Capítulo IX
DOS horas más tarde, Mark ordenó al viejo Pip que detuviera el vehículo porque avistaron el pueblo abandonado que marcaba un jalón en la ruta.
—Ahí lo tenemos, Pip.
Vicky también ojeaba desde la ventanilla.
—¿Por qué no seguimos en vez de estar aquí parados, señor Hooman?
—Primero me gustaría echar una ojeada al pueblo.
Vic sonrió irónica.
—¿Teme que haya algún facineroso escondido por ahí?
—Todo debe esperarse, Vic.
—Yo le pegaré el susto.
Mark la miró fijamente.
—Atienda bien, Vic. Usted seguirá las órdenes que yo dé.
—Miren al mandón.
—Y lo que mando es que ocultemos el carruaje en este matorral, mientras me acerco a husmear en ese pueblo fantasma.
Pip tragó saliva.
—Ahora que hablan de fantasmas me acuerdo de lo que le pasó a un mexicano llamado Sebastián. Pasó la noche en ese pueblo y al día siguiente lo vieron aparecer por San Segismundo jurando que vio unos tipos encadenados. Murió atrapando moscas.
—Ande, abuelo. Meta ahí el carromato.
Pip gruñó asintiendo.
Mark se acercó a la joven.
—Usted no se despegará del vehículo, ¿entendido? Yo me encargo de volver dentro de un cuarto de hora.
—Cuidado con los fantasmas —dijo Vic en tono de burla.
Mark se atascó el sombrero y, sin replicar, zigzagueó por el sendero hacia el pueblo.
No tardó más de diez minutos en llegar.
Ofrecía el mismo aspecto que cientos de pueblos abandonados.
Aquél era todavía más curioso, si se tenía en cuenta que no se conocía ni su nombre. Los más viejos de aquellos lugares decían que fue abandonado cincuenta años antes cuando dejó de salir oro de los alrededores.
Mark observó la plaza mayor.
Todo aparecía vetusto, maltratado por el tiempo.
Los ojos de Mark se posaron en el suelo.
Le pareció muy curioso que hubiese alguien entretenido en barrer la plaza.
Se veían huellas de bolas de espino seco que habían sido pasadas como escobas para borrar huellas.
El truco era viejo como Adán y Eva. Alguien había pasado por allí y no quería delatar su presencia.
O tal vez se hallaba en el pueblo todavía.
De pronto lo comprendió todo.
Las huellas debieron trazarlas muchas personas y todavía le pareció oler polvo en el ambiente.
Mark dio un gruñido para sí y, al descubrir una edificación mejor conservada que debió ser el Ayuntamiento en aquella dirección.
Al llegar empujó las puertas sin titubear.
—¿Están celebrando una reunión de concejales, señor alcalde? —preguntó al fulano que estaba rodeado de tipos curiosos.
El interpelado tenía unos cuarenta años, era moreno, de cabeza grande, ojos de fuego y anchos hombros trabados por doble cartuchera.
Sonrió con unos dientes blancos que contrastaban con la mugre que llevaba encima.
—Usted sabe que soy Alf Drunning, míster. ¿Cómo ha puesto el dedo en la llaga?
—Era campeón del juego del escondite en mi pueblo.
Drunning rió.
—Usted es el tipo que comanda la diligencia, ¿eh?
—Mark Hooman, para servirle.
—No me gusta el tono de caradura que emplea. ¿Sabe que está en un aprieto, hijo?
—Métase en la cabeza que entré en este pueblo por mi propio pie, Drunning.
—Adelante con el discursito.
Mark carraspeó.
—También sabía que había gente porque encontré las huellas. Hubiera podido dar marcha atrás y avisar con dos disparos al aire a mis amigos que están en el vehículo.
—Vaya con el pajarín.
—Pero he preferido dar la cara y decirle que estas mascaradas no van conmigo.
Un tipo grandullón tomó un «Colt» por el cañón y lo levantó.
—¡Ahora pondré en circunstancias a este respondón, jefe!
Fue a descargar el arma contra el pómulo de Mark.
Pero éste se agachó y la culata pasó por encima de su cabello.
Cuando recuperó la primitiva posición, lo hizo con un puño por delante.
Cazó al grandullón en la quijada. Fue un pleno.
La víctima abandonó el revólver.
Y como pocos habían visto un trallazo de aquella especie quisieron ver sus efectos. Por eso se apartaron para dejar paso al gigantesco bólido.
El tipo saltó por encima de un par de mesas y fue a terminar aplastando la chimenea que salía de la estufa. La prensó.
Luego cayó al suelo, piando.
Varios sujetos reaccionaron echando mano a las armas.
Drunning los contuvo con un gesto.
—¡Quietos! —agregó.
Todos quedaron muy envarados.
Mark se miró la rojez de los nudillos y luego las puntas de las botas denotando embarazo.
—Perdone, Drunning. Le digo siempre a esta condenada mano que se esté quieta, pero que si quieres. No sé lo que le ocurre, pero en cuanto encuentra cerca un cretino, se pone en camino por su propia cuenta.
Drunning entornó los párpados sonriente.
—Me gusta usted, muchacho.
—Oiga, no confunda.
—Quiero decir que es uno de los pájaros que yo aprecio en su propio valer.
—¿Sí?
Drunning asintió maravillado.
—Usted lleva entre manos un importante asuntejo. Anda con un viejo y una fulana bombón. Tiene un itinerario trazado y antes de seguirlo se cerciora dónde pone el pie. Y por si faltaba poco, entra en el poblado, se huele que hay gente, me encuentra con parte de mis hombres y aguanta el tipo como los buenos.
—Una adivinadora me dijo que el destino es insoslayable.
—Todo está escrito, muchacho. Y también está escrito que el oro ha de ser mío. De Alf Drunning.
—Miau…
Drunning convirtió los ojos en rendijas.
—¿Qué significa ese maullido, muchacho?
Mark se pasó la mano por el mentón.
—Quiere decir que aún le queda mucho que hacer antes de llegar al botín.
—Lo tengo prácticamente al alcance de mi mano.
Un pelirrojo saltó impaciente.
—¡Jefe! ¡Basta de cháchara y vamos en busca de la bolsa!
Drunning alargó la zarpa izquierda, pero en vez de dar con ella usó la derecha.
El pelirrojo recibió el golpe en las narices y rodó por el suelo dando dos vueltas de campana.
Drunning se miró las uñas de la mano con la que había golpeado.
—Muchachos —dijo—, os tengo dicho muchas veces que cuando tengamos un invitado en casa lo acojamos en buenas maneras.
El tipo que había recibido el castigo, un fulano huesudo, se puso el pañuelo en las narices porque se había puesto a arrojar sangre.
—Jefe, yo sólo quería rematar de una vez el negocio.
—A callar, Bill.
El forajido cerró el pico.
Drunning esbozó una sonrisa mirando otra vez a Mark.
—¿De qué hablábamos, Hooman?
—Del botín.
—Oh, si, Hooman, es una hermosa palabra, ¿no le parece? Botín… Tiene música.
—Las notas que yo oigo son fúnebres.
—Es muy posible que no se equivoque, Hooman —rió el jefe de los forajidos—. ¿Sabe? Es un tipo muy entero.
—Gracias, Drunning.
—Es posible que haya una vacante para usted entre nosotros.
—Me conmueve mucho su oferta, Drunning.
—No lo tome en cuenta, muchacho. Soy un tipo que tiene ojo clínico. Como los buenos doctores. Me ha ido bien por el mundo porque sé distinguir a las personas. Usted tiene clase, muchacho. Mucha clase.
—Me va a subir los colores, Drunning.
—Yo le diré lo que vamos a hacer. Usted nos dirá dónde está escondido el carrito con el oro. Entonces nosotros nos largamos allí, pero usted se queda descansando.
—Es usted muy considerado, Drunning.
—Contará con varias cosas para que su descanso sea completo. ¿Le gusta el pollo? Quedan un par de ellos en la cocina. ¿Whisky? Hace una semana metimos mano a un cargamento del mejorcito. —Hizo una pausa convirtiendo los ojos en rendijas—. Ya veo lo que quiere, bribonzuelo. También tendrá de eso. Le pasaré a Encarnita. Es una chica con buenas maneras y que sabe quedar bien con todo el mundo.
—Me está pintando un bonito cuadro, Drunning.
—Sabía que le gustaría.
—Sí, es muy tentador pero no hay nada que hacer.
—¿Eh?
—No hay acuerdo, Drunning.
En la estancia se hizo un profundo silencio.
Dos hombres de Drunning estaban atentos a su jefe, esperando una señal de éste para sacar el revólver.
—¿Está loco, Hooman? —habló al fin Drunning.
—Llevaremos el oro al destino que nos fue señalado y usted y los suyos no podrán oponerse.
Drunning lanzó una carcajada.
—Lo está echando a perder, Hooman. Usted es un fanfarrón. ¿Y sabe lo que se ha ganado con eso? Que lo trincharemos a la mexicana.
Mark desenfundó como una centella, una fracción de segundo antes de que Drunning bajase la mano.
Pero el joven no se quedó en el mismo lugar. Mientras apretaba el gatillo, saltó hacia el hueco más cercano.
Se encontraba en muy mala posición para poder disparar sobre Drunning y hubo de contenerse con hacerlo sobre una representación de sus sicarios.
Dos tipos lanzaron aullidos de muerte cuando ya tenían el arma en la mano.
Dos balas picotearon en el suelo siguiendo a Mark, quien continuó dando la réplica.
La cabeza de uno de los fulanos casi se desgajó del tronco a que pertenecía al recibir un obús.
Mark se dio impulso y salió por la ventana.
Lo hizo en el momento justo porque ahora por el hueco aullaron una jauría de balas.
Se puso en pie y echó a correr hacia la esquina próxima.
De pronto vid aparecer un tipo frente a él, el cual se echó el riñe a la cara para hacer fuego.
Mark le tomó ventaja y le metió un plomo por la nuez.
El fulano dio un bote absurdo y se encogió en el aire disparando contra el suelo.
Mark saltó por encima del cadáver y dio la vuelta a la esquina.
Se encontró en un callejón donde habían ido a parar muchas bolas de espino.
La voz de Drunning le llegó a través de las rendijas que había en las paredes.
—¡Pandilla de inútiles! ¡Acaben con Hooman! ¡Es una orden!
Mark imprimió más rapidez a sus piernas. Intencionadamente había elegido aquel camino, el opuesto al que se encontraban Vic y el abuelo.
Al final del callejón vio una gran puerta. Sobre ella, en letras despintadas, aún se lía: «Cochera del Hombre Bueno.»
Se coló allí y vio una escalera de madera que conducía a un antiguo depósito de forrajes.
En la escalera faltaban algunos peldaños carcomidos por el tiempo.
Mark probó si la escalera lo podía sostener. Se produjeron algunos chirridos, pero finalmente decidió subir.
Uno de los maderos crujió. Pareció ir a romperse, pero entonces Mark dio un salto y llegó felizmente a la parte superior.
Se asomó por una ventana y vio correr a dos hombres por la calle. Llevaban la pistola en la mano. Un tercer tipo se le unió.
—No está por aquí.
Drunning gritó desde alguna parte:
—¡Maldita sea! No puede escapar, muchachos. ¡Agárrenlo! ¡Quiero vaciarle los ojos con mi propio revólver!
Mark se retiró de la ventana al oír pasos en el callejón por donde había llegado.
Vio aparecer dos tipos en la puerta, quienes se quedaron quietos, mirando al interior.
—Eh, Arthur, salgamos —dijo uno de ellos.
—Hemos de registrar la cochera.
—No puede haberse colado ahí.
—¿Por qué no, Mike?
—Meterse ahí sería tanto como meterse uno en la trampa.
—Sí, tienes razón. Ni tú ni yo habríamos hecho eso. Sólo lo haría un tipo sin seso.
Pasaron de largo y Mark esbozó una sonrisa.
Se arrastró otra vez sobre los codos y el estómago hasta llegar a la ventana. Ahora vio a Drunning, que, rodeado por cuatro hombres, estaba soltando maldiciones y juramentos.
—¡No se lo puede haber tragado la tierra, condenación!
—Somos muy pocos para registrar todo el pueblo —le contestó un tipo pequeñajo de piernas estevadas.
Eso le costó caro porque Drunning le soltó un mazazo en la cabeza.
El pequeñajo se derrumbó en el polvo y Drunning fue tras él y le pegó una patada en los riñones.
—Sois quince, maldita sea. Ya sé que habría sido mejor que todos hubiesen estado aquí, pero tuve que dividir nuestras fuerzas para que vigilasen de diversos puntos la llegada del carro. ¿Qué culpa tengo yo si esos mastuerzos fallaron? Ya está aquí Hooman y eso quiere decir que también está el carro con el oro. ¿Es que un solo tipo nos la va a dar con queso?
Mark decidió cargarse a Drunning. Aquellos forajidos sin su cabecilla serían fácilmente vulnerables.
Apuntó al pecho de Drunning.
No era su costumbre matar a un hombre de tal forma, pero aquello era un caso aparte. Drunning era un forajido de la peor especie y él estaba solo contra todos.
Cuando iba a apretar el gatillo, se interrumpió al oír una voz que llegaba desde abajo.
—No haga eso, Hooman. Somos dos fulanos y sabemos perfectamente dónde está por las grietas. Lo queremos vivo, pero si hace un disparo lo cosemos a través de los maderos.