Capítulo 28

 

L

legan tarde al concierto. Juliette se moría de ganas de ir a refugiarse bajo su edredón y dormir para olvidar sus citas sin mañana. Max tenía trabajo hasta el último minuto y cuando ella ha intentado decirle que no le apetecía ir, no ha querido ni escucharla.

—Tú sueles ser la primera en querer ir de fiesta. No vas a dejar que vaya solo. Además, los Push Up en el New Morning es una invitación que no se puede rechazar.

—Tengo frío —farfulla Juliette, con la barbilla hundida en el cuello alto de su jersey.

—¡Precisamente! Ven a bailar en lugar de ponerte el gorro de dormir a las ocho de la tarde.

Max es su pilar y a Juliette no le gusta negarle nada.

—¡Vale! ¡Vale! Voy contigo.

El local está perdido en una calle sin encanto, pero a Juliette le gusta la pequeña sala, inspirada en los clubes de jazz de Nueva York. Parece un hangar inacabado, a pesar de que allí tocan grandes músicos. Puedes ir allí a ciegas; siempre te depara alguna sorpresa bonita.

En las paredes rojas del pasillo hay carteles de conciertos míticos y fotos en blanco y negro de Sidney Bechet, Lionel Hampton John Coltrane y otros virtuosos. La decoración está un poco gastada y no hay mucho espacio, pero los músicos y el público están muy cerca. Cuando el ambiente se caldea unos grados, la gente enseguida empuja las sillas para bailar.

Por lo general, a Juliette le encanta estar ahí. Esa noche se encarama a un taburete del bar y mira distraídamente a su alrededor. Se fija en una silueta masculina que le resulta familiar. Es un hombre muy alto, que lleva unos pantalones deformados, un jersey grueso de cuello alto y una vieja cazadora de cuero agrietada en la sisa.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunta Max.

—¿Crees que tienen grog? —contesta Juliette sin mirarlo.

Se inclina sobre el taburete. Cuando el hombre se mueve, solo ve la mitad del grupo que acaba de llegar al local. Le ha llamado la atención su anchura de espaldas. Es corpulento como un transportista de pianos.

—¿Qué haces? Te vas a caer.

El transportista se gira. La dulzura de su mirada contrasta con su estatura de gigante.

Juliette pone la mano sobre el brazo de Max.

—¿Estás bien? Te veo rara.

—Es curioso, conozco a ese tipo de ahí pero soy incapaz de decirte dónde lo he visto.

Max se ríe.

—Tienes visiones. ¡Es la fiebre!

«Estoy segura de que me lo he cruzado antes.»

—Acerquémonos, están a punto de empezar.

En el escenario aparece una tribu mestiza de siete músicos y cantantes. Uno de ellos toma el micro.

—Os vamos a contar el día de un hombre popular. Instalado delante del televisor, piensa en todas las decisiones que han influido en su vida, en sus esperanzas, en sus enfados... ¡Míster Quincy Brown!

Los riffs de guitarra, la flauta travesera, el sintetizador desmandado, la voz acariciante de la cantante de soul y la energía del grupo acaban con las últimas reticencias de Juliette. Baja del taburete y empieza a menear las caderas al ritmo de la música allí mismo.

—¡Muy bonitos! —dice el transportista, mirando los botines de cuero color ciruela, con cordones de raso rojo, que calza Juliette.

«¿Un fetichista de los pies?»

—¡Gracias! Me los hago traer de Londres. Solo existen unos cuantos pares.

—Raros y bailarines.

—No puedo resistirlo, me gusta demasiado su música.

—Son muy buenos.

«Claro, ya sé dónde lo he visto antes.»

—Dime... ¿no tendrás unos zapatos míos, por casualidad?

El transportista sonríe.

—Es posible.

—¿Y... crees que están listos?

—¿Tienes el número de tíquet?

—Hummm, ahora mismo no, pero...

—Entonces tendrás que pasar por la tienda.

—¿Así que eres mi zapatero? El zapatero de la rué des Trois Fréres, de El Talón de Aquiles.

El hombre se inclina mucho.

—Jean, tu zapatero, se postra a tus pies.

«¡Un zapatero al que le gustan los Push Up! ¡Uau!»

Se ponen a hablar de Quincy Brown y de sus preguntas metafísicas, de la película que podría contar su vida, de esa música que coquetea a sus anchas con el soul, el rock y el funk, y del New Morning, adonde ambos van a menudo, aunque hasta entonces nunca habían coincidido.

Pegado a una pared, Max observa a su amiga, que responde al gigante sonriendo, con un vaso en la mano. Se les acerca.

—Yo me marcho. Estoy cansado. Voy a coger el último metro —dice.

«¿Por qué se va?»

—El último metro, ¡me encanta esa película! —dice Jean.

«No puede existir de verdad un loco de los zapatos, cinéfilo y con los ojos grises.»

Max se esfuma.

Se quedan sin decir nada. Juliette mira la decoración, a Jean, la decoración, a Jean, a Jean, a Jean.

Jean mira a Juliette. Los ojos grises y los ojos verdes mantienen una larga conversación.

Jean se inclina hacia ella y le susurra al oído:

—«I’m just a man».

«¡Inmenso!»

—Es mi canción favorita de su álbum.

«Respira, Juliette, respira...»

Están en la barra del bar, medio sentados en los taburetes.

«¿Marcharse, quedarse, qué se hace en estos casos?»

—¿Tomamos una última copa? —pregunta Juliette con un hilo de voz.

«Demasiado tarde, ya lo he dicho.»

—No... —dice Jean—. Bueno, sí... un sirope de menta.

Jean mira los botines de Juliette.

Juliette mira las manos de Jean.

«Manos que todo el día tocan zapatos de mujer. Ahora tengo que encontrar algo inteligente que decir.»

—¿Por qué cierras el jueves por la mañana?

—¿Y por qué no?

—¿Qué hora es?

—No lo sé.

La mirada de Jean sube hacia los senos de Juliette.

«No verá gran cosa con el jersey grueso que llevo.»

—Ya va siendo hora, ¿no?

—¿De qué?

—No lo sé.

—Somos los últimos.

—¿Es grave?

El hangar se ha vaciado de fans, los músicos han vuelto a guardar los instrumentos y el camarero recoge los últimos vasos de la barra.

Jean le propone a Juliette acompañarla a casa. Ante la estación de metro cerrada, deciden regresar caminando. En las callas desiertas, Juliette se siente protegida junto al transportista de pianos.

«Como guardaespaldas, seguro que es mejor que el señor Barthélémy detrás de su cortina.»

Un chillido se escapa de una alcantarilla. Juliette da un brinco hacia un lado.

—¡UN COCODRILO! —grita.

—Parece que hay decenas en las alcantarillas —comenta Jean sin inmutarse.

—¡Cállate, que yo me lo creo! Bueno, disculpa.

«¡Ay! ¡Estoy achispada!»

—¡Los trajeron a Francia de vuelta de las vacaciones gente que los encontraba bonitos! Algunos cocodrilos consiguieron escaparse y crecen debajo de nuestros pies. Les gusta esa vida underground —explica Jean.

—Me encantan las leyendas urbanas... como la de que Elvis Presley, Walt Disney y Michael Jackson están vivos en alguna isla desierta. O que la Gran Muralla China se ve desde la luna. Mi favorita es la del pez rojo que solo tiene cinco segundos de memoria...

Jean termina la frase:

—Y por eso nunca se aburre en su pecera.

—Pero lo de los cocodrilos sí que me lo creo —dice Juliette, agarrándose al brazo de Jean.

Y caminan así, del brazo, hablando de todo y de nada.

En la esquina del callejón sin salida, Juliette aminora el paso.

«¿Qué hago? ¿Qué le digo?»

Se detiene delante de la vega.

—Entonces ¿es verdad lo que cuentan en el barrio?

«¡Jolín! Lo sabe.»

—¿Qué cuentan?

«Así gano tiempo.»

—Que las mujeres de este edificio han renunciado al amor.

—Sí, es verdad, han renunciado. —Juliette hace una pausa y dice muy bajo—: Yo no.

Jean toma el rostro de Juliette entre las manos y le besa los labios con suavidad.

Mientras lo mira alejarse, Juliette no puede evitar fijarse en la flexibilidad de sus andares.

Sonríe al pensar que ella no quería salir esa noche. Sonríe al pensar que él se parece al niño de diez años que un día le ofreció su merienda, pero mucho más alto.

«Pues sí, así de sencillo.»

Marca el código, atraviesa el patio, busca la llave en el bolsillo, encuentra el chocolate intacto, sube por las escaleras, se desnuda como una autómata y se duerme, olvidándose de encender la radio. La despierta un mensaje de texto: «Tus zapatos de tacón están listos. Los he encerado, ¡brillan!».