Capítulo XIII

RUDOLPH Corner era rubio y tenía los ojos muy separados, los pómulos altos. Al sonreír parecía una calavera.

Pero cada hombre tiene su mujer, por muy feo que sea. Y Rudolph tenía a Lina.

—Querida, ráscame la paletilla —dijo Rudolph.

Lina, que era muy bonita, de mejillas hundidas y hociquín saliente, le dio a Rudolph la rascada.

—Quizá lo que necesites sea un baño.

Eso no lo dijo Lina sino Rocco Sorrento, un tipo que precisamente no se distinguía por su higiene. Sólo entraba en contacto en el agua cuando llovía del cielo, porque, incluso al pasar un río en su cabalgadura, procuraba no mojarse.

—Rocco, te voy a romper la cara —dijo el rubio Rudolph.

—Perdona, Rudolph. ¿Es que no puedes aguantar una broma?

—No. No la puedo aguantar. ¿Y sabes por qué? Deberías estar fuera y no en esta habitación. ¿Por qué no me dejas en paz con Lina?

—No tengo dónde ir. Tú sabes que me quedé sin dinero.

—Pídele prestado a Bet.

—No tiene. Y a Franckie tampoco le queda un centavo. Préstame tú cinco machacantes y me largaré al saloon.

—No, Rocco.

—Entonces, ¿qué quieres que haga por ahí?

Rudolph estaba tendido en la cama y Lina se sentaba en el bordillo. Ella le acariciaba el cabello con suavidad.

Rocco se sentaba a horcajadas en una silla, frente a la ventana, como si mirase a la calle. Pero, en realidad, no hacía otra cosa que mirar por el rabillo del ojo a Lina. Le gustaba aquella rubia de cuerpo sinuoso y cara de mala mujer.

—Rudolph, ¿por qué no salimos de este agujero? —sugirió.

—¿Cuántas veces quieres que te lo diga, Rocco? Este pueblo es ideal para los tipos como nosotros. Os lo dije cuando estábamos en Missouri. Os advertí que en Peñas Negras había un sheriff que no preguntaba a ningún forastero adónde iba ni de dónde venía, y que con sólo pagarle unos cuantos dólares al mes, hacía la vista gorda y rompía los requerimientos, que le llegan de otras comisarías. Ese es el sheriff Michael Morgan, un gran tipo.

—Sí, Rudolph, No nos engañaste. Es cierto que en Peñas Negras no corremos peligro, pero no podemos continuar aquí sin blanca.

—Maldita sea… ¿Qué culpa tengo yo de que hayáis gastado los dos mil dólares? ¿Lo oyes, Lina? Di a cada uno dos mil dólares y los muy estúpidos los gastaron en unos meses… Sí, nena, ellos han querido pasar por potentados. La más pequeña propina ha sido de a dólar y todos los días han estado de juerga. Whisky y mujeres… Mujeres y whisky.

Rocco dirigió una triste mirada a Lina. Si la hubiese encontrado antes él, hubiese gastado doscientos dólares con la rubia. Puede que hasta los dos mil. Infiernos, había estado toda su vida pensando en una mujer como ella y al encontrarla resultaba que no tenía una condenada moneda en el bolsillo. De los veinte mil dólares del asalto, Rudolph se había quedado con catorce mil. Maldito fuese… Aquel no era un reparto equitativo, pero Rudolph era el más habilidoso con el revólver, el más rápido y cualquier protesta significaría con toda seguridad que uno se iría del mundo de los vivos. Rudolph no admitía discusión. Era un hombre a quien la ira invadía de golpe y en esos momentos parecía convertirse en un loco.

—Rudolph —dijo Rocco—. Dijiste que tenías maduro ese asalto.

—¿A cuál te refieres? He proyectado tres.

—El del furgón de Correos del tren de Santa Fe.

—Tú lo dijiste. En ese golpe podemos apoderarnos de diez o quince mil dólares seguro, y si hay un poco de suerte, podemos llegar hasta los treinta mil.

—Lo grabaste muy bien en la memoria, Rocco.

—Sí, y también me aprendí que ese tren pasa los martes por San Jacinto.

—¿Qué más, Rocco?

—Que pasado mañana es martes.

Rudolph entornó los ojos y sonrió a Lina.

—¿Has oído a Rocco, nena? Es un chico muy ambicioso. Llegará lejos.

Lina dijo, mientras le daba otra pasada por el cabello.

—Me gustan los chicos ambiciosos. Como tú, Rudolph.

Rocco sintió un escalofrío por la espina dorsal al oír aquellas palabras. Miró a la joven. Durante una fracción de segundo, ella lo miró a su vez y él supo sacar la conclusión justa. Lina había dicho aquello por él y no por Rudolph.

En aquel momento se abrió la puerta.

Dos hombres entraron en la estancia.

Uno era alto y tan delgado como Rudolph Corner. Era guapo, a pesar de la cicatriz que mostraba sobre una ceja. Su nombre era Bet Flaging.

El otro era un muchacho barbilampiño y carirredondo. Era de Missouri y se llamaba Franckie Murphy.

—Hombre, ya estamos todos reunidos —dijo Rudolph.

Franckie cerró la puerta y se apoyó en ella.

—Rudolph, he venido a despedirme.

Corner lo miró con las cejas enarcadas.

—¿Es que te vas, Franckie?

—Sí.

—¿Adónde?

—A San Francisco.

—¿Qué se te ha perdido en San Francisco?

—Nada, pero dicen que por allí hay mucho movimiento. Encontraré trabajo.

—Ya entiendo. Te emplearás en un Banco.

—No, no me emplearé en ningún Banco.

—¿Por qué no, Franckie? ¿No es lo tuyo?

—Déjate de ironías. Después de lo que hice, no puedo meterme en un Banco.

—¿Por qué no? Puedes utilizar un nombre supuesto. —Rudolph lanzó una risita—. Eso no estaría nada mal, ¿eh, muchacho? Tú te colocas en un Banco y luego nos pasas el aviso. Los muchachos y yo nos dejamos caer por allí para hacer el ordeñamiento.

Bet Flaging y Rocco Sorrento se echaron a reír.

—No está mal pensado —comentó Bet.

—No me interesa —dijo Franckie.

—¿Por qué no, Franckie? —preguntó Rudolph.

—Yo no me juego la vida para que luego me den un hueso.

Todos los que estaban en la habitación quedaron muy serios. Rocco y Bet miraron a Rudolph y vieron como súbitamente se le había hinchado la venilla de la frente. Siempre le pasaba cuando la furia empezaba a invadirlo.

—Así que no estuviste conforme con el reparto, ¿eh, Franckie?

—No. No lo estuve.

—¿Te prometí más de dos mil dólares?

—No hablamos de lo que cada uno cobraría por el golpe, Rudolph —repuso Franckie—, pero yo pensé que lo haríamos a partes iguales.

—¿Qué habría pasado si no fuese por mí? ¿Se habría dado el golpe? Maldita sea, sois tres tipos sin voluntad. Sólo sabéis obedecer. Yo os dije cómo sería aquello. Fui yo quien tracé el plan, el que señaló cómo se tenía que hacer aquello. Y ya visteis los resultados. Una bolsa de veinte mil dólares sin disparar un solo tiro. Yo soy el cerebro, muchachos, y vosotros los ejecutores de lo que sale de aquí arriba —se tocó la sien,

Franckie sacudió la cabeza.

—No quiero discutir contigo.

—Entonces, cierra la boca, Franckie. Eres todavía un muchacho. No sabes lo que dices. Si esa crítica del reparto la hubiese hecho Rocco o Bet, hubiese disparado sin pestañear.

—Corriente, Rudolph, no tendrás oportunidad para disparar contra mí. Me largo ahora mismo.

—No quiero que te marches.

—Ya está decidido.

—Dije antes que vosotros no decidís nada.

Franckie Murphy inspiró profundamente.

—Me quedé sin dinero.

—Ya lo sé.

—Habré de trabajar en el camino a San Francisco para comer.

—No necesitarás eso, Franckie. Tú no te vas a ir. Y tampoco te tienes que preocupar por el dinero. Vas a tener mucho, Franckie.

—¿Mucho?

Rudolph se puso en pie y dio unos pasos deteniéndose frente a Murphy.

—Vamos a dar otro golpe.

Franckie se quedó muy serio.

Rudolph entreabrió los labios mirando a Franckie con las cejas enarcadas.

—¿Es que no te entusiasma la idea, Franckie?

—No.

—¿Por qué no?

—No quiero seguir con esto.

Rudolph hizo un gesto de sorpresa, un gesto teatral, y de pronto, rompió a reír golpeándose los muslos con las palmas de las manos.

—Eh, chico, ¿oís a Franckie? No quiere seguir con esto. Como si no fuese lo mejor del mundo… Y dice que está sin blanca. —Poco a poco, dejó de reír—. Franckie, he dicho que vamos a pegar un golpe. Muy pronto tendrás los bolsillos llenos de dinero. Será un asalto de los buenos, mucho mejor que el de tu cochino Banco de Newville. Sí, muchacho. Será algo grande y de lo que se hablará durante mucho tiempo. Vamos a asaltar el furgón correo del tren de Santa Fe.

—No contéis conmigo.

—¿Eh? ¿Qué dices, Franckie?

—No entro en el juego.

—Ya entiendo, lo dijiste antes. No estuviste conforme con los dos mil dólares que recibiste. Pero esta vez no serán veinte mil pavos. En ese furgón viaja mucho más dinero. Habrá treinta, puede que hasta cincuenta mil dólares. Lindo, ¿verdad?

Franckie bajó la mirada al suelo y se apretó el puente de la nariz, sin dar respuesta.

Rudolph le puso una mano en el hombro.

—Franckie, mírame

El muchacho alzó los ojos.

—Oye, chico —prosiguió Rudolph—. Soy un buen amigo de todos mis amigos. Quiero que las personas que me rodean estén satisfechas de Rudolph Corner. Además, éste va a ser nuestro último trabajo. Eso es, Franckie… No habrá más. No tiene por qué haberlo porque todos nos vamos a colocar. Ahí va la cifra que os corresponderá, chicos. Cinco mil para cada uno.

Bet lanzó una exclamación.

—Demonios, eso está bien, Rudolph.

—Sabía que te gustaría, Bet —le sonrió también Rudolph.

Rocco miró a Lina y Lina lo miró a él. Rocco vio en los ojos de ella un brillo especial. Sabía que con cinco mil dólares tendría aquella mujer. Se la quitaría a Rudolph. No tenía ninguna duda. Se estremeció al oír la voz de Rudolph.

—Todavía no he oído tu respuesta, Rocco.

Rocco ya había apartado los ojos de la joven y esbozó una sonrisa.

—¿Es necesario que lo diga, Rudolph? Tú sabes que puedes contar conmigo. Esos cinco mil dólares me servirán para convertir en realidad mi sueño.

No la miraba a ella, pero ahora ya daba lo mismo porque habían sellado el pacto.

Rudolph depositó la vista en la cara de Murphy.

—¿Correcto, Franckie?

—No. Te dije antes que lo dejaba.

—Sí, porque no tenías dinero, pero ya has oído que vas a tener cinco mil dólares.

—Primero hemos de asaltar ese tren.

—Desde luego.

—Iréis sin mí.

En la estancia se hizo una larga pausa.

Las pupilas de Rudolph se fueron empequeñeciendo hasta convertirse en cabezas de alfileres.

—De acuerdo que no estás satisfecho de nosotros y quieres correr tú solito la aventura.

—No quiero correr ninguna aventura.

—Franckie, me duele mucho oírte hablar así.

—No puedo hablar de otra forma. Me gusta ser sincero.

—Oh, sí, la sinceridad —rió el jefe de la pandilla—. Qué gran cosa es la sinceridad. Pero óyeme una cosa, muchacho. Con eso no se come. Te diré algo más, no sirve para nada.

—Rudolph, no tenemos la misma opinión con respecto a muchas cosas.

—Eh, chico, no creas que porque estudiaste un poco me vas a toser. Tú tendrás eso que se llama cultura, pero ni aun viviendo doscientos años, sabrías las cosas que yo sé acerca de lo que realmente importa en el mundo. ¿Lo oyes bien?

—Sí, Rudolph. He escuchado todas tus palabras… Pero sigo pensando lo mismo.

—Te quieres largar a San Francisco.

—Me marcharé ahora mismo. Buena suerte y hasta la vista.

Dio media vuelta y puso la mano en el tirador.

—No abras, Franckie —dijo Rudolph, con voz ronca.

—Ya terminé contigo, Rudolph.

—Pero no yo contigo, Franckie.

—¿Qué quieres?

—Te quedas.

—Rudolph, creo que no me has entendido.

—Te entendí perfectamente. ¿Crees que soy un estúpido? Los dos hemos hablado el mismo idioma, pero nuestras opiniones son distintas. Ya escuché la tuya. Pero te advertí que entre nosotros soy el único que decide. Tú te quedas, Franckie, y además participarás en el asalto al tren.

—¿Por qué había de hacerlo contra mi voluntad?

—Porque tres hombres son pocos. Ya hice el plan.

—Eso no es un problema para ti, Rudolph. En esta ciudad podrás encontrar un centenar y estoy seguro que cualquiera será mejor que yo.

—No quiero a nadie mejor. Quiero que seas tú, Franckie —lo apuntó con el dedo índice.

—Rudolph, ya hicimos algo juntos.

—Sí, y me gustó tu forma de actuar. Te dije que eras un chico que valía.

—Fue demasiado para mí.

—¿Es que me vas a decir ahora que tienes miedo? Anda, dilo, Franckie. Di que tienes miedo.

—No se trata de eso.

—¿Qué es entonces? ¿Quizá te enamoraste en Peñas Negras?

—Tampoco.

—Entonces, dímelo de una vez. ¿De qué se trata, Franckie?

Murphy se pasó una mano por la cara.

—Es mejor que no te lo diga.

—¿Qué clase de secreto es ése?

—Rudolph, un hombre tiene pensamientos que no comparte con nadie.

—Déjate de cosas profundas y habla en cristiano, Murphy. Maldita sea, si hay algo que me fastidia es oír a esos tipos que se ponen a hablar y nunca dicen nada. Habla claro.

—Muy bien, Rudolph. Creo que ésta no es vida para mí.

—¿A qué te refieres?

—Tú lo sabes. A lo que hacéis vosotros.

Rudolph se puso a reír de nuevo. Primero lo hizo con suavidad y luego cada vez con más violencia.

—Eso resulta divertido. ¿Qué os parece, chicos? Aquí tenemos al pecador arrepentido.

Bet y Rocco rieron las palabras de su jefe.

Lina estaba distraída, peinándose. Parecía no importarle lo más mínimo el diálogo entablado en la habitación.

Rudolph hizo una mueca enseñando los dientes.

—Óyeme, mosquita muerta. Hicimos un trato en Newville. Te conté lo que íbamos a hacer y estuviste de acuerdo. Nos llegamos a pegar el asalto en el Banco en que trabajabas. No tuviste ninguna duda para aceptar y salió formidable, como yo había previsto. ¿De qué tienes queja? También esta vez saldrá bien. Tienes madera, te lo dije, Franckie, me gusta la forma en que sacas el revólver. Eres rápido. No tanto como yo, pero con el tiempo llegarías a serlo. Eso es lo que voy a hacer de ti, Franckie: un hombre.

—No necesito tu ayuda para eso, Rudolph.

—Maldita. No me contestes.

Rudolph se tambaleó. Instintivamente echó mano al revólver.

Pero se quedó quieto sin llegar a desenfundar, al ver que Corner ya le apuntaba con su «Colt».

—Anda, Franckie, saca.

Pero Franckie bajó la mano sin sacar.

Rudolph se echó a reír.

—No, Franckie, todavía no eres el más rápido.

Rudolph apretó las quijadas manteniendo la sonrisa en los labios y eso dio a su rostro más que nunca el aspecto de una calavera.

—Debería meterte una bala en las tripas, Franckie.

—¿Por qué no lo haces? —inquirió Rocco, desde la ventana.

—Cállate, Rocco, maldito sea, o te la meteré a ti.

Rocco sintió que le ardía la sangre. Miró a Lina y vio que ella lo estaba contemplando por el espejo. Eso era malo para él, que Linda se diese cuenta de que Rudolph era un tipo con más agallas. ¿Por qué infiernos no se había callado?

Rudolph tragó aire por la boca sin apartar los ojos de la cara de Franckie.

—Anda, chico, contesta. ¿Quieres que te meta una bala en las tripas?

—No, Rudolph.

—Es lo que adelantarás si sigues comportándote como hasta ahora. Un tipo ha de estar conmigo o contra mí. ¿Lo oyes? Quiero saber a qué atenerme contigo, Franckie. Respóndeme. ¿Vendrás con nosotros para asaltar el furgón correo?

—Sí, Rudolph.

—Repítelo más fuerte, ¡Quiero que lo oigan todos!

—Sí, Rudolph.

Corner sonrió.

—Así me gusta, muchacho. Todo se deslizará de primera. No habrá ninguna dificultad. He previsto todos los detalles. Lina vendrá con nosotros.

—¿Lina? —dijo Rocco.

—¿Tienes algo que oponer?

—No. Sólo lo decía porque tú nunca quieres que una mujer intervenga en nuestro negocio.

—Sí, Rocco, eso es cierto. Pero esta vez va a ser una excepción. Necesito a Lina porque quiero que parezcamos un matrimonio que toma el tren tranquilamente en San Jacinto.

—¿Y nosotros? —preguntó Rocco.

—Vosotros estaréis esperando en la curva de Snake River. Allí el tren disminuye mucho su velocidad y podréis tomarlo sobre las doce de la noche. Primero lo dejáis pasar y luego corréis detrás con los caballos y saltáis al convoy. No debéis de invertir más de un minuto en hacerlo, una vez llegue la máquina a la curva. Yo para entonces estaré en el furgón correo esperándoos. —Lanzó una risotada palmeando el brazo de Franckie—. Y tú te lo ibas a perder. Será el mejor golpe de nuestra vida. Seguro que todos los periódicos del país se ocuparán de nosotros. Naturalmente, hablarán sólo de cuatro enmascarados.

—¿Cómo iremos? —preguntó Bet, que era el menos inteligente de los salteadores.

—Los caballos se habrán quedado muy cerca.

—¿Y Lina?

—También vendrá con nosotros. Y eso quiere decir que tú traerás mi caballo y el de ella.

—Pero el tren seguirá en marcha.

—No seas estúpido. El tren se detendrá cuando Lina lo ordene a los de la máquina. Os daré los demás detalles en el camino a San Jacinto.

—¿Cuándo emprendemos el viaje?

—Dentro de tres horas.

Rudolph se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.

—Ahí tenéis para celebrarlo con anticipación. Quiero que estéis contentos. Diez machacantes para cada uno. Pero no me gustaría que os emborrachaseis ahora.

Entregó a cada uno los diez dólares.

Rocco miró a Lina. La joven había terminado de peinarse y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas, Lina? —preguntó Rudolph.

—Voy a preparar mi valija.

—Todavía es temprano. Tú te quedas.

Rocco lanzó una maldición. Estaba seguro de que Lina quería salir para verse con él fuera, a espaldas de Corner. El, Rocco, ya empezaba a pensar por su cuenta respecto al botín del vagón correo.

¿Y si fuera posible quedarse con todo, y, naturalmente, con Lina? Aquello sería muy bueno, pero necesitaba la colaboración de Lina. Tenían que hablar, establecer un plan.

Rudolph había arrumado esa posibilidad al ordenar que Lina se quedase en aquella habitación. Pero quizá todavía no fuese demasiado tarde. Habría tiempo.