Capítulo VII
LESLIE Bannion chupó el habano y después apuntó con él el mapa que se extendía en la oficina del sheriff O’Hara.
—En este punto existe un pueblo abandonado. De modo que tendrán que pasar por él. Pero será un buen lugar de descanso porque nadie circula por allí y estarán al abrigo de miradas indiscretas. ¿De acuerdo, Hooman?
Mark Hooman no dijo nada. Quedó con la vista clavada en el mapa.
El sheriff O’Hara carraspeó.
—Un momento, señor Bannion. Según dicen algunos viajeros, se ha visto a cierta gentuza en aquel lugar.
—Corren muchas supercherías por el mundo, sheriff.
—Todavía hay más, señor Bannion. Se dice que el pueblo abandonado es visitado frecuentemente por Alf Drunning y su pandilla.
—¿Drunning? ¿Ese piojoso con cien hombres muertos de hambre?
—Eso se dice, señor Bannion.
Bannion se echó a reír estruendosamente.
—Calle, sheriff. Usted está equivocado de medio a medio. Drunning estará asaltando gallineros por la comarca de San Procimio.
—Yo en su lugar no lo subestimaría, señor Bannion —intervino Mark despegando la vista del mapa.
Bannion hizo una mueca.
—Vayamos al grano y olvídense de Drunning y sus colaboradores. Esa ruta es la más corta y la más discreta. Drunning no tiene tanto cerebro para adivinar lo que yo he pensado. Ni ningún otro forajido, ¿entienden?
—De acuerdo, señor Bannion —dijo el sheriff.
Mark volvió a consultar el mapa.
—Nos pondremos inmediatamente en marcha, Bannion.
—Ese es el plan. Todo está previsto. Ustedes tienen que llegar a las diez de la mañana al apeadero de Cooper Creek.
—Corriente.
El ayudante del sheriff entró corriendo como una exhalación.
—¡Mire eso, sheriff! ¡Otra vez un alumno de la Escuela de…!
No pudo terminar.
Escucharon el rugido de Herbert que viajaba en el pescante, al lado de un sujeto que hacía la tercera lección de riendas.
—¡Frene! ¡Frene…!
El grito de Herbert quedó ahogado por el estropicio de cristales rotos y gritos de los transeúntes.
El ayudante del sheriff se cubrió la boca para no gritar.
—¡Otra vez en la corsetería de Irene! ¡Han metido el tronco de caballos en la sección de fajas!
El sheriff apuntó con un dedo amenazador a Mark, pero decidió dejar para más tarde la protesta y salió a toda velocidad.
Mark observó los estropicios y sacudió la cabeza.
Por fortuna, Herbert estaba ileso porque salió saltando por entre las astillas.
Se acercó a la oficina del sheriff.
—¿Lo has visto, Mark? ¡Esos tarugos siempre me tocan a mí!
—Debes tener paciencia, muchacho.
Herbert masculló un juramento.
—Y para postre, ahora tú te conviertes en humo.
—Regresaré mañana mismo.
—Se dice que vais a llevar algo valioso en vez de habichuelas, ¿qué hay de eso?
Mark tosió.
—Te lo explicaré cuando regrese, Herbert.
—Infiernos, apuesto a que te metes en un lío de los gordos.
—Ahora tenemos a las autoridades de nuestra parte.
Herbert fue a decir algo, pero dio media vuelta y salió en busca del alumno mientras desgranaba amargas maldiciones.
—¡No actuó el freno, señor Darrill! —se arrancó la manga y parte de la camisa que había quedado reducida a un puro colgajo.
—¡Repita la lección 32! ¡Vamos, repítala mientras me hago cargo del estropicio!
Los dos se alejaron hacia el lugar del accidente.
Bannion sonreía pendiente de la conversación.
—Aprovechen el momento de la confusión para largarse, Hooman.
Mark asintió.
Salió de la oficina y entró en la estación de postas, donde estaba preparada la diligencia.
El viejo Pip ya estaba en el pescante dándose ánimos con un botellón de whisky.
—¡Viajeros al tren! —se carcajeó.
—Hola, abuelo —dijo Mark—. ¿Listos?
—«¡Ya!
El viejo golpeó los dos caballos y el vehículo empezó a rodar poco a poco hacia la puerta trasera.
Bannion estrechó la mano de Mark.
—Les deseo un buen viaje, Hooman.
—Y usted que lo vea —replicó Mark.
Bannion rió viéndolo andar hacia el vehículo.
En eso, apareció por una puerta la bella Vic.
Ahora venía con una valija en la mano de las llamadas Weekend.
Bannion la envolvió con la mirada.
—Vic.
—¿Qué señor Bannion?
—No te arrepentirás de esto.
Ella alzó la barbilla.
—Usted sabe demasiado por qué lo hago.
Bannion rió reposadamente.
—Algún día me lo agradecerás.
—Espero que también cumpla usted, señor Bannion.
—Ya te dije que cumpliré, Vicky. Eh… ¿qué es eso de señor Bannion? Necesito que empieces a llamarme Leslie.
—Ande y que lo mate un rayo.
—Vamos, vamos, muñeca. Debes acostumbrarte.
Vic lo miró con las largas pestañas entornadas.
—Métase de una vez en la cabeza esto, señor Bannion.
—¿El qué?
—Usted me da urticaria, me enferma.
—Oye, pues acostúmbrate o sufrirás de úlcera. Tenemos que andar muy juntos, ¿sabes?
Vicky fue a replicar con dureza, pero la risita de Bannion la obligó a tragar saliva con fuerza.
—Adiós, señor Bannion. Desearía que nos cayéramos por un precipicio antes que verle a usted otra vez la cara.
—Vamos, no seas terca, nena. Pareces un erizo. Ahora, para engrasar las relaciones, podías despedirte de mí con algo que necesito de veras.
—¿Se refiere a un mazazo en el cráneo? Lo necesita de verdad.
—Me refiero a un besito.
Vicky hizo una mueca.
—Cáigase muerto de una vez.
—¡Vic!
Pero ya la chica salía muy aprisa de la estación de postas.
Cuando llegó al vehículo observó un momento la mirada grave de Mark Hooman, quien parecía haber oído parte del diálogo, aunque en realidad sólo había empezado a oler mal porque notó la mirada apesadumbrada de Vic.
Pero ni Vic ni Mark cambiaron palabra.
Sólo se miraron.
Mark cerró la puerta cuando ella subió al carruaje.
Luego, él saltó al pescante.
—Andando, abuelo —ordenó.
Pip chascó el látigo.
Como ya llevaba mucho whisky en el cuerpo para consolarse en la peligrosa misión, salió de Post City quebrantando las normas de la circulación y trazando eses en el recorrido.