Capítulo 6
«T
e dejo.»
Juliette se sienta en la escalera. Cierra los ojos.
... Es verano, está de vacaciones en Étretat, tiene ocho años. Sus padres la dejan en el Club de los Pingüinos durante todo el día, por su bien. Eso dicen.
El tres es una cifra que no les gusta demasiado. Sin embargo, ella solo tiene un deseo: acompañarlos, caminar en medio de ellos, de la mano.
«Llevadme con vosotros, no haré ruido.»
Llueve y hay muchos niños. Algunos de los mayores han ido al asalto de las camas elásticas. Los otros, menos temerarios o más frioleros, se han quedado dentro: una pajarera llena de gorriones que baten las alas y pían. Desde el rincón oscuro en el que se ha refugiado, Juliette los observa. Le recuerdan la escuela, el patio del recreo y las niñas que cuentan cualquier cosa.
«Sus bocas escupen mentiras. Las peores son las de Elodie: “Por la mañana, para despertarme, mi mamá se mete debajo de mi edredón y me canta una canción mientras me acaricia la mejilla con una pluma”. ¡Qué tontería! Yo me despierto sola. Soy mayor, lo sé, aunque nunca sople velas. Elodie y las otras no son más que unas mentirosas. Dicen que su mamá huele bien, que las llaman con nombres cariñosos: “Princesa mía, bonita mía, querida mía”. Lenguas viperinas, hijitas de sus mamaítas... ¡que se vayan todas al infierno! A mí no me da tiempo a olfatear el perfume de mi madre, una punta de falda y se esfuma... Siempre pasa muy deprisa por mi lado, como hacíamos con Gisèle, la vigilante de la cantina, cuando tenía toda la cara llena de granos de varicela.»
En el Club de los Pingüinos, todos dejan de jugar. Unos abren un paquete de galletas, otros sacan de su bolsa tortas, un pedazo de pastel u otras pequeñas maravillas parecidas envueltas con primor. Ella no tiene nada. Sus padres no han pensado en ello.
«¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre!»
Una rubia bajita con un peto a rayas le ofrece una manzana. Juliette se muerde un labio, frunce el ceño para intentar decir que sí y al final agacha la cabeza.
Después de la merienda, todo el mundo participa en un juego, todo el mundo recorta y pega papeles de colores que se convierten en animales extraños, todo el mundo ordena mientras canta. A ella no le piden que participe.
«Nadie me ve. Soy transparente.»
Uno a uno, los niños se marchan y se reencuentran con sus padres, que les anuncian alegremente su plan de ir a una pizzería o a una feria esa misma noche. A las cinco y media, todos los niños se han ido. La pajarera se ha callado. Ya no queda ni un gorrión que píe. Los juguetes están inmóviles en sus casilleros. Solo queda Juliette. En el gran espacio vacío. Las seis menos cuarto, las seis...
«Igual que en el Club Mickey en Deauville, en el Club de las Marsopas en Touquet o en el Club Los Grumetes en Arcachon. No debo llorar, sino se desbordará.»
Pepita, la monitora —una morena bajita y nerviosa con una cola de caballo—, cuelga su reloj en la pared como si sus padres fueran a salir de su interior. Su mirada va y viene de Juliette al reloj.
«Quizá esta vez ya no vuelvan.»
A Juliette le da vueltas la cabeza. Se frota el pulgar contra el índice cada vez más deprisa.
«Quizá debería haberle pedido a la niña de la manzana si podía marcharme con ella. ¿Te pueden adoptar si tus padres aún están vivos?»
Las seis y media, las siete. ¡Nadie! Pepita se impacienta, consulta una lista con nombres y números de teléfono. Nada. Se han ido sin dejar ninguna dirección.
«¡A mí me llaman “chis”! Es feo, pero es mejor eso que nada. Hace un pequeño ruido en el silencio. El silencio es inmenso. Es frío. Me hace daño cuando se enrolla a mi alrededor. A veces grito muy fuerte “¿hay alguien ahí?”. Pero el sonido se queda encerrado en mi interior. Siempre gana el silencio.»
Pepita habla sola.
—Vamos a llegar tarde al cine. Y él detesta esperar. Voy a pasar una mala noche.
«¿Qué hará conmigo? ¿Dónde me dejará? ¿En la taquilla del cine? ¿En la comisaría?»
Pepita se pasea arriba y abajo... de la ventana al reloj, a la puerta, a la lista, a Juliette, y vuelta a empezar. Su cola de caballo salta en todas direcciones. Juliette quisiera agarrarse a sus piernas para que deje de moverse. Interrumpiendo bruscamente su marcha y su monólogo, Pepita se detiene delante de Juliette y grita:
—PERO ¿DÓNDE ESTÁN TUS PADRES?
Juliette no lo sabe. Nunca le dicen adonde van.
«Yo no soy lo bastante bonita como para ir a pasear con ellos, sería como una mancha en su exquisita ropa. Dos resulta más limpio.»
Para poner fin al interrogatorio, Juliette dibuja el hotel, muy grande, frente al mar. Miss Pepita se precipita hacia el teléfono.
—Una niña pequeña... sola... Dense prisa.
Saca un neceser de su bolso, se pone sombra de ojos y se pinta los labios, mirándose en un espejo.
«Qué colores tan bonitos. A mí, en cambio, me quieren borrar. Y, desde luego, lo consiguen. Soy la última de la menor de sus preocupaciones.»
Juliette se pega al cristal.
«Si se maquilla, se irá enseguida... y ya no quedará nadie... solo el silencio y yo.»
Oye un coche que aparca y las portezuelas que se cierran. Deja de respirar. Luego reconoce el clic clac de las sandalias de tacón alto de su madre, las que le alargan las piernas y subrayan la finura de sus tobillos. Su timbre agudo responde a la voz grave de su padre. A Juliette le late el corazón como si fuera un tambor.
«Han vuelto a recogerme.»
Por la ventana, observa a su padre inclinarse sobre el cuello de su madre y mordisquearla suavemente mientras le murmura algo al oído. Son bellos. Él lleva una camisa azul celeste abierta sobre el torso bronceado. Ella, un vestido fluido que ondea con cada uno de sus movimientos.
«Parecen actores de cine.»
Entran riéndose, ligeros como pompas de jabón. Juliette corre hacia ellos.
—¡Cuidado, me vas a estropear el vestido!
—Bueno, ¿te has divertido?
—Ha sido largo.
—Siempre exageras.
—Pensaba que os habíais olvidado de mí.
—¡Chis!
Pepita se impacienta.
—Las actividades se acaban a las cinco de la tarde. Yo no soy su canguro.
Los padres de Juliette se besan.
Pepita los mira enfurecida.
Juliette admira la belleza del rostro de su madre.
«Puede que algún día me coja entre sus brazos.»
—Venga, ven, que tenemos otras cosas que hacer. Vamos a llegar tarde al restaurante y aún tenemos que dejarte en el hotel.
—Tengo hambre. Todo el mundo había traído merienda.
—¡Chisss...!
Los actores de cine caminan delante de ella hablando en susurros.
«¿Te acuerdas del Club de los Pingüinos?» Sus padres le recuerdan a menudo ese episodio, como si fuera una broma o un recuerdo que los une, pese a que se olvidaron de ella tantas veces y en tantos lugares.
Sí, Juliette se acuerda. De todos los detalles. Están ahí, en su cabeza, imposibles de desterrar, oxidados. Desde entonces, siempre lleva chocolate encima.
«¿Se puede hacer provisión de amor igual que de dulces?»
Juliette quisiera llamar a la puerta de la Reina y contarle ese recuerdo. Mira el cartel, se levanta, baja al segundo piso, se echa agua fría en la cara, engulle una parte del corazón líquido de un bizcocho de chocolate, se lo acaba y se marcha.