Capítulo 27

 

R

osalie regresa a casa a pie, tomándose su tiempo para respirar el aire vivo del comienzo del invierno. Está siguiendo un cursillo que da Ravi, un gran maestro indio que está de paso en París y que ha venido a enseñar «las veintiuna etapas de la meditación». Le divierte que en Occidente el yoga sea un universo de mujeres, pero que los cabezas de cartel sean hombres que parecen alimentarse solo de manzanas. ¿Demasiado zen para ser honestos? A ella le ha costado horrores no dormirse en la etapa 12.

 

En la acera de enfrente ve una figura de espaldas. Se le desboca el corazón. Quiere alcanzarla. La silueta ya está torciendo en la esquina. Grita:

—¡François!

El hombre se da la vuelta. Por supuesto, no es él. Sin aliento, Rosalie sube poco a poco por la calle.

Por el camino, se detiene en La Col de Bruselas para comprar un pollo criado al aire libre, un pan de espelta y té verde. Nicole está detrás del mostrador. Le escoge unos dátiles.

—Cinco o siete... Ya sé que eres muy supersticiosa... —rezonga—. Sé qué números no te gustan... El seis no es bueno... El ocho da vueltas en redondo. Te pongo una coliflor, que gratinada queda de maravilla.

—Gracias, Nicole, y recuerdos a Monique.

—¡Mis respetos a la Reina!

Rosalie pasa por delante de la librería, responde sonriendo al saludo con la mano de los hermanos Leroy y se cruza con la familia Century: Hervé, su padre, su madre, su hermana y el gran caniche blanco con pompones de esta. Una cortina se corre cuando llega delante de la verja. Solo le da tiempo a ver la mano arrugada del señor Barthélémy antes de que vuelva a caer el velo.

Recoge su correo de la cómoda de la entrada. Dos facturas. Una postal. Y sube los cuatro pisos contando los escalones para quitarse la postal de la cabeza. Empuja la puerta con las nalgas y se dirige hacia la cocina, con las manos cargadas con las compras, el correo y su gran capazo que le permite transportar maillots, esterillas de yoga e incienso. Le gustaría encontrar en la mesa de la cocina el libro que por la mañana estaba en su dormitorio. Sería la prueba de que alguien vive con ella. Nada se ha movido. ¡En su casa jamás se mueve nada!

Le hace ilusión preparar un pollo al limón e invitar a Giuseppina, que tiene la mirada un poco apagada desde que sus hermanos le anunciaron que no vería a su hija durante las vacaciones. Y quizá a Juliette. Las hará respirar. Sonríe pensando en el pequeño mundo que reunirá a su alrededor.

Abre la gran ventana para contemplar el anochecer en las casas del callejón sin salida. Sabe que la postal está ahí. No muy lejos. No quiere leerla enseguida.

Piensa en sus padres, los Labonté. Pronto será el aniversario de su boda. Cuarenta años —bodas de esmeralda— y continúan prodigándose los mismos gestos de ternura el uno al otro. Su amor es casi como un colector. Pensaba que ella viviría lo mismo con François.

Ya no aguanta más y coge la postal. En el anverso, una llanura que se extiende hasta el infinito, y al fondo de todo una casita de madera azul descolorida... Le da la vuelta a la postal... Por supuesto, ¡es de él! La última postal data de hace tres meses. El corazón le palpita más deprisa. Con todo, hace cinco años que no ha sumergido sus ojos en esos del mismo azul que la casita. Él no le dio explicaciones. No le dijo adiós. Ella ha cambiado de vida, pero jamás ha logrado olvidarlo. François: el primer chico que la besó. Si cierra los ojos, recuerda al instante el sabor de sus besos. El sabor de las cerezas. Comieron puñados justo antes de acercarse. ¡Cuánto lo amó! Sin pensar, sin condiciones, sin saberlo también. En aquella época, creía que los chicos fantásticos crecían como flores y que bastaba con inclinarse para coger uno. De hecho, no ha vuelto a cruzarse nunca con una bonita flor. Aunque ¿la habría visto?

François ni siquiera sabe que vive en ese edificio de mujeres fuera de lo común. Ella nunca ha intentado contestarle. ¿Qué decir? ¿Hacerle reproches? ¿Explicarle la inmensa angustia que sufrió? ¿Para qué? Si huyó de ella es porque no podía hacer otra cosa. Con los años, le parece que lo comprende, aunque no logre perdonarle su cobardía.

Quería vivir y tener hijos con él y solo con él. Todo era perfecto, hasta que él dio una gran patada a su felicidad. La felicidad es rara. A veces pasa, pero no siempre se detiene.

Las noches que recibe una postal de François, vuelve a echarlo mucho de menos. Entonces enrolla el edredón a su alrededor, muy apretado, pega el vientre a la cama y se aferra al colchón como si fuera una tabla de salvación.

François se marchó y ella sabe que no regresará. Todas las tijeras y los trapos, los trucos y las supersticiones no servirán de nada. Pero tiene la férrea convicción de que tan solo se ama una vez de verdad, con locura y con el corazón en la mano. Que una segunda vez estaría llena de reservas, de miedos y de protecciones. ¿Demasiado cerca? ¿Demasiado lejos? Ni siquiera existe un metro de costurera para calcular la distancia adecuada con el ser amado.

Con todo, vivir en un edificio sin hombres, consolar a Linas en yoga y a Tristanes en la piscina, hacer la postura del árbol, tomar té con sus amigas y cerrar los ojos cuando un hombre la turba tal vez no sea la solución, a fin de cuentas. ¿Cómo se las arreglan las demás? ¿Ellas también vacilan? Vuelve a pensar en la voz grave del baño turco: «Es fantástico el deseo del día a día... Me gusta la idea de acabar mi vida junto a la mujer que elegí y que me dijo que sí». ¿Y si Juliette tuviera razón? «El amor es miel.» A veces le gustaría tirar todas las postales de François a la basura.

Pero ¿cómo renunciar al hombre de su vida? En la librería no ha encontrado ningún manual al respecto.