Capítulo XI

—¡ALTO! —ordenó Bannion.

Habían llegado al Despeñadero del Tuerto a través de un tortuoso camino.

El abismo quedaba muy cerca del carro.

Master miró desde el pescante el borde de la sima y gimió.

—No quiero morir, señor Bannion. Soy muy joven.

El administrador de la mina La Solitaria pasó por junto a Herbert y saltó ágilmente al suelo.

—No se preocupen, amigos. Será rápido.

Darrill tragó saliva.

—Oiga, señor Bannion, se me está ocurriendo una idea que es mucho mejor para usted.

—¿Qué idea?

—Déjenos marchar. Master y yo nos iremos a Alaska. Se lo prometemos, ¿verdad, Master?

—Sí, señor. Siempre me ha gustado el frío. De pequeño, cuando llegaban las nevadas en invierno, me gustaba revolearme en la nieve.

Bannion rió de buen humor.

—Qué pareja de grandes muchachos sois… Si no fuese porque tengo el tiempo tasado pasaría un gran rato con vuestras ocurrencias. Pero quiero terminar esto cuanto antes. Bajad los dos ahí y poneros contra las rocas. Vamos, rápido.

Darrill y Master se apresuraron a abandonar el pescante y a ir por el camino que le señaló Bannion, detrás del carromato.

A continuación, el salteador se acercó al vehículo, y sin perder de vista a sus prisioneros, sacó el cajón que contenía el oro, el cual dejó a sus pies.

—Os llegó la hora, chicos.

Darrill y Master temblaron como hojas azotadas por el vendaval.

—No haga eso, señor Bannion —rezongó Darrill—. Master y yo no queremos ser cadáveres.

—Vais a quedar muy monos si os estáis quietos… Podéis imaginar que os voy a hacer un daguerrotipo.

—Hágaselo a su tía —repuso Darrill.

—Prefiero que seáis vosotros. Fijaros en la máquina. —Levantó el revólver—. Por aquí va a salir el pajarito.

Darrill y Master bailoteaban nerviosos sin saber qué hacer.

Bannion encontró la escena muy divertida y decidió prorrogarla.

—Os meteré una bala en el corazón, de modo que no os mováis mucho. Luego os sentaré en el carromato y lanzaré el vehículo con los caballos al fondo de la barranquera.

—El cajón con el oro pesa mucho, señor Bannion… Necesita ayuda.

—Será una agradable carga, y después de todo, mi caballo no está muy lejos. Sabré resistirlo. —Bannion sonrió, enseñando la dentadura—. Bueno, muchachos, aquí acaba vuestra historia.

Master cerró los ojos y se encomendó al cielo.

Darrill apretó las quijadas.

—Lo tengo merecido por estúpido —dijo.

Bannion levantó el revólver y apuntó a Darrill.

—Tú serás el primero, gordinflón.

Darrill también cerró los ojos.

Se oyó un estampido.

Darrill no sintió ninguna punzada en el cuerpo y pensó que a última hora Bannion había elegido a Master como primera víctima.

Master tampoco notó nada, pero eso era lógico porque el propio Bannion había dicho que en primer lugar mataría a Darrill.

Entonces oyeron un aullido de dolor.

Los dos abrieron los ojos y vieron a Bannion de rodillas en el suelo.' Había perdido el revólver y se sujetaba la diestra que estaba agujereada por el centro, llena de sangre.

Escucharon unos pasos a la izquierda y vieron aparecer a Mark Hooman.

Darrill se quedó con la boca abierta.

—¡Señor Hooman! —exclamó gozoso Master—. Dígame que no es un fantasma.

—No lo soy, Master.

—¡Mark! —pudo exclamar al fin Darrill—, ¿Qué haces aquí?

—Vine en tu ayuda.

—Pero ¿cómo lo descubriste? Tenías que estar camino de Cooper Creek.

Por detrás de Mark aparecieron Vicky y el abuelo Pip.

—El señor Bannion se pasó de listo —dijo Hooman.

El administrador levantó la cara con los ojos furiosos.

—¡Esto lo va a pagar, Hooman!

—No me diga.

—Estaba tratando de evitar un asalto. Estos dos hombres, Master y Darrill, iban a huir con el oro.

Darrill levantó un puño y se fue hacia Bannion, el cual se puso a gritar.

—¡Eh, señor Hooman, cuidado! Este animal me va a pegar. ¡Deténgalo!

Pero Mark no detuvo a su amigo, quien atrapó a Bannion por el cuello y lo levantó de un tirón.

—Señor Bannion, nunca pego a nadie que está herido, pero si no rectifica ahora mismo le juro que le deshago las narices.

—¡Señor Hooman! —gritó Bannion.

Darrill acercó su cara a la del administrador,

—¿Quién se iba a llevar el oro? Vamos, dígalo.

—Yo.

—¿Qué es lo que iba usted a hacer hace un momento cuando mi amigo lo desarmó?

—Iba a matarlos.

—¿A quiénes? Dígalo.

—A Master y a usted.

Darrill dio un empeñón a Bannion enviándolo contra el carro.

Entonces, Mark se acercó a Bannion.

—Es usted el más sucio canalla que he conocido en mi vida, Bannion.

—Tenga cuidado con lo que dice.

—Usted es un vulgar ladrón, Bannion, y estaba a punto de convertirse en un asesino, aunque quizá lo era ya.

—¡No lo consiento!

—No está en situación de alzar la voz, Bannion. Ahora va a ser muy humilde. Envió a cinco personas al matadero. Al abuelo, a la señorita y a mí, y luego se la jugó a Darrill y a Master. He podido matarlo antes, pero aún puedo hacerlo ahora.

—Usted no disparará contra un hombre indefenso.

Mark conservaba el revólver en la mano y le apuntó a la cara.

—Esté seguro de que sí. Mis amigos estarían dispuestos a decir que lo maté a la primera.

Bannion miró a los amigos de Hooman.

El abuelo se frotó las manos.

—Oiga, Mark. Déjeme que sea yo el que acabe con este vivales. Ahora que me he convertido en un gun-man, me vendría bien hacer una nueva muesca con el revólver.

Mark sonrió.

—Bueno, Bannion, está listo.

—¿Qué va a hacer?

—Lo entregaré a las autoridades de Post City. Naturalmente, regresaremos con el oro.

Bannion sacó un pañuelo con el que se cubrió la mano herida.

—Usted gana. Vayamos cuanto antes. Necesito que me vea un doctor.

—Espere, Bannion, todavía no terminé con usted.

—¿Qué quiere decir?

—Usted, además de todo lo que hizo, empezó por cometer un chantaje.

—¿Un chantaje? Continúe hablando y me acusará de todos los delitos que existen en las leyes.

—Estaba chantajeando a Vicky Murphy. Usted la amenazó con algo para obligarla a proteger supuestamente el oro.

—Ella se ofreció a hacer el trabajo.

—No, Bannion. Oí algunas frases sueltas del diálogo que entablaron entre ustedes y saqué la conclusión de que coaccionó a la muchacha. Le prometió que si llevaba el oro a Cooper Creek, ella recibiría, a cambio, algo. Ha llegado el momento de que lo escupa.

Bannion miró a Vicky.

—¿Eres tú de la misma opinión, nena?

La joven se tomó algún tiempo sin decidirse a contestar. Bannion quiso sonreír, pero hizo una mueca.

—Ya lo ha visto, Mark. La señorita Murphy no es de la misma opinión.

De repente, Vicky dijo:

—Quiero que lo diga, señor Bannion.

—¿Eh?

—Quiero saber dónde está mi hermano.

—¿Y quieres que lo diga delante de estas personas?

—Sí.

—¿Sabes lo que te juegas, dulzura?

—No tengo miedo.

—Vaya… —sonrió Bannion—, De repente a todo el mundo le ha entrado la valentía por las orejas.

Hooman jugueteó con el revólver.

—No acabe con mi paciencia, Bannion.

—Está bien. Ahora sabrá la clase de hermanito que tiene Vicky Murphy. Es un salteador de Bancos.

Tras las palabras de Bannion, se hizo un profundo silencio.

Bannion clavó sus acerados ojos en el rostro de la joven.

—¿Quiere que continúe?

—Desde luego… Quiero que me diga dónde está Franckie.

—Antes estos caballeros sabrán quién es Franckie.

—Ya lo dijo. Un salteador de Bancos. Ahora quiero saber dónde está.

—No vaya tan deprisa, nena. Esos amigos suyos tienen derecho a saberlo todo. Franckie Murphy asaltó el Banco de Newville, en Missouri.

—Eso no es verdad —exclamó Vicky.

Bannion rió.

—Bueno, debo decir que Franckie no hizo el negocio solo. ¿Es eso lo que querías, dulzura? Franckie necesitó la ayuda de tres hombres: Rudolph Corner, Bet Flaging y Rocco Sorento. Ocurrió hace cinco meses. Los cuatro tipos se llevaron una buena bolsa: veinte mil dólares. Pero de los cuatro, el que tuvo más culpa fue Franckie Murphy, por la sencilla razón de que él era un empleado del propio Banco donde se cometió el asalto.

—Es usted un puerco, señor Bannion —dijo Vicky.

—¿Porque digo la verdad?

—Usted me aseguró que tenía la prueba de que mi hermano era inocente. Por eso me obligó a ir a Cooper Creek defendiendo su oro, que no era otra cosa que encaje. Yo cumplí mi parte, aunque me engañó. También me aseguró que me diría dónde se encontraba Frankie.

—No sé nada.

—¿Qué dice?

—Te engañé, Vicky. No sé nada del asalto. No sé dónde está tu hermano ni tampoco tengo ninguna prueba acerca de su inocencia.

—Canalla.

Marck Hooman intervino:

—Bannion, me temo que usted sabe más de ese asalto de lo que asegura. Ha citado el dinero que se llevaron.

—Eso lo publicaron muchos periódicos. Yo leí uno de ellos.

—Pero también ha citado los nombres de los salteadores y apuesto a que ningún periódico los señaló.

—¡Eso es cierto! —habló Vicky—. El Centinela, de Newville, habló de tres salteadores enmascarados y de mi hermano Franckie Murphy.

Bannion se mojó los labios con la lengua.

—Me estoy desangrando, señor Hooman. No podemos seguir aquí.

—Su herida ha dejado ya de sangrar. No busque una excusa para evitar la respuesta. ¿Cómo supo los nombres de los tres enmascarados? Y le advierto por última vez que no está en situación de callar.

—Me lo dijo alguien.

—¿Quién?

—No recuerdo su nombre.

Mark le soltó una bofetada con la mano izquierda.

—Dígalo, Bannion.

—Rudolph Corner.

—¿Dónde lo vio?

—En Sun City.

—De modo que tiene amistad con Rudolph Corner… Y apuesto a que él es el jefe de la plantilla.

—No lo sé.

Mark hizo gesto de pegarle otra vez y Bannion gritó:

—Es el jefe.

—¿Cuánto tiempo hace que vio a Rudolph en Sun City?

—Dos semanas.

—¿Estaba él solo?

—No. Le acompañaban los tres hombres. Sólo estuvimos juntos unos minutos.

—Pero usted sabe dónde fueron.

—Lo sé, pero, ¿qué va a hacer con eso? Franckie Murphy es un ladrón, lo mismo que Corner y los demás. Y cuando lo cacen, él sufrirá mayor pena porque, además de llevarse el dinero, lo hizo con abuso de confianza, puesto que era un empleado del Banco.

—Usted aseguró a Vicky que tenía una prueba de la inocencia de Franckie.

—Ya he dicho que la engañé. Quería conservarla a mi lado. La chica me gustó. Eso es todo.

—Quería conservarla y la envió a la muerte. ¿Qué estupidez está diciendo, Bannion?

—Yo puedo contestar a eso —dijo Vicky—. Desde que se cometió el asalto seguí la pista de los salteadores. No me resignaba a creer que Franckie hubiese cometido aquello por su propia voluntad, y aunque hubiese sido así, deseaba que se entregase a las autoridades. No podía consentir que Franckie siguiese un camino de violencia. Al fin y al cabo, en el asalto al Banco no se había producido ninguna muerte, ningún herido, porque no tuvieron necesidad de utilizar el revólver. Sé que la ley castigaría lo que había hecho mi hermano, pero pensé que todavía no sería demasiado tarde para él. Al llegar a Sun City supe con certeza que por allí había pasado Franckie con otros tres hombres. Conseguí una descripción de ellos y un empleado de un saloon me dijo que uno de los hombres que yo había identificado como un salteador había estado hablando con Leslie Bannion, administrador de la mina La Solitaria, en Post City.

—Ya va saliendo —comentó el abuelo Pip.

—Fui a Post City —prosiguió Vicky—, y hablé con Bannion, pero desde el primer momento, él sólo pensó una cosa: en hacerme el amor. Por eso montó su tinglado. Estoy dispuesta a creer que inventó lo de la prueba de la inocencia de mi hermano para retenerme junto a él.

—Sin embargo, luego la mandó a la muerte —le recordó Mark.

—Fue porque no consiguió nada de mí. Hasta llegó a entrar en mi habitación del hotel de noche. Quiso abusar de su fuerza, pero le salió mal porque yo tenía un revólver escondido y le obligué a abandonar la habitación. Al día siguiente fue cuando me dijo que si acompañaba el oro hasta Cooper Creek me diría dónde se encontraba mi hermano.

—¿Cómo supo que usted maneja tan bien el revólver?

—Hace tres días me llevó a pasear por las afueras del pueblo y Bannion quiso demostrar su pericia con el «Colt». Yo también quise participar en la exhibición.

—Todo ha quedado aclarado, administrador. Sólo falta que nos diga ahora adónde se dirigía Rudolph Corner con sus compañeros.

Los ojos de Bannion estaban congestionados por la furia y el odio. Su negocio se había venido abajo. Estaba herido, había perdido el oro, su cargo en la mina La Solitaria, la última esperanza de tener a Vicky, y, por añadidura, pasaría una temporada en la cárcel.

—Peñas Negras —contestó con rabia.

—Gracias, Bannion. Ha sido muy amable.