Capítulo 5

 

J

uliette está invitada al último piso del edificio. En el hueco de la escalera oye un sonido extraño que le recuerda el canto de las cigarras. Sonríe.

En la pared del rellano del quinto, un cartel en un marco carcomido con una joven encantadora de puntillas, con un tutú blanco. «Opera Real. Stella baila Coppélia. Sábado, 16 de diciembre de 1972.»

—Lo tengo demasiado visto, por eso lo he puesto en el rellano.

Juliette alza la cabeza. La mujer del cartel está ahí, apoyada en el umbral de la puerta. Graciosa y esbelta, ¡es la Reina! Tiene la espalda recta, los hombros bajos, los pies a las diez y diez, calza bailarinas y viste unos pantalones color pizarra de corte impecable y un jersey de cachemira color perla. Su cabellera gris recogida en un moño realza su rostro de óvalo aún perfecto. Posee una elegancia y una sencillez que resaltan sus ojos de un increíble color amatista. En efecto, la aparición es soberana.

A sus setenta y cinco años, no ha olvidado la ovación de aquella noche en Estocolmo: la gente de pie, aplaudiendo durante doce minutos, la familia real sueca en la tribuna y los ramos de flores que tiraron al escenario. Después de la función, el príncipe Federico le dijo en su camerino: «Acabo de vivir un momento excepcional. Es usted la bailarina más hermosa del mundo».

La bailarina más hermosa del mundo mira a su nueva inquilina. Fresca, con apetecibles curvas bajo un vestido de lunares multicolores, la tez aterciopelada y espesos cabellos rizados de color caoba. El rostro de Juliette está iluminado por unos grandes ojos verdes, con un brillo dorado.

—No te sorprendas si oyes cigarras. Echo de menos el verano... el calor, la lavanda, mi cuerpo desnudo sobre la arena.

«Carla, ¡no me lo contaste todo!»

—Entra y cierra la puerta. Esta cosita es magnífica —prosigue la propietaria, mostrando su iPod—. Aquí dentro no solo están las cigarras, incluso tengo la risa de mi hermano, que vive muy lejos de aquí, las campanadas del pueblo de Sainte Eulalie, donde nací, y el ruiseñor que solo canta a partir del mes de mayo en nuestra casa. Gaviotas, también, y muchos aplausos.

Juliette descubre maravillada que unos ventanales ocupan dos paredes enteras del salón. Tiene la sensación de encontrarse en pleno cielo.

—¡Bienvenida a mi reino!

Con un gesto sofisticado, que Juliette le envidia, la Reina le propone que tome asiento a su lado en el inmenso sofá de terciopelo rojo. Sobre una mesa baja de plexiglás, un jarrón redondo rebosa de peonías rosa pálido, de las que numerosos pétalos cubren ya el suelo.

Dos vasos turquesa y una jarra a juego, llena de zumo de pera, están dispuestos sobre una bandeja de espejo, junto a unas diminutas tartaletas de limón y una pila de macarrones.

«Parece un mikado, si cojo uno, todo se desmoronará.»

—Entonces, pequeña... ¿no hay hombres en tu vida?

«De momento. Pero no por mucho tiempo.»

—Es obligatorio para vivir aquí. Los hombres se quedan en la verja.

«¿Y se puede mandarles mensajes durante la noche?»

La autoridad de la mujer y el código de buena conducta de la casa incitan a Juliette a guardar silencio. Necesita ese piso. Y, sin embargo, no le apetece mentir.

—Está Max, mi mejor amigo...

La Reina la interrumpe.

—¡Ningún hombre en mi casa! ¡Ninguna derogación! Pero la ciudad es muy grande.

«Debe de cortar la cabeza a quienes desobedecen, como la Reina de Corazones de Alicia en el País de las Maravillas.»

—¿Qué haces durante el día?

—Soy montadora.

—¿En qué consiste?

—Ahora mismo trabajo en un encadenamiento de escenas míticas. Para una retrospectiva.

La Reina sirve el zumo de pera. Llena el primer vaso, vuelve a alzar la cabeza, observa a Juliette, llena el segundo vaso y, antes de dejar la jarra, pregunta:

—¿Y cómo eliges las escenas?

—Creo que me guía la emoción —contesta Juliette.

Las dos mujeres se miran.

—Las escenas que me conmueven, que puedo volver a ver sin cansarme nunca, como De dioses y hombres. ¿La ha visto?

—¡Tres veces!

«Es de locos. ¡Estoy bebiendo zumo de pera, en las nubes, con una “Reina” que corta cabezas y es fan del cine!»

—¿Se acuerda del momento en que suena música de Chaikovski, cuando la cámara barre, uno a uno, los rostros de los monjes que han renunciado a la vida?

—Ti li li. Ti li li... ti li li li... También es la música de El lago de los cisnes.

La Reina hace revolotear su mano muy deprisa, como si fuera una mariposa agitada, reviviendo todos los encadenamientos de la coreografía. Juliette no quita los ojos de la mano.

«La próxima vez que vea la película, me acordaré de este instante.»

La Reina se calma y vuelve a la realidad.

—De todas ¿cuál es tu escena favorita?

—La de Romy Schneider y Philippe Noiret en El viejo fusil, su encuentro en el café —responde Juliette sin vacilar.

—No me acuerdo de sus palabras.

Juliette interpreta la escena, cambiando de voz a cada réplica, una voz luminosa para Romy, una voz grave para Noiret.

—Clara: «¿A qué se dedica usted?».

»Julien: “Soy médico. ¿Y usted a qué se dedica?”.

»Clara: “¿Yo? A nada”.

»Julien: “¿Nada de nada?”.

»Clara: “Bueno, lo intento, pero no es fácil”.

»Clara: “¿Qué le sucede?”.

»Julien: “La amo”.

Juliette desvía la mirada hacia la terraza: un jardín suspendido que prolonga el salón.

—¡Bambúes en macetas!

—Son mi orgullo y mi obsesión.

—¿Por qué su obsesión?

—Porque tal vez florezcan.

—¿Y?

—Es un momento único que solo experimentan algunos bambúes cada ciento veintisiete años. Todos los bambúes de una misma variedad florecen simultáneamente en todo el mundo, estén donde estén, y al margen de cuándo fueron plantados. Si ese día sopla viento, dicen que se oye llorar a los bambúes.

—¿También es usted botánica?

La Reina rompe a reír.

—¿Sabes?, las plantas son tan sorprendentes como los seres humanos. Se comunican entre sí por medio de moléculas volátiles.

—¿Un suicidio colectivo?

—Más bien una forma de memoria genética. Imagina que en los humanos todos los especímenes macho fueran genéticamente idénticos, como los bambúes. ¡Ellos también entregarían su alma al mismo tiempo!

De repente, la voz de la Reina se vuelve sensual.

—Y hacen falta muchos hombres a lo largo de la vida de una mujer. ¡Mil hombres... mil destellos!

«¡Mil! Pues los tiene bien escondidos.»

—El hombre que le regaló el edificio...

—Parece que ya estás al corriente.

—Carla me dijo... Disculpe... no pensaba que...

La Reina deja que se haga el silencio antes de continuar.

—Fabio. Fue Fabio quien me regaló el edificio. Aún lo oigo decir: «Conviértelo en un lugar que te proteja, mi amore»... Solo en el escenario se puede bailar todos los días la misma coreografía con tu pareja sin caerte. En la vida es más peligroso.

La Reina se levanta, esboza una pirueta, roza las flores con el pie y los últimos pétalos de las peonías revolotean.

Juliette la mira, divertida.

«Ya lo entiendo. ¡Ha fumado hojas de bambú!»

La Reina le da la espalda a Juliette para ocultarle el rostro, que trasluce dolor. Siempre la maldita cadera. Va a sentarse en un pequeño sillón y sirve las tartaletas de limón en dos platos. La luz de los ventanales la aureola de ámbar.

«Qué bella es cuando está quieta.»

—El amor es como lanzarse al vacío —susurra la Reina—. Los hombres tienen vértigo, se agarran a su madre, a sus hijos o a sus juguetes. Me acuerdo de Henri...

Juliette se acerca al borde del sofá para no perderse ni una palabra de la confidencia.

—Tenía sesenta y dos años y le brillaban los ojos cuando hablaba de su pasión. Al llegar a su casa, descubrí que todo el espacio del salón estaba ocupado por esa pasión: ¡un tren eléctrico!

«¡El Orient-Express con un hombre! Los compartimentos de caoba barnizada, la luz tamizada de las lámparas de mesa, las camas con sábanas blancas almidonadas, hacer el amor entre Estambul y San Petersburgo...»

—Se pasaba todo el año esperando el momento de marcharse a Ámsterdam para comprar, en una tienda muy especializada, un vagón o una barrera para la estación. Los hombres coleccionan cosas para luchar contra la angustia de la muerte. Creen que no se morirán mientras aún haya tres sellos o una locomotora que comprar en alguna parte.

«¿Por qué me suelta todo esto? Debe de aburrirse aquí. Ya no tiene público. Es como si acabara de salir del cine... Miércoles a las dos.»

—¿Y las mujeres también coleccionan cosas?

—Las mujeres raramente coleccionan cosas. Yo coleccioné hombres.

«La Reina y sus amantes efímeros.»

Juliette responde sonriendo:

—Yo coleccionaba los libros de las aventuras de Martine: Martine en la playa, Martine en el campo...

—Martine es demasiado sensata para mí.

La Reina vuelve a ajustarse el moño. La mirada de Juliette se desliza a sus manos agrietadas, como si fueran de cuero viejo.

«Esas manos fueron finas, bellas y lisas, y acariciaron.»

—Mil hombres, un fulgor. Todos me amaron con locura. Semanas de ardiente cortejo, antes de un vuelo nupcial único.

«¡Ah! ¡Entonces la “Reina” es eso! ¡La muerte del macho!»

—La dificultad, cuando había diez hombres que me regalaban ramos de rosas o joyas, era elegir. Yo aparecía y desaparecía, escuchaba y miraba. Es fascinante observar a los hombres.

—El amor —dice Juliette— también son las pequeñas cosas cotidianas, como ir juntos al mercado o cocinar a cuatro manos todas las noches, contándose qué tal el día.

—El amor del que hablas es un viaje obstinado. El verdadero amor es salvaje, no es un jardín que se cultive.

Un abejorro entra en la estancia y se posa en el borde de un marco. La Reina se levanta, lo apresa suavemente con dos dedos, se lo pone en la palma de la mano y la cierra. Abre los ventanales, espera un momento y parece vacilar antes de devolverle la libertad.

«¡Lo ha indultado!»

—Giraba y giraba para ellos y veía encenderse los ojos de los hombres, al igual que los de mi padre la primera vez que me vio bailar.

El rostro de Juliette se ensombrece y la Reina piensa al instante en la historia del «brazo roto» que le contó Carla: a los diez años, Juliette se puso una escayola falsa para llamar la atención de su padre y su madre. La llevó durante ocho días. Sus padres ni siquiera se dieron cuenta.

Juliette coge un macarrón con un gesto brusco. Luego otro. La pila se desmorona.

La Reina observa la angustia de la joven, se levanta, le acaricia la mejilla y se dirige poco a poco hacia la terraza.

Ha vuelto a verse joven, bella y adulada.

—Vivo con mis recuerdos, y la verja que hay al fondo del patio es mi pretil.

«Es fantástica. Aún podría seducir.»

La Reina le da la espalda a Juliette. Está frente a los bambúes.

—Te dejo... Ya conoces el camino.