Capítulo XIV

EL sheriff de Peñas Negras, Michael Morgan, tenía cincuenta y cinco años y le gustaba el whisky.

Sus ojos veían poco. Se habían ido cansando a lo largo de los últimos cinco años. Había momentos en que delante de ellos aparecía como una nube esponjosa. Era lo que le estaba ocurriendo ahora. Y en tales casos, la única medicina que se aplicaba era un nuevo trago de whisky.

Tiró del cajón de la vieja mesa escritorio y sacó una botella donde quedaban todavía un par de dedos de licor. Desenroscó el tapón y empinó el frasco.

En ese momento se abrió la puerta.

El sheriff apartó la botella y limpióse los labios con el dorso de la mano.

Tras la niebla, vio dos figuras, un hombre y una mujer.

—Buenas tardes, sheriff —dijo una voz varonil.

—¿Qué se les ofrece?

Nunca quería decir a sus interlocutores que no los veía, pero desde que estaba perdiendo la vista había ido desarrollando los otros sentidos, y sabía que aquella voz no la había oído nunca.

Sus visitantes se acercaron.

Poco a poco pudo ver aquellas caras. La de ella era bonita y la de él de rasgos duros.

—La señorita es Vicky Murphy. Yo soy Mark Hooman, sheriff.

—Tanto gusto.

—Hemos llegado a su pueblo en busca de un muchacho.

—¿Quién es?

—El hermano de la señorita. Franckie Murphy.

El sheriff se rascó la barba de tres días. ¿Cuántas veces llegaban allí forasteros preguntando por alguien? Muchas. Pero él tenía por norma encogerse de hombros. No conocía a nadie. No había visto a nadie. Eso era lo mejor para los preguntones. Aquél era un pueblo libre y ése era su mayor orgullo. Las puertas de Peñas Negras estaban abiertas a todos los ciudadanos de los Estados Unidos.

Durante algún tiempo, en la calle Mayor se había exhibido un cartel en el que se leía: «Bienvenido, forastero. Aquí estará usted como en su casa.»

Eso había sido una buena propaganda para el pueblo. Los hoteles y los salones ganaban el dinero a espuertas. Luego, un día, se incendió la casa de apartamentos de Lorena Yale, y justo allí colgaba uno de los extremos del cartel. Este se quemó también y el alcalde no se había preocupado de reponerlo. De todas formas, la fama de Peñas Negras estaba hecha y el pueblo continuó siendo la parada obligatoria y el refugio ideal para toda clase de personas. Los dueños de los negocios estaban satisfechos de su sheriff.

Michael Morgan recordó todo eso en un instante porque apenas transcurrieron unos segundos desde que aquel hombre, Mark Hooman, hizo su presentación.

—¿Ha dicho Franckie Murphy?

—Sí, autoridad.

—No le conozco.

—Me dijeron que hay mucha gente por aquí. La señorita le dará una descripción completa.

—Muy bien, señorita Murphy. La escucho.

—Mi hermano Franckie tiene dieciocho años, es alto, delgado, de cabello castaño, ojos azules, nariz un poco respingona.

El sheriff recordó a aquel muchacho. Lo había visto una docena de veces porque siempre iba al mismo saloon.

Hizo como si meditase durante un rato. Finalmente, sacudió la cabeza en sentido negativo.

—No, señorita Murphy. No he visto a su hermano.

Mark Hooman habló otra vez.

—Es muy posible que Franckie no esté solo. Últimamente fue visto en compañía de tres hombres, Rudolph Corner, Bet Flaging y Rocco Sorrento.

El sheriff estaba acostumbrado a contener sus emociones. Si uno quería ser sheriff de un pueblo abierto, debía mantenerse siempre sereno. Un hombre con nervios no podía servir para aquel puesto.

—Oiga, señor Hooman —dijo—. Soy el sheriff de Peñas Negras, pero no me ocupo de censar a los forasteros. De todas formas, es mi deber preguntarle para qué quieren encontrar al hermano de la señorita.

—Queremos llevarlo con nosotros.

—Disculpe, pero no puedo permitir el secuestro.

—¿Quién habló de secuestro? —repuso Mark—. Ese muchacho es menor de edad. Según la ley, no puede disponer de sí mismo. De todas formas, tenemos fundadas esperanzas de conseguir que Franckie venga con nosotros sin apelar a la fuerza.

—Señor Hooman, usted puede ir por el pueblo de un lado a otro. Todas las personas que llegan a Peñas Negras gozan de ese derecho, pero no trate de buscarse complicaciones. Los que viven aquí están satisfechos de su pueblo.

—Enhorabuena.

—Pero no es cuenta nuestra si a alguno de los que viene de fuera no les agrada. Al fin y al cabo, tienen el remedio en su mano. Marcharse cuanto antes. ¿Hablo claro, señor Hooman?

—Sí, desde luego.

—Entonces, ya quedó dicho todo.

—Corriente, sheriff. Gracias por su colaboración.

—No hay por qué darlas.

—Vamos, Vicky —dijo Mark, y tomó a la joven del brazo.

Salieron de la comisaría y se detuvieron junto a los caballos.

—Mark —dijo Vicky—. Estoy pensando que quizá fuimos unos ingenuos.

—¿Se refiere a la posibilidad de que Bannion nos engañase?

—Sí. ¿Qué seguridad tenemos de que aquí encontraríamos a mi hermano?

Mark se rascó por detrás de una oreja.

—Me inclino a creer que Bannion no mintió. Al fin y al cabo, lo de Franckie no tenía nada que ver con la suerte que él iba a correr.

—Pero un hombre ruin como Bannion quizá pensó en tomarse una pequeña venganza.

—No niego que su argumento es bastante convincente, Vicky, pero ya que estamos aquí, no cuesta nada hacer la comprobación.

—Ya ha oído al sheriff.

Hooman miró la puerta de la comisaría.

—Ese Morgan no me ofrece ningún crédito. Tengo la impresión de que le gusta demasiado el whisky, y por encima de todo, está el soborno. No me ha sorprendido su falta de cooperación con nosotros. Yo le diré lo que vamos a hacer. La acompañaré al hotel y después de dejarla instalada en la habitación, daré una vuelta por los establecimientos.

—Estoy cansada como si hubiese hecho un viaje de dos semanas, pero quiero ir con usted, Mark.

—Lo siento, Vicky, pero si viniese ahora conmigo no me serviría de mucha ayuda. Ya sabe lo que quiero decir. Aquí hay muchos locales en los que no puede entrar una mujer.

—Sí, tiene razón.

Se dirigieron al hotel La Estrella donde alquilaron habitaciones contiguas.

Mientras se inscribían, Mark preguntó al empleado, un tipo de nariz chata, sobre Franckie Murphy y los otros tres hombres, pero no recibió ninguna respuesta que le valiese.

Arriba, entró en la habitación de Vicky y dejó la valija en el suelo.

—Hasta luego, Vicky. Volveré tan pronto como pueda.

La joven lo detuvo tomándolo del brazo.

—Mark, quiero pedirle una cosa.

—¿Sí?

—No se arriesgue mucho. Recuerde que Franckie está acompañado por esos tres salteadores. Pueden ser también asesinos.

—Estoy seguro de que lo serán, pero no se preocupe, Vicky. Sé cuidarme.

Una vez salió del hotel, Mark entró en el establecimiento más cercano, La Media de Charlotte. Bebió un whisky y preguntó a los empleados, pero nadie supo darle razón, aunque en realidad todos se mostraron muy hoscos. Visitó otros tres salones con el mismo resultado negativo.

Ya había transcurrido una hora y media y no había adelantado un solo paso.

Entró en otro local de la calle, La Hermosa Cleo.

Apenas se apoyó en el mostrador, llegó a su lado una pelirroja de cara muy expresiva, ojos de mirada maliciosa.

—Se nota que hiciste un largo viaje, grandullón.

—Sí, vine de muy lejos.

—Mi nombre es Julie.

—Mark.

—Conozco un sitio donde tú y yo estaremos muy tranquilos.

—Disculpa, nena, pero quedé citado aquí con un amigo. Cuando él venga y hayamos hablado, podré ir contigo a ese sitio donde se descansa bien.

—¿Quién es tu amigo?

—Su nombre es Murphy, Franckie Murphy. Él debe llevar aquí algún tiempo.

—Lo conozco.

Mark sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Vaya —sonrió—. En cuanto te vi, me dije: «Seguro que Franckie le echó el ojo a esta muchacha.»

—Es cierto. Me lo echó —rió la joven divertida—. Pero espero que no seas tan serio como Franckie.

—Bueno, seguro que Franckie tiene algún problema.

—El de todos. Que no tenía dinero,

—Eso no lo entiendo. La última vez que vi a Franckie tenía mucha pasta. Había hecho un buen negocio allá por Missouri.

La joven esbozó una sonrisa.

—Yo sé lo que hizo tu amigo.

—¿De veras?

—Habló entre sueños una noche. Asaltó un Banco.

Mark pidió al mozo dos whiskys. Entregó uno de los vasos a Julie.

—Nena, por tus ojos picarescos.

—Gracias, grandullón. ¿Sabes una cosa? Creo que me vas a gustar más que tu amigo. Y no es necesario que lo esperemos.

Los dos bebieron el contenido del vaso.

—¿Por qué no me dices dónde está Franckie y ganamos tiempo? Lo veré enseguida y luego tú y yo…

—No me entendiste, Mark. Franckie no vendrá aquí y tampoco lo encontrarás en la ciudad.

—¿Por qué no?

—Se marchó hace un par de horas.

—No es posible. Franckie me aseguró que me esperaría.

—Quizá tenga pensado volver, pero yo estaba en la acera cuando él pasó por la calle.

—¿Iba solo?

—No. Le acompañaban otros dos hombres. Los tres iban a caballo detrás de un tilburí en que viajaba un tipo y una muchacha. A ella la conozco. Es Lina. Trabajó conmigo durante algún tiempo en este local. Luego llegó Rudolph Corner y se la llevó al hotel. Lina me aseguró que Rudolph tenía una gran bolsa.

Mark se pellizcó la oreja.

—Nena, necesito con mucha urgencia encontrar a Franckie. Es muy importante para él y para mí. ¿Adónde fueron?

—Eso no lo sé. Franckie dejó de venir por aquí cuando se quedó sin plata.

—¿Dónde se hospedaba?

—En el hotel River. Está al otro lado de la calle, casi enfrente de este saloon.

—Gracias, dulzura —dijo Mark, y dejó un dólar en el mostrador.

—¿Es que te vas a ir?

—Procuraré que sea por poco tiempo. Ya sabes, hasta que ventile el negocio con Franckie.

—Vuelve pronto, grandullón. Me has gustado un rato.

Mark se llevó la mano al ala del sombrero y salió de La Hermosa Cleo.

El registro del hotel Rivera estaba atendido por una mujer de cien kilos de peso, o quizá más. Se sentaba pesadamente sobre una silla alta, apoyando los enormes senos sobre el mostrador mientras se hacía aire con un abanico.

—Vine en busca de un tipo —dijo Mark.

—Yo también lo busco desde que murió mi difunto Roberto, pero ya lo ve. Nadie picó.

—Es muy graciosa, señorita.

—Ana Rivera.

—Me han dicho que Franckie Murphy se hospedó en este hotel, señorita Rivera.

—Sí.

—Se marchó ya, ¿verdad?

—Está bien informado.

—¿Dejó dicho que volvería?

—No, no dijo nada.

Mark se echó el sombrero sobre la nuca.

—Oiga, Ana, me interesa mucho saber dónde está Franckie.

—¿Qué voy a ganar con ello si se lo digo?

Mark metió la mano en el bolsillo y apartó del fajo uno de a cinco dólares.

—¿Dinero? —dijo Ana Rivera—. Tengo el que necesito.

—He de solucionar un importante asunto en esta ciudad, Ana. Seguramente me llevará un par de semanas, pero antes tengo que hablar con Franckie. Usted es una mujer muy simpática. Siempre me gustó la mujer-mujer.

Ella entornó los ojos.

—¿Se hospedará aquí?

—Seguro.

—Todavía no oí su nombre.

—Mark Hooman.

—Bueno, Mark, tengo el presentimiento de tú y yo nos llevaremos bien.

—Seguro, Ana.

—Oí a uno de los amigos de Franckie decir que iban a San Jacinto.

—¿Por qué a San Jacinto?

—Agregaron que tenían que tomar el tren de Santa Fe.

—¿Qué más?

—Eso es todo. Se fueron hace muy poco, todo lo más un par de horas, de modo que si te das prisa, lo encontrarás en San Jacinto.

—Gracias, Ana.

Mark dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.

—Eh, Mark…

Hooman se volvió con las cejas enarcadas y ella dijo sonriendo:

—Recuérdalo, pasarás aquí dos semanas inolvidables. Y todo gratis.

Mark afirmó con la cabeza y salió del local.

Poco después, llamaba en la habitación de Vicky Murphy. Cuando oyó la voz de la muchacha pasó al interior.

—Di con él, Vicky

—¿Habló con Franckie?

—No. Creo que no me he expresado bien. Estuvo aquí pero se marchó hace un par de horas a San Jacinto.

—¿Solo?

—Me temo que va con los salteadores. Se les ha agregado una mujer, una rubia llamada Lina.

La joven se mordió el labio inferior.

—Hemos de irnos enseguida.

Ella fue a tomar la valija, pero él lo impidió tomándola de una mano.

—No, Vicky, no quiero que vengas conmigo —la tuteó.

Ella frunció el ceño.

—¿Por qué, Mark?

—Franckie no está solo. Continúa con esos hombres. Quizá sea duro. Tal como están las cosas, tendré que enfrentarme con ellos.

—Quiero estar contigo, Mark.

—Prefiero hacerlo solo.

—Te di una demostración de cómo manejo el «Colt».

—Sí, Vicky, lo haces muy bien, pero esta vez en el bando de enfrente está tu hermano.

—Ya tuve en cuenta eso, Mark, y ahora no puedo echarme atrás. Iremos juntos.

—Me gustaría que lo pensases otra vez, Vicky.

—No hay nada que pensar. Está decidido.

—No quisiera que sufrieses, Vicky, y es posible que sea inevitable. ¿Es que no lo comprendes?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Iré, Mark. No puedo renunciar a ello. Si me quedase, jamás me lo perdonaría.