Capítulo 22
H
oy Simone tiene dos cosas en la cabeza: un gran mantel de la Reina que debe llevar a lavar y el encuentro con su hijo, con quien le apetece hablar. Lo piensa desde hace varios días. Esa mañana ya ha pasado tres veces por delante del escaparate de la lavandería donde trabaja Diego. Aprovecha un momento de calma para entrar.
Hay una enorme pila de ropa delante de él. Diego la ha visto llegar. Por su aire digno y su actitud envarada, duda del motivo de la visita.
—Buenos días, hijo.
—Hola, mamá.
Simone suele llamarlo «Pioupiou», pero para las cosas serias siempre se dirige a él como «hijo».
—Estoy triste.
—Estoy currando. Ya lo ves.
—No te preocupes, tengo tiempo.
Simone no es una madre clásica. Diego la llama «marginal» cuando lo saca de quicio y quiere herirla. «¿Cómo quieres que prospere con un modelo así?»
Simone lo ha llevado consigo a todas partes; han compartido mudanzas, pisos que necesitaban una mano de pintura, cambios de trabajo, finales de mes en la cuerda floja, la pasión por los libros y algunos canutos. A veces discuten pero se quieren.
Simone no soporta que estén enfadados durante demasiado tiempo, así que ella siempre da el primer paso. Diego es irascible y más tozudo. Más argentino.
Se sienta en una silla de plástico y observa a su hijo trabajar. Sus gestos son precisos y delicados. Mientras vacía la lavadora número 7, con el cuerpo inclinado sobre la cesta de plástico, Simone se lanza.
—¿Aún me guardas rencor?
—Sí.
—Hablémoslo.
—No es el momento.
—Nunca es el momento.
Quisiera ayudarlo a vaciar las lavadoras, pero no se atreve a proponérselo, así que espera a que Diego la mire.
Siempre se pregunta cómo pudo engendrar un hijo con tanto carácter, siendo ella tan corriente. Desde hace un tiempo, vive con más dificultad que de costumbre sus sesenta años.
Nadie los tomaría por madre e hijo, se dice Simone. Ella lleva el pelo corto, no se maquilla, viste unos pantalones masculinos, una camisa planchada deprisa y corriendo y calza unas zapatillas de deporte, que sin embargo no le dan un aire tan joven. Diego lleva unos tejanos caídos a la altura de la cadera y una camiseta blanca rota en el codo. Se parece al inglés sexy que, en un anuncio de Levi’s 501, se desnuda en medio de una lavandería ante la mirada estupefacta de unas amas de casa. Un mechón desgreñado le cae sobre sus brillantes ojos negros, y posee una gran belleza natural. Es un semental, como su padre.
Al fin se sienta en una silla delante de ella, entre las secadoras y la calandria.
—Cada vez que tengo una novia, no puedo llevarla a casa de mi madre. Esta vez, con Laura, va en serio. Insisto. Y lo encontrará raro.
«Laura piensa que... Laura dice que... Laura prepara la quiche como nadie.» La opinión de Laura se va a volver importante, se dice Simone. La primera vez que vio a su hijo mirar a una mujer con ojos de admiración, sintió algo extraño en el vientre.
—¿Seguís estando tan locas? ¿Tenéis miedo a los hombres o qué? No has sabido conservar ni uno. ¡Ni siquiera a mi padre!
Se levanta, saca las sábanas de la calandria y continúa trabajando mientras habla. Simone se pregunta quién le ha enseñado a doblar las sábanas así. Ella no.
—Y entonces ¿por qué de niño me ponías películas de amor, diciéndome «Mira, cariño, qué bonito»? —Vuelve a sentarse—. ¿Cuánto tiempo hace que vives ahí?
—Diez años.
—Diez años que estoy vetado, como un paria.
Es verdad, piensa Simone. Tengo un hijo maravilloso, ¡y ni siquiera puedo recibirlo en mi casa! La Reina exagera. ¡Podría hacer una excepción con él! Ella no lo sabe, no ha tenido hijos. Quizá debería mudarme.
—Es la comidilla del barrio —prosigue—. ¿Y vamos a continuar viviendo con eso?
—Esta discusión me cansa, Diego.
—El amor de un hombre te aportó algo. ¡Yo estoy aquí!
—Hay muchos hombres estupendos en mi vida. El primero se llama Diego. Está Fernand, tu abuelo, a quien admiro mucho, mis amigos...
Diego la interrumpe.
—Entonces ¿por qué has renunciado?
—No he renunciado a los hombres. Simplemente he renunciado a darme de bruces.
Dos dientas se dan la vuelta.
—«Cada cual en su casa y las vacas estarán a salvo» —continúa Simone.
—¿Encerrada en un edificio? La casa como se llame...
—La Casa Celestial.
—Retenidas como rehenes de una «Reina» a quien se le ha ido la olla...
—Somos libres. Inquilinas voluntarias. Y no es un rascacielos, sino tan solo un pequeño edificio. Cinco mujeres, una de las cuales no ha renunciado para nada. A escala planetaria, es una minoría, no una epidemia.
Las dientas se han acercado.
—¡Una colmena sin machos! ¡Yo la rociaría toda con Baygon!
—La pareja no es el único modelo. Hay muchísimas maneras de ser feliz.
Las dientas observan su ropa, que da vueltas en un programa delicado, mientras aguzan el oído hacia Simone.
—Te voy a contar la historia del edificio de los hombres que han renunciado a las mujeres.
—Eso, querido, no es posible. No me creo ni una palabra.
Las dos dientas asienten con los ojos clavados en sus braguitas y sus sujetadores.
Hoy no hay dulzura alguna entre Diego y Simone. Ni esa dicha inesperada que la hace sonrojarse de placer cuando su niño grande la abraza por sorpresa y le dice: «¿Nos hacemos mimos, mamá?».
—Te deseo un amor grande y hermoso, hijo mío. Si Laura te gusta de verdad, no dudes demasiado. «Quien siempre dice que no, jamás se casa.»
—Siempre has sido la campeona de los refranes, pero tú no te has casado nunca.
—Nunca me lo han propuesto.
—Pues no será por falta de hombres. Bueno, ahora tengo que trabajar. Tengo que doblar doce pares de sábanas y ciento veinticinco servilletas para el restaurante de la esquina.
Simone se marcha y ya en la calle recorre unos metros. Las ciento veinticinco servilletas del restaurante le dan ganas de llevar a su hijo a comer una pizza cuatro quesos mano a mano. Sin una pila de ropa ni un edificio entre ellos. Vuelve sobre sus pasos y empuja la puerta.
—Te invito a cenar esta noche.