CAPÍTULO IV
Un mayordomo patilludo, con cara de foca, asomó la cabeza por la puerta entreabierta, y preguntó:
—¿Qué desean?
—Ver a la señorita Kilgallen —respondió John.
—Lo siento, pero la señorita no está visible.
—Dígale que pregunta por ella Marcia Pickens —intervino la compañera de Forsythe.
El mayordomo miró de pies a cabeza a la pareja, y terminó asintiendo, dejándolos pasar al vestíbulo.
—Esperen aquí —dijo. Y se marchó.
Los dos jóvenes cambiaron una mirada, y sonrieron.
Volvió el patilludo, y rogóles que le siguieran.
Cruzaron un vestíbulo rodeado de columnas y fueron introducidos en un amplio despacho.
Un hombre de unos cincuenta años, de pelo blanco, rostro sonriente y vientre abultado, observó a la pareja y preguntó:
—¿A quiénes tengo el honor de recibir?
—Mi nombre es John Forsythe. Ella es mi esposa, Marcia.
La muchacha hizo florecer una sonrisa en sus labios.
—¿Y desean hablar con mi sobrina?
—Creí haber leído en la prensa que estaba usted en Venezuela, señor Kilgallen —dijo Johnny.
—Exactamente. Venía de regreso cuando me informaron de lo sucedido a mi hermano. ¿Me permiten preguntarles por qué quieren ver a Dorothy?
—Mi marido y yo nos encontramos en Nueva York en viaje de boda —explicó Marcia, con las mejillas coloreadas—, y al leer la noticia del accidente, hemos pensado que su sobrina se sentiría, reconfortada con nuestra presencia. Ella y nosotros hemos sido buenos amigos.
—¿Dónde se conocieron?
—En Austin, Tejas.
—Comprendo —repuso Robert Kilgallen. Y dio unos pasos por la habitación, pellizcándose el lóbulo de una oreja.
De pronto se detuvo, clavó sus pupilas, aceradas en el rostro de Marcia, y preguntó:
—¿La acompañó usted a la clínica en que dio a luz?
—No —respondió la joven y titubeó unos segundos porque llegaba a la parte misteriosa del caso—. Se marchó con su padre.
—¿Con Harpy? —inquirió Robert, haciendo dos acentos circunflejos con las cejas.
—Así fue.
—Es extraño —murmuró el tío de Dorothy.
—¿Por qué es extraño, señor Kilgallen? —preguntó Forsythe.
—Yo he pasado los últimos meses en Venezuela. No sabía nada de lo ocurrido a Dorothy hasta que mi hermano me lo contó en una carta, rogándome que viniese. Naturalmente, Harry no entró en detalles. Ahora es cuando estoy atando cabos sueltos. Lo que sí me decía era que había sabido todo lo referente a su hija por un anónimo. En él le comunicaban el nombre de la clínica en que ella estaba. Por eso me ha sorprendido la noticia de su esposa.
—Le ha faltado añadir que el hombre que se presentó en Austin para llevarse a Dorothy era un impostor. Robert Kilgallen aumentó el grado de su estupefacción.
—¿Cómo es posible?
—¿Ha hablado usted con su sobrina?
—No, aun no. Está en sus habitaciones. No hace más que llorar. He intentado varias veces conversar con ella, pero siempre me he tenido que batir en retirada. Estoy esperando que recobre la serenidad. Confieso que la muchacha ha recibido unos cuantos golpes en poco tiempo.
—Señor Kilgallen —dijo Marcia—, ¿no cree que yo podría ayudarla?
El magnate de las esmeraldas sopesó la proposición, y asintió:
—Quizá tenga razón. —Tocó un botón, y a poco apareció el mayordomo—. Acompañe a la señora Forsythe a las habitaciones de mi sobrina.
Johnny dirigió una mirada animosa a Marcia, y ésta salió del despacho en pos de la foca.
—Creí que eran ustedes periodistas —manifestó Kilgallen, cuando se quedaron solos.
—Me hago cargo de sus preocupaciones —contestó Forsythe.
—Está en lo cierto. Yo también sospechaba una cosa, con el matrimonio de mi sobrina han sabido silenciarlo, pero temo encontrarme cualquier día con los diarios aireando el escándalo.
Johnny no respondió; y transcurrieron dos minutos de silencio.
De repente, la puerta del despacho se abrió, dando paso a Marcia.
—¡No está! —exclamó la joven—. ¡Ha huido!
—¿Qué dice? —chilló Kilgallen.
Marcia alargó un papel al tío de su amiga, quien lo cogió y leyó en voz alta:
—«No me busquéis. Si lo hacéis, me mataré. Dorothy».
—¿Cómo ha podido escapar? —inquirió Johnny.
—Hay una puerta trasera —murmuró Robert, golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¿Qué puedo hacer ahora? ¡Es capaz de llevar a cabo su amenaza!
Los dos jóvenes cambiaron una mirada de inteligencia.
—Lo siento, señor Kilgallen —dijo Forsythe—. Si cree que podemos servirle de ayuda…
—¡Oh, no!… Muchas gracias, no quiero entretenerlos.
—¿Avisará a la policía?
—Tendré que pensarlo detenidamente. Una precipitación pudiera ser fatal.
—Le deseamos suerte en la elección. Probablemente, Dorothy se halla un poco trastornada por el accidente. En cuanto recapacite, volverá con usted.
—Ojalá tenga razón.
Se despidieron, y el presunto matrimonio abandonó la casa.
—¿Qué impresión ha sacado, Johnny? —preguntó Marcia, mientras andaban por la calle.
—Me he sentido decepcionado, como usted. Los dos lo hemos silenciado, pero ambos alentábamos la esperanza de que Robert Kilgallen fuese el impostor de Austin.
—Está en lo cierto. Yo también sospechaba una cosa parecida.
—Hubiese sido demasiado fácil —comentó el agente—, y parece ser que el caso está mucho más complicado.
—¿Por qué cree que ha huido Dorothy?
—Todo el que huye es porque teme algo. ¡Si supiésemos lo que produce miedo a su amiga!
—¿No será la presencia de su tío? El mismo ha confesado que ella no ha querido contarle nada.
—No lo sé, Marcia. Andamos a ciegas.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Ésa es la cuestión. No me pregunte nada. Déjeme pensar.
La muchacha respetó el silencio exigido, y continuaron paseando.
Al cabo de un rato, Johnny se detuvo ante un escaparate de ropa confeccionada para caballero. La joven se encogió de hombros, y se puso a mirar también las prendas. Entonces oyó la voz suave de Forsythe.
—Continúe observando esos pantalones, Marcia. No exteriorice emoción alguna. Nos vienen siguiendo dos individuos.
Ella tembló ligeramente, a pesar de la advertencia.
—¡Es nuestra única oportunidad, Marcia!
—¿Qué ya a hacer?
—Dejarles la iniciativa.
—¿No cree que correremos peligro?
—Usted se va a marchar.
La joven fue a girar la cabeza para protestar pero él la contuvo.
—¡Cuidado, se acercan!… Sonría y hábleme de lo que ve…
—¡Qué chaqueta «sport» tan bonita, querido!… Deberías comprártela… ¿Cuál es su plan?… ¿Y ese jersey?
—No me gusta el color… Váyase y tome un apartamento en el «Bristol»… Esos pantalones no están mal… Inscríbase con el nombre de María Lawritz… Lo que ocurre es que no me sientan bien las ropas confeccionadas… la llamaré en cuanto tenga ocasión… Ahora volvámonos, deme un beso y lárguese… No, prefiero mi sastre…
Los dos jóvenes dieron la espalda al escaparate y entonces dijo ella levantando la voz:
—Recuerda que te espero para que me lleves al cine.
No hagas larga esa conferencia con tu socio. —Se puso de puntillas, le dio un beso en la boca, y se separó de él—. ¡Hasta luego, querido!
Johnny la vio alejarse hasta que se perdió entre los peatones. Sacó un cigarrillo, lo encendió, y luego echó a andar lentamente.
Subió a un autobús que iba a Greenwig Village, cerciorándose de que sus perseguidores también lo tomaban. Uno era de mediana estatura, moreno, mofletudo. El otro, alto, de pómulos salientes y mentón en punta. Ambos vestían trajes recién estrenados y parecían responder a un mismo gusto, obscuros con grandes rayas que herían la vista.
Bajó del autobús cuando éste llegó a un distrito poco concurrido.
Empezó a andar, y a los pocos metros oyó el ruido de los pasos que le seguían.
Torció por una esquina, internándose por una calle estrecha y solitaria. No podía dar más facilidades.
Sintió que los otros apretaban ahora la marcha para darle alcance.
—¿Tiene fuego? —le preguntaron por detrás.
Se detuvo, volviéndose con naturalidad.
—Claro que sí —contestó a los dos sujetos que estaban ante él.
Metió la mano en el bolsillo de su americana para sacar el encendedor, y en ese instante el regordete le hundió la mano en el estómago, cogió carne entre los dedos índice y pulgar, y la retorció como si fuese goma.
Johnny abrió la boca para soltar un quejido, pero el alto se la cerró de un puñetazo, mascullando.
—¡Callado!
El agente se apoyó en la pared, resoplando, y el del pellizco lo registró, despojándole de la pistola.
En ese instante apareció un coche por la calle, y se detuvo junto al grupo.
—¡Adentro! —ordenó el gordito.
Forsythe se sentó, teniendo a cada lado un cuerpo, y el automóvil se puso en marcha.
Después de un recorrido de media hora, llegaron a una casa circundada por un jardín. Estaba situada cerca del mar. Se podía oír claramente el clamor inconfundible de las olas.
Saltaron del coche, y pasaron al interior de la casa.
Forsythe fue conducido por una escalera a una habitación donde había tres sillas, una mesa, y sobre ésta una botella de whisky y tres vasos.
Johnny celebró su idea de dejar la placa del F. B. I en su casa de San Antonio antes de salir en dirección a Barton River para iniciar la pesca del salmón. Gimió para sus adentros al recordar que a aquellas horas debía encontrarse en medio del río, pescando piezas de tres y cuatro kilos.
La imagen le fue sacada del cerebro con un sacacorchos. Eso fue al menos lo que pensó, pero la realidad era que uno de los pajarracos le había atizado un derechazo en la frente, tumbándole en el piso.
Cuando recobró la visión se dio cuenta de que a la pareja se había unido el conductor del coche, un tipo con la frente aplastada y ojos de paranoico. El trío estaba en mangas de camisa, bebiendo whisky.
Incorporóse diciendo:
—Celebréis lo que celebréis, contad conmigo. ¿Hay un vaso para mí?
El alto lo fulminó con una mirada.
—Muy gracioso. Eres de aguante, ¿eh?
—Soy como la gelatina. Me derrito en cuanto me aprietan.
—¿Qué te parece, Jeff? —siguió hablando el del mentón puntiagudo—. Sabe chistes.
—Es un buen muchacho —repuso Jeff, el de los mofletes—. Nos contará unos cuantos ahora.
—¿Sabéis el de la corista? —preguntó Forsythe, alegremente.
Los tres hombres se miraron, y dejaron los vasos en la mesa.
Jeff se dirigió al prisionero, pero éste no le permitió acercarse demasiado. Apenas lo tuvo a tiro, le descargó un mazazo en el hígado.
El gordito se encogió como un traje barato, y cayó rodando y rebotando igual que si fuese de caucho.
El conductor sacó una pistola y apuntó a Forsythe, torciendo la boca al decir:
—¡Repítelo!… ¡Anda, repítelo! ¡Mueve un músculo, y hago de tu piel una criba!
El más alto se aproximó al policía con la pistola en la mano, y le conectó un culatazo en la barbilla.
Johnny lanzó un aullido, y estrelló sus espaldas en la pared.
—¡Dejádmelo! —gritó Jeff, incorporándose con las manos en la región afectada—. ¡Es mío!… ¡No me lo toquéis!
Forsythe aun estaba arrugado contra el muro, cuando Jeff le pegó un patadón en el estómago, y mientras caía recibió un rodillazo en plenas narices. La sangre estalló, manchándole la cara y el pecho.
—No lo acabes —recomendó el conductor—. Recuerda que tiene que cantar.
—Esto le aclarará la garganta.
Cogió al desvanecido Forsythe por las solapas de la chaqueta, lo levantó, y empezó a abofetearle con energía.
—¡Despierta!… ¡Ya tendrás tiempo de dormir!… ¡Vamos, tipo duro! —Más al ver que continuaba su sueño, lo dejó caer, golpeando la cabeza en el suelo.
Bebieron un nuevo trago, esperando que volviera en sí. Tardó diez minutos en moverse. Entonces Jeff le ayudó a incorporarse, y lo sentó en una silla. El conductor le puso en los labios su propio vaso con un dedo de whisky. Johnny lo bebió, terminando de recobrarse.
Sonrióle Jeff, murmurando:
—Es un buen muchacho; ¿no os lo dije?
—Déjate de rajar y empieza la interviú —propuso el conductor.
—¿Lo has oído, Forsythe? —advirtió Jeff—. Yo te haré preguntas, y tú contestarás. Como si fueras un artista de Hollywood.
Johnny soltó un escupitajo, mezcla de saliva y sangre, que estuvo a punto de caer sobre el flamante traje del gordito.
—¡Si vuelves a hacer eso, te juro que te la ganas!
Forsythe sonrió con una mueca despreciativa.
—¿Qué buscabas en la clínica de San Antonio? —preguntó Jeff.
—Mi octava mujer se encontraba allí dando a luz.
—¿Por qué te interesa Dorothy Kilgallen?
—Represento una marca de lavaplatos. Quería endosarle uno.
—¿Y esa Marcia Pickens? ¿Qué tiene que ver contigo?
—Posee unas buenas pantorrillas, y como yo tampoco estoy mal, nos vamos a presentar esta temporada en Broadway. Cuando debutemos, os enviaré unas invitaciones… impregnadas de radioactividad.
—¡Así no vamos a ninguna parte! —barbotó el larguirucho—. ¡Se está burlando!
—¿Sí, eh? —dijo Jeff, mirando ominosamente a Forsythe—. Te voy a arrancar la piel a latigazos si fió tiras de la lengua…
—Podríamos llegar a un acuerdo —sonrió John.
—¿Qué acuerdo?
—Yo digo mi parte, y vosotros la vuestra.
—¿Es que estás loco, muchacho? ¿No te das cuenta de que juegas con tu vida?
—Creo que es honrado. A mí sólo me interesa conocer a la persona que os paga.
Jeff lanzó una carcajada.
—¿Verdad que es divertido? —comentó el policía.
El sanguinario pistolero borró de sus labios la sonrisa y estalló:
—¡Basta de pamplinas!… ¡O sueltas el grifo o te liquido!…
—Supongamos que no sé nada —dijo rápidamente Johnny, al ver en los ojos de Jeff el deseo de matar—. Supongamos que me he metido en el asunto sin apenas saber qué camino tomaba… ¡No puedo decir lo que no sé!…
—¡Déjate de eso!… ¡Elige!… ¡Palabras o balas!
—¡Fui a la clínica a llevar a una joven que se desmayó en la calle y me dio su dirección! Jeff torció el gesto, y quitó el seguro de su pistola.
—¡Eres una calamidad mintiendo! —declaró—. ¡Tú te lo has buscado!… ¡Muerto, vales más!
—¡Os digo que es cierto!
El gordito enseñó los dientes, y murmuró:
—Piensa en lo que más te guste. Tendrás así una muerte agradable.
Forsythe asintió, renunciando a defender más su vida.
¿Qué imagen elegía para salir de este mundo?
¿Una cabaña de troncos de pino, en el claro del bosque? ¿El instante en que un salmón picaba el anzuelo en medio del río?
¿Y por qué no los labios de Marcia Pickens? Los había besado dos veces, y le gustaban. Eran cálidos como los rayos del sol de Texas en primavera. Suaves como el pelaje de la potranca que su tío Williams había adquirido en el mercado de Dallas.
Se decidió por los labios.
—¡Listo, Jeff! —dijo.
Cerró los ojos para aumentar la idealización, y le pareció contemplarlos frescos, rojos, deseables…
Entonces sonó el disparo.