CAPÍTULO VI
Forsythe contempló su rostro con dos tiras de esparadrapo en el espejo del vestíbulo, y después entró en la bolera.
Había mucho público. Se notaba que era sábado. Todas las pistas estaban ocupadas.
Acercóse al bar, y pidió un whisky doble. Miró con atención al «barman» que lo atendía, un hombre de nariz torcida y orejas como soplillos.
—¿Qué tal le va a Jack? —inquirió John, con voz falta de interés.
El otro lo fotografió con las pupilas, y soltó algo parecido a un ronroneo. Forsythe lo tradujo como que a Jack le iba bien.
—¿Se le puede ver?
Ahora replicó con un maullido. ¿Qué era? ¿Un gato o un hombre?
Decidió comprobarlo. Sacó un billete de cinco dólares y lo puso junto al vaso, miró hacia las pistas, y cuando volvió los ojos al vaso, el billete había desaparecido.
Era un hombre.
—Lo encontrará junto a la pista doce. Es el de la camisa a cuadros amarillos.
—Gracias; devuélvame tres dólares.
El de las orejas a lo Bing Crosby puso una cara compungida, pero hizo la devolución soltando al propio tiempo un bufido.
—¿Le pisaron la cola? —bromeó Forsythe. Y se alejó de la barra con el vaso en la mano.
Jack Sheridan era de estatura media, de fuerte complexión. Su rostro hizo recordar a John un encuentro de basse-ball entre los «Yanquis» y los «Yorker». Daba la impresión de que se lo habían hundido de un batazo. Su nariz era un pegote de carne que se elevaba unos centímetros sobre el enorme valle en que se abrían los pozos de los ojos. Estaba de pie, detrás de los jugadores de la pista doce, leyendo una revista sensacionalista.
Forsythe se le acercó por la espalda, echó un vistazo a la lectura, y le espetó por encima del hombro:
—Son emocionantes esos relatos, pero yo conozco otros que los superan.
Sheridan ladeó la cabeza, observó a su interlocutor y repuso:
—Cuénteselos a sus nietos. Les ayudará a dormir.
—Se morirían de miedo. ¿Cree que dos tipos como Jeff y Corizzi son aptos para menores?
Los ojos de Jack centellearon. Sonrió y dijo:
—No lo debió pedir doble. Hay que beber con tiento, muchacho.
—Tenía que haber dado ese consejo a Jeff y a Corizzi. Se pusieron a beber y a beber… y ya ve el resultado. Marraron el golpe.
—No sé de qué me habla —murmuró Sheridan. Y volvió la mirada a la revista.
Forsythe bebió un trago, y dejó correr dos minutos.
—¿Cuánto le pagó el hombre que compro sus servicios, Jack?
El gerente de la bolera lo miró con fastidio.
—¿Por qué no me deja en paz y se larga con el disco a otra parte?
—Debió ser mucho —continuó el agente, ignorando la propuesta de Sheridan—. El trío de verdugos cobraba dos de los grandes. Apuesto a que usted se quedaría con una cantidad superior. ¿Tres mil? ¿Cinco mil?…
—¡Márchese o lo haré arrojar del local!
—¡Oh, sí! No he caído en que aquí debe tener también su equipo de matones.
—¿Quiere que le terminen de arreglar la cara?
—No sabe cómo lo estoy deseando, simpático Jack. Ande, llámelos. ¡Me encuentro tan solo!
El gerente vaciló unos segundos, y finalmente separóse de Forsythe. Poco después desapareció por la puerta que daba acceso a la dirección del negocio.
Johnny se desplazó perezosamente, y entró en el despacho sin llamar.
Jack Sheridan levantó la cabeza de la mesa tras la que se hallaba, y fijó sus ojos encolerizados en el intruso.
—¡Está reservado el derecho de admisión! —gritó.
—Claro que sí, Jack, claro que sí —asintió Forsythe con una sonrisa. Y bebió un pequeño trago del vaso que tenía en la mano.
Sheridan pulsó un timbre por debajo de la mesa, y el movimiento fue captado por el policía.
—Me gustan las sorpresas —comentó—. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Se abrirá la pared y aparecerá la mano negra? ¿Se hundirá el suelo bajo mis pies y caeré en el estanque de los caimanes? ¡No se pierda el siguiente episodio!…
Lo que se abrió fue la puerta dando peso a un mozo alto, pelirrojo, con espaldas de titán. Entró husmeando de un lado a otro como si fuera a dar una dentellada.
Forsythe lo saludó diciendo:
—Estoy seguro de que romperá por la mitad una guía telefónica, partirá nueces con un dedo y hasta sería capaz de sostener sobre sus hombros la estatua de la Libertad con cien turistas en lo alto…
El gigante se quedó perplejo, y luego miró a Sheridan. Éste indicó:
—El señor quiere conocer tus habilidades, Freddy.
Freddy se volvió hacia Johnny con ánimo belicoso, pero inmediatamente se esponjó al ver el hocico de una pistola.
—Me he cansado de pelear —explicó Forsythe—. Recibí ya la ración del mes próximo. Se va a estar quietecito, Freddy. Si le veo mover una zarpa, le hago un tatuaje en el pecho. ¡Póngase al lado de la mesa!…
El atleta reculó, despidiendo fuego por los ojos.
—¡Y usted, Sheridan, adelántese junto a su gorila amaestrado! —siguió ordenando el policía.
Jack se movió con lentitud, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué va a adelantar con esto, Forsythe?
—¡Ah, me conoce! —repuso John, sonriendo—. Parece que el asunto empieza a marchar. Son insospechados los resultados que da una pistola.
—Será su perdición —retrucó el otro.
—No me diga, Jack.
—Aun está a tiempo de salir de este despacho. Yo me olvidaré de que ha estado en él, palabra.
—¡Qué cariñoso! ¿Por qué no añade que ha visto en mí al hijo que siempre deseó tener? Sería una nota sentimental. Ande, inténtelo. Quizá decida guardar el arma y arrojarme en sus brazos llorando.
Sheridan apretó los dientes, y soltó:
—Era una advertencia, Forsythe. Es cuestión suya aceptarla o no.
—De acuerdo. Yo le haré otra. Si no me dice pronto quién le pagó para que me diese el pasaporte, puede ir diciendo al gran Freddy la clase de flores que desea en su funeral. Hubo un silencio que al fin rompió Jack:
—Fue Franck Costain.
El agente arrugó el ceño.
—¿Franck Costain? ¿Quién es ese tipo?
—Sabía que no le diría nada el nombre. Por ello se lo he comunicado.
—Pero usted es un buen chico y me contará muchas cosas de ese Costain.
—No sé más que usted.
—Sí, ¿eh? Es duro, ¿verdad? Mire, Sheridan —la voz de Forsythe se tornó agresiva—, los pajarracos que compró para que me destinasen a la Morgue, me hicieron las señales que contempla en mi rostro. Yo también sé hacer las cosas como ellos. ¡Tire del carrete, o nos divertiremos en grande!
—¡Le juro que es cierto! —exclamó Jack, un poco nervioso—. ¡Se presentó aquí ese hombre! ¡Tiene que creerme! Yo no lo había visto en mi vida. Me dijo que me necesitaba para estropearle el físico a alguien. Le contesté que se largase, que yo no me ocupaba de esas suciedades… Entonces él sacó un montón de billetes, y me los tiró sobre la mesa… El negocio no marcha viento en popa como otras temporadas. Hay mucha competencia… En fin, eran varios miles. Pensé que si yo no lo aceptaba, lo haría otro. Después de todo, la víctima no se escaparía. ¡Así fue cómo pasó!… ¡Se lo juro, Forsythe!
—¿Y qué garantía tenía él de que usted cumpliría su palabra?
—Me advirtió que tenía medios para saber si el encargo quedaba cumplimentado, y que sí yo le engañaba tendría sólo un par de días para arrepentirme. Entonces me dijo que el hombre que había que «pasear» se llamaba John Forsythe, y me indicó que lo hallaría en Nueva York. Agregó una descripción de usted, indicando que visitaría la casa da los Kilgallen.
—¿Y cómo supo que se llamaba Franck Costain?
—No me lo dijo. Mientras estuvo aquí hablando, marqué en el timbre una contraseña y cuando se marchó, Freddy lo siguió. Tiene alquilado un apartamento en el «Hotel Dorado», a nombre de Franck Costain.
—¿Sigue allí todavía?
—No lo sabemos. ¿Verdad, Freddy?
El forzudo movió la cabeza, asintiendo.
—Es una historia muy bonita —comentó Forsythe—. Solamente tiene un fallo. Que no tiene pies ni cabeza.
—¡Es la verdad! ¿Por qué no va al «Dorado» y lo comprueba?
—¿Para que me hagan una recepción por todo lo alto? No, Jack, me subestima demasiado. Soy ingenuo a veces, pero otras desconfío hasta de mi sombra, como ahora.
—¡Le propongo algo, Forsythe! —ofreció Sheridan, con un relámpago súbito en las pupilas.
—No lo diga. Ya huelo a podrido.
Jack encajo el sarcasmo, pero se repuso y murmuró:
—Freddy le acompañará. Puede ir delante de usted. Se dará cuenta de que no le engaño. Freddy fue quien descubrió la identidad de Costain. Si fuera falso, él sería el primero en negarse a prestarle ayuda.
El policía miró al atleta.
—¿Qué dice, Freddy?
—Que estoy dispuesto.
John quedó impresionado. Aquello parecía real. Aun cuando Sheridan pretendiese tenderle una celada, Freddy renunciaría al papel que se le encomendara, ya que tenía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de irse al otro mundo.
—Corriente, Jack —aceptó—. Haremos una visita al «Dorado». ¡Métase esto en la cabeza Freddy! ¡Va a jugar limpio! Nada de precipitaciones. En cuanto salga por esa puerta, haga sólo los movimientos precisos, si es que desea seguir presumiendo de Tarzán.
El aludido emitió una interjección de conformidad.
Minutos más tarde los dos hombres tomaban un taxi. Freddy dio la dirección al conductor, y al cabo de un rato dejaban el vehículo en una calle no muy bien iluminada. A la derecha de donde se apearon había un letrero con letras luminosas de un color azulado, que decían: «Dorado Hotel». Forsythe no tuvo más que ver la fachada y el lugar en que se hallaba ubicado, para catalogar el establecimiento entre los de cuarta categoría.
El encargado, un hombre maduro de cejas espesas, levantó los ojos de la novela que lela, y preguntó:
—¿Qué desean?
—Saludar a Franck Costain —respondió Johnny.
—No recuerdo si ha salido.
El otro echó una mirada al tablón que había a sus espaldas, y luego dijo:
—No, no está. Pero eso no quiero decir nada. Pueden subir, y así saldrán de dudas. Apartamento 12, primer piso.
Subieron en el ascensor. Forsythe vigilaba atentamente a su compañero. Se le hacía difícil admitir que Sheridan le hubiese dicho la verdad.
Al llegar ante la puerta marcada con el número 12, tomó más precauciones que en ningún momento, obligando a Freddy a que se pusiese delante de él cubriéndole el cuerpo.
—¡Dé un solo timbrazo! —le ordenó.
El robusto mozo pulsó el botón con el dedo, y retiró éste con celeridad.
Tras unos segundos de silencio, se oyeron pasos en el interior.
La puerta se abrió, apareciendo en su hueco un hombre de unos cuarenta años, de nariz achatada.
—¿Es usted Franck Costain? —preguntó Johnny por encima del ancho hombro de Freddy, mientras apretaba con decisión la pistola que tenía en el bolsillo.
—El mismo, muchachos. ¿Qué se les ofrece?
—Echar un rato de plática. ¡Adelante, Freddy!
Penetraron en el apartamento antes de que Costain pudiera oponer una seria resistencia.
Forsythe cerró la puerta con estrépito, y enseñó su arma.
Costain dio un paso atrás, y exclamó:
—¿Qué es esto? ¿Un atraco?
—¿Pretende optar al premio de ingenuidad? —sugirió John—. Deje eso para Elizabeth Taylor.
—¿Qué quieren? ¿De qué se trata? —La voz de Costain se quebraba a cada palabra.
—Pongamos las cartas boca arriba, Franck. Usted pagó a Jack Sheridan para que me «bateasen» en Nueva York. ¿Por qué lo hizo?
—Que yo pagué… ¿Jack Sheridan?… ¿Para que lo «bateasen»?… ¿De qué habla?… ¡No le entiendo una palabra!…
—Oiga, señor Forsythe… —empezó a decir Freddy.
—¡No se meta en esto y manténgase alejado! —advirtió el agente. Y después sonrió a Costain—. Con que no sabe nada… Apuesto a que tampoco me conoce… Y hasta es posible que el nombre de Marcia Pickens tampoco le recuerde nada…
El inquilino del apartamento hizo una mueca de incomprensión, y exclamó:
—¡Le repito que es como si me hablase en japonés!…
—¡No es Franck Costain, señor Forsythe! —intervino de nuevo el guardaespaldas de Sheridan.
Johnny miró con ojos perplejos al hombre que lo había conducido al «Dorado».
—¿Qué dice?
—¡Que este individuo no es Franck Costain!
—¿Es que se han escapado del manicomio los dos? —chilló el de la nariz achatada—. ¡Claro que soy Franck Costain, pero jamás los he visto a ustedes antes de ahora! ¿Qué pretenden? ¿Gastarme una broma? Les aseguro que…
—¡Cállese! —le atajó Forsythe—. ¿Está seguro de lo que dice, Freddy?
—¡Naturalmente! El hombre que yo seguí era cuatro pulgadas más alto que éste, tenía el cabello negro y la nariz aguileña.
—¿Cómo supo su nombre?
—¡Se lo pregunté al tipo de abajo! ¡Él ha sido quien nos la ha jugado!
—¡Vámonos! —rezongó el agente, de mal humor.
Costain dio un suspiro de alivio, y ensayó una sonrisa.
—Han logrado meterme el miedo en el cuerpo. Yo soy un hombre de costumbres sanas. Si necesitan informes de mí, pídanlos a «Turner y Turner», los reyes de los salazones. Soy el número uno de sus viajantes ¡Les he vendido doscientas cincuenta toneladas de bacalao el pasado año!…
Las últimas palabras del viajante se perdieron en el solitario pasillo.
Johnny y Freddy bajaron de dos en dos los escalones. Al llegar ante el registro, Freddy cogió al encargado por la camisa.
—¡Míreme de frente, saco de patatas!…
—¿Qué?… ¿Qué pasa? —murmuró asustado, el de las espesas cejas.
—¿Me recuerda?… ¿O acaso necesita que lo muela a golpes?
—Usted… espere… ¡Sí…, ya recuerdo!…
—¿Verdad que sí? ¿Qué vine a hacer yo aquí?
—Me preguntó cómo se llamaba cierto hombre.
—¡Estupendo! ¿Y qué me contestó?
—Le di el nombre de Franck Costain.
—¡Reconoce que me engañó! ¿Cree que eso le salva? Le voy a…
—¡Espere!… Ese tipo por el que preguntó no era cliente del hotel… ¡Yo le explicaré lo que ocurrió!… Entró aquí, me dejó diez dólares sobre el mostrador, y me dijo que a la persona que entrase tras él, le diese el nombre de cualquiera de los huéspedes…
—¡Cerdo, idiota!
—¡Déjelo, Freddy! —ordenó Johnny.
El forzudo miró indeciso al encargado, y terminó soltándolo con un empellón.
—¡Siento haberles perjudicado!… Me dio diez dólares… No creí que hacía ningún mal…
Johnny arrastró a Freddy hasta la calle.
—He perdido el tiempo con todos ustedes —arguyó el primero—. Debí suponerme que el asunto se presentaba demasiado sencillo para ser realidad…
—¡Pero ese tipo…, si lo cogiese por mi cuenta!
No pronunciaron palabra en el taxi que los devolvió a la bolera de Sheridan. Allí se encontraron con la sorpresa de que el gerente se había marchado.
—¡Me la han dado!… ¿eh? —Gruñó Forsythe, mirando a Freddy en el despacho solitario.
—¡No diga eso! Es cierto cuanto le contó mi jefe.
¿Qué culpa tengo yo, sí el labriego del «Dorado» me confundió dándome el nombre de Costain?
—¿Por qué ha huido entonces Sheridan? Si tuviera la conciencia tranquila, no lo hubiese hecho.
El gigante se quedó unos segundos pensativo, y al fin dijo:
—Vamos al bar. Puede que sepan a dónde ha ido, Seguramente habrá tenido que salir por unos instantes.
El maullador de la barra oyó la pregunta de Freddy, y después miró con pena a Johnny. Éste murmuró:
—Me quedé sin un centavo. Si responde a su compañero, le enviaré una piña de Florida en mi próximo viaje.
—Reiré el chiste de siete a nueve —repuso el otro—. Ahora tengo trabajo. El jefe se fue a su casa. Dijo algo parecido a que no se encontraba bien.
—¿Dónde vive? —preguntó Forsythe a su guía.
—En el edificio Jackson.
—Vamos, quizá le ayude yo a reponerse.
—¡He de ocuparme del negocio en ausencia del jefe! —protestó Freddy.
—Olvídelo durante media hora. ¡Eche a andar delante de mí!
Quince minutos más tarde se encontraban ante la puerta del apartamento en que se alojaba Jack Sheridan.
Forsythe hizo girar el picaporte infructuosamente. Habían echado la llave por dentro. Apretó el timbre, y esperó con los ojos clavados en el rostro inexpresivo de Freddy.
De pronto sonaron dos estampidos en el interior.
—¿Ha oído? —murmuró el atleta, con una mezcla de interés y miedo.
—¿Qué está esperando? ¡Demuestre que su musculatura no es de guardarropía!…
Freddy se hizo atrás tres pasos, se hinchó como un globo y lanzóse sobre la puerta.
Ésta se combó crujiendo, pareció por un momento que resistiría el embate, pero terminó por caer con las bisagras sacadas de cuajo.
Freddy siguió corriendo, perdido el equilibrio, y fue a caer sobre una pequeña silla, que destrozó estrepitosamente.
Forsythe, pistola en mano, cruzó como una exhalación el vestíbulo y frenó en seco al pisar la sala de recibir. Allí se hallaba tendido de bruces Jack Sheridan. Estaba sin chaqueta, y la camisa amarilla a cuadros se adornaba de rojo poco a poco. Rojo de la sangre que, con un suave gorgoteo, salía de dos agujeres que tenía en la espalda.
Un ruido procedente de una habitación interior lo impulsó a reanudar la carrera.
En el dormitorio sin luz había corriente de aire. La ventana estaba abierta, flotando las cortinas.
Johnny se asomó, y vio que una sombra se movía hacia abajo por la escalera de escape.
—¡Deténgase o disparo!
El fugitivo pareció obedecer. De su cuerpo envuelto en tinieblas brotó el resplandor que precede en millonésimas de segundo al disparo, y un proyectil acarició la oreja derecha de Johnny. Luego reanudó la huida.
El policía se agarró a los barrotes de hierro, y emprendió vertiginosamente el descenso.
Una mujer que se hallaba tras los cristales de una de las ventanas se retiró, dando un grito.
El machaqueo metálico de los pies que bajaban se sucedía a ritmo creciente.
Una segunda bala silbó cerca de Johnny, antes de incrustarse en la mole de hierro y cemento.
Cuando llegó a tierra firme, un callejón mal iluminado, su presa doblaba la esquina, a unos quince metros. Lanzóse en su persecución como si fuera a mejorar la marca olímpica de las cien yardas, mus en el instante en que desembocaba en la arteria mayor, vio que un coche negro salía disparado del bordillo de la acera junto al que había estado aparcado. Ni siquiera pudo leer el número de la matrícula, por llevar todas las luces apagadas. Buscó desesperadamente un automóvil con la mirada, mas no lo pudo hallar. El asesino de Jack Sheridan había logrado escapar.