encontrado!

—¿En dónde?

—¡En el «Hotel del Sur»!… Había recorrido ya más de una docena de hoteles y casas de huéspedes. Di su descripción al conserje, y me contestó que allí se alojaba un tipo de esas señas. Se hace llamar Jay Brownin. Unté la boca de mi informador, y esperó a nuestro hombre en la calle. No tardó en salir, y me puse a seguirlo. Entró en el restaurante «Wyoming», donde estuvo unos quince minutos. Luego salió… y se me escabulló.

—¡Lo perdió de vista!

—Así fue. Lo siento, señor Forsythe. Reconozco que me sirve de poco la cabeza… Perdí un tiempo precioso yendo de arriba abajo, metiéndome en todos los establecimientos que había cerca del «Wyoming». Por fin decidí ir al «Hotel del Sur», y al llegar supe que Jay Brownin se acababa de despedir… ¡Soy un estúpido!

—¿Preguntó si llevaba equipaje?

—Sí, una maleta.

—No se aflija, Freddy. A mí también me podía haber ocurrido. Suba a mi apartamento, y beberemos una copa.

En el vestíbulo se encontraron con Peter.

—Han traído un telegrama para usted, señor Forsythe.

John lo abrió, leyendo el texto:

«Urge su presencia Austin. Stop. Grandes acontecimientos. Stop. Marcia».

—¡Nos vamos, Freddy! —exclamó el policía, guardando el telegrama en un bolsillo y echando a andar hacia la calle.

—¿A dónde?

—¡Al lugar al que se ha dirigido nuestro amigo Jay Brownin!

Freddy lanzó un silbido, y salió corriendo en pos de su nuevo jefe.