Capítulo 1

5 de septiembre de 2001

Portfalls, Washington

Aunque Claire Malvern tenía el sueño profundo, algo la despertó. Salvo por el estruendo constante de las cataratas, que se oía en la distancia, su cabaña de pesca estaba en silencio. Claire ni siquiera oía la respiración tranquila y profunda de su marido.

Alargó el brazo por la cama de matrimonio. Las sábanas del otro lado estaban frías. Aún adormilada, se incorporó apoyándose sobre los codos y miró el despertador de su mesilla. Eran las tres y trece minutos de la noche.

Volvió a tumbarse y contuvo la respiración para poder escuchar con atención; sin embargo, el ruido del agua amortiguaba cualquier otro sonido. Su casa, recién reformada, estaba situada en una cresta arbolada que se erguía sobre el río Bloodroot. El río, en aquella época del año, bajaba crecido por la lluvia y por el deshielo desde las Cascades hasta Puget Sound.

Claire intentó sobreponerse al agotamiento. El día anterior, el primero de mayo, era el Día del Trabajador; y verdaderamente, habían trabajado para conseguir que aquella enorme y vieja construcción, en la cual habían invertido todo su capital, se convirtiera en un sueño hecho realidad. Querían abrir la casa de huéspedes The Falls cuanto antes. Keith estaba un poco nervioso últimamente. Quizá aquella noche hubiera tenido una pesadilla, o no hubiera conseguido conciliar el sueño; o quizá la pizza de anchoas que habían cenado le hubiera producido ardor de estómago.

El baño de la habitación estaba a oscuras; posiblemente Keith estuviera abajo, paseando, pensando, previendo el futuro. El cambio de vida de Seattle a un pequeño pueblo, Portfalls, en una zona rural de Washington había sido idea suya. Claire adoraba la belleza de aquel lugar, pero ambos habían abandonado buenas carreras profesionales a los treinta y cinco años para llevar a cabo aquella gran escapada, tal y como la llamaba Keith.

Claire sintió una inyección de adrenalina y se sentó en la cama. La habitación estaba helada, pero ella se acaloró debido a la inquietud.

- ¿Keith?

El agudo sonido de su propia voz la sobresaltó.

- ¿Keith? -repitió con más fuerza.

Claire se levantó, se puso las zapatillas y la bata y se asomó a la alta barandilla para mirar a la parte de abajo, donde estaba el salón, que tenía doble altura. La luz de la luna entraba por las altas ventanas que ellos mismos habían instalado y le permitía distinguir las siluetas de los muebles del piso bajo.

- ¿Keith? ¿Dónde estás? ¿Estás bien?

No obtuvo respuesta. Comenzó a encender las luces de la habitación y del pasillo. No creía que nadie la viera desde fuera a las tres y media de la madrugada, y si por casualidad Keith había salido a la gran terraza, las luces lo atraerían al interior de la casa. Claire pensó que en realidad, no tenía nada de particular que él estuviera dando un paseo a medianoche, por muy poco corriente que aquello que fuera en él.

Claire bajó las escaleras y siguió encendiendo luces en el salón. Pasó por la cocina y salió al garaje, donde estaban aparcados su coche y la furgoneta, pero no encontró a su marido. Recorrió las tres habitaciones que habían renovado para los futuros huéspedes, encendiendo todas las luces a su paso. En cada una de las estancias, Claire salía a la terraza que recorría todo el perímetro de la casa y miraba hacia abajo, hacia el río. No había ni rastro de Keith. Comenzó a sentir pánico por lo que hubiera podido pasarle. Claire se consideraba una persona sensata, pero también tenía una vena muy imaginativa. De lo contrario, nunca habría sido tan buena diseñadora de interiores. Con el corazón acelerado, subió de nuevo a su habitación y se puso un jersey, unos pantalones vaqueros, una chaqueta y unos mocasines viejos y salpicados de pintura. Estaba enfadada con Keith. ¿Por qué se había marchado sin avisarla? Aquello no era propio de él. Nunca había hecho algo parecido en los diez años que llevaban casados.

Tomó la pistola que su marido tenía guardada en el cajón de su mesilla de noche y se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Odiaba las armas y rara vez tocaba aquella cosa. Sin embargo, cabía la posibilidad de que hubiera extraños acampados por la zona, sobre todo en aquella época en que los salmones remontaban el río. Era corriente que los pescadores pasaran por debajo de la casa, de camino hacia un buen sitio de pesca.

Descendió de nuevo las escaleras, con una linterna en una mano y el teléfono móvil en la otra. Salió de la casa y la rodeó, miró en los cobertizos y después se alejó un poco. Pensó que no le quedaba más remedio que gritar para llamarlo, aunque aquello pudiera atraer a otras personas. Seguramente, los pescadores podrían ayudarla.

Por una vez, maldijo al río Bloodroot y a las cataratas, deseando que hubiera silencio para poder oír la voz de Keith. Iluminó el camino con la linterna y gritó:

- ¿Keith? ¡Contéstame!

- No puedo creer que sea tan tarde… o temprano -dijo Nick Braden a los otros dos hombres que estaban comiendo con él en el mostrador del D.B. Café, en el pequeño aeropuerto de Portfalls-. Son las cuatro de la madrugada y comienzo mi turno a las ocho de la mañana. Necesito dormir algo. No he hecho el turno del cementerio desde hace años, gracias a Dios. Incluso después de haber comido, me siento como un muerto viviente.

- Usted es el que hace los horarios -le dijo Jackson, el cocinero indio-. Tómese un par de días libres, para variar.

- ¡Es verdad! -convino Herb Black con la boca llena-. ¿Cómo es posible que se ponga el tumo del cementerio si usted hace los horarios?

Los tres clientes, sentados a la barra, estaban dando buena cuenta de platos de beicon, huevos y tostadas con ketchup. Nick estaba sentado en la esquina, frente a los otros dos; desde allí podía observar a sus compañeros y controlar todo el espacio. Era un hábito que conservaba de sus años como policía militar, y de sus trabajos posteriores como oficial en varios departamentos de policía rurales de Washington.

- Sí, tiene un semillero de criminales a los que vigilar por aquí, sheriff -le dijo Herb con sorna.

Herb era el piloto que trasladaba a los pescadores o a los turistas a las islas de San Juan-. Esto es pan comido, hombre.

Al otro lado de Herb, Pete Simpson, calvo como una bola de billar, resopló mientras rebañaba el plato con un pedazo de tostada.

- ¡Demonios, ten un poco de respeto! Este hombre tiene tres ayudantes para controlar tres islas, aparte de Portfalls. Y con todo lo que se ha desarrollado esta zona últimamente, las cosas no son tan fáciles como antes.

- Exacto -dijo Nick-. Jóvenes con demasiadas cervezas encima, riñas domésticas… podría contar cosas que les pondrían los pelos de punta -explicó.

Después se levantó del taburete y dejó un billete de cinco dólares sobre el mostrador, aunque su cuenta sólo ascendía a dos con noventa y nueve.

- Por no mencionar las drogas, los robos y las búsquedas y rescates de los suicidas.

Los demás asintieron, dejando las bromas aparte. Los ciudadanos estaban preocupados porque los crímenes se estaban extendiendo hasta el norte desde Seattle a medida que llegaban los turistas y nuevos habitantes a la zona. Y era del dominio público que el viejo puente del ferrocarril siempre había sido el sitio favorito para los suicidas.

El puente, abandonado y ruinoso, ofrecía unas vistas espectaculares del río y de las cataratas, pero había pocos observadores. Sólo los pescadores ascendían tanto siguiendo el río; de vez en cuando, los ayudantes de Nick subían a patrullar por el camino que discurría siguiendo su curso. Por desgracia, parecía que la vista de las cataratas desde aquel puente tenía algo fascinante y elemental que llamaba a las personas a saltar hacia la corriente.

Al dirigirse hacia la puerta, Nick se despidió de Jackson con una inclinación de la cabeza. El cocinero le devolvió el saludo, tocándose la visera de la gorra con dos dedos para agradecerle la generosa propina.

Más de una vez, Jackson le había avisado cuando sospechaba que estaba ocurriendo algo extraño por allí. El mes anterior, Nick había arrestado a un supuesto piloto deportivo que en realidad trasladaba cocaína desde Canadá con su avioneta.

Nick se detuvo antes de salir para mirar por la ventana, el único lujo que se había permitido en la vida, su amado hidroavión Cessna 206 Amphib, que estaba anclado junto al único hangar, posado sobre los flotadores. Nick volaba a menudo a las islas pequeñas de su jurisdicción. Apenas usaba el hidroavión para ir a otro lugar, puesto que los deberes del sheriff de un condado rural eran numerosos.

Cuando iba a salir de la cafetería, se fijó como siempre en el cartel enmarcado que había colgado junto a la puerta. Decía: El más buscado. Unos veinte años antes, el infame D. B. Cooper había secuestrado un Boeing 727, y después se había tirado en paracaídas a diez mil pies de altura con doscientos mil dólares. Se había encontrado parte del dinero, pero nunca habían encontrado al hombre, que en aquel momento debía de tener unos setenta años. Aquel tipo había desaparecido, y muchos, incluido Nick, habían pasado muchas horas intentando averiguar cómo.

Atrapar a un criminal como aquél era el sueño de todo oficial de policía. Nick había trabajado mucho para llegar a ser el sheriff de aquel condado, y había gastado mucho dinero para financiarse la campaña, durante el mes de noviembre anterior; el hecho de haber salido elegido había hecho que todos los esfuerzos merecieran la pena, pero ser sheriff también tenía sus desventajas.

Tenía que dar discursos en el Club Rotario, hacer trabajo de relaciones públicas y conceder entrevistas a los medios de comunicación; también tenía que tomarles las manos a las víctimas consternadas antes de pasarles el caso a sus ayudantes. En los tiempos que corrían, debía intentar ser políticamente correcto para que no lo demandaran. Todo aquello significaba que tenía menos tiempo para ocuparse personalmente de resolver los casos, que era lo que realmente le gustaba y lo estimulaba en su trabajo.

Por otra parte, todo aquello lo mantenía ocupado, y Nick necesitaba estar ocupado. Había perdido a su mujer, Susan; aquella misma semana se cumplían cinco años desde su muerte. Había pasado mucho tiempo, pero él no había conseguido sobreponerse completamente.

En cuanto abrió la puerta del coche camuflado de la policía, oyó la voz de la telefonista de la centralita por la radio, que avisaba de una emergencia de código dos en la casa de pesca que había en el número trescientos dos de la River Road.

- Emergencia código nueve-uno-uno, código dos, en el 302 River Road. Mike, ¿puedes acudir o sigues en la riña doméstica? -estaba preguntando Peggy, la telefonista del turno de noche.

Si Mike Woods, su ayudante, estaba ocupado, él mismo cubriría la emergencia.

- Águila uno -le dijo a Peggy por la radio-. ¿En qué consiste el nueve-uno-uno?

- La mujer dice que su marido ha desaparecido. Ha estado buscándolo por dentro y por fuera de la casa, y está muy alterada. Se llama Claire Malvern, y su marido Keith Malvern. ¿Está en casa, sheriff? Creía que estaba en Cedar Island.

- Estoy en el aeropuerto. Deja a Raven en el caso doméstico. Yo voy de camino. Conozco esa vieja casa desde hace años. Ya sabes lo complicados que son esos altercados con los maridos.

- Afirmativo. ¡No se caiga en las cataratas!

Aunque estaba esperando a la policía, Claire se sobresaltó al oír que alguien llamaba a la puerta tres veces enérgicamente.

- Keith… -susurró, rezando por que fuera él mientras se dirigía apresuradamente hacia la puerta.

Finalmente, había entrado en casa después de buscar y llamarlo a gritos por el bosque, tanto antes como después de llamar al nueve-uno-uno. El único ser vivo que había visto había sido un búho.

- ¿Señora Malvern? -dijo el hombre que estaba en el umbral-. Soy el sheriff Nicholas Braden. ¿Ha llamado avisando de que su marido ha desaparecido?

Tenía una voz grave y clara. El sheriff Braden no llevaba uniforme, pero ella lo reconoció por las fotografías que había visto en los periódicos, y por los carteles de la campaña electoral. Llevaba una camisa de franela, pantalones vaqueros y una chaqueta. Quizá él mismo se diera cuenta de que no tenía un aspecto muy oficial, porque le estaba mostrando la placa de policía por la mirilla. Cuando ella abrió la puerta, se la guardó en el bolsillo.

- He salido pronto esta mañana, así que me he encargado del aviso de emergencia -le explicó él-. ¿El señor Malvern no ha vuelto aún?

- No, y ni siquiera estoy segura de cuándo se marchó. Eran las tres y cuarto de la madrugada cuando me di cuenta de que no estaba. Nuestros dos coches están en el garaje, y desaparecer así no es propio de él. Siempre duerme profundamente -añadió ella, y comenzó a caminar hacia la cocina, abrazada a sí misma, helada a pesar de que estaba sudando.

- Está bien. Voy a hacerle algunas preguntas -dijo él, aunque de repente, se le había puesto la voz ronca.

Durante un instante, cuando la vio por primera vez a la luz, se había quedado asombrado, mirándola con la boca abierta. Ella estaba segura de que no se conocían, pero aquel hombre había reaccionado como si hubiera visto un fantasma. Quizá se debiera al aspecto que ella debía de tener, con la cara llena de lágrimas y el pelo revuelto.

- ¿Qué ocurre? -le preguntó, limpiándose las mejillas con las palmas de las manos.

- Nada. Tengo que conocer algunos detalles -respondió él, carraspeando. Sacó una libreta y se sentó junto a la mesa después de que ella se lo indicara-. El hecho de que los dos vehículos estén aquí es significativo. ¿Se ha llevado algo?

- ¿Se refiere a su cartera o a una maleta?

- Sí. Y a las llaves, también.

- Estoy tan nerviosa que no lo he comprobado. Lo único que he hecho ha sido salir a buscarlo. Pero puedo subir al piso de arriba a mirar. Él debía de tener las llaves para cerrar desde fuera.

- Tendrá que buscar sus objetos personales.

- Claro, claro, por supuesto.

Era evidente que aquel hombre estaba acostumbrado a tratar con personas angustiadas. Su comportamiento era calmado, controlado y aunque amable, autoritario también. Sin embargo, continuaba lanzándole dardos con la mirada.

- ¿Cuántos años tiene su marido, señora Malvern?

- Treinta y seis.

- ¿Descripción física?

- Mide un metro ochenta y tiene el pelo rubio y los ojos azul claro. No sé exactamente cuánto pesa, pero está delgado porque corre todos los días. Supongo que perdió peso antes de que llegáramos aquí.

- ¿Desde dónde?

- Desde Seattle. Vinimos el año pasado.

- ¿Tiene su marido familia allí?

- No. Los dos somos de San Diego, pero él ya no tiene familia cercana.

- ¿Cuánto tiempo llevan casados?

- ¿Y qué importa todo esto? -gritó ella. Quería chillarle que dejara de charlar y que comenzara a buscar. Sin embargo, se dio cuenta de que el sheriff tenía que hacer las cosas según un procedimiento, y añadió en voz baja-: Diez. Casi diez años.

- ¿Tienen hijos u otras personas que vivan con ustedes?

- No.

- ¿Había bebido Keith?

- ¿Bebido? Dos cervezas con la pizza, a la hora de la cena. Keith apenas bebe desde que dejó su trabajo de ejecutivo.

Nick asintió y continuó.

- Con respecto al deporte… ¿sale él a correr por las noches?

- No, nunca.

- ¿Y corre cerca del río? Esas curvas pueden ser traicioneras.

- ¡Sí, corre cerca del río, pero nunca por la noche!

- Está bien. Muéstreme una fotografía de su marido. Si se dejó la cartera, con la de su carnet de conducir me valdrá. Con su permiso, me gustaría echar un vistazo por la casa.

- Bien, aunque juraría que yo he mirado por todas partes -dijo Claire. Notó que mientras Nick Braden estudiaba la habitación, también la estaba observando a ella como un halcón-. Puedo acompañarle a registrar los alrededores de la casa, y mostrarle todo lo que quiera -añadió-. Sé que está muy oscuro, pero tengo linternas.

- Si se decide hacer una búsqueda, será a la luz del día…

- ¿Si se decide? ¿Y quién es el que tiene que decidirlo? -preguntó ella acaloradamente.

- Técnicamente, yo -admitió él, poniéndose en pie-. Pero tengo que seguir un procedimiento de investigación. Señora Malvern, ¿su marido estaba satisfecho últimamente? ¿Se llevaban bien ustedes?

- Por supuesto -respondió ella, a la defensiva, aunque de repente no se sentía muy segura de aquello.

Keith debía de estar feliz, sí, y ellos se llevaban bien. Se conocían casi de toda la vida. Habían empezado a salir en el instituto, y su amistad se había convertido en noviazgo y después en matrimonio. Aunque aquella nueva vida había sido idea de Keith, su sueño, ella había intentado hacerlo suyo también, con todas sus fuerzas. El sheriff Braden la estaba observando atentamente, cuando debería estar comenzando una búsqueda exhaustiva de su marido.

- Señora Malvern -le dijo, mientras caminaba lentamente hacia ella-, a mí me parece que lleva usted un arma de fuego encima. ¿Querría sacarla lentamente y ponerla sobre la encimera?

Durante un segundo, ella se quedó mirándolo sin entender nada. Parecía que aquel hombre había visto a través de su ropa. Así que por eso la vigilaba con tanto interés.

- Es… es de Keith, no es mía. Se me había olvidado. Pensé que debía llevarla cuando salí a buscarlo.

La sacó y la puso sobre la encimera, agarrando la culata con el dedo índice y el dedo gordo como si quemara. Para su disgusto, él tomó una servilleta de papel de la encimera, agarró la pistola y la olfateó. ¿Acaso pensaba que ella había disparado? ¿A Keith?

- Mi marido tiene licencia -dijo.

- Bien. También es significativo que no se la haya llevado. Pero si usted no la maneja normalmente, y parece que no, tan sólo llevarla podría resultar más peligroso que ir desarmada.

Él miró por el cañón de la pistola con los ojos entrecerrados para ver si estaba cargada, mientras ella se mordía el labio y lo miraba fijamente. Él sacudió el arma y las seis balas del cargador salieron a la encimera. Ella se sintió avergonzada y enfadada por aquel sermón y por la actitud de aquel hombre. El sheriff debería estar haciendo todo lo posible por encontrar a Keith.

- ¿Por qué no me acompaña a echar un vistazo por la casa? -le pidió él, mientras dejaba la pistola en la encimera, a distancia de las balas.

- Por mí no hay problema, pero estaremos perdiendo el tiempo. ¿Y si está herido en algún sitio? ¿Y si ha caído al río? ¿Y si…

A medida que enumeraba aquellas posibilidades, se le quebró la voz.

- ¿Señora Malvern? -el sheriff la estaba esperando para que le mostrara la casa-. He dicho que es mejor asegurarnos de que las ventanas y las puertas están cerradas desde dentro. Si podemos averiguar si él salió…

- Ha debido de salir. Yo no he salido, y nadie ha estado aquí. Hemos estado trabajando mucho en una de las habitaciones de invitados hoy -insistió ella con desesperación, haciendo aspavientos-. Ni siquiera salimos para ir a buscar la cena; pedimos pizza.

- ¿Su marido es sonámbulo?

- No. Duerme como un muert… como un tronco -se corrigió ella, antes de prorrumpir en sollozos.

El sheriff se acercó a ella. Con los brazos rígidos, le tomó los hombros y la obligó a apoyarse en la puerta de la cocina. Para no caerse al suelo, ella se agarró a sus muñecas y sollozó.