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En el vestíbulo reina el caos. Escudriño la habitación y termino viendo al hombre de la tableta, cerca de la base del reloj central, con cara de pánico. Tiene el cabello despeinado y le ha desaparecido la pajarita. Voy hacia él sorteando la multitud, que se arremolina. Repara en mí cuando casi he llegado hasta él y abre los ojos como platos.

—Necesito las grabaciones de las cámaras de seguridad —pido.

—Las grabaciones —repite. Acto seguido asiente deprisa, sin titubear, como si por fin tuviera un objetivo y se sintiese aliviado por ello—. Por aquí.

Me guía por una escalera descuidada, por un pasillo. Introduce un código en un lector, entra en un cuartito.

Hay una mesa alargada, cuatro pantallas dispuestas en fila, imágenes en directo de distintas cámaras de seguridad. Un ordenador portátil en un lado; una torre de equipo de grabación.

Se sienta en una silla giratoria, se acerca al ordenador. Hace que la pantalla cobre vida, comienza a teclear comandos.

Mientras lo hace, yo observo las pantallas. Una muestra el jaleo del vestíbulo; otra, el salón de baile, donde ahora hay paramédicos y camillas. También hay algunos agentes de policía uniformados, pero pululan por el sitio sin saber qué hacer. A estas alturas ya debería haber llegado el Buró al completo, deberían estar poniendo orden, pero no veo ninguna cara familiar, no veo que haya nadie a cargo de la situación.

El tecleo se detiene y miro el portátil. Ha aparecido una ventana nueva, con un mensaje.

«Vamos —insto inquieta—. Más deprisa».

El hombre vacila, cierra el recuadro, comienza a escribir de nuevo.

Necesito ese material. Tengo que estudiarlo y tengo que encontrar algo antes de que el FBI relacione el ataque con mi hijo.

Cuando las autoridades tengan esto, cuando identifiquen a Zachary, y a mí, no tendré tiempo.

El tecleo cesa de nuevo. Surge la misma ventana. Empieza a asaltarme el temor.

Se queda mirando la pantalla un buen rato y se vuelve hacia mí.

No sé cómo, pero sé lo que va a decir antes de que lo diga.

—Las cámaras… no están grabando.


—¿Está seguro? —inquiero, pero según lo digo, soy yo la que está segura.

Cómo iban a estar grabando.

Quienquiera que haya hecho esto, quienquiera que haya hecho esta barbaridad espantosa, tendría que borrar las pruebas, cualquier cosa que demostrase que ha estado aquí.

—Estoy seguro —afirma perplejo.

Es un alivio, en cierto modo. Al menos temporal. Significa que no hay nada que demuestre que Zachary estuvo aquí. Nada que demuestre lo que hice yo momentos antes de oír esos primeros gritos.

No obstante, el Buró acabará encajando las piezas. Encontrarán el email que se envió al reclutador y localizarán por GPS el móvil de Zachary. Sabrán que estuvo aquí, en el hotel, antes de que se produjesen los asesinatos. Sabrán exactamente cuándo realicé esa llamada al equipo de seguridad de Shields.

Acabarán vinculándonos con el ataque.

En cambio, la persona que de verdad hizo eso… Sin grabaciones, sus huellas están borradas.

Vuelvo a fijarme en las pantallas, voy de una a otra. Imágenes en directo, que sin embargo no se graban. Quienquiera que haya hecho esto estuvo aquí. Salió en esas pantallas. Y ese material no está grabado.

Veo el salón de baile, los dos grupos apretados. El vestíbulo, abarrotado de gente. Las puertas de delante, gente yendo hacia ellas, saliendo.

No hay perímetro. La gente se está marchando. Dios mío, qué desastre. Aquí no hay nadie que controle la situación, nadie que impida que los testigos se vayan.

Entonces lo veo.

Una figura, en la pantalla.

Una gorra oscura, la cabeza gacha, como el tipo de la cámara de seguridad del edificio en el que vive mi madre.

Doy un paso adelante, lo miro con atención, el corazón empieza a latirme con fuerza.

—¿Podría hacer zoom ahí? —pido señalando al hombre.

Oigo vagamente un tecleo de fondo y la imagen de la pantalla se agranda. Sigo sin verle la cara, sólo la gorra.

Está cerca de la hilera de puertas de cristal, va a salir. Está a punto de marcharse.

—Más —apremio.

El hombre de la pantalla levanta el brazo para abrir la puerta y entonces lo veo.

Un tatuaje familiar.

Dos cuchillos cruzados, formando una X.