IV
LA IDEA DE DIOS
Nuestra idea Occidental de Dios tiene dos raíces históricas: la Biblia y la filosofía griega.
Cuando Jeremías vio la ruina de todo aquello en favor de lo cual había obrado a través de su larga vida, perdidos su país y su pueblo, infieles a la fe de Jehová y sacrificando a Isis en Egipto a los últimos restos de su pueblo y desesperado a su discípulo Baruch, que exclamaba: «Estoy harto de sollozar y no encuentro descanso». Respondió el profeta: «Ésta es la palabra de Jehová: en verdad que abato lo que edifiqué y que arranco lo que planté, ¿y tú quieres mejor suerte para ti? ¡No la pidas!».
En semejante situación tienen estas palabras este sentido: basta que Dios exista. Si hay «inmortalidad» o no, es cosa que no se pregunta; si Dios «perdona» o no, tal cuestión no tiene importancia. Ya no se trata del hombre, cuya voluntad se ha extinguido, lo mismo que su preocuparse por la propia ventura y eternidad. Pero también se tiene por imposible que el mundo posea en conjunto un sentido perfectible de suyo, que tenga consistencia en forma alguna; pues todo fue creado de la nada por Dios y está en su mano. En medio de la pérdida de todo queda sólo esto: Dios existe. Aun cuando quien vive en el mundo busque lo mejor, incluso siguiendo al Dios de la fe como guía, para fracasar empero, subsiste esta realidad sola y enorme: Dios existe. Cuando el hombre renuncia plena y totalmente a sí mismo y a sus propias metas, puede mostrársele esta realidad como la única realidad. Pero no se le muestra antes, no abstractamente, sino sólo sumiéndose en la existencia del mundo, donde se muestra por primera vez en el límite. Las palabras de Jeremías son ásperas palabras. Ya no están vinculadas a una voluntad de acción histórica en el mundo, la cual existió antes a lo largo de la vida, para hacer posible a la postre, y a través de tan perfecto fracaso, únicamente semejante experiencia. Esas palabras hablan simplemente, sin fantasías, y contienen una insondable verdad, justo porque renuncian a todo contenido de la enunciación, a toda consolidación en el mundo.
De otro modo resuenan, y sin embargo en armonía con ellas, las afirmaciones de la filosofía griega.
Jenófanes declaraba hacia el 500 a. C.: reina sólo un único Dios, ni en su aspecto semejante a los mortales ni en sus ideas. Platón concebía a la Divinidad —la llama el Bien— como el origen de todo conocimiento. Lo cognoscible no sólo se conoce a la luz de la Divinidad, sino que recibe su ser de ella, que se remonta en fuerza y dignidad incluso por encima del ser.
Los filósofos griegos han concebido estas ideas: sólo por convención hay muchos dioses, por naturaleza hay sólo uno; no se ve a Dios con los ojos, Dios no es igual a nadie, Dios no puede conocerse por medio de ninguna imagen.
Se concibe la Divinidad como razón cósmica o como ley cósmica, o bien como destino y providencia, o bien como arquitecto del universo.
Pero en los pensadores griegos se trata de un Dios concebido, no del Dios vivo de Jeremías. Mas ambos sentidos se encuentran. La teología y la filosofía de Occidente han pensado en infinitas variantes, oriundas todas de esta doble raíz, que Dios existe y qué es Dios.
Los filósofos de nuestro tiempo parecen dejar a un lado con gusto la cuestión de si Dios existe. Ni afirman su existencia, ni la niegan. Pero quien filosofa tiene que hablar. Si se duda de la existencia de Dios, tiene el filósofo que dar una respuesta, o bien no abandona la filosofía escéptica, en la que nada se sostiene, nada se afirma ni nada se niega. O bien limitándose al saber objetivamente determinado, esto es, al conocimiento científico, deja de filosofar diciendo: sobre lo que no se puede saber, mejor callar.
La cuestión de Dios se discute sobre la base de proposiciones contradictorias, que vamos a recorrer una tras otra. La tesis teológica es ésta: de Dios sólo podemos saber porque Él se ha revelado desde los profetas hasta Jesús. Sin revelación no tiene Dios realidad para el hombre. No en el pensamiento, sino en la fidelidad a la fe es accesible Dios.
Pero mucho antes y fuera del mundo de la revelación bíblica había certeza de la realidad de Dios. Y dentro del mundo cristiano occidental han tenido muchos hombres certeza de la existencia de Dios sin la garantía de la revelación.
Contra la tesis teológica se alza una vieja tesis filosófica: de Dios sabemos porque puede probarse su existencia. Las pruebas de la existencia de Dios aducidas desde la antigüedad son en su totalidad un grandioso documento.
Pero si se conciben las pruebas de la existencia de Dios como pruebas científicamente concluyentes en el sentido de la matemática o de las ciencias empíricas, son falsas. Del modo más radical ha refutado Kant su vialidad concluyente.
Entonces siguió lo contrario: la refutación de todas las pruebas de la existencia de Dios significa que no hay Dios.
Esta inferencia es falsa, pues así como no puede probarse la existencia de Dios, tampoco su inexistencia. Las pruebas y sus refutaciones muestran sólo que un Dios probado no sería un Dios, sino una mera cosa del mundo.
Frente a las presuntas pruebas y refutaciones de la existencia de Dios parece ser la verdad ésta. Las llamadas pruebas de la existencia de Dios no son, en absoluto, originalmente pruebas, sino caminos de cerciorarse intelectualmente. Las pruebas de la existencia de Dios, inventadas durante milenios y repetidas en mil variantes, tienen en realidad un sentido distinto del de pruebas científicas. Son maneras de cerciorarse el pensamiento en el seno de la experiencia de la elevación del hombre hacia Dios. Cabe recorrer caminos del pensamiento por los cuales llegamos a límites donde de un salto se convierte la conciencia de Dios en una presencia natural.
Veamos algunos ejemplos.
La prueba más antigua se llama cosmológica. Se concluye del cosmos (nombre griego del mundo) Dios; de lo siempre causado del proceso cósmico, la causa última; del movimiento, el origen del mismo; de la contingencia de lo individual, la necesidad del todo.
Si este concluir se entiende como un concluir de la existencia de una cosa otra, tal como concluimos del lado de la luna vuelto hacia nosotros su otro lado que no llegamos nunca a ver, semejante concluir no vale nada. Así sólo podemos concluir de unas cosas del mundo otras. El mundo en su totalidad no es un objeto, porque nosotros estamos siempre dentro de él y nunca lo tenemos como un todo frente a nosotros. Por eso no se puede concluir del mundo en su totalidad algo distinto de él.
La idea encerrada en este concluir cambia, empero, de sentido cuando ya no pasa por una prueba. Bajo el símbolo de un concluir de una cosa otra presenta a la conciencia el misterio que hay en la existencia en general del mundo y de nosotros en él. Si intentamos pensar que también pudiera no haber nada y preguntamos con Schelling: ¿por qué hay algo y no nada?, la certeza de la existencia es de tal suerte, que sin duda no podemos dar respuesta a la pregunta que interroga por su fundamento, pero nos vemos conducidos a lo Circunvalante, que por esencia existe absolutamente, y no puede no ser, y por lo cual es todo lo demás.
Cierto que se ha tenido el mundo por eterno y se ha dado al mundo incluso el carácter de existir por sí mismo o de ser idéntico a Dios. Pero esto no puede pasar, por lo siguiente.
Nada de todo aquello que hay en el mundo de bello, adecuado, ordenado y del orden de una cierta perfección, nada de todo aquello de que en la visión inmediata de la naturaleza tenemos conmovidos una experiencia de inagotable plenitud, puede comprenderse por un ser del mundo radicalmente cognoscible, digamos por una materia. La teleología de lo viviente, la belleza de la naturaleza en todas sus formas, el orden del mundo en general se vuelve cada vez más misterioso a medida que progresa el conocimiento de hechos.
Pero si de esto se concluye la existencia de Dios, del bondadoso Dios creador, se alza al punto en contra todo lo que hay de feo, enredado y desordenado en el mundo. A esto responden sentimientos fundamentales para los cuales el mundo es siniestro, extraño, lamentable, terrible. El concluir la existencia de un demonio parece tan convincente como concluir la de Dios. El misterio de la trascendencia no cesa, sino que se ahonda.
Pero lo decisivo es lo que llamamos la imperfectibilidad del mundo. El mundo no está acabado, sino en transformación constante —nuestro conocimiento del mundo no puede encontrar término—, el mundo no es comprensible por él solo.
Todas estas llamadas pruebas no sólo no prueban la existencia de Dios, sino que tientan a convertir a Dios en una realidad mundana, fijada, por decirlo así, en los límites del mundo, en un segundo mundo que se encontraría allí. Por lo tanto no hacen más que enturbiar la idea de Dios.
Pero resultan tanto más impresionantes cuanto más conducen, a través de los fenómenos concretos del mundo, ante la nada y ante la imperfectibilidad. Entonces nos hacen sentir la repugnancia necesaria, por decirlo así, para no darnos por satisfechos en el mundo con él como único ser.
Una y otra vez se ve que Dios no es ningún objeto del saber, que su existencia no es concluyentemente demostrable. Dios no es tampoco ningún objeto de la experiencia sensible. Es invisible, no cabe percibirlo, sólo cabe creer en él.
Pero ¿de dónde sale esta fe? No sale originalmente de los límites de la experiencia del mundo, sino de la libertad del hombre. El hombre realmente consciente de su libertad está a una cierto de la existencia de Dios. La libertad y Dios son inseparables. ¿Por qué?
Yo estoy cierto de mí. En medio de mi libertad no existo por mí mismo, sino que soy para mí un presente en ella, pues puedo dejar de ser para mí y no imponer mi ser libre. Cuando soy realmente yo mismo, estoy cierto de que no lo soy por obra de mí mismo. La más alta libertad se sabe, en cuanto libertad respecto del mundo, la más profunda vinculación a la trascendencia.
El ser libre del hombre es lo que llamamos su «existencia». Dios es cierto para mí con la decisión en la cual «existo». Dios es cierto no como contenido del saber, sino como presencia para la «existencia».
Si la certeza de la libertad encierra en sí la certeza del ser de Dios, hay un nexo entre la negación de la libertad y la negación de Dios. Si no siento el milagro de ser yo, no necesito relación ninguna con Dios, sino que me contento con la existencia de la naturaleza, de muchos dioses, los demonios.
Y existe, por otra parte, un nexo entre la afirmación de una libertad sin Dios y la divinización del hombre. Es la seudolibertad de la arbitrariedad que se comprende a sí misma como presunta independencia absoluta del «yo quiero». En ella me abandono a la fuerza propia del «así lo quiero» y al obstinado saber morir. Pero esta ilusión acerca de mí mismo según la cual yo soy yo mismo por mí solo, hace que la libertad se trueque en la perplejidad de un ser vacío. La barbarie del querer imponerse se invierte en la desesperación en la que se vuelve uno lo que dice Kierkegaard: desesperado de querer ser uno mismo y desesperado de no querer ser uno mismo.
Dios existe para mí en la medida en que en la libertad me vuelvo realmente yo mismo. Dios no existe justamente como contenido del saber, sino tan sólo como revelación para la «existencia».
Pero con la iluminación de nuestra «existencia» como libertad no se prueba tampoco la existencia de Dios, sino que sólo se indica, por decirlo así, el lugar en que es posible la certeza de él.
En ninguna prueba de la existencia de Dios puede el pensamiento alcanzar su meta, si ésta es la certeza imperiosa. Pero el fracaso del pensamiento deja tras de sí algo más que nada. El fracaso apunta a lo que se abre en la inagotable conciencia de Dios que lo circunvala todo aunque constantemente en cuestión.
El hecho de que Dios no sea nada apresable en el mundo significa a la vez que el hombre no debe despojarse de su libertad en favor de las evidencias, autoridades, poderes que se dan en el mundo; que antes bien tiene la responsabilidad de sí mismo a la que no debe sustraerse renunciando a la libertad en el nombre supuesto de la libertad. El hombre debe ser tributario a sí mismo de la forma en que se decida y encuentre el camino. Por eso dice Kant que la inescrutable sabiduría es tan digna de admiración en lo que nos da como en lo que nos rehúsa. Pues si estuviera en su majestad constantemente ante nuestros ojos, o hablase inequívocamente como autoridad imperiosa en el mundo, nos convertiríamos en marionetas de su voluntad. Pero ésta nos quiso libres.
En lugar del saber de Dios, que es inasequible, cerciorémonos filosofando de la conciencia de Dios que nos circunvala.
«Dios existe», en esta proposición es decisiva la realidad a que ella misma apunta. Esta realidad no queda ya captada con pensar la proposición, antes bien el mero pensar esta deja vacío. Pues lo que hay en ella para el intelecto y la experiencia sensible no es nada. Lo que en ella se mienta propiamente, únicamente en el trascender, en el remontarse por encima de la realidad, pasando por esta misma, se torna sensible como la verdadera realidad. Por eso está la cima y el sentido de nuestra vida allí donde nos volvemos ciertos de la verdadera realidad, es decir, de Dios.
Esta realidad es accesible a la «existencia» en la originalidad de su estar referida a Dios. Por eso rechaza la originalidad de la fe en Dios todo intermediario. Esta fe no es real ya en ningún contenido de la fe determinado y enunciable para todos los hombres, ni en una realidad histórica que transmita a Dios igualmente para todos los hombres. Por el contrario, en cualquier forma histórica tiene lugar la referencia independiente, inmediata, no menesterosa de mediador alguno, del individuo a Dios.
La forma histórica que se ha vuelto enunciable y exponible ya no es la verdad absoluta para todos, aun cuando en su origen sea absolutamente verdadera.
Lo que Dios es realmente tiene que serlo absolutamente y no tan sólo en una de las manifestaciones históricas de su lenguaje, en el lenguaje de los hombres. Si Dios existe, tiene por lo mismo que ser sensible inmediatamente y sin rodeos para el hombre en cuanto individuo.
Si la realidad de Dios y el carácter inmediato de la referencia histórica a Dios excluye el conocimiento universalmente válido de éste, se requiere en lugar del conocimiento una conducta relativa a Dios. Desde siempre se ha concebido a Dios bajo formas del ser cósmico hasta llegar a la forma de la personalidad por analogía con el hombre. Sin embargo, no son todas estas representaciones sino otros tantos velos. No será Dios, sea lo que sea lo que nos pongamos ante los ojos.
Nuestra verdadera conducta relativa a Dios ha encontrado su expresión más profunda en las siguientes frases de la Biblia.
«No te harás imagen ni símbolo alguno». Esto quiso decir un día: la invisibilidad de Dios prohíbe adorarle en imágenes de dioses, ídolos y fetiches. Esta prohibición tan material se hizo más profunda en la idea de que Dios no es sólo invisible, sino inimaginable e inconcebible. No hay símbolo que pueda corresponderle, ni nada que quepa poner en su lugar. Todos los símbolos sin excepción son mitos, en cuanto tales llenos de sentido mientras conservan el insignificante carácter de meros símbolos, pero supersticiones cuando se los toma por la realidad misma de Dios.
Como toda intuición, en cuanto imagen que es, oculta al mismo tiempo que señala, la forma decisiva de la cercanía a Dios está en la ausencia de imágenes. Este justo requerimiento del Antiguo Testamento ni siquiera en este mismo se cumplió por entero. Subsistió la personalidad de Dios como imagen, su cólera y su amor, su justicia y su gracia. El requerimiento es incumplible. Lo suprapersonal, lo puramente real de Dios ha intentado sin duda apresarlo sin imagen en su incomprensibilidad el pensamiento especulativo del ser de Parménides y Platón, el pensamiento indostánico de Atman-Brahman, del Tao chino: pero tampoco ninguno de estos pensamientos puede alcanzar en realidad lo que quiere. Siempre se ingiere la imagen para las facultades mentales e intuitivas del hombre. Pero si en el pensamiento filosófico casi desaparecen la intuición y el objeto, quizá quede a la postre una levísima conciencia presente, que sin embargo puede resultar fuente de vida por su acción.
Entonces, después de despejar toda divinización de la naturaleza, todo lo simplemente demoníaco, todo lo estético y supersticioso, todo lo específicamente numinoso en el medio de la razón, persiste aún el más profundo misterio.
Quizá quepa circunscribir esa ligera conciencia residual del filosofar.
Es el silencio ante el ser. El lenguaje cesa ante aquello que hemos perdido cuando se vuelve objeto.
Este fondo solamente se deja alcanzar rebasando todo lo pensado. Él mismo es irrebasable. Ante él hay que comedirse y apagar todo deseo.
Ahí está el refugio y sin embargo no es ningún lugar. Ahí está el reposo que puede sustentarnos en medio de la inabolible inquietud de nuestro caminar por el mundo.
Ahí no puede menos de disolverse el pensamiento en la luz. Donde ya no hay preguntas, ya no hay respuestas. Al rebasar el preguntar y el responder, que en el filosofar se lleva hasta el último extremo, llegamos a la paz del ser.
Otra frase bíblica dice: «No tendrás otro Dios». Este mandamiento significó en un principio el rechazar a los dioses extraños. Se profundizó en la simple e insondable idea de que sólo hay un Dios. La vida del hombre que cree en un solo Dios está puesta sobre una base radicalmente nueva, comparada con la vida en que hay muchos dioses. La concentración en lo Uno es lo único que da a la resolución de la «existencia» su fundamento real. La infinita riqueza es al fin y al cabo disipación; lo magnífico carece del carácter de incondicional cuando falta el fundamento de lo Uno. Es un perenne problema del hombre, lo mismo ahora que hace milenios, el de conquistar lo Uno para hacer de ello el fundamento de su vida.
Una tercera proposición de la Biblia dice: «Hágase tu voluntad». Esta actitud fundamental en relación a Dios quiere decir: inclinarse ante lo incomprensible, en la confianza de que está por encima y no por debajo de lo concebible. «Tus pensares no son nuestros pensares, tus caminos no son nuestros caminos».
El confiar en esta actitud fundamental hace posible un universal sentimiento de gratitud, un amor a la vez sin palabras e impersonal.
El hombre se halla ante la Divinidad como ante el Dios escondido y puede aceptar lo más espantoso como decreto de este Dios, sabiendo bien que como quiera que lo exprese de un modo determinado, ya está expresado en forma humana y por lo mismo es falso.
Resumiendo, nuestra conducta relativamente a la Divinidad sólo es posible cumpliendo estos requerimientos: ni imagen ni símbolos; un Dios; en la entrega, hágase tu voluntad.
Idear a Dios es iluminación de la fe. Pero la fe consiste en intuir. Se queda a distancia y preguntando. Vivir de ella no quiere decir apoyarse en un saber calculable, sino vivir de tal suerte que osemos afirmar que Dios existe.
Creer en Dios quiere decir vivir de algo que no existe de ningún modo en el mundo, fuera del ambiguo lenguaje de los fenómenos que llamamos cifras o símbolos de la trascendencia.
El Dios de la fe es el Dios lejano, el Dios escondido, el Dios que no puede mostrarse.
Por eso tengo no sólo que reconocer que no sé de Dios, sino incluso que es menester que no sepa si es que creo en él. La fe es una posesión. No hay en ella la seguridad del saber, sino tan sólo la certeza en la práctica de la vida.
El creyente vive por ende en la permanente ambigüedad de lo objetivo, en la constante expectativa del escuchar. Es blando en su entregarse a lo audible y a la vez inexorable. Bajo la veste de la debilidad es fuerte. Es patencia por vía de la decisión de su vida real.
El idear a Dios es a la vez un ejemplo de todo filosofar esencial. No aporta la seguridad del saber, sino que aporta al verdadero ser uno mismo el espacio libre para su decisión. Pone todo el peso en el amor al mundo y en el leer la escritura cifrada de la trascendencia y la vastedad de lo que se abre a la razón.
Por eso es todo lo que se dice filosóficamente tan mísero. Pues requiere que lo complete el propio ser del oyente.
La filosofía no da, solamente puede despertar: puede recordar, confirmar y ayudar a guardar.
Cada cual entiende de ella lo que en realidad ya sabía.