Capítulo 16

 

E

n el primer piso, Giuseppina no duerme. Al entrar en su casa, se encuentra la misma atmósfera que en su puesto en el Mercado de las Pulgas. Todos los objetos son gangas que ha encontrado. Un antiguo carro de la SNCF sirve de mesa baja. Unos candelabros recargados y tres pequeños leopardos disecados presiden una vieja barra de zinc. En el suelo, junto a unas grandes letras metálicas barnizadas, hay un reloj de estación. Estilos heteróclitos conviven en armonía: un sillón redondeado de los años setenta y, colocado sobre una alfombra moderna de largos pelos naranja, una gran figura de Pinocho de madera, a la que le falta un brazo, pero cuya nariz está intacta. Giuseppina colecciona, en viejos marcos dispares, fotografías en blanco y negro de viejas sicilianas a la puerta de su casa con los postigos cerrados y gatos lánguidos al sol. Al pie del sillón de terciopelo color berenjena donde está sentada hay una botella de santagostino medio vacía. Giuseppina aprieta entre las manos una foto de Fortuna, su hija, a quien no ha abrazado desde hace demasiado tiempo. La desliza debajo del cojín. Y luego bebe el vino tinto caliente a pequeños sorbos, como hacía de niña, a escondidas, al final de la jornada de trabajo.

Siempre era en septiembre...

La familia extensa —los tres hermanos, sus tres mujeres y sus doce hijos— se reunía para llevar a cabo un ritual ineludible: fabricar vino en casa. Siempre lo habían hecho. Primero en su país, y luego en ese pueblecito del norte de Francia. Nada podía impedirles que continuaran la tradición. Hacían venir un camión de Sicilia y esperaban a que los vecinos durmieran para descargar en silencio los grandes sacos de tela de yute, colmados de uvas negras. Los hombres hacían varios viajes para bajar la preciosa mercancía al sótano de la casa obrera de Valenciennes. En el extremo de un cable, una bombilla eléctrica difundía una luz amarillenta.

Giuseppina levanta la copa ante un huésped invisible.

—¿Ves, papá?, me gusta. Ya de bebé, me ponían unas gotas de vino en el biberón. Es bueno para los piccolini, decía el tío Pepino. Más tarde, aplastaba con mis piececitos las uvas en dos enormes cubas de madera. Cuando me metiste dentro por primera vez, el barreño era más alto que yo. Durante todo el día tenía que pisotear las uvas con los demás. Aún oigo tu fuerte voz: «Avanti, Cosetta! ¡Pisotea, cosita!». Por la noche me caía redonda, agotada, con todos los músculos doloridos. Tenía los pies morados y olía a vinazo. En la escuela, las niñas con bata rosa se burlaban de mí.

»Por San Martín, degustabais el néctar con aires de entendidos. Si la cosecha era buena, había cuatrocientos litros por familia, una botella para cada día durante un año y algunas más para los bautizos, los cumpleaños y las comuniones. Cuando la cosecha era mala, te enfurecías... Y al año siguiente la cosa volvía a empezar: pies sucios, olor a vinazo y burlas. ¡Vuestras tradiciones que arruinan la vida de las chicas! Yo soñaba con estudiar fotografía, quería dejar pasmada a la gente, sobre todo a mis hermanos. Tú no quisiste. No sabías leer ni escribir. Te parecía ridículo ir a la escuela. Mataste mi sueño. Assassino!

Giuseppina bebe a morro.

—Bebo lo que me da la gana, tú no puedes prohibírmelo. Nunca más ningún hombre me dictará su ley. ¡Soy Ubre! Mi peor recuerdo de infancia, papá, ¡te lo debo a ti! ¿Te acuerdas? Gritos, una humareda negra y gente alborotada. Yo estaba haciendo los deberes en casa de la tía Gina cuando oí la sirena. Volví corriendo, había una muchedumbre delante de nuestra casa. Los bomberos no querían dejarte entrar en casa, porque estaba a punto de derrumbarse, pero tú hiciste como si no entendieras el francés y los empujaste. Te vi meterte entre las llamas y volver a salir con tu esclava, tu cadena con la cruz y tus trajes. ¡Un héroe! Todos los vecinos te aplaudían. No habías recuperado ni una sola cosa de mi madre o mía. Yo tenía doce años y ya no tenía nada. Niente!

»Y ahora que he encontrado la paz, ¡llega esa chica, esa “Juliette busca el amor”! Desembarca con sus sueños ridículos y hace perder la cabeza a las demás. Cuando la vi con su colección de zapatos de starlette, me pregunté qué venía a hacer a nuestro edificio.

Giuseppina se levanta, con la botella en la mano, y sube cojeando el tramo de escaleras que la separa del apartamento de Juliette en el segundo piso. Hoy su pierna parece más pesada de arrastrar.

—Carla se fue a meditar a un ashram y nos dejó al diablo en su lugar. No me pidieron mi opinión antes de aceptarla. ¡Y la Reina dijo que sí! ¡Al carajo las reinas! ¡Esto ya no es una monarquía, Mussolini ha vuelto al poder! —Y grita a través de la puerta—: ¿Qué te has creído, nueva? ¡Yo no tengo suerte y tú tampoco vas a tener! No porque seas joven y tengas curvas lo vas a conseguir. No funciona así. No basta con hacer votos. Nadie me hará cambiar de opinión, y menos una cría que no sabe nada de la vida. Era mejor antes de que llegaras. Haz las maletas y nosotras esperaremos a que vuelva Carla.

Giuseppina vuelve a bajar al primer piso, tropieza, se agarra a la barandilla, entra en su casa, cierra la puerta, bebe un último trago a morro y arroja la botella contra la pared. El resto del vino gotea sobre la cabeza y los hombros de Pinocho.

—Yo no he renunciado al amor, ¡es el amor el que no quiere saber nada de mí!