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Es una Glock 26. Como la mía, pero más pequeña. Subcompacta, más fácil de ocultar.
Zachary tiene un arma en el vestidor.
Me asalta un recuerdo, que hace años que no tenía. Estábamos en el parque, Zachary y yo, cuando él iba a preescolar. Me senté en un banco a leer un informe, sin perderlo de vista. Zachary llevaba unos pantalones de pana y una camiseta de un azul vivo. Estaba esperando para subir al tobogán grande, en espiral, el que más le gustaba, y una niña pequeña con trencitas se le coló. Un segundo después, él la quitó de en medio de un empujón, con fuerza; la niña se cayó al suelo y rompió a llorar. Yo salí disparada del banco, lo cogí por el brazo y lo llevé aparte. «¡No hagas eso nunca!», grité, la voz rebosante de miedo y desesperación. Volví la cabeza y la niña seguía en el suelo, sollozando como si se le fuera a romper el corazón; su madre estaba con ella, consolándola, quitándole tierra de las rodillas. Me agaché con Zachary, furiosa con él y al mismo tiempo asustada. «¿Cómo te atreves a hacerle daño a alguien?». Entonces se demudó, los ojos se le llenaron de lágrimas, el labio inferior le temblaba. «Lo siento, mami».
Otro recuerdo ocupa el lugar de ese. Entro corriendo en el despacho del director cuando Zachary iba a sexto, lo veo sentado allí, con cara inexpresiva, golpeando la silla con los tacones. A su lado, otro niño, otra madre. El niño tenía la nariz ensangrentada y un ojo hinchado, cerrado. La madre me miraba furibunda. «¿Qué ha pasado?», pregunté sin aliento, mi atención fija en mi hijo. Él se encogió de hombros, sin mostrar emoción alguna en el rostro, ninguna. A la cabeza me vino su padre: «¿Y si es como su padre?».
Un escalofrío me recorre el cuerpo.
¿Por qué demonios tiene Zachary una pistola en el armario? No hay ni un solo buen motivo para que mi hijo, de diecisiete años, tenga un arma escondida en el vestidor.
¿Lo estarán acosando en el instituto? ¿Sentirá la necesidad de protegerse?
Miro de nuevo el arma, con más atención esta vez. Veo el indicador de bala en la recámara, ese cuadradito abultado que sobresale algo de la corredera: la pistola está cargada. Las manos me tiemblan.
Últimamente ha estado distante, cierto. Casi como si fuese un desconocido. Pero ¿esto? ¿Esto?
«¿Y si ya no lo conozco?».
Temblorosa, respiro hondo una, dos veces, intentando ordenar los pensamientos que dan vueltas en mi cabeza.
«Tengo que entregarlo».
Tengo que llamar a la policía local, decirles que he encontrado una pistola en el armario de mi hijo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
«Mi hijo irá a la cárcel».
El grifo de la ducha se cierra. La repentina ausencia de sonido hace que me quede inmóvil.
Doblo la parte de arriba de la bolsa. Salgo de su habitación lo más deprisa y silenciosamente posible, enfilo el pasillo. Me meto en mi dormitorio, cierro sin hacer ruido al entrar. Entro en el vestidor, cierro esa puerta también.
Abro la caja fuerte, meto la bolsa dentro, cierro la caja y me siento en la alfombra.
Zachary tiene un arma.
«Un arma cargada».
Poco a poco, la sorpresa y la incredulidad empiezan a dar paso a la rabia.
Me quedo mirando el teclado numérico de la caja fuerte hasta que la vista se me nubla. Después, de golpe y porrazo, me levanto. Salgo de la habitación, voy a la suya sin pensar. Llamo a la puerta cerrada, con más fuerza de la necesaria, el puño más apretado de lo necesario.
«¿Cómo te atreves a hacer esto?».
—Sí —dice, la voz amortiguada a través de la puerta. Es la misma sílaba que oigo siempre desde el pasillo, la entonación que significa que puedo pasar.
Abro la puerta. Está sentado con las piernas cruzadas a lo indio en la cama, un libro de texto abierto delante. Pantalones de franela azul y una camiseta azul, descalzo, el cabello húmedo.
—Zachary, tengo que hablar contigo.
Me observa, la expresión serena. Espera a que diga algo más.
—¿Qué, mamá? —pregunta al cabo.
—¿Tú qué crees? —Percibo el sarcasmo que destila mi voz. Estoy tan preocupada y asustada que no puedo pensar.
Otra pausa. Me mira con atención. Con recelo, casi.
«Tiene los ojos de su padre».
La idea es como un bofetón. Lo es cada vez que se me pasa por la cabeza, desde que era un bebé. Porque es mío. Yo lo crie.
Lo veo de nuevo de pequeño, su rostro iluminándose cuando me veía entrar en la guardería. Corriendo hacia mí, echándome los bracitos al cuello con fuerza, dándome besos y llenándome de babas. Lo veo coger un ramo pegajoso de dientes de león para mí de la hierba que crece en el jardín trasero. Dándome su tarjeta del día de la madre, una cartulina arrugada con corazones pintados.
Ese es mi Zachary. Ese niñito.
Él no tendría un arma.
«Pero hay una pistola en su armario».
—Me ocultas algo, Zachary. —La investigadora que hay en mí pronuncia las palabras, aun cuando la madre dude de ellas. ¿Y si no es así? ¿Y si hay otra explicación?
«¿Y si el arma no es suya?».
Sus ojos no se apartan de los míos. Empieza a secarse el cabello con una toalla.
—Y sé lo que es. —De nuevo es la investigadora la que habla. La madre espera verlo confuso, que lo desmienta.
Porque, naturalmente, el arma no es suya. No puede serlo.
Palidece. Desvía la mirada.
«No».
Cuando me mira de nuevo, tiene el sentimiento de culpa escrito en la cara.
«Mierda».
La investigadora que hay en mí se siente satisfecha, justificada. La madre, destrozada.
Clavo la vista en mi hijo.
«Zachary, ¿qué has hecho?».